Cine y TV Sociedad

Distopías muy británicas

National Anthem
Black Mirror: «National Anthem» . Imagen: Channel 4

Me remito a la prensa: la Audiencia Nacional llamó por segunda vez a declarar a Guillermo Zapata por el presunto delito de «humillación a las víctimas del terrorismo», mientras unos días antes se revelaba que David Cameron realizó, en sus años de universitario, actos sexuales con la cabeza de un cerdo. Así que llevaba algún tiempo dándole vueltas a cómo colar, un año después de su último capítulo, una reflexión actualizada sobre Black Mirror; cuando la realidad real, esa de ahí fuera, ha venido a echarme una mano. Porque Black Mirror, como sabemos sus seguidores más fieles, no es una serie distópica, ni mucho menos un intento de predicción futura: Black Mirror es una ficción retro, un relato que habla en pretérito. De hecho, el propio Charlie Brooker, asombrado por las semejanzas entre el testimonio de lord Ashcroft (quien destapó la excentricidad de Cameron) y el primer capítulo de su serie, tuiteó esa misma mañana: «Mierda. Ahora resulta que Black Mirror es una serie documental». Y es que ya saben el argumento de aquel «National Anthem» (este artículo está repleto de spoilers): el primer ministro británico copula con una cerda en prime time para, siguiendo las instrucciones del terrorista, salvar a una princesa secuestrada.

En otro capítulo, «White Bear», una presunta asesina de una niña expía su culpa a través de un reality diario en el que debe escapar de la maníaca persecución de un grupo de enmascarados, previa amnesia inducida y mientras es grabada en streaming por un público parapetado tras sus iPhones. En este caso, la continua reactualización del linchamiento, el que no exista ni antes ni después, responde a lo que podríamos bautizar como un «efecto Zapata», sobre todo si leemos las reacciones que su caso aún suscita en los foros de lectores, donde legiones de biempensantes olvidan que el verdadero humilladero para las víctimas se ubica, como bien refleja nuestra serie, en el propio medio, la máquina cibernética que también se comporta como un espejo del callejón del gato.

White Bear
Black Mirror: «White Bear». Imagen: Channel 4

Aquí podríamos recuperar al malhadado K. Stockhausen, quien seis días después del atentado contra las Torres Gemelas declaró hallarse ante «la mayor obra de arte de todo el cosmos», una frase por la que aún recibe su linchamiento, y eso que el eminente compositor murió en 2007, antes de imaginar siquiera el final de este «Nathional Anthem» donde se descubre que el terrorista que pone en jaque al primer ministro británico es un artista cuyo juego consiste en rendirle a la dictadura de los mil likes y el millón de reproducciones en YouTube. Y es que, como bien sabe el presidente, en esos dominios no se trata de principios ni de legalidad, sino de adaptarse a un campo de batalla con sus propias reglas y en el que el terrorista, como el artista, inicia procesos completamente insertados en la lógica cibernética: los medios de difusión hacen el resto.

Que los hechos de la vida diaria imiten a los de la ficción blackmirroriana reafirma la habilidad de esta para meter el dedo en la llaga y explorar, en cada uno de sus capítulos, los diferentes ángulos de las distopías contemporáneas, seducidas por un imperio cibernético sin controlador visible y causante de todo tipo de teorías conspiratorias, como corresponde a un espejo negro que solo devuelve reflejos por donde se abisman las certezas previas. En su Hipótesis cibernética, Tiqqun (un ensayo distópico de un grupo perfectamente distópico) habla de una «gigantesca máquina abstracta» que «propone concebir los comportamientos biológicos, físicos y sociales como integralmente programados y programables»: todo se mide, vigila, cuantifica y produce sistemas absolutamente dirigidos. ¿Acaso no es este el mejor sueño y la más acuciante pesadilla de nuestra época?, ¿la del ser humano reducido a su «datificación», valioso en tanto productor de datos que sumados a flujos de información y archivos de big data ofrecen un horizonte exacto y pacificado?

Bienvenidos a la utopía de una sociedad confiada a la máquina: de la smart city al coche inteligente, el GPS que saca del atasco o el reloj con sensores que regula las pulsaciones y el nivel de azúcar, maravillas de orden y progreso que también excitan una íntima aversión ante el avance de un modelo como el que narra «Fifteen Million Merits», donde cada gesto de los individuos de una gran máquina de habitar, desde cepillarse los dientes hasta contemplar un anuncio de detergentes, se registra para, al modo de Los Sims, sumar o restar «Merits» que prometen su participación en alguno de los tv shows más populares. La meta final reside en la autoexposición a un espectáculo total que recicla, como parte de su oferta, cualquier intento de ruptura (tras su éxito al amenazar con suicidarse en pleno plató televisivo, el protagonista del episodio logra su propio programa de peroratas subversivas).

Fifteen Million Merits
Black Mirror: «Fifteen Million Merits». Imagen: Channel 4

La distopía nos rodea, es una de las versiones más inmediatas de una máquina cibernética que no se limita al uso de los aparatos, sino que configura una forma de entender y construir la realidad, distribuir el tiempo y el espacio, vivir la identidad y las relaciones personales. Aunque no nos hayan implantado una «galleta» en el cerebro, como sucede en «White Christmas», o dispongamos de un nanomecanismo que registre cada una de nuestras vivencias, como en «The Entire History of You», los dispositivos que median nuestra experiencia diaria (redes de información, unidades de acceso, softwares, lenguajes virtuales o políticas de difusión) hacen del algoritmo una lógica autosuficiente, verdadera fábrica de códigos y lenguajes que, como ocurre con Black Mirror, decanta los procesos que actuarán sobre el universo analógico (si es posible establecer tales divisiones), donde primeros ministros «reales» copulan con cabezas de cerdo y concejales electos encaran linchamientos virtuales en horario ininterrumpido.

Black Mirror pertenece a una ilustre genealogía a la que un reciente programa de BBC Radio 4, Very British Dystopias, otorgaba carta de naturaleza como un género tan idiosincrático como la mismísima reina o el té de las cinco. Aunque son muchos quienes han avanzado teorías sobre el origen de esta inclinación nacional por la imaginación apocalíptica, es a Robert Lee Martínez a quien debemos la aproximación más iluminadora sobre el asunto. Según cuenta en su No future: The Realist Impulse in Dystopian Fictions in Britain, 1973-1987, a la II Guerra Mundial y la amenaza de los sistemas autoritarios, catalizadores de las más clásicas distopías (que podríamos remontar al Brave New World de Aldous Huxley o al 1984 de George Orwell), les sucede en Gran Bretaña un periodo donde el optimismo de posguerra pronto se verá traicionado por repetidas crisis económicas y políticas liberalizadoras que harán concebir el presente como un tiempo distópico (por otra parte, nada que resulte extraño en la España actual). La guerra fría y la era atómica ofrecerán el decorado a una programación que, en clave local, se llena de huelgas masivas, atentados del IRA, represión estatal, acciones de grupos paramilitares, conflictos armados y hooliganismo, todo ello en medio de la dramática desarticulación de la clase obrera.

Brazil, de Terry Gilliam (1985)
Brazil, de Terry Gilliam (1985). Imagen: Embassy International Pictures

Esta es la salsa en la que, tras la crisis del petróleo del 73 y el ascenso de Margaret Thatcher al poder (1979-90), se cuecen las principales estéticas del desencanto, una new wave que traduce musicalmente el malestar del día a día (Sex Pistols, The Clash, Joy Division, The Cure) y que en otros órdenes artísticos contempla la aparición de algunos de los últimos grandes narradores de ciencia ficción (J. G. Ballard, Arthur C. Clarke, A. Burgess), los grandes gurús del cómic distópico (Alan Moore, Grant Morrison) y los directores más celebrados del cine futurista con sello de autor (Stanley Kubrick, Terry Gilliam, Ridley Scott). Hablamos del periodo que sienta las bases éticas y estéticas de estas distopías tan británicas en las que se incluye Black Mirror y de las que podríamos trazar un pequeño (e inexacto) recorrido cinematográfico en cuatro fases:

  • La posguerra mundial y la era atómica dan lugar a la llamada «época paranoica» y sus relatos ubicados en un futuro de regímenes totalitarios, apocalipsis nucleares o invasiones extraterrestres, entre los que destacan programas televisivos como The Quatermass Experiment, 1984  (la primera versión cinematográfica y la adaptación televisiva), Dr Who o A de Andrómeda.
  • Las crisis de los años setenta y ochenta sitúan la crítica social en el centro de la imaginación distópica, con representaciones que exploran un presente alternativo donde se extreman las dinámicas cotidianas (no en vano, la segunda adaptación cinematográfica de 1984 se estrena en 1984). Fahrenheit 451 (de producción británica), La naranja mecánica o Brazil integrarían este ilustre conjunto.
  • Los años noventa y la primera década de los 2000 privilegian, por su parte, los efectos del cambio climático y los avances en la ingeniería genética. Recordemos que la oveja Dolly nace en 1996 y que en 2003 se presenta la secuencia completa del genoma humano, lo que motiva películas como Doce monos, Veintiocho días después, Resident Evil o Hijos de los hombres.
  • El último giro se produce tras la revolución de las tecnologías de la comunicación y sus repercusiones sobre la identidad personal (reaparece el cyborg), así como la crisis económica de 2008, que vuelve los ojos hacia la gobernabilidad económica y social. Aquí destacan V de vendetta (la película), Black Mirror, Ex-Machina o Humans (que camina por su primera temporada), mientras podríamos preguntarnos cuántas dosis de retrodistopía política contiene Juego de tronos.

De todos estos caminos, el que sin duda elige nuestra serie es el que se interna por el conflicto de identidades, el yo apegado a los valores de quien se era frente al yo que surge de las transformaciones tecnológicas. Como ocurre en «Be Right Back», quizás el mejor ejemplo de estas readaptaciones, el dilema se desencadena ante la necesidad de elegir entre diferentes alternativas de concebir lo humano, en este caso a través de una protagonista que, tras aceptar la convivencia con un software que se mimetiza con su pareja fallecida (el episodio servirá de base para Her, la película de Spike Jonze), no puede soportar, sin embargo, su formato androide, demasiado corporal para no suscitar su rechazo ante un completo, y aun inmoral, reemplazo del humano por la máquina (además de que esa versión no resulta totalmente satisfactoria, real).

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Black Mirror: «White Christmas». Imagen: Channel 4

La serie sitúa a personajes y espectadores sobre una precaria resistencia a las innovaciones, reacios a aceptar el escenario propuesto, en que la realidad digital se anticipa a una realidad física que aparece como consecuencia accidental de la primera. El impulso distópico de Black Mirror se refleja en el anuncio de la progresiva eliminación de los restos de humanidad, descritos como imperfectos y fallidos, que aún subsisten de la relación con la máquina. Si la serie no se interesa por los desequilibrios políticos es porque sugiere que el elemento que nos separa de la armonía social reside en nosotros, en una condición «demasiado» humana que ya no está a la altura de la eficacia y estabilidad de la máquina. De este desbalance surge la autodestrucción que persigue a los personajes, que o bien se ven superados por una tecnología que no saben manejar (en «The Entire History of You» el dispositivo de memoria extrema los celos, hasta el enloquecimiento, de un protagonista que no puede dejar de reproducir las escenas en que advierte la traición de su esposa), o sufren una condena social vinculada a la lógica de la repetición, como ocurre en «White Bear» y en «White Christmas», donde los individuos son sometidos a penas infinitas disfrazadas por la asepsia de lo digital.

Black Mirror testimonia la dirección única que adopta la utopía tecnológica en su impulso hacia el universo inmutable del androide, la renuncia a las pasiones y contradicciones en favor de la permanencia del sistema. Nada de desarreglos: las múltiples elecciones de las que dispone el nuevo hombre deniegan la entropía en favor del control y el cálculo: gimnasio diario, productos orgánicos, chequeos periódicos, hidratación, yoga, dejar de fumar, reducir el café, dormir lo idóneo para una existencia automatizada que contempla cualquier tentación dionisíaca como un desvío que resta «Merits».

The Waldo Moment
Black Mirror: «The Waldo Moment». Imagen Channel 4

Ya en Crash (1996), la película de Cronenberg basada en la novela de J. G. Ballard, se prefiguraba el deseo (en este caso sexualizado) de ser un androide, que en Black Mirror adopta la forma de una humanidad que se sabe débil, la faceta defectuosa del cyborg contemporáneo, menos asociado a la prótesis de acero que a una subjetividad tecnificada. Las máquinas nos miran, diría Günther Anders, para avergonzarnos de nuestra humanidad, algo que se ilustra con especial agudeza en Ex-Machina (2015), una de las últimas y más reveladoras aportaciones británicas al género, donde las diferentes versiones de los androides que se acumulan en la mansión de Nathan sugieren un punto de inflexión, quizás en el modelo 3.7 o el 15.8, cuya perfección supere en prestaciones al ser humano, instalado a partir de entonces en una versión 1.0 empequeñecida por su propia creación.

Giorgio Agamben dirá que la era digital reduce nuestras vidas a ciertas funciones de uso, entornos de cifrado y datificación que anulan la singularidad, la complejidad o la contradicción que tradicionalmente definían nuestra subjetividad. El algoritmo forja una realidad previsible que en Black Mirror provoca la reacción de casi todos sus personajes, cuyo deseo de ruptura se materializa en sus intentos de desconexión, ya sea separándose del maldito Waldo (en «The Waldo Moment»), extrayéndose el nanomecanismo implantado tras la oreja («That’s a political thing?», le preguntan a Helen cuando afirma no disponer del dispositivo de memoria) o abandonando al androide de compañía en el desván, a sabiendas de que no es posible cortar con el hilo, de que nuestra identidad cyborg aloja ya a esa otra rebelde y nostálgica en algún lugar residual.

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5 Comments

  1. Pingback: Distopías muy británicas

  2. Mencionar aquí la serie Utopía hubiera sido la guinda del pastel

  3. Catalannister

    Tengo un nombre que añadir y es que le va genial al artículo en contenido y en nomenclatura: La genial serie británica (hoy cancelada por oscuros motivos) Utopia.

  4. Gringo

    Los que leyeron este artículo en el 2015 no pudieron imaginar que dos años después, el momento Waldo se haría realidad: Donald Trump es presidente de EEUU.
    SALUDOS DESDE EL FUTURO.

  5. Pingback: Distopías muy británicas | Francisco Carrillo Martín

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