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Sicilia y sus muertos

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Giuseppe Impastato, Peppino, tenía treinta años cuando fue asesinado por la mafia. Fue la noche del 9 de mayo de 1978 en Cinisi, un pueblo de la provincia de Palermo, en Sicilia, muy cerca del aeropuerto Punta Raisi, aún en funcionamiento. El aeródromo es pequeño, el avión casi toca el mar cuando aterriza y si no lo hace puede que se dé de bruces contra las montañas que lo rodean. A pocos kilómetros quedan las playas de Mondello, a donde van todos los palermitanos en el Ferragosto. Poco más allá comienzan a aparecer los viñedos de la región de Trapani, de donde sale una buena cantidad de los vinos que produce Sicilia. Es un paraje bello, aunque teñido por la sangre de tantos años, por la muerte y la mafia que han acechado a la isla durante décadas.

Impastato, Peppino, es solo un muerto más, aunque no tanto. Su vida tiene hasta una película, Los cien pasos, dirigida por Marco Tullio Giordana y estrenada en el año 2000. Es un film metafórico. Los cien pasos son los que distanciaban su casa en Cinisi de la del capo mafioso Tano Baladamenti, que hasta el año 2002 no fue condenado a cadena perpetua. Peppino fue un tipo que, pese a que también provenía de una familia mafiosa, incomodó durante años a la organización con su programa de radio Onda Pazza en el que satirizaba a los mafiosi. Al final acabó con una carga explosiva en su cuerpo. Muerto. Hecho pedazos. Pero no fue en vano. Impastato quedó como símbolo de lo que estaba pasando y su figura se convirtió en una de las primeras que hicieron salir a la calle a la sociedad civil para manifestarse contra la violencia y el mangoneo que habitaba en las calles sicilianas.

Me entero de esta historia cuando observo que la muerte sigue pululando por la isla. Ahora llega en barcazas. A veces a las costas de Sicilia, pero las más a la de la isla de Lampedusa, de donde fuera príncipe Giuseppe Tomasi, el autor de El gatopardo, esa novela que retrata el cinismo y la hipocresía de los que más tienen y prefieren mirar para otro lado. Ahora también lo hacemos mientras en esa pequeña isla, que nosotros, como turistas, podemos visitar ya sea en avión o barco desde Porto Empedocle, continúa la avalancha de los que no tienen nada que perder unos kilómetros más abajo. A algunos de ellos después los ves caminando por Palermo, por Catania. Por las ciudades grandes sicilianas. Sabes cómo han venido porque hay algo en ellos de mirada perdida, de caminar sin rumbo, de a ver cómo me busco la vida. Al menos son los que no quedaron varados entre las olas, ahogados al volcar la lancha de neumáticos que cuadriplica su aforo de pasajeros (vaya eufemismo esto de llamarles pasajeros). Y, sin embargo, parece que también están muertos en esa tumba llamada Sicilia, Europa. Como zombis sin respuestas puesto que Europa, pese a que se prodiga en el llamamiento a sus valores, no mira, no escucha y no padece. Es lampedusiana.

Camino por Palermo con ambos fenómenos en mi cabeza. La mafia, sobre la que he leído en libros y he visto en películas —«tienes que ir a las escaleras del teatro Massimo, donde se rodó una escena de El padrino III», me dice alguien—. Un amigo recién conocido (no sé si vale el oxímoron) me lleva a una tienda de una organización antimafia donde venden productos requisados a la organización. Parece un espacio gourmet pese a todo. Mucho merchandising que le quita toda la carga de realidad que tiene el asunto. Me desalienta un poco. Como si yo esperara un poquito más de acción.

Después me fijo en a dónde han ido a parar los llegados en las pateras. Es un abanico macabro. Muerte, muerte y muerte por todas partes.

Y entonces alguien me propone ir a visitar las catacumbas de los frailes capuchinos. Nunca había oído hablar de ellas. Tampoco están muy cerca. Se puede ir desde muchos sitios, pero yo recorro el corso Vittorio Emmanuele, una calle perpendicular al mar poblada casi siempre por turistas puesto que allí se encuentra la catedral, que mandó construir sobre una iglesia bizantina el arzobispo Gualtiero Offamilio en 1185, en plena época normanda, y que tiene una curiosa historia, ya que el arzobispo pretendía competir con la catedral de Monreale —un pueblo a pocos kilómetros— en belleza y prestigio. He de decir que ganó la segunda.

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Al final del corso se halla la plaza de la Independencia y la Capilla Palatina, donde acudían los reyes normandos como Rogelio II. Siempre hay colas de turistas a su alrededor por sus mosaicos. Si se cruza se llega hasta la Puerta Nueva de Palermo. Y entonces comienza otro mundo que no es ni mucho menos turístico. Coches, ruido y edificios de hace treinta o cuarenta años. Un barrio cualquiera. Sigo caminando y llego al Monasterio de los Hermanos Menores Capuchinos. Está en una esquina de una placita. No hay mucho turista, apenas un grupo. El edificio tampoco es bonito y no merece la pena, por lo que paso de largo.

Pero a su lado hay una puerta abierta y una taquilla. Aquí están las catacumbas. Un tipo algo regordete me cobra la entrada y me avisa de que esté en silencio, que este es un lugar sacro. En una pared hay una imagen gigante de la Virgen, pero no llama la atención porque ¡hay tantas imágenes de Vírgenes por las calles palermitanas! Y en todas ellas una frase: si rezas un avemaría o lo que sea obtendrás treinta días de absolución de todos tus pecados. El kilómetro cero del catolicismo en cada esquina.

Bajo unas escaleras y lo primero que se siente es el frío. Es como si se entrara en una cámara frigorífica. Y entonces, sí, la muerte en persona. En muchas personas: ¡más de dos mil cuerpos momificados! Todos vestidos con los ropajes que llevaban cuando murieron, en su mayoría a finales del siglo XIX. Pregunto y al parecer esta momificación fue un fenómeno cultural en esa época entre la aristocracia palermitana. Se puso de moda, como muchas décadas después lo hicieron los pantalones campana. Era lo más entre la clase alta. Y es algo increíble. Hay varios pasillos donde las momias casi te saludan, muchas de ellas están colgadas en vertical, otras tumbadas. Los corredores se ubican por profesiones, por sexos, por edad, por orden sacerdotal. Estremece el silencio y la mirada, ya que muchos de ellos aún conservan sus cabellos, barbas o bigotes. Muertos hace más de un siglo pero casi vivos.

Estas catacumbas tienen su historia. Antes del monasterio allí había un cementerio de los monjes capuchinos y en 1599 fue momificado el primer fraile, Silvestro de Gubbio. En esa época lo hacían con conocimientos de química muy rudimentarios. Se deshidrataba el cuerpo, le introducían vinagre y lo embalsamaban. Poco a poco toda la comunidad de frailes fue siendo momificada y con los siglos, las familias palermitanas quisieron hacer lo propio.

Precisamente, a comienzos del siglo XX trabajó allí Alfredo Salafia, químico y taxidermista que murió en 1933. Fue él quien se encargó de embalsamar uno de los cadáveres más famosos de estas catacumbas y que da verdadero terror observar. Se trata de la niña Rosalía Lombardo, que a los dos años murió de una neumonía, en 1920. El cuerpecito está en una urna de cristal y aún mantiene sus rizos rubios, el lazo en el pelo y su ropa de niña. Es como una pequeña que está dormida en un sueño que dura ya casi cien años. Su figura es estremecedora y aunque está prohibido hacerle fotos hay pocos que se escapen a incumplir la prohibición.

El padre de Lombardo, como acto por conservar a su hija, llamó a Salafia para que este realizara las labores de embalsamiento. Y, curiosamente, la fórmula que utilizó el taxidermista no fue descubierta hasta 2009, cuando fue publicada por el antropólogo Dario Piombino-Mascali, del Instituto para Momias y del Hombre de Hielo de Bolzano, después de un trabajo financiado por National Geographic, según informó la propia revista en un reportaje aquel año. Tal y como dejó escrito en un manuscrito, lo que utilizó Salafia para evitar la descomposición del cadáver e incluso de sus órganos internos fue una solución de formalina, sales de zinc, alcohol etílico, ácido salicílico y glicerina. Al parecer la clave de todo estaba en el zinc, ya que es lo que permitió acentuar la rigidez del cuerpo. El resto de productos impidieron que las bacterias se comieran al cuerpo.

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No puedo mirar por mucho tiempo a la niña. Temo que pueda abrir los ojos en algún momento, aunque me pasa lo mismo con el resto de cadáveres. ¿Y si todos se pusieran a bailar una danza macabra? Hay quien me recuerda al videoclip de «Thriller», de Michael Jackson. Otro, más actualizado, habla de la serie The Walking Dead. La pregunta que continuamente tengo en la cabeza es por qué alguien quiere hacer algo así. Por qué se busca estar en vida, de alguna forma, después de la muerte. Por qué nos sentimos atraídos por todo esto. Por qué lo hicieron aquellos frailes capuchinos que creían en la vida eterna y en el cielo y en que después de todo esto hay algo, lo que sea. El tipo de la taquilla no me sabe explicar, solo que por allí pasa gente para ver a las momias. Quizá es fetichismo.

Salgo a la calle con cierto horror. En el fondo no es una sensación de miedo porque de alguna manera tampoco es la muerte la que está allí en las catacumbas. El cuerpo, en definitiva, no es nada si no palpita, sufre, quiere, odia. Sin las emociones. Y esa niña está muerta.

Bajo otra vez el corso Vittorio Emmanuele y quiero ir hacia el barrio de La Vucciria, a donde me llevaron nada más pisar Palermo. Es una concentración de calles en las que habita el ruido, las voces, las pizzas, la carne y el pescado. Música nocturna y carcajadas diurnas. La vida, al fin y al cabo, y Sicilia, que tanto ha convivido con la muerte, la exprime al máximo. No pienso en Peppino, aquel locutor que se rio de la mafia y acabó asesinado por ella; tampoco en las barcas que ahora llegan a las costas y que no se sabe si depositarán nuevas momias. Y ni siquiera voy a leer sobre las batallas entre griegos, romanos, cartagineses, normandos y moros que hubo allá por los primeros siglos de nuestra historia. Porque, igual, finalmente, son los muertos sicilianos los que le dan tanta vitalidad a este trozo de tierra del Mediterráneo. Una Europa siempre sangrienta, y hay que convivir con ella.

Fotografía: Paula Corroto

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7 Comments

  1. Pingback: Sicilia y sus muertos

  2. Miguel

    Una imagen icónica de estas catacumbas fie tomada por el gra Elliot Erwit

    https://notocarporfavor.wordpress.com/tag/elliott-erwitt/

  3. Palermitano

    Como impresiones de un viajero, valga. Pero la autora debería tener cuidado de no meterse en temas que desconoce, o que conoce de oídas. Es evidente que no se ha leído El Gatopardo y piensa que va de mafia, ¿cómo puede describirla como «esa novela que retrata el cinismo y la hipocresía de los que más tienen y prefieren mirar para otro lado.»
    Lo que se vende en las tiendas de «Libera Terra» no son «productos requisados a la organización (la mafia)», sino la producción de las cooperativas que se crearon en terrenos confiscados a la mafia, que es muy diferente.
    En cuanto a las catacumbas, son muy apreciables sus opiniones personales, pero debería haberse informado mejor. Las momificaciones de los primeros frailes eran naturales, debido a las condiciones del clima y del terreno; y se encontraron cuando hubo que cambiar el cementerio y exhumar tumbas. Luego cundió la «moda» entre la sociedad, pero entre los religiosos la momificación nunca ha estado bien vista.
    Se pregunta también la autora «por qué alguien quiere hacer algo así. Por qué se busca estar en vida, de alguna forma, después de la muerte». Y la respuesta está en que, en general, no eran los propios fallecidos los que habían decidido momificarse, sino sus familiares, como forma de mantenerlos «vivos» entre ellos en cierta medida. Costumbres similares o aproximadas existen hoy mismo en diversas sociedades.

  4. Francesca Portinari

    El Autor de «Il Gatoppardo» se llama Giuseppe, no Giovanni

  5. jose alcalde

    Todavía recuerdo las primeras imagenes de la película de Francesco Rosi, Cadaveri Eccellenti, de 1976. Un anciano juez visita las catacumbas para preguntarle a los muertos los secretos de los vivos. El lugar es impactante.

  6. sibilla-campana

    Como española que ha vivido seis años en Palermo,no me convence el artículo.Estereotipos y más estereotipos…Sicilia es la isla de la ilusión,de las ganas,de la alegría,una cura contra la tristeza en cada esquina.Firma una muerta resucitada en Palermo.

  7. La famosa foto de Elliott Erwitt esta tomada en Guanajuato,México no en Sicilia

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