El cielo sobre el Támesis tenía el color de una película de la nouvelle vague.
Y eso es raro. Muy raro. La hostia de raro. Ya saben, la nouvelle vague es una cosa francesa en lánguido blanco y negro, mientras que el cielo sobre la capital británica brillaba a todo color, estuviera cubierto o despejado. Era el cielo que Michelangelo Antonioni supo ver en el Londres de los sesenta. El cielo de Blow-Up.
Pero resulta que Blow-Up es la mejor película de la nouvelle vague, aunque esté rodada en inglés y dirigida por un italiano. Porque, en realidad, la nouvelle vague no tenía nada que ver con historias de amor imposible entre Belmondos y Sebergs. Ni siquiera tenía que ver con el blanco y negro ni con Francia. Todo eso era circunstancial. Incidental. El propósito de la nouvelle vague era redefinir el lenguaje cinematográfico. Así de ambicioso pero así de firme. Los propios franceses lo estaban haciendo. Resnais en L’Année dernière à Marienbad, Truffaut en La nuit americaine o Godard en Made in USA. Desensamblaban y reconstruían los mecanismos intrínsecos del cine. Eran exploradores cruzando territorios sin mapas donde todo era nuevo: desde el montaje al sonido, desde los encuadres a los decorados y los exteriores, desde el movimiento de la cámara al ritmo, el espacio y hasta la realidad.
Por eso, para entender Blow-Up hay que entender que no es solo la adaptación que el guionista Tonino Guerra hizo de un cuento de Cortázar. Tampoco es solo la fotografía de Carlo di Palma o la banda sonora post-bop de un jovencísimo Herbie Hancock. Blow-Up es, por encima de todo, el espacio del nuevo Londres de los sesenta. Las fachadas de hormigón y las cerchas de madera, las plazas y los parques, las puertas, las calles y los edificios. Blow-Up es la realidad del Londres de Antonioni.
01 min 23 s – El Londres de 1966: The Economist Plaza
25 St James’s St.
Metro Green Park. Líneas Jubilee, Victoria y Picadilly.
En pleno West End, entre las calles Bury, Ryder y St James hay una plaza. Es una plaza pequeña y elevada, de acceso escondido, casi secreto. Tan solo una rampa y un tramo de escalera de apenas diez peldaños tendidos. Formando los bordes de la plaza se levantan tres edificios de vidrio, piedra, acero y hormigón. Es el edificio de The Economist, conjunto construido por Alison y Peter Smitshon en 1964 y considerado una cumbre de lo que los críticos de arquitectura llamaron nuevo brutalismo británico.
Pero no es nada brutal, claro. En primer lugar porque el brutalismo no hace referencia a lo feroz o inhumano, es solo un false friend idiomático. Es un neologismo derivado del término francés béton brut: ese hormigón visto que los arquitectos del movimiento moderno, y en especial Le Corbusier, emplearon como material estandarte. Se trataba de descubrir el hormigón tal y como era en su propia conformación. Crudo, sin taparlo con ornamentos ni con otros materiales supuestamente más amables. Porque consideraban al usuario —al hombre— como un ser preparado y consciente, no como un niño al que engañar con simulacros. Y no solo querían enseñar el hormigón, sino cualquier material en cualquiera de sus configuraciones arquitectónicas. Se trataba de enseñar la belleza de la verdad constructiva, y la belleza de la verdad no admitía simulaciones. Porque la belleza de una piedra natural es como la belleza del hormigón que, en su raíz, no es más que piedra líquida. Solo hay que ajustar la sensibilidad para encontrarla.
Pero The Economist Plaza tampoco tiene nada de brutal porque el proyecto de los Smithson es extraordinariamente delicado, es una caricia de la ciudad a sus habitantes. Cada enlace espacial y cada encuentro constructivo apela a una escala casi desconocida en el Londres de la época. Una escala de monumentalidad modesta, en la que las marcas, las grandes empresas y las corporaciones económicas no agreden al usuario con sus edificios. La plaza es realmente pequeña y el edificio de The Economist es tan solo uno de los elementos que la constituyen. Entre Bury, Ryder y St James no hay una gran torre empresarial, hay tres construcciones de cuatro, ocho y quince plantas que apenas asoman por entre los paramentos dieciochescos del viejo West End. Hay aristas diluidas en chaflanes y vidrios con la altura de un ser humano. Hay soportales y recovecos. Pero sobre todo, hay espacio.
Ese espacio nuevo, nunca visto y nunca experimentado, es el que Antonioni agarró con su cámara. Quería enseñar la ciudad tal y como era, sin adornos, brute. De frente al espectador y desde el primer minuto. Y el Londres de 1966 era el Londres de The Economist Plaza. Una ciudad alegre y amable con la gente, a partir de su propia esencia material. Por eso, frente a la lente no coloca a ejecutivos trajeados sino un jeep con dos docenas de mimos, payasos y saltimbanquis, describiendo un itinerario sin propósito aparente. Solo la diversión.
02 min 09 s – El Londres que no existe en 1966: The Spike
North Consort Road.
Tren Peckham Rye. Líneas Southern, Thameslink y Overground.
Al inicio de Blow-Up, en dos escenas, Antonioni deja claro su posicionamiento sobre la ciudad: el Londres de los sesenta es honesto como el hormigón y el acero de The Economist y divertido como los jóvenes chamarileros del coche todoterreno; el Londres de los sesenta ya no es apagado y triste como The Spike, el albergue para indigentes que se levanta en Consort Road.
Nos lo muestra en pantalla poco menos de un minuto, tiempo suficiente para contarnos que esas grandes naves de ladrillo oscuro no pertenecen a los swinging sixties, son un engaño del pasado. Son vestigios pertenecientes a las posguerras e incluso a la Revolución Industrial. Edificios anónimos para gente anónima que solo aparecen en el objetivo del fotógrafo Thomas, al que interpreta David Hemmings. Porque Thomas tampoco pertenece a ese lugar. Él es un impostor que ha tenido que disfrazarse de homeless para poder entrar. Así, The Spike no tiene verdadera condición de realidad en el Londres de Blow-Up, tiene relevancia únicamente al ser capturado en imágenes fijas en blanco y negro. Especialmente cuando esas imágenes las ha tomado un fotógrafo de moda y de éxito. Los pobres solo son un retrato, no son reales. Por eso la impostura de Thomas se cae enseguida y, tras un instante bajo el ruido de Consort Road, recupera la sonrisa y sube a su Rolls Royce descapotable de vuelta al verdadero Londres de los sesenta.
04 min 31 s | 11 min 28 s | 41 min 53 s | 1 h 25 min 13 s- El espacio (real) en el estudio del fotógrafo
77 Pottery Lane.
49 Princes Place.
Metro Holland Park. Línea Central.
Si el cine es un subterfugio de la realidad y la realidad es espacio, Blow-Up es un continuo truco espacial. La primera manifestación de este engaño es tan antigua como el propio cine: el interior y el exterior de un espacio no tiene que tener correspondencia en el mundo real, lo importante es que se correspondan en el constructo de la película. A menudo se usa una fachada para el exterior y un decorado para el interior. Cuando muestra el estudio fotográfico de Thomas, Antonioni elige una fachada abstracta en Pottery Lane, mientras que el espacio interior es el verdadero estudio del verdadero fotógrafo John Cowan, que estaba situado en Princes Place, unos cientos de metros al sur.
El segundo signo de ese artificio es algo más complejo. Un estudio fotográfico es como un set de cine. Una mentira visual. Un atrezo arquitectónico. Aunque desde fuera parezca una vivienda, las puertas y las ventanas no abren a salones, dormitorios y cocinas sino a una macla de volúmenes con un uso distinto al habitacional. Porque las necesidades de un estudio de fotografía no son las necesidades de una vivienda; no se trata de cocinar, dormir o ver la televisión sino de, efectivamente, tomar fotografías. Por eso, las cerchas de madera no están ocultas en un falso techo sino que atraviesan vacíos y pasarelas articuladas por la necesidad de la lente, que es la única necesidad real. Mientras quepa la cámara, poco importa que la altura libre sea menor a la de un hombre. De esta manera, Antonioni describe el estudio de Thomas en un juego deliberado de ardides y trayectorias. Porque el espacio solo se comprende a través del recorrido en el tiempo, y ese recorrido es la carta de navegación por la que se mueve el objetivo de Antonioni.
Esta decisión espacial no se descubre tras sesudos análisis; aparece a quemarropa delante del espectador en la escena en la que Hemmings camina descalzo entre paneles móviles traslúcidos. Está dentro de un espacio falso de tela blanca, dentro del espacio real de su estudio que, a su vez, no se corresponde con lo que sería el espacio de una vivienda y ni siquiera con la fachada de esa supuesta vivienda. Antonioni nos dice que quizá todos los espacios son falsos. O que quizá todos son reales. Si el espacio es la realidad, la realidad de Blow-Up es conscientemente dudosa.
23 min 38 s | 1 h 17 min 45 s | 1 h 39 min 04 s – La trampa de la realidad: Maryon Park
Maryon Road.
Trenes Charlton y Woolwich Dockyard. Línea Southeastern.
Thomas el fotógrafo sale de su estudio y conduce hasta el otro extremo de la ciudad. Por el camino atraviesa Londres. Pero las calles del Londres de Antonioni se comportan como un decorado de Londres. El Londres real es el de The Economist, el de los mimos y el de las modelos vestidas de cien colores en medio del espacio manipulado del estudio de fotografía. Swinging London is the real London.
Por el contrario, la larga recta que es King’s Road aparece como un cuadro, como un telón tras una ventana (36 min 50 s). Las fachadas y los escaparates de la curva de Regent Street solo son un fondo para el coche de Thomas, son un anuncio de Rolls Royce (1 h 28 min 30 s). Y cuando Hemmings se asoma a Heddon Street (1 h 29 min 21 s), nos encontramos con la puerta donde David Bowie se fotografiaría seis años más tarde en la portada del Ziggy Stardust. Blow-Up está rodada en escenarios reales, pero Antonioni trata al viejo Londres como un trampantojo.
El clímax del ilusionismo es Maryon Park. Podría ser cualquier otro parque londinense, Belsize, Primrose Hill, Green Park o incluso Hyde, porque el jardín inglés es en sí mismo una trampa de la realidad. En respuesta al cartesiano jardín francés del barroco, los paisajistas y los arquitectos británicos del XVIII concibieron el parque a imitación de la naturaleza. William Kent o Capability Brown simulaban la campiña mediante caminos y arroyuelos serpenteando junto a laderas, colinas y promontorios. Eran audaces y presuntamente libres de cualquier encorsetamiento geométrico.
Salvo que no lo eran. El dibujo es naturalista, pero tan artificial como el de sus contrapartes francesas. El serpenteo se había trazado en una mesa de dibujo y las laderas y las colinas se fabricaron con desmontes y rellenos. Nada existía previamente, todo es copia, apariencia y simulacro.
Pero además, en Blow-Up, los caminos de Maryon Park se pintaron de oscuro y el césped fue tratado con un pigmento aún más verde que el existente. De igual manera, el equipo del filme añadió setos y tramoyas. Así, la realidad que ya estaba previamente manufacturada se convertía en un decorado para la cámara de cine y también para la cámara de Thomas el fotógrafo. Antonioni rizaba el rizo de la manipulación.
57 min 22 s – El misterio de la fotografía bidimensional transformada en espacio tridimensional.
49 Princes Place.
Metro Holland Park. Línea Central.
En Maryon Park, Thomas ha fotografiado a una joven desconocida mientras se abraza y quizás discute con otro desconocido. La joven ve a Thomas y se apresura a presentarse. Se llama Jane y tiene la cara y el cuerpo de la joven Vanessa Redgrave. No quiere que Thomas revele esas fotos. Insiste e insiste en que rompa el carrete. Pero Thomas las revela y Blow-Up se convierte en un misterio.
Una vez de vuelta al estudio, el jardín artificial que es Maryon Park se vuelve una sucesión de fotografías en blanco y negro. Ampliaciones y ampliaciones de ampliaciones que a su vez son ampliaciones de otras ampliaciones. Se produce entonces una reversión narrativa tan potente que se convirtió en símbolo de la película y fue homenajeada por el mismo Ridley Scott en otra secuencia que también acabó siendo símbolo de su Blade Runner: el plano bidimensional se convierte en espacio tridimensional. Mediante esas ampliaciones de ampliaciones, Thomas —y con él, el espectador— atraviesa el papel fotográfico y comienza a avanzar hacia donde no se puede avanzar. Hacia adelante en el espacio y hacia atrás en el tiempo. Blow-Up vuelve a recorrer Maryon Park en un itinerario de imágenes que, unidas una detrás de la otra, conforman un espacio.
Porque Thomas ha visto o ha creído ver o ha querido ver un asesinato entre los arbustos falsos y el césped de color sobresaturado. Quiere descubrir ese misterio y, para ello, necesita explorar un lugar con medios distintos a la propia experiencia del mismo. Quizá la realidad necesite un apoyo externo para tomar verdadera dimensión.
1 h 43 min 15 s – La realidad es una condición de contorno: pistas de tenis de Maryon Park
Maryon Road.
Trenes Charlton y Woolwich Dockyard. Línea Southeastern.
Pero Thomas no resuelve el misterio. La trayectoria de fotografías es inconclusa. De hecho, la totalidad del metraje de Blow-Up es inconclusa. Antonioni nos ha estado diciendo que la realidad espacial es incierta durante toda la película, pero al final lo deja incluso más claro cuando Thomas hace un hueco con las manos y finge recoger una pelota inexistente para devolvérsela a los mimos que están jugando al tenis sin raquetas.
Quizá todo tiene que ver con el inicio de «Las babas del diablo», el cuento que Julio Cortázar escribió en 1959 y en el que se inspira el guion: «Nunca se sabrá cómo hay que contar esto, si en primera persona o en segunda, usando la tercera del plural o inventando continuamente formas que no servirán de nada».
Quizá nunca se sepa qué es exactamente Blow-Up, si un neo-noir antes de que existiera el neo-noir o una proeza de la nouvelle vague rodada en color, en inglés y por un italiano. Si un fresco urbanístico y arquitectónico del Londres de los años sesenta o un análisis preciso y comprometido sobre la exploración del espacio, mejor incluso del que podría hacer cualquier arquitecto. Si el misterio sin resolver resulta de una serie de decisiones completamente lúcidas o sencillamente es la consecuencia de una flagrante falta de presupuesto. Tal vez solo es un triángulo entre David Hemmings, Vanessa Redgrave y Sarah Miles. Tal vez solo es un ejercicio de estilo.
Llegados a este punto, puede que queramos preguntarnos si la verdadera grandeza de Blow-Up reside en su capacidad para cambiar la percepción de una ciudad y de toda una época para siempre. En su capacidad para redefinirnos y cuestionarnos la propia realidad.
Pero no. La pregunta correcta es: ¿por qué Blow-Up ganó la Palma de Oro de Cannes de 1967?
Este artículo es un avance de nuestra revista impresa dedicada al Reino Unido #JD12
Tal vez por ser una de las películas más inquietantes de la historia aunque revestida de piel de cordero. Cuando Hemmings iba ampliando una vez tras otra la fotografía , recuerdo un desasosiego, un erizamiento de los pelos de la nuca y una fría piel de gallina.
Además, salía una jovencísima (19) y estupenda Jane Birkin.
La ví anoche, me parece muy interesante que se puedan escribir tantas cosas sobre algo tan insulso e incoherente.Quizá en el 66 fue los más, pero no resiste el paso del tiempo, a no ser que te interese el interiorismo.
Claro todos están muy jóvenes.
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Solo por la escena de los Yarbirds interpretando el Train kept a Rollin merece la pena verla todos los días.
La idea de Antonioni era filmar un concierto de The Who, pero estaban de gira, por lo que escogió a los Yardbirds, con una formación de gala con Page de guitarra rítmica y Beck de lead guitar.
Beck quiso homenajear a los Who destrozando la guitarra muy a lo Pete Townsend.
¡Ja, ja, ja, ésta sí que es buena! «a no ser que te interese el interiorismo». Y el césped, también sale muchísimo césped y está muy bien, nada sobreactuado…
Voy a revisarla un día de estos porque hace muchos años que no la veo y es posible que tenga que replantearme mi percepción sobre ella.
Querido Julian: No esté tan convencido de sus propios juicios, aunque le resulten evidentes e inapelables. Lo que hoy considera «insulso e incoherente» le puede parecer majestuoso y apasionante en el futuro. Piense que las obras de arte son oportunidades para estimular su sensibilidad y ampliar su concepción de la existencia, y películas como Blow-up cumplen perfectamente esa función. Con esto no quiero decir que necesariamente deba ser considerado un buen film. Precisamente creo que tenemos que abrazar nuestra propia subjetividad y utilizarla como una herramienta creativa para interactuar con el mundo (artístico) que nos rodea.
Según la biografía de Donald Spoto, Alfred Hitchcock la vio y exclamó: «Dios mío, ¿qué he estado haciendo todo este tiempo? ¡Estos cineastas italianos están a años luz de mí!».
La influencia de «Blow up» se aprecia en obras como «La conversación» de Coppola y el propio Hitchcock preparó una película llamada «Caleidoscopio» (que no pudo realizar por reticencias de su productora) y que tenía estética tipo «Blow up».
Pues yo la vi por primera vez en 1994, en el cineclub universitario, cuando la película ya estaba a punto de cumplir 30 años y me pareció una película única y fascinante. No sólo lo mejor de Antonioni, sino lo más destacado de esa década. Hay mucho cine importante de los 60 que hoy cuesta mucho revisitar, pero no es el caso de esta maravilla, impactante, pionera e irrepetible.
Totalmente de acuerdo con usted. Como dije, la volví a ver hace unos días y me pareció espléndida sin importarme para nada que estuviera ambientada en Londres, Amberes o Calasparra. También me olvidé de la movida pop brittish para centrarme exclusivamente en esa apasionante trama rodeada de enormes silencios. Hipnótica.
Sorry, quise decir «british».