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Si eres periodista temerás a Janet Malcolm sobre todas las cosas

Todos los periodistas temen a Janet Malcolm. Aunque su figura es una presencia divisiva en la profesión, las cohortes de admiradores y detractores están hermanados por ese lazo invisible que es el temor. Hasta su crítico más feroz sentiría un monstruo alojándose en sus intestinos si descubre que, por ventura o azar, algún trabajo suyo acaba entre las manos de Malcolm. Irremediablemente, temblaría. Aunque haya pasado años documentándose. Aunque hasta la última declaración esté afianzada por tres fuentes que irían a juicio por reafirmar lo expuesto. Apestará a miedo, porque sabe —o debería saber— que la lectura escrutadora de Janet Malcolm detectará lo que todo periodista se afana en ocultar o en negarse: la trampa. Porque sí, siempre la hay. A veces se disfraza con otro nombre, en ocasiones es diáfana y obscena; o acaso inconsciente e ineludible, pero siempre está ahí. O eso es lo que nos dice Malcolm cuando sostiene que todas las historias —especialmente las bien contadas y las mejor documentadas— son, inevitablemente, una distorsión.

Esta verdad de enunciado sencillo y raíz compleja ha edificado todo el temor y el amor hacia esta periodista, ensayista y crítica norteamericana; que escribía apaciblemente desde los sesenta en The New Yorker y New York Review of Books sin manosearle las narices a nadie. Hasta que en 1990 publicó lo que parecía un libro pero en realidad era un saco de cal viva sobre una de las más antiguas heridas abiertas del periodismo, que ahonda en uno de los pocos debates que en verdad vale la pena sobre el oficio. Se llamaba El periodista y el asesino (Gedisa, 2004) y aunque su provocador arranque es ya uno de los más consagrados de este siglo, citado y sobado por todos los que hayan tenido la fortuna de mantenerse alejados de cualquier facultad de periodismo española, bien merece un recordatorio:

Todo periodista que no sea demasiado estúpido o demasiado engreído para no advertir lo que entraña su actividad sabe que lo que hace es moralmente indefendible. El periodista es una especie de hombre de confianza, que explota la vanidad, la ignorancia o la soledad de las personas, que se gana la confianza de estas para luego traicionarlas sin remordimiento alguno. Lo mismo que la crédula viuda se despierta para comprobar que se ha marchado el joven encantador con todos sus ahorros, el que accedió a ser entrevistado aprende su dura lección cuando aparece el artículo o el libro. Los periodistas justifican su traición de varias maneras según sus temperamentos. Los más pomposos hablan de libertad de expresión y dicen que «el público tiene derecho a saber», los menos talentosos hablan sobre arte y los más decentes murmuran algo sobre ganarse la vida.

Aproximadamente a la altura de la segunda línea los que habían escogido odiarla entre sofocos eran ya legión. Es sabido que si a una forma de vida perteneciente al género periodista usted le dice algo parecido a esto, su mente infiere que está llamándole mentiroso y en el mejor de los casos pedirá las sales. En el peor, le soltará alguna diatriba sobre la honradez profesional, el cacareado quinto poder o cualquier otra milonga estéril de la existencia o inexistencia de la objetividad, con la advocación a Kapuscinski que tenga más a mano y bailando en círculos concéntricos en torno a su ombligo. Parodias al margen, huelga decir que si el libro fracturó —literalmente— a la profesión, fue porque hubo quien pasó más allá del lapidario prólogo y encontró en él elaborados motivos para remedar y defenestrar a Malcolm. Ahora vamos con ello.

Malcolm, asesina

Antes, un rodeo necesario. ¿Qué tiene El periodista y el asesino para resultar tan incendiario? Las obras que airean los desmanes y vicios del periodismo no son infrecuentes (Confía en mí, estoy mintiendo de Ryan Holiday, como ejemplo reciente) y abundan los libros de periodistas contritos que sacan a la luz su historial de embustes y adulteraciones (El fabulador de Stephen Glass, por citar alguno). La obra de Janet Malcolm languidece en cualquiera de estas dos categorías, porque está circunscrito a un tipo de periodismo concreto, el llamado «escritor de no ficción» de largo reportaje o de novela real, al calor de la tradición de A sangre fría de Capote; aunque por el camino aborde un asunto nuclear: la relación entre periodista y sujeto. Lo que hace Malcolm es interrogarse, hasta el desaliento, sobre los límites éticos del trabajo de investigación y reportaje.

Y lo hizo por dos razones: porque la periodista ha pasado toda su vida obsesionada por las transacciones (entre el fotógrafo y el fotografiado, el psicoanalista y el paciente o el abogado y el testigo) y porque el 1 de septiembre de 1987 recibió una carta impeliéndola a reflexionar. El remitente era el abogado del periodista Joe McGinniss, que había escrito un libro sobre Jeffrey MacDonald, que había matado brutalmente a su mujer y sus dos hijas. La obra, Fatal Vision, se convirtió en un bestseller con la misma velocidad con la que el homicida se apresuró a plantarle una demanda por libelo al autor. El asesino y el periodista habían establecido un acuerdo para que el primero escribiera la historia del segundo, en virtud de lo cual McGinniss tuvo acceso a MacDonald durante todo el juicio y también después. Integró incluso el equipo de defensa para empaparse de los detalles del caso. Fueron cientos de cartas, de entrevistas cara a cara, de horas de conversación en las que el asesino defendía su inocencia y el periodista accionaba su grabadora con comprensión y cariño haciéndole creer que estaba de su lado. MacDonald llegó a recibir un adelanto de la editorial antes de la publicación y se le asoció a las futuras ventas. Pero el resultado no fue el que esperaba. De hecho fue exactamente el contrario. En Fatal Vision, McGinniss confeccionó un despiadado retrato de MacDonald, un «narcisista patológico» que había cometido el crimen con frialdad y se había labrado una coartada con monstruosa hipocresía. El asesino se sintió estafado, alegando que durante todo ese tiempo el periodista se había ganado su confianza haciéndole creer que el libro defendería su inocencia para acabar haciendo radicalmente lo opuesto. Le llevó a los tribunales, y el autor, humillado, tuvo que pagarle un resarcimiento de más de trescientos mil dólares.

El periodista y el asesino no es un libro sobre otro libro, ni tampoco un juicio sumarísimo a sus dos protagonistas. Janet Malcolm investiga el caso de McGinnis y MacDonald para diagnosticar algunos dilemas morales claves de la relación del periodista con el sujeto: ¿Es lícito ocultarle información al entrevistado o la fuente? ¿Y mentirle para conseguir una revelación que ayude a llegar a la verdad? ¿Puede el periodista fingir simpatía por su fuente para que esta le sea más dócil? ¿Debe desvelarle su agrado o desagrado? Malcolm actúa como aquel espejo de Sylvia Plath —«I am not cruel, only truthful»— y sentencia: «A diferencia de otras relaciones que tienen un fin determinado y están claramente delineadas como tales (dentista-paciente, abogado-cliente, profesor-alumno), la relación de autor y persona a la que entrevista parece depender, para perdurar, de una especie de oscuridad, de encubrimiento de sus fines. Si todo el mundo pone sus cartas sobre la mesa la partida se acabará. El periodista debe realizar su trabajo en un estado de anarquía moral deliberadamente producido».

16 Jul 1979, Raleigh, North Carolina, USA --- Original caption: July 16, 1979 - Raleigh, North Carolina: Dr. Jeffrey MacDonald (center), nine and a half years after his pregnant wife and two young daughters were killed in a Fort Bragg, North Carolina apartment, entered the Federal Courthouse to stand trial for their deaths. With him are attorneys Wade Smith (left) and Bernard Segal (right). The former Army doctor told newsmen he believes he will be found innocent. The trial was expected to last six to eight weeks. --- Image by © Bettmann/CORBIS
Jeffrey MacDonald, en el centro, entrando a la Corte Federal para ser juzgado. Fotografía: Corbis

Entre otras muchos asuntos que no hay espacio para desmenuzar (como sus burlas de las presas fáciles de seducir por los periodistas, o la incurable vanidad de estos), Malcolm concluye que el narrador siempre va a ser parcial e interferir en su relato («Echar raíces va en la sangre, elegimos bando como respiramos», dice) y aparentar una sustracción de uno mismo de la historia que está contando es eso, pura pose o pura trampa. Y ese es el atolladero moral en torno al que gravita no solo este volumen sino toda la producción de Malcolm: que la verdad es inaprensible. En consecuencia, los sistemas con los que tratamos de desvelarla —fundamentalmente el periodismo o el sistema legal— están distorsionados, guiados por esa humana necesidad de que la historia en cuestión tenga héroes y villanos, un clímax y un desenlace. Cualquier narrador, para dotar de coherencia a su historia, escoge detalles y se ve forzado a desdeñar otros miles. «Vamos por la vida oyendo mal, viendo mal e interpretando mal para dar sentido a la historia que nos contamos a nosotros mismos», radiografía ella. No es solo que elijamos bando y que queramos que gane el nuestro, es que debemos aceptar que estamos involucrados.

Esto no le sirve a Malcolm para liberar al periodismo de esa búsqueda de la verdad porque la distorsión es infranqueable. Al contrario. Ella se sitúa en la orilla opuesta a Roger Wolfe, que consideraba que el periodismo consistía en lanzar mierda y lavarse las manos, más cerca del Capote que quería ver ahorcados a los dos asesinos de su libro para poder escribir el final. Parece lo mismo, pero no lo es. Malcolm aboga por elevar la vigilancia del propio trabajo haciendo partícipe al lector del proceso y del color de su camiseta, desterrando las engañifas sobre una imparcialidad que es pura ficción. Y así lo hace en sus reportajes y libros subsiguientes, donde no enmascara sus simpatías para advertir que ella también tiene un papel en la historia. En Ifigenia en Forest Hills. Anatomía de un homicidio (Debate, 2012) Malcolm aborda el juicio por asesinato dentro de un clan casi esotérico de judíos bujaríes en el distrito de Queens, en el que la doctora Mazoltuv Borukhova es sospechosa de haber contratado a un asesino para acabar con su exmarido, Daniel Malakov. Un libro que, con resonancias casi mitológicas, compone un drama y un ajuste de cuentas a tres niveles. El primero es el judicial, porque Malcolm sigue como reportera el proceso judicial que busca establecer la verdad, para acabar aireando la profunda ilegitimidad de un sistema que ya había declarado culpable a Borukhova incluso antes de cometerse el crimen. Desentrañando y mostrando el grotesco proceso legal al que fue sometida, Malcolm pone sobre la página la incómoda certeza: la verdad última no estaba en inocencia o culpabilidad de la acusada («no podía ser la asesina aunque todo apuntaba a que lo era», se descubre ella) sino en cómo el sistema penal estadounidense está completamente transido de falacias. El segundo nivel, ajusta cuentas con el periodismo hecho a la ligera que se limita a dar voz al desarrollo judicial («Un periodista que se traga y publica el relato completo que le hacen no es un periodista sino un publicista») y en el último nivel, quizá la contribución más notable de todas, Janet Malcolm ajusta cuentas con ella misma. «Me mezclé con la historia que estaba cubriendo, entré en ella como un personaje que podía afectar a su trama», suelta sin ambages, subrayando lo que es patente en todo el libro: su animosidad por unos miembros del jurado mezquinos, un juez tirano y soberbio; y su descarada inclinación hacia una Borukhova que solo era merecedora de hostilidad, no de justicia.

El resto de su producción, de inviable glosa —cerca de doce libros y infinitos ensayos y reportajes— se mantiene insuperablemente en esa línea de la que es voz consagrada: ser maestra de la provisión y de la duda, atacando a nuestras certezas y dejando tras de sí una colección de ampollas supurantes. Ya sea cuestionando el más mentiroso y rapiñador de los géneros en La mujer en silencio, (Gedisa) (¿es Ted Hughes el monstruo culpable del suicidio de Sylvia Plath, como proclaman la mayoría de sus biógrafos, o la víctima del mito provocado por su suicidio?) o el reciente e imprescindible Cuarenta y un intentos fallidos (Debate, 2015) para el que no hay descripción mejor que «una deliciosa operación de cataratas».

Hay que temer a Janet Malcolm, está claro. ¿Pero es preceptivo odiarla? Veamos.

Malcolm, a la hoguera

Por hacer un breve ejercicio de glásnost diremos que Janet Malcolm nos pone en bandeja de plata detestarla. Es una mujer granítica, infranqueable —quienes logran entrevistarla no escapan de esa experiencia a la ligera—, poseedora de una singular sonrisa cuya amplitud no abriga, sino que hiela. No tiene el glamour ni el fascinante aura de Joan Didion, y su trabajo se centra en temas áridos, antipáticos y sí, aburridos. Ella misma reconoce que pasar años sepultada en transcripciones judiciales o archivos sobre el psicoanálisis no es precisamente algo sexy, y su swing más bien monástico. Es una periodista que detesta a los periodistas, adicta a las largas citas y a las profusas referencias intelectuales sin pedir disculpas. No hace encajar a martillazos sus argumentos, sino que los desgrana con el ojo de un crítico y el punch de los buenos novelistas, sin caer en esa prosa autorreferencial del escritor encantado por su propia inteligencia. Detestable.

Quizá por eso, lo sencillo es tropezar con una de las ácidas citas de sus libros, descontextualizada («la malicia sigue siendo el impulso motriz del periodista») y sucumbir al impulso de tomarla por una intelectual pomposa y pretenciosa que tiene necesidad de situarse por encima de los demás, siendo irredenta e incluso indecente. Esas citas casi venenosas son en cierto modo el beso de la muerte para Malcolm, porque ayudan a verla como una autora canónica que, en tonos sepia, diserta sobre la profesión desde su cálida torre de cristal. Sus críticos suelen aferrarse a esa convicción de que el gacetillero del día a día es más honesto que el intelectual que reflexiona sobre el periodismo y hace enmiendas a una profesión que ejerce solo a medias: «Malcolm no es alguien que se haya aplicado a sí misma al trajín diario de contar historias sin glamur sobre gente ordinaria, sobre la financiación de las escuelas, los presupuestos de los departamentos de policía, la tristeza de una muerte prematura, el incendio de una pequeña casa. Esa es la esencia del periodismo, no por dinero, y la seducción es una parte de ella, como lo son todos los esfuerzos humanos básicos. Es un trabajo complicado y solo para adultos», le echa en cara el veterano reportero John H. Marks. Traducido, vienen a decirle a Malcolm que ponga más los pies en la calle en lugar de decirle a los que calzan las botas cómo hacer su trabajo.

Aunque quizá la corriente más numerosa de sus críticos es la que la considera una traidora que ha revelado a los lectores detalles sobre la profesión que no deben conocer porque, sencillamente, no están en disposición de comprender. Lo de enmascarar el respeto al público como un insulto velado a su inteligencia es algo tan condescendiente como habitual. Ella misma dice que «los periodistas se quieren unos a los otros como miembros de una familia, en su caso de una especie de familia criminal» y salvaguardan sus secretos, de modo que Malcolm merece ser tratada como una hechicera expulsada de la orden por revelarlos. Estos disfrutaron de que la periodista probase de su propia medicina cuando el psicoanalista Jeffrey Masson la llevó ante los tribunales acusándola de inventarse citas en su libro En los archivos de Freud.

09 Sep 1993, Paris, France --- French Novelist Emmanuel Carrere --- Image by © Sophie Bassouls/Sygma/Corbis
Emmanuel Carrère. Fotografía: Corbis

Pero hay un tercer grupo que enmienda a Janet Malcolm mucho más interesante, precisamente porque eleva el nivel de crítica más allá del orificio de su abdomen. Lo conforman los que, como ella, hacen ese trabajo que intermedia la literatura y el periodismo, y establecen una relación estrecha con los personajes. «Llevo quince años escribiendo libros de no ficción que reflejan hechos reales y describen personas reales, conocidos a desconocidos, cerca o lejos de mí, y he herido a alguna, sí. Pero nunca hice nada malo», aseguraba Emmanuel Carrère después de interiorizar las tesis de Malcolm. El escritor y periodista francés no cuestiona la distorsión que acompaña al hecho de involucrarse con el personaje, como él mismo hace con Limónov, pero sí cree que Malcolm se equivoca cuando sostiene que esa relación es siempre deshonesta y moralmente indefendible. Observa que es válido en muchos casos, pero no está en su naturaleza el serlo. Carrère cree —o «quiere creer», según dice— que hay una línea roja en esas relaciones, y traspasarla es una cuestión de elección. Los que lo hacen (apresurados, superficiales, despiadados) son periodistas como McGinnis. Para describir al otro grupo (nobles, profundos, atormentados por los escrúpulos morales que aceptan la idea incómoda de estar involucrados) Carrère usa un dardo —envenenadamente halagador— contra Janet Malcolm: el trabajo de la propia Janet Malcolm invalida lo que afirma. «Es ella misma quien, habiendo declarando una honestidad imposible de poner a prueba, por su parte, la demuestra de principio a fin de su libro», dice.

La trampa, según Carrère, es ella. Y hay que temerlas a ambas. Porque puede que incluso lo que Malcolm dice sobre los periodistas «no somos una profesión de ayuda. Si ayudamos a alguien, es a nosotros mismos» sea también una distorsión.

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22 Comments

  1. ¿El «tan cacareado quinto poder»? ¿Qué le ha sucedido al periodismo, que antaño era el cuarto poder? ¿Lo han adelantado? ¿Quién es el cuarto ahora?

  2. Pingback: Si eres periodista temerás a Janet Malcolm sobre todas las cosas

  3. Lucas Garvin

    La verdad es que lo que no que no acierto a entender es el concepto trampa. Soy periodista de corazón y busco la verdad. Los datos, la información veraz, todos aquellos detalles que puedan ser contrastados. Pero parece que se insiste en escudriñar, en investigar por encima del trabajo hecho…

    Entiendo que mucha gente piense que no ha habido, ni habrá (supongo) verdad en todo aquello que se muestre como reportaje periodístico hoy en día, con lo que hay que se oye o se lee. Pero soy de los que tienen la convicción de que todavía quedan pequeños reductos de verdad, ¿o no?

    De otra forma ganas tienen algunos de seguir menospreciando nuestra profesión. Tan vilipendiada, menospreciada y, quizá (algunos dicen, obsoleta) por cierto. En fin, me quedé en trampa. Trampa, lo que se dice trampa, no hay nunca, sin verdad. La verdad, con datos, siempre prevalece para un periodista, y para cualquiera, si es verdaderamente verdad.

    Seamos justos y claros, e unánimes, si me atrevo a decir: yo recabo, habito, promulgo y polulo por las enseñanzas de Columbia University Graduate School of Journalism (de la que me gradué en 1989: institución que otorga los Pulitzer, por cierto, ó por ejemplo), y, sobre todo, entiendo, comulgo (casi) y acepto enteramente la filosofía del Washington Post durante el Watergate, que derrocó a todo un presidente de los Estados Unidos de América.

    Grandes instituciones periodisticas estadounidenses, la verdad. Ahora habría que hablar de la verdad periodística. ¿Qué país nació con libertad de prensa? USA. ¿Quién fue el primer país que nació con libertad de prensa? EEUU. De qué trampa me estáis hablando. ¡Qué pena de El País (SPAIN)! ¡La Verdad! (¡Ya podría volver!). Por favor, algo independiente… Lo que fuístéis, y lo que eréis… vergüenza

    En fin, que muy interesante el artículo, pero quizá mal enfocado (o erróeno). No todos somos iguales ante la prensa ni ante la justicia (sólo hay que ver el preparativo GRANDE para el juicio de la Infanta y su marido, Iñaki a principios del año que viene… A ver el enfoque que le dáis!…).

    Buenas madrugadas, ya, que son. Y Buena Suerte. Mantener cada cosa en su sitio. Keep everything in place. And I wish you the best. Always. Pero no sois lo que erais.

    Ciao

  4. !Vaya, bilicocidad la tuya, Lucas…!

  5. Madre mía… como visite mi blog, donde todo es una distorsión.
    http://elvillanoarrinconado.blogspot.com.es/

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