En una escena de Funny Games de Michael Haneke uno de los personajes, situado de espaldas a la cámara, se giraba y guiñaba un ojo al público. Aquella imagen retaba al espectador y convertía su capacidad de empatía en un rascacielos de gelatina; por un lado incomodaba sentirse cómplice de los actos del hijo de puta que sonreía desde la pantalla y por otro resultaba imposible negar que en cierta medida se estaba disfrutando con aquello, bien por recrearse con el sadismo de ficción o simplemente por ser testigo del horror. Lo cierto era que si no ocurría algo horrible a continuación del guiño furtivo la audiencia se sentiría decepcionada. Aquel personaje estaba demostrando con un parpadeo que tenía la capacidad de poder mear sobre la audiencia a través del butrón que había creado en la cuarta pared.
El psicópata de Funny games no era la única criatura del cine que había adquirido conciencia cósmica de su naturaleza de elemento de ficción, porque eso siempre ha sido un recurso clásico: desde Ferris Bueller a los Muppets pasando por películas como Uno de los nuestros o Kiss, kiss, bang, bang es posible contar centenares de protagonistas o secundarios que en algún momento dado se han dirigido a los espectadores de manera natural. Se trataba de personajes de película que eran conscientes de ser personajes de película mientras el resto de elementos del film permanecían ajenos a esa revelación. A veces aquello ocurría con más de un personaje, y en los productos más gamberros el reparto jugaba a menear bambalinas: en La loca historia de las galaxias los villanos utilizaban la versión en vídeo de la propia película para localizar a los héroes tirando de fast foward, y los chavales de Castigo sangriento reciclaban la coña al descargarse la versión ilegal de la película dentro de la propia película, y varias veces además.
El rizo se convertía en tirabuzón de montaña rusa cuando la revelación tenía lugar a dos niveles y la persona no solo se sabía ficticia sino además actor representando. Como le ocurría al Willy Wonka interpretado por Johnny Depp en la versión de Charlie y la fábrica de chocolate de Tim Burton, quien durante un recorrido por las entrañas de su empresa soltaba un I rather dont talk about this one al cruzar una habitación donde se esquilaban ovejas de lana rosada. La razón de aquel secretismo se encontraba en otra película: los jerséis de angora rosa eran el fetiche favorito con el que jugaba a travestirse el protagonista de Ed Wood interpretado por Depp y también dirigido por Burton. Y así Willy Wonka importaba veladamente el travestismo de una película a otra utilizando como vehículo al actor. En Django desencadenado Franco Nero, quien interpretaría al Django original en el 66, le comentaba al nuevo Django, Jamie Foxx, que sabía perfectamente cómo se debía pronunciar ese nombre con tanta consonante junta. Y en Ocean’s twelve Julia Roberts interpreta a un personaje que se hacía pasar por Julia Roberts.
Pero la pregunta más interesante de todo este cacao existencial era la que eleva el perímetro de la autoconsciencia hasta el tejado: ¿qué ocurriría si la propia película, y no el reparto, fuese consciente de ser una película? Resultaba que Funny games era uno de esos casos. En ella existe un personaje que se sabe articulación de una fábula sádica, alguien que pregunta al espectador si está en el bando de los buenos o en el de los malos, manipula el tiempo con un mando a distancia e incluso alarga el metraje a propósito para respetar la duración media ideal de una película. Pero al mismo tiempo alguien que nunca ofrece una justificación para el horror que está provocando, algo que la película tampoco hace porque ella misma sabe que dicha justificación nunca ha existido y aprovecha para jugar con ello: Funny games nos apedrea continuamente con red herrings, cada insinuación de una posibilidad de escape resulta ser una mentira construida por nuestras expectativas ante el cine habitual.
Su objetivo final como obra es criticar lo absurdo de la violencia como entretenimiento a través de una creación excesivamente violenta sin sentido alguno. El propio Haneke ha reflexionado sobre la violencia de ficción (en su escrito Violence and the media) y ha asegurado que su película ni es un fusilamiento del género llamado heimatfilm —que cantaba las virtudes de familias unidas y felices plantando tubérculos en el campo—, ni tampoco una obra que admita la etiqueta de obra de horror. Pero finalmente la película regateaba las intenciones de su creador y se convertía por iniciativa propia en una cinta de horror que señalaba lo ilógico del cine de horror. Por lo general, las obras conscientes de sí mismas abrazaban los tropos y clichés del género alrededor del cual orbitaban, demostrándole admiración. Lo grandioso de Funny games es que hacía todo lo contrario, sodomizar todo el género desde dentro porque le resultaba despreciable.
Bayhem
Escribo mis propias escenas de acción. Hay una en la La isla, una persecución en una autopista donde un montón de ruedas de tren comienzan a caer de un camión chocando contra los vehículos en marcha. Aquella escena me vino a la cabeza cuando yo estaba conduciendo cerca de un camión que transportaba ruedas de tren. Mi mente es muy fértil, así que yo estaba en plan «¡Eso es muy peligroso!». (Michael Bay, creador y visionario)
Michael Bay resulta bastante repelente; es el tipo de persona que uno se imagina en un club de fitness dispensando rayas de farlopa sobre su raqueta de pádel mientras comenta que lo que suena de fondo es un temazo y apuntala cada frase dirigida a su interlocutor con un «crack», alguien que tiene una lista de reproducción de reggaeton para quemar la cinta de correr y cuya idea del paraíso es una convención de tunning donde las mujeres están compuestas en un 90% de silicona y un 10% de tinte rubio. Desde cualquier ángulo posible, Bay da la impresión de ser un ejemplo perfecto del cateto medio. Además es director de cine. Y multimillonario gracias a eso. Porque como realizador ha demostrado un talento espectacular para fabricar churros descomunales que la gente merienda en masa. Bay es el responsable de cosas como Bad boys 2, la saga Transformers, Armageddon, Pearl Harbor o La isla. Y aunque su obra resulta muy criticable, lo cierto es que luce característica innegable: sus películas son honradas consigo mismas y tienen un estilo particular, una forma y un universo propio. Aunque dicho universo sea tan complejo como el hilo de pensamiento de un adolescente.
Every frame a painting dedicó un vídeo muy lúcido a deconstruir la puesta en escena de sus cine, un análisis estupendo de cómo Bay se obsesiona hasta el dolor en dar dinamismo a cualquier cosa que suceda en pantalla sin tener en cuenta si lo merece o no. Este estudio de ocho minutos acunaba el simpático término Bayhem para referirse al estilo de dirección.
Bay es un director que para filmar a un nonagenario regando geranios emplea un teleobjetivo, hace girar la cámara a su alrededor en contrapicado, introduce un avión sobrevolando la escena y añade al conjunto cuatro capas de movimiento más y un par de explosiones. Una criatura cuya capacidad de empatía emocional con lo que sucede en pantalla es atropellada una y otra vez por un monster truck pilotado por camareras de Hooters que van escuchando los remixes dubstep de «La gozadera». Ni siquiera hay que sacar la lupa para reconocer su copiapega porque Bay se fusila a sí mismo una y otra vez sin vergüenza alguna, incluso a veces hasta reciclando material que ha utilizado antes. Realmente su efectismo tiene cierta lógica, porque Bay es un director de cine de acción descerebrada. O lo era hasta que llegó Dolor y dinero, un ejemplo del auténtico cine idiota.
Dolor y dinero contiene una escena donde uno de los protagonistas hace una barbacoa en plena calle con los restos de un cadáver descuartizado. Lo simpático es que la película siente la necesidad de recordar al espectador que está viendo algo inspirado por sucesos reales y un «esto sigue siendo una historia real» derrapa sobre la imagen en ese mismo momento.
Lo gracioso de Dolor y dinero no es solo que la propia obra decida recordar al auditorio su etiqueta de basado en hechos reales, sino que en otro nivel ni siquiera sea capaz de resistirse por voluntad propia a su destino inevitable: ser una película de Michael Bay. Dolor y dinero cuenta la historia de un grupete de culturistas mermados que secuestran a un empresario, una historia alejada de la verbena de explosiones habitual de Bay y arrimada a la comedia negra. Por eso mismo resulta extraño que su realización haya caído en manos de este director, porque en principio parece no tener nada que ver con él. Pero contra todo pronóstico Dolor y dinero está plagada de todos los recursos que utiliza el estadounidense para el cine de acción: una cámara girando alrededor de un personaje incorporándose, aviones sobrevolando cabezas en contrapicado, personajes caminando a cámara lenta y de espaldas a las explosiones. Incluso esa desquiciada cámara flotante prima de Matrix que revoloteaba de un bando a otro en los tiroteos de Bad boys 2 y Transformers encuentra un hueco en Dolor y dinero, donde no hay tiroteos. Es como si la propia película, tras echar una ojeada a quién ocupaba a la silla de mandar, hubiese decidido que era el momento de volver a su caravana para meterse rayas de cocaína hasta estar a tono para el rodaje.
Cabañas
La cabaña en el bosque arrancaba luxando el culo del espectador. Sus segundos iniciales bañaban con sangre digital unos grabados arcaicos de gente sacrificando alegremente a otra gente mucho menos feliz con todo el asunto del ritual. Un montaje que parecía la típica introducción del cine de terror más hijo de la palomita pero que de repente, cuando los créditos comenzaban a asomar, lo arrastraba todo hacia un escenario inesperado: un par de trabajadores de camisa y corbata hablando de sus cosas frente a una máquina de café de oficina. El espectador desprevenido no entendía nada y se preguntaba dónde estaba la cabaña del título, por qué no habían empezado a aparecer zagalas lozanas en bragas virtualmente inmunes al frío, y si aquello realmente era una cinta de terror. La historia devolvía al público a la zona de confort con un susto al escupir de golpe el título del film, que recordaba que aquello sí que iba de una cabaña en el bosque. Y que en apariencia sí existía una senda familiar, la de zagalas en bragas, tíos cachas que juegan al rugby y rubias de bote preparando la escapada a una casa en el bosque donde acontecerán cosas muy jodidas.
Lo divertido era reconocer que La cabaña en el bosque hacía de trilera consigo misma. Que la película optase por jugar al cambiazo durante sus primeros minutos era una decisión deliberada y bastante inteligente: se sabía gamberra, se sabía cuento y no tenía problema en atreverse a adelantar que tenía pensado amotinarse. Porque disfrutaba simulando jugar en un género para saltar de golpe a otro utilizando los recursos del primero como trama del segundo. Y de rebote justificando con el segundo los clichés del primero. En sus veinte minutos finales la propia película decide descorchar el champán y regarlo todo simplemente porque puede. Si alguien venía con la intención de ver un slasher con tetas y sangre, a esas alturas ya había tenido su dosis y a La cabaña en el bosque solo le quedaba lanzarse a la piscina del desmadre desatado. La novedad realmente estaba en el cóctel, si bien el cine de terror siempre ha sido muy amigo de reírse de sí mismo (Scream, Tú eres el siguiente o The final girls) pocas veces había decidido hacerlo fusionándose a otro género.
Mindless action movie
Jungla de cristal coronó cumbre en el cine de acción en 1988; era una cinta de tiros pero además era inteligente, entretenida y no apuntaba exclusivamente al tipo de público que necesita instrucciones para no sentarse de espaldas a la pantalla. John McTiernan lo encajó todo en su sitio y provocó que otros tantos intentasen imitar sus logros. Paralelamente el género comenzó a sufrir un síndrome de inferioridad, y ciertas películas de acción pura, sudor y cervezas se esforzaron por calzar una trama por defecto cuando para el público la paja en la pantalla solo rellenaba agujeros entre bombazo y bombazo. Commando, unos años antes, decidió que era buena idea esconder cualquier insinuación de argumento en rincones oscuros. La película iba directa a hundir las manos en la argamasa: decenas de sicarios memos muriendo de maneras alegres, hombre solitario con una capacidad militar que se libraba de sanción de la ONU porque legalmente las personas no pueden ser reconocidas como países, one-liners cachondos que acaban riéndose de sí mismos y todo los puntos comunes de la fantasías de niños de ocho años jugando a ser Rambo.
Entrados los dosmiles a cierto tipo de cine acción le dio por despreocuparse totalmente de mantener lazos con la realidad, y sabiéndose producto de gatillos disparatados y situaciones absurdas decidió no perder el tiempo con nada más. Crank presentaba un protagonista, Chev Chelios, contaminado con un veneno cuyo efecto se retrasaba cuando el cuerpo generaba adrenalina. Y aquella era la única excusa necesaria para encadenar desbarres y montar un Grand Theft Auto cinematográfico donde el antihéroe descalabraba todo y echaba polvos en lugares públicos para mantener alto el nivel de secreciones hormonales. Su secuela Crank: alto voltaje se propuso ciclar el disparate ignorando que el hombre hubiese muerto al final de la primera parte e ingeniando otra memez como trama argumental: que el corazón de Chelios funcionase a base de chutes de electricidad. Una segunda parte que perdía la capacidad de sorpresa de la original, pero seguía sintiéndose tan poco seria como para hacer lo que le salía del tubo de escape: además de resucitar al protagonista repescaba a un personaje también fallecido en la primera entrega con la excusa del hermano gemelo.
Entre ambas películas, otra opositora a reina del slapstick entre balaceras se presentó formalmente con un título como declaración formal: Shoot’em up. Protagonizada por Clive Owen, con la espectacular Monica Bellucci y Paul Giamatti como antagonista. Una cinta extraordinaria por tardar menos de minuto y medio en hacer que su protagonista asesine a un malvado atravesándole el tope de la boca con una zanahoria, y menos de cinco minutos en marcarse un tiroteo de dibujo animado, un parto asistido mientras la matrona vacía el cargador sobre sus enemigos y un cordón umbilical cortando con un tiro a bocajarro. Y la verdad es que resulta imposible arrancar mejor una película. Shoot’em up mantenía ese tono durante todo el metraje y jugaría a rebuscar el cruce de balas más inusual hasta el punto de provocar que un intercambio de pólvora ocurriera al mismo tiempo que el intercambio de fluidos con Belluci. Un tiroteo durante un polvo que plagiaría Furia ciega, otra película muy autoconsciente en la que la chulería del héroe no solo le llevaría a repartir plomo durante el coito sino que además no le permitía quitarse la ropa ni las gafas de sol para follar. Lo mejor de todo era tener a esa fábrica de gifs andante que es Nicolas Cage como protagonista rematando el chiste sobre su carrera reciente.
En 2009 una cinta llamada Wanted, basada muy alegremente en un cómic de Mark Millar, cabreó a los fans de las viñetas por hacer un poco lo que le daba la gana y al público medio por girar demasiado la rosca. Pero ambos bandos eran demasiado pejigueros y se perdían disfrutar de la sana falta de prejuicios del filme. Porque estamos ante una película donde la gente disparaba balas con efecto, alguien volteaba un coche en marcha para meter un par de tiros por una ventana y un personaje le cruzaba la cara a otro con el teclado de un ordenador mientras las teclas del mismo, junto a una muela sangrienta, volaban por los aires formando la sentencia Fuck you.
Otro puñado de películas de acción se apuntaron a lo de no tomarse en serio: Serpientes en el avión convertía un chiste de internet, basado en una apuesta sobre un guion de mierda que circulaba por los despachos de Hollywood, en película simpática. Piraña 3D permitía a Alexander Aja abrir una piñata de vísceras, cortarle el pene a mordiscos a Jerry O’Connel y no preocuparse de nada más. Y productos como Machete, creada a partir de un falso tráiler, su secuela Machete kills o Planet terror rescataban un rato al irregular Robert Rodriguez que ya en los noventa había sido un antecesor de estas mindless action movies con la descarada y divertidísima Desperado.
En el fondo este último tipo de cine de disparos sin condimentación a lo mejor es más sincero y disfrutable que muchas otras propuestas que se imaginan autoconscientes. Porque ojo a La gran belleza de Paolo Sorrentino, esa película que creyéndose más lista de lo que es acaba convirtiéndose en lo mismo que critica, un solemne y muy hermoso montón de intrascendencia que quiere ser una nueva La dolce vita. Una pieza cuyas ínfulas resultan irritantes incluso ignorando el hecho de que es universalmente reconocido que cualquier película que incluya «Mueve la colita» en su banda sonora, y a un montón de italianos pollaviejas danzando esos merengues, merece una sanción directa sin juicio previo.
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Excelente artículo.
Un saludo Diego
bravo! Ya me estaba preocupando.. pensé que era embrutecimiento agudo..
¡¡Viva el cine de cosas que explotan!!
Eso no es cine, es pirotecnia.
Es cine de entretenimiento. Gracias a la recaudación de tu «pirotecnia» se pueden rodar más pelis minimalistas de aquellas que según veo, le gustan a usted.
En el cine de entretenimiento las cosas tiene sentido, incluidos los personajes. En la pirotecnia de Michael Bay simplemente explotan, sin sentido, y y usando 30 o 40 planos en un segundo.
En películas como la Roca los personajes están más que definidos. Por mucho que le pese a la crítica hipsteriana, Bay ha salvado más de una distribuidora con sus recaudaciones y no directores como Haneke o Allen.
No necesariamente. Por ej., me gusta Visconti, cuyo cine no es precisamente minimalista.
Y es que no veo porqué el cine de entretenimiento tiene que incluir explosiones, porrazos, persecuciones y efectos especiales a gogó; cualquier pelicula de Berlanga o Fernan Gomez o W. Allen es muy entretenida, sin necesidad de nada de eso.
Si el cine de Berlanga y Woody Allen le parece «cine de entretenimineto», me pregunto qué tipo de cine le hará a Vd. «profundizar» (si es que profundiza en algo, claro).
No he dicho que sean «cine de entretenimiento» ( si es que tiene sentido tal categoría ), sino que son muy entretenidas.
No hay porqué contraponer cine de autor con cine de entretenimiento, se puede, y se debe, ser las dos cosas a la vez.
Un ejemplo, lea, en esta misma sección, el artículo sobre Yo, el y Raquel – y mejor aún, vea la pelicula – y verá como en absoluto están reñidas las categorías buen cine y entretenimiento.
Si consideras a Visconti o a Allen y resto de mencionados como hacedores de cine entretenimiento es mejor que ninguno de nosotros dos sigamos perdiendo el tiempo
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¡Maldita sea, qué dolor de cabeza!
Y eso que todavía no habia puesto mi comentario de las 17:59.
Luchino, déjelo, que va a resultar que entretenerse o divertirse es malo. Y más si uno lo hace con cine del que llaman de autor, que parece que hay que ver con el ceño fruncido y el mentón apoyado en el puño, como el pensador de Rodin. ¿Pero tenemos que hacer bandos irreconciliables con todo? No me extraña que al Maestro Ciruela le duela la cabeza.
Echo de menos referencias a películas como «La rosa púrpura de El Cairo» o «El último gran héroe». Por lo demás un buen artículo, felicidades.
Me divertí tanto con la saga «Crank» que me la suda lo que tengan que decir de ella los Hanekers y demás estirpe intelectualoide.
Bravo, buen artículo. Seguid así
En relación a la primera parte de este buen artículo, me gustaría citar esa comedia española que se llama Fuera del cuerpo, con Gustavo Salmerón, donde el personaje que cobra vida propia fuera de la película incluso llega a pensar que el actor que lo interpreta (él mismo, claro) es un poco capullo.
De acuerdo contigo. Una excelente película, poco conocida, en mi opinión injustamente.
El titulo juega con el doble sentido de la palabra «cuerpo», ya que el protagonista es guardia civil.