La historia es simple. El tren llega puntual a la estación de Dijon. Hay una atmósfera enigmática causada por el vapor de la locomotora, que cubre todo el andén como la cortina de un truco de magia. Pero nada es anormal aquella tarde. El tren va dirección a París. El hombre se despide de su hermano. El hombre sube. El hombre nunca llega a su destino, o al menos nadie lo ve. Ningún pasajero lo recuerda ni rememora suceso extraño alguno abordo. Nadie tampoco tiene constancia de él en París. La policía francesa no logra encontrarle ni consigue esclarecer los hechos. Nadie lo ve nunca más. El hombre es un perfecto desconocido a no ser que sepamos que, meses antes, ha inventado probablemente el primer cinematógrafo, la primera máquina de cine, con la que ha filmado las primeras imágenes de la historia. Antes que ningún otro.
Cuando Louis Le Prince (Metz, 1842) deja atrás aquella estación aquel día de septiembre de 1890, planea mostrar al mundo en lo que lleva trabajando años; en realidad, si exageramos un poco, toda su vida. Estudiante de química y física y experto en fotografía, Le Prince era otro lunático decimonónico embarcado en la búsqueda de la imagen en movimiento, en la carrera de conseguir capturar la realidad y de que las fotos cobrasen vida como hace el proyector aleatorio del subconsciente cuando cada uno de ellos duerme soñando. En Nueva York, a finales de 1890, Le Prince va a presentar en sociedad su máquina cinematógrafa. Pero él, que se sepa, nunca bajó de ese tren. O al menos nunca llegó a ninguna parte.
Explica el periodista de la BBC Ian Youngs que el productor de cine David Wilkinson siempre se jacta allá donde va de que él proviene de la cuna ancestral del cine. ¿El París de los hermanos Lumière? ¿La Nueva Jersey de Thomas Alva Edison? Nada de eso: Leeds, Inglaterra, el hogar de Le Prince. Wilkinson es de allí y cuando le preguntan presume de que pocos conocen un hito que al mismo tiempo requiere reivindicación, porque es discutible. Le Prince, francés, no es de Leeds, sino emigrado por trabajo en 1866. Allí conoce también a su esposa y forma una familia, así que quizá su adopción británica es una licencia biográficamente razonable y una apropiación factible para quienes quieren, como Wilkinson, dejar en casa la paternidad del cine. Disputa, a su vez, poco menos que irresoluble. Como la suerte fatal de Le Prince.
Tras las huellas del cine
La autoría de los inventos es inevitablemente arbitraria, una foto de marco estrecho y protagonismo excluyente. Pero los logros tecnológicos de relieve en la era moderna son, en la mayoría de ocasiones, producto de un duro proceso de inteligencia colectiva, fragmentada, progresiva y en conflicto. La historiografía difícilmente cuenta con una prueba de ADN fiable cuando hablamos de ingenios cuyo rastro es difícil de seguir y está lleno de antecedentes y prototipos, mejoras, avances y retrocesos y fechas y patentes en disputa. Para figurar como inventor único de algo, además, hace falta el signo favorable de la historia: oportunismo, influencia, una buena labor de relaciones públicas y es posible que aplastar gentilmente a tu competencia. La revolución industrial no estuvo exenta de audaces e ingeniosas zancadillas, al modo, por hacer un símil distante pero al mismo tiempo próximo, de aquel Harvard shakesperiano de La red social (2010).
Pero volvamos al cine. Trazar su genealogía es un proceso complejo que requiere, además de desenredar la madeja de fechas e hitos, diferenciar entre lo tecnológico y lo espectacular. Entre la máquina en sí y el negocio colectivo de la sala y la exhibición pública. La diferencia es crucial.
Se atribuye a los hermanos Lumière la paternidad del cine por una razón sobre todo comercial. Auguste y Louis fueron pioneros en entender, en 1895, la imagen en movimiento como un truco con potencial para abandonar la barraca de feria, el cachivache de anticuario, y proyectarse en una pantalla grande para personas con ánimo de rascarse el bolsillo y contemplar un espectáculo sorprendente… en grupo. Esta brillante apreciación plantó la semilla fundamental del cine como industria, que no florecería del todo hasta que las décadas siguientes asentaran y madurasen su lenguaje fundamental y sus principios narrativos: montaje básico, plano-contraplano, punto de vista, saltos temporales, movimientos de cámara, tipos de encuadre…
Pero la travesía tecnológica fue ardua hasta ese alumbramiento espectacular de 1895. El desarrollo de la fotografía se solapó con las primeras investigaciones sobre la imagen en movimiento. En parte empezó con una apuesta. En 1878, Eadweard Muybridge aseguraba a sus amigos que, por momentos, un caballo de carreras flotaba, quedaba suspendido en el aire cuando corría, sin ninguna pata en contacto con el suelo. Para demostrarlo, ideó un hábil mecanismo de varias cámaras sincronizadas que capturaban secuencialmente el galope. El artilugio le dio la razón. En algunas fotografías podía apreciarse con claridad que el caballo no tocaba la tierra. Pero eso no era lo más sorprendente. Vistas a cierta velocidad, las instantáneas en conjunto producían la ilusión de movimiento. La ciencia lo llama persistencia retiniana: el ojo se deja engañar y percibe galope, continuidad, donde solo hay una serie de fotos consecutivas unidas a un cierto ritmo.
Después, Muybridge, este señor de los caballos, visitó al famoso inventor Thomas Edison. A Edison no le interesó mucho lo que Muybridge le propuso: combinar sonido con la imagen en movimiento, que este ya estaba explorando con su famoso kinetoscopio (una moviola de fotos saltarinas de tosco acabado, en forma de mueble y visionado estrictamente individual). O eso dijo. Edison largó a Muybridge pero, poco después, patentó su idea. Fue una buena prueba de cómo se las gastaba el padre del fonógrafo.
Hay más ejemplos. Cuando el cinematógrafo de los Lumière cruzó el charco y se presentó en Estados Unidos en 1896, el éxito fue considerable. La Edison Company resolvió comprar la patente Lumière para el territorio americano y presionar al gobierno para que aprobara importantes leyes proteccionistas. En 1897 consiguió expulsar del mercado a toda la competencia francesa. A partir de ahí, Edison persiguió por todo el país a quienes usaban lo que él consideraba como réplicas de sus cámaras y proyectores, su invento en definitiva, y les pedía un canon. Los que se negaban acababan en los tribunales, o lo que es peor, recibiendo la amistosa visita de sus hombres a los rodajes y despachos, a veces con desagradables consecuencias. Es curioso que, por esta razón, además de por el clima y por la disposición favorable de los tribunales de California, más proclives a su causa, muchos productores independientes se marcharan a hacer cine a la costa oeste. Así nació Hollywood.
Mucho antes, los Lumière habían sido devorados por un negocio que ni supieron ni quisieron entender más allá de su fantasmagórico y meritorio embrión, aquella primera proyección pública en aquel oscuro y mágico Salón Indio del Grand Cafe de París en 1895. Antes que ellos, y antes que el ambicioso Edison, hubo un pionero sin muchos credenciales, una especie de eslabón perdido en esta historia de ingenios y máquinas, que desapareció sin dejar rastro. Era Louis Le Prince.
Misteriosa desaparición en el tren Dijon-París
«Él se habría convertido en famoso, habría logrado lo mismo que los Lumière o Edison», asegura Wilkinson, director del documental The First Film (2015), en la que reivindica que la primera película (pónganlo entre comillas) de la historia es de Le Prince. En La escena del jardín de Roundhay (1888), grabada en Leeds, en el jardín de la casa de sus suegros, aparecen estos, un hijo del inventor y una amiga de la familia, paseando bobamente ante un artilugio que no podían entender. Dura apenas dos segundos y está considerada como la primera grabación, el primer fósil fílmico. Se da por hecho que fue apenas una prueba de una cámara en pañales, que venía fraguándose desde hacía algunos años.
La vinculación de la familia Le Prince con el mundo de la imagen era antigua, pues la amistad del padre de Auguste con Daguerre, hacedor del llamado daguerrotipo (primer y más importante antecedente de la fotografía), inoculó la curiosidad en Louis. Pero la relación de Le Prince con lo cinematográfico no fue una estricta vinculación (hasta entonces trabajaba como artesano en general) hasta que viaja en 1881 a Estados Unidos por motivos laborales. Allí sus experimentos evolucionan exponencialmente. En 1883 patenta con nulo éxito una extraña cámara que grababa mediante dieciséis lentes. Wilkinson no la considera cinematográfica al no filmar «desde un único punto de vista», cosa que sí consigue en 1888, ya de vuelta en Leeds, con un artefacto unilente, este sí; grande y pesado, con engranajes y poleas en su interior y que filmaba sobre papel, aún no película. Con él graba la mencionada escena familiar de Roundhay. «Le Prince consiguió filmar al menos siete años antes que los hermanos Lumière y Thomas Edison, lo que supone reescribir la historia temprana del cine», afirma el profesor del King’s College Richard Howells.
Mientras tanto, la esposa de Le Prince permanecía en Nueva York. En 1890 recibió una carta de su marido contándole sus progresos, sus grabaciones exitosas en varios rincones de Leeds y también haber conseguido capacidad de proyectar. Le Prince le anuncia entonces su intención firme de presentar su cámara en América, donde consideraba que podía encontrar mayor fortuna y repercusión. Ella comenzó a buscar un local adecuado para el evento y a realizar algunos preparativos. Por su parte, él se disponía a patentar la última versión de su máquina, más avanzada que la de 1888 y destinada a la presentación. Pero en el mes de septiembre, Le Prince dejó Inglaterra para visitar a su hermano en Dijon, Francia. El día 16 regresaba en tren a París, pero se esfumó sin dejar rastro.
Su hermano declaró verlo subir al vehículo pero nadie lo vio dentro ni después. Hay autores que hablan, incluso, de que llevaba consigo importante equipaje con planos e incluso algunas películas. Tampoco sus efectos personales fueron nunca encontrados, y el esfuerzo conjunto de la policía francesa y británica fue inútil. Todo lo que quedó fue el estudio de Le Prince en Leeds, intacto y vacío de él pero a rebosar de todo el material que dejó mudo y preparado para ver la luz. Todo fue heredado por su familia, que conjeturó durante décadas sobre la suerte de Louis.
¿Qué le ocurrió realmente? Es un caso digno de Agatha Christie, tren incluido. La tesis más inmediata, por insistencia de su viuda, es que sus competidores lo liquidaron por obvios intereses. Por supuesto, no hay ninguna prueba que apoye esta teoría. ¿Sabía alguien de los avances que había conseguido? Hay hipótesis aún más rocambolescas. Un suicidio por estar arruinado (uno perfecto: sin drama, nota ni cuerpo), quitarse la vida por ser homosexual o incluso la tesis (de un nivel de detalle sorprendente) mantenida por una tataranieta de que, llegado Le Prince a París por la noche, un cochero le tendió una trampa. «Creo que se debió de aprovechar de la hora y la oscuridad para llevarlo a algún lugar apartado cerca del Sena, golpearlo en la cabeza y tirarlo al río». Además, la mujer añade: «Sencillamente no puedo creer que un hombre que quería tanto a su familia, como muestran sus cartas, se suicidara o desapareciera por su cuenta».
Cualquier idea está salpicada, en cualquier caso, de un par de hechos adicionales que estimulan aún más la imaginación. El primero es el hallazgo muchos años después, en 2003, de una foto de 1890 de los archivos de la policía francesa en la que aparece el cadáver de un hombre ahogado que se parece bastante a La Prince. El otro hecho es apenas un epílogo macabro. Después de la muerte del inventor francés, su hijo Adolfo porfió en los tribunales contra Edison por la autoría legal del cinematógrafo. No lo consiguió. Dos años después, fue hallado muerto cuando fue a cazar patos en Fire Island, cerca de Nueva York.
De nuevo el profesor Richard Howells, según cita el periodista de la revista OZY Chris Dickens, aporta una aguda reflexión que resume el enigma: «Todo esto es un caso tipo «¿suena un árbol si cae en un bosque donde no hay nadie alrededor?». Lo mismo vale para la historia remota del cine y sus chiflados pioneros, algunos con asiento en los libros y otros anónimos hasta el escapismo. O como anota la Wikipedia anglosajona junto a la fecha del deceso de Le Prince: vanished».
que le pregunten a edison
correcto
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Esos dos segundos de «paleontología fílmica» me han dejado con ganas de más. Para aquellos que estén en mi situación propongo la vista de «Forgotten Silver», de Peter «Señor de los Anillos» Jackson; un divertido falso-documental sobre un precursor neozelandés del cine mundial. Aún recuerdo con hilaridad la invención del tráveling en el mismo momento del primer intento en bicicleta del director y su final en el único obstáculo presente: nunca me he sentido más implicado en un plano.
https://www.youtube.com/watch?v=_5MdrRh5lfA
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