En la edición de 2007 de The best non required readings, aquel experimento del poliédrico obsesivo Dave Eggers que consistía en recopilar textos de gran calidad literaria que aparecían en medios —por así decirlo— poco convencionales, el prólogo iba firmado por el cantautor Sufjan Stevens. Stevens, en un texto brillantísimo, confesaba que no había aprendido a leer hasta los ocho años. La culpa la había tenido una educación basada en los preceptos de Rudolf Steiner, un filósofo austriaco inventor del sistema de enseñanza Waldorf. Los padres de Stevens, Carrie y Lowell, eran fieles seguidores de Steiner y —consecuentemente— llevaron a su hijo a una escuela adherida al método: la Detroit Waldorf school. Allí, sin libros, ni fotocopias, ni cuadernos, los niños eran invitados a aprender por su cuenta y, principalmente, se les animaba a expresarse de un modo artístico. Así, un niño podía pasarse la mañana pintando delfines en una pared sin que ningún adulto le molestara. También podían aprender a tocar el violín o estudiar botánica, saliendo al jardín y escuchando cuál era esta planta o aquella otra.
Hasta los ocho años, Sufjan Stevens solo supo cómo manejar lápices de colores y aprendió a tocar instrumentos cuyo nombre no podía escribir. Cuando sus padres se separaron, su progenitor le pidió repetidas disculpas por haberle hecho aquello y le prometió que lo arreglaría. Stevens fue inscrito en una escuela tradicional, pero lejos de solucionarse el problema se agravó: después de hacerle unos test, que el niño rellenó dibujando en los márgenes, los responsables de la escuela decidieron que lo mejor para el chaval era ponerle en la clase de los multirrepetidores. En el aula de los gamberros y los cabrones, Stevens descubrió la cantidad de fechorías que se le pueden hacer a un niño simplemente porque no sabe leer. Sin embargo, el influjo de la escritura, la capacidad (por primera vez intuida) de que las palabras podían formar frases enteras y estas, a su vez, párrafos llenos de palabras, pesaron más que el acoso constante de esos pequeños hijos de Satanás. El cantautor cuenta la primera vez que en un supermercado fue capaz de leer la composición de los productos, las inscripciones en las cajas, los nombres de las frutas. Un universo había bajado ante sus ojos el puente levadizo y le invitaba a entrar. Poco tiempo después, Stevens se encontraría leyendo su primer libro: La caída del imperio romano, de Edward Gibbons. Las primeras 3658 páginas de su vida. De una nueva vida.
Cuando en 1998 publicó su primer trabajo, A sun came, ya era un conocido multinstrumentista, adscrito a una rama de folk con ciertos vínculos con el cristianismo. Las referencias al Altísimo en sus canciones, la gargantuesca delicadeza de su voz y su destreza a la hora de encontrar la frase justa para cada cosa que pudiera ser descrita le convirtieron casi inmediatamente en un músico de culto. Ayudó un hermetismo particular, una suerte de sombra que le cubría, como si detrás de aquel tipo moreno de ojos grandes se escondiera alguien más, alguien que no podías ver. Solo faltó que el de Detroit afirmara que su plan era dedicar un disco a cada uno de los estados de los Estados Unidos, cincuenta discos. Daría igual que después dijera que aquello había sido una especie de boutade: en cuanto salió el primer disco de aquel proyecto que —al parecer— nunca lo había sido de veras, todos se volvieron locos. Greetings from Michigan, The Great lakes state era una obra maestra. De repente, aquel niño raro, que bajaba la cabeza cuando hablaba con un extraño, era un autor de culto. Su disco, una biblia de referencias intelectuales, recuerdos infantiles y cultura de llanuras e inmensas masas de agua que el tipo de ojos grandes agitaba con su guitarra, era de una belleza desazonadora: la clase de experiencia que te obliga a cerrar los ojos y no pensar en nada, o que —al contrario— puede provocar que pienses demasiadas cosas a un tiempo. Un monstruo hecho de acordes y notas y arreglos, que te asfixiaba hasta que notabas un silencio sepulcral.
Después vendrían otras dos obras maestras, una de ellas, Come on feel the lllinoise, uno de los discos más anchos que jamás se han hecho. Un cofre sin fondo, rebosante de ideas y nombres, donde flotaban Al Capone, Casimir Pulasky o John Wayne Gacy. Un gánster, un militar polaco o un asesino en serie, testigos mudos del talento de un hombre, capaz de resumir en dos docenas de palabras lo que significa batallar con el cáncer, de escenificar la tristeza de un corazón del que solo quedan cenizas. Sus canciones, como esos guisantes que generaban gigantescas plantas que llegaban al cielo, no eran melodías pegadizas, sino ramas que solo se agitaban después de escucharlas una y otra vez. Stevens había inventado el disco inacabable: no importaba cuantas veces volvieras a él, siempre había algo nuevo, esperándote, algo que hasta ese momento había estado encerrado allí dentro. Uno podía vislumbrar en aquellas frases entrelazadas a alguien tan frágil como la porcelana y sin embargo dotado de una entereza que podía ser simple dignidad o —puede— algo mucho más complejo.
Dicen que Lester Bangs, el crítico musical más famoso de la historia, solía escribir sus impresiones de un disco después de haberlo escuchando cien o doscientas veces. Lo escuchaba sobrio o borracho, de noche o de día, de buen o de mal humor, conduciendo o esnifando una raya. Bangs quería comprobar qué efecto tenía la música en él. No solo en un determinado contexto o en un ánimo particular, porque la única manera de descubrir qué se escondía detrás de un disco era saber si era capaz de hablar contigo en cualquier ocasión, sin importar que estuvieras tirado en un sofá o con una resaca de mil demonios. Los discos que aguantaban aquel test de resistencia pasaban a la posteridad, otros eran arrojados por la ventana sin más ceremonias. Bangs no llegó a Stevens (o Stevens no llegó a Bangs) pero más allá de suponer que al primero le hubiera gustado el segundo, falta saber si Bangs hubiera soportado escuchar doscientas veces el último trabajo de Stevens, Carrie and Lowell.
Los que hayan tenido oportunidad de ver a Stevens en directo estos días en España se habrán sorprendido, quizás, del envoltorio electrónico de algunas de sus canciones, siendo un disco donde el piano y la voz toman el mando desde el inicio. La primera tentación invita a suponer que lo único que ha hecho el estadounidense es arropar sus temas con algo de hombreras ante el reto de enfrentarse a un público ávido por verle de nuevo. La segunda, quizás absurda, es la de imaginar que enfrentado a la desnudez de sus propias canciones noche tras noche, decidiera disfrazarlas. Un disfraz amable, blanquecino, que las hiciera menos agresivas: menos tristes.
El último disco de Stevens es un ajuste de cuentas con su propia nostalgia. Intentando despojar al fantasma de la sábana, el cantante se pone al día con el recuerdo de sus padres, aquellos que de pequeño le dejaban dibujar, escuchar música y llevar a todas partes sus lápices de colores. Como cualquiera que haya perdido algo que ha amado y después haya sentido que no ha amado lo suficiente, Stevens le pone voz a su morriña. Tras las letras de Carrie and Lowell, aparece un hombre a veces hundido en la agonía del que sabe que ya no hay nada que decir (porque no hay nadie a quién decírselo) y a veces empecinado en seguir hablando, a pesar de que sus palabras se pierdan en ese gigantesco agujero negro que dejan los que se van. Por fortuna, el lamento (a veces llanto) de Stevens no acaba en ese vertedero de emociones donde van todas las palabras que se lanzaron un día como invectivas al cielo. Al contrario, las preciosas letras de este genio forman ya parte de nuestro bagaje, de la mochila que arrastramos con las historias de los nuestros y de aquellos que se han colado allí.
De alguna manera, agradezcamos a los padres de este hombre de timbre suave y gestos pausados, que de pequeño no frustraran su imaginación obligándole a compartir espacio con otros mortales haciendo lo mismo que ellos, condenado a militar en el ruido desde niño. Así, cuando un día al acabar el concierto, Sufjan Stevens coja la nave para volver a su planeta, nadie le dará más importancia. Al fin y al cabo, hay cosas que —por mucho que se empeñen— no son de este mundo.
Lo que más me gusta que consigue Sufjan con sus canciones, es ser verdaderamente capaz de acompañar en la íntima soledad, nostálgica o alegre, mediante una voz conductora de la emoción más pura. Tiene una sensibilidad única y excepcional.
Revísate el árbol genealógico de Sufjan. Lowell no era su padre… A partir de ahí, construye el artículo como quieras.
Niandra, efectivamente Lowell era el padrastro, pero no creo que esa pequeña errata sea lo relevante de este artículo. No dejo de sorprenderme por como se usa el anonimato que te da Internet para despreciar cultura de esa manera tan radical, cultura que por otro lado estás leyendo gratuitamente. Me parece muy bien que señales esa errata, pero creo que hay otras formas de decírselo al autor de este artículo. Por supuesto, haz lo que quieras (ya lo has hecho), como decía, a veces lamentablemente, Internet es libre.
Enhorabuena por tu artículo Toni, coincido plenamente con lo que dices y comentar que algunas canciones del concierto de Madrid tuvieron ese disfraz, no obstante, hubo otras que no, ahí estuvo la maravillosa «No shade in the shadow of the cross». Con o sin disfraz, concierto emocionante.
Efectivamente, Lowell es el padrastro, no el padre. Por lo demás, muy de acuerdo con lo que dices que transmite la música de Sufjan.
Está claro que en internet no se puede cometer un error sin que un Kpullo te insulte, cierto que el error tiene delito, la biografía de Stevens esta por muchos sitios, pero también es cierto, y esto si que es de verdad excepcional, que el artículo es realmente bueno, al a la altura de un músico de la talla de Sufjam, y creciendo.
Yo estuve en el Price escuchándolo, lo conocía pero no en profundidad, me gustaba su aire triste y sus canciones tonadillas tan pegadizas, y me crispaba un poco el exceso de fanfarrias y orquestación, y alguna canción excesivamente larga tipo Chicago, que es una pequeña maravilla pero demasiado estirada, todo esto evidentemente son cosas muy subjetivas.
Sin embargo desde el momento que salí del concierto, luciendo esa sonrisa luminosa que solo algunos productos químicos pueden producir y también algunos conciertos, este fue uno de esos.
He visto cientos de conciertos en mi vida, y pocos, muy pocos como este, no es fácil unir precisión cirujana en la ejecución e intimidad, alegría y tristeza, fiesta y duelo, y todo por alguien que sabe hacer canciones tan suyas como nuestras, no es fácil unir talento, estilo, honradez, delicadeza y riesgo (si riesgo), no es fácil tener alguna de ellas, y mucho menos tenerlas todas, y, aunque parezca una estupidez, sin que asomara un gramo de soberbia en su música ni en sus músicos.
Lo dicho, en mi spotify solo suena John Wayne Gacy Jr y suena y suena y suena…
A mí también me impresionó la humildad de Sufjan en el concierto. Como un compositor tan inmenso, consigue hacer canciones y dar conciertos así, despojados totalmente de cualquier atisbo de pretenciosidad. Muchas veces pasa, que llegados a un punto en el que eres un músico reconocido caes en eso y la música deja de ser tan auténtica. Yo también he ido a cientos de conciertos y lo noto en muchos más de los que me gustaría. Por eso, sabes que la música de Sufjan está escrita, desde algo que le sale de dentro, no puede ser de otra forma, con esas canciones.
A pesar de los disfraces que se comentan en este artículo, y de que ciertas canciones en el concierto de Madrid «fueron adornadas» jamás tuve la sensación de que no fuera algo que Sufjan sentía de esa manera, o de que fuera algo «no auténtico».
Jamás respondo a comentarios de la gente en Internet, ya sabemos como funciona esto, pero me ha molestado que alguien como Sufjan tenga esa humildad, y alguien por un error, se crea con el derecho de hablar con esa prepotencia y ese desprecio al autor de este artículo. Deberían fijarse un poco más en el nivel humano de Sufjan y de su música, lo dicho, de otro planeta.
Enhorabuena por el artículo, verdaderamente da gusto leerte.
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Al crítico le debe gustar mucho. Y por eso el mucho exceso (el disco más, el crítico más, …). Esas ganas siempre de encontrar al artista definitivo. Al más. No creo que fuera necesario.
Y a mi me encanta el artista, sobre todo sus arreglos y lo adecuados que siempre suelen ser al sentido de la canción, logran envolverla, hacerla más íntima, intensa o lo que haya menester haciéndolas diferentes a la vez y evitando esa monotonía que por ejemplo este último trabajo acusa. Es un tipo con algo especial.