Si hay un punto de inflexión en la historia contemporánea es sin duda la mayor matanza de la historia; el mundo que sale de la II Guerra Mundial es muy diferente al de preguerra en casi todos los ámbitos de la actividad humana. El arte, el pensamiento, la ciencia o la tecnología experimentan cambios profundos y acelerados: la magnitud de la masacre, así como la sanguinaria crueldad del sistema de exterminio nazi desembocaron en un lógico interés por encontrar explicación a lo que había pasado. Detrás del boom de la psicología de la posguerra (por todas partes florecen modelos teóricos nuevos como la psicología cognitiva, de la mano del descubrimiento de los ordenadores, el constructivismo o la psicología humanista, hoy en día aún muy vigentes) se encuentra el interés por responder a la cuestión esencial: ¿cómo es posible que ocurriera aquello? ¿De quién era la culpa del desastre?
A primera vista, parecía inexplicable que un amplio sector de la población de una de las naciones más adelantadas y cultas del planeta hubiera desatado una guerra de aniquilación tan brutal como aquella. Estallaron debates filosóficos sobre culpa y responsabilidad, si esta era colectiva, individual o ninguna de las anteriores, y proliferaron estudios sobre conceptos como conformidad u obediencia que pretendían averiguar si los alemanes habían sido obligados o condicionados de alguna manera y si esto era extensible a toda la especie humana. Estas reflexiones no eran solo por puro afán de conocimiento ni en absoluto inocentes, pues hay un trasfondo político evidente: nos encontramos en los movidos años de la guerra fría y la confrontación política entre un sistema basado en una filosofía individualista como es el capitalismo y otro en la colectivización como era el comunismo, confrontación de resultado incierto. Sí, se ve que tenemos tendencia a pensar en binario y si no lo creen, dense una vuelta por internet a leer debates.
¿Pero culpa y responsabilidad no vendrían a ser lo mismo, se preguntará alguno? No exactamente. Para los existencialistas (como Viktor Frankl, Rollo May, Sartre o el tío de Spiderman), la responsabilidad va ligada a un gran poder como es la libertad de elección. Implica por tanto «hacerse cargo» de los riesgos, consecuencias, ventajas e implicaciones de cada decisión que tomamos; en psicología humanista, se trata de recuperar o tomar conciencia de aquello que depende de nosotros —incluidas esas cosillas feas que no queremos ver— y por tanto es una fuente de autonomía. Esto de escoger también puede dar bastante vértigo, lo que se llamó «ansiedad existencial», que queda mucho más bonito, dónde va a parar.
La culpa sería grosso modo un sentimiento, mezcla de rabia y tristeza, que aparece cuando las consecuencias de nuestras decisiones causan algún daño o se saltan alguna norma básica para nosotros. Se trata, como cualquier párroco sabe, de un mecanismo de control extremadamente eficaz cuya potencia habrán experimentado cuando tratan de dejar a su pareja y esta pone inmediatamente ojos de gatito de Shrek mientras susurra un lastimero «pero… es que yo no puedo vivir sin ti…».
El concepto de culpa ya había sido tratado ampliamente por los psicoanalistas, empezando por tito Freud, que en plan nietzscheano la consideraba un mecanismo de defensa neurótica y punto. Ciertamente tendemos a reprimirnos culpándonos por deseos, acciones o pensamientos que consideramos impropios (y que en realidad son aprendidos, un regalo de nuestros mayores que aceptamos como nuestro), distorsionando las consecuencias o nuestra responsabilidad en ellas. Un ejemplo clásico sería el niño que se culpa por la separación de sus padres. Pero la culpa no siempre es una neurosis; en ocasiones nos sentamos a analizar la situación, concluimos que hemos actuado erróneamente y nos dedicamos a reparar el daño realizado. Aquí hablaríamos de sentimiento de culpa sana.
Una vez hecho este inciso, volvamos a la posguerra. En 1961 tuvo lugar en Jerusalén el famoso juicio a Adolf Eichmann tras el cual Hannah Arendt postuló sus reflexiones alrededor de la «banalidad del mal», como llamó ella a la vulgar intrascendencia funcionarial que exhibió el nazi. El manido «solo cumplo órdenes», aquella gris y mortal eficiencia burocrática no representaba en absoluto la figura de un asesino sediento de sangre. Las conclusiones de Arendt influyeron en un psicólogo estadounidense, Stanley Milgram, que diseñó uno de los experimentos más polémicos de la historia de la disciplina para corroborar empíricamente el peso de la obediencia en la comisión de crímenes y maldades varias.
Básicamente, Milgram engañó a los sujetos del experimento haciéndoles creer que se trataba de probar la efectividad del castigo en el aprendizaje. Un individuo en bata blanca, el experto, les mostraba un aparato —falso, obviamente— para suministrar descargas eléctricas a un tercero, el «alumno», si respondía incorrectamente una serie de preguntas. Las descargas se graduaban de 15 a 450 voltios, y se advertía al sujeto del grave riesgo para la salud del alumno que suponía darle a fondo al botón. Si dudaban, el experto les animaba a continuar. Los resultados del experimento original fueron sorprendentes: el 65% de las personas acababan friendo al alumno incluso a pesar de sus propias objeciones al respecto. Asombrado, Milgram repitió el experimento hasta dieciocho veces alterando algunas de las variables: un actor hacía de alumno al que se podía observar a través de un falso espejo, dos expertos discutiendo sobre seguir o no, repetirlo solo con mujeres, escoger sujetos de similar condición socioeconómica, etcétera, obteniendo resultados entre 0% y nada menos que el 90%.
Milgram concluyó que las personas pasamos de un estado de autonomía, en el que nos hacemos responsables de nuestros actos, a lo que llamó «estado agéntico», donde uno acaba incluyéndose en una jerarquía y traspasando la responsabilidad a las autoridades; así, Eichmann habría caído en ese estado agéntico desde el cual manejó la logística del Holocausto sin rastro de culpabilidad. Diez años después, otro controvertido psicólogo, Zimbardo, llevó a cabo un experimento aún menos ético y bastante más cinematográfico; el de la prisión de Stanford. Los estudiantes elegidos asumieron alegremente sus roles de guardián o prisionero, acabando todo como el rosario de la aurora, y Zimbardo, tras cancelar el desastre no sin apuros, apuntó al peso de la situación y el contexto como factor decisivo para que alguien difumine su responsabilidad personal y se genere obediencia.
Alguno dirá que muy bien, que vale, llega la autoridad y tendemos a plegarnos a ella, pero… ¿si no hay una jerarquía evidente qué ocurre? Pues aquí nos vamos al barrio de Kew Gardens, New York, 1964. Una chica llamada Kitty Genovese es asaltada y apuñalada cuando volvía a su casa de madrugada. El agresor, asustado por los gritos de algunos vecinos, huye para regresar diez minutos más tarde y encontrar a Genovese tirada en el suelo delante de la puerta trasera de su casa. Allí la violó, robó y apuñaló hasta la muerte y no por ese orden. El New York Times publicó la historia remarcando el hecho de que durante la tragedia treinta y ocho vecinos habían visto u oído parcialmente la agresión sin hacer nada. El caso se volvió emblemático en el estudio de lo que se llamó «efecto espectador»; cuantas más personas son testigos de una situación de emergencia, es menos probable que alguna actúe. Al parecer, solemos valorar que la probabilidad de que algún otro tome la iniciativa (y nos libre así de destacarnos) aumenta y así nuestra posición frente al grupo queda a salvo, porque… ¿y si metemos la pata delante de todos? ¿Y si rechazan nuestra ayuda? ¿Y si no es necesaria? Por otro lado, en otro ámbito diferente como es la toma de decisiones en grupos, Janis investigó en 1972 este aspecto analizando los errores de bulto cometidos por la Administración estadounidense en asuntos como la guerra de Vietnam o la crisis de Cuba. El mecanismo de pensamiento grupal también diluye la responsabilidad, primando la consecución de consenso incluso por la vía de la presión sobre el discrepante. Más allá de solucionar el problema de manera efectiva, se trata de alcanzar un compromiso donde los intereses y la posición grupal de todos los implicados quede fuera de riesgo. Aunque le echemos gasolina al fuego. La historia de la humanidad es pródiga en encontrar figuras abstractas donde colocar la responsabilidad por cualquier atropello; Deus vult, o la Patria, el Mercado, la Compañía, el Partido, incluso la libertad, la seguridad o la coyuntura económica son utilizadas recurrentemente como fuentes de las que emanan decisiones arbitrarias o perjudiciales como sabrán todos aquellos que no hayan vivido en un sótano la mayor parte de su existencia.
Me figuro que llegados a este punto la tentación de ingresar en la Iglesia del Individualismo Extremo es muy grande, pero antes de hacerse ermitaño y huir del contacto con el prójimo son necesarias bastantes matizaciones. Se podría decir que Milgram en su investigación empezó la casa por la ventana; sin hipótesis de partida, sus explicaciones son a posteriori, sin que pudiera aportar más datos sobre cómo y cuándo se pasa a estado agente. La buena noticia es que dejó perfectamente documentados los detalles de su estudio, por lo que se sabe que muchos de los sujetos se resistieron activamente (en general alrededor de los 150 voltios) y mostraron abierta desobediencia. De Eichmann hoy se conoce que no era un simple burócrata, sino un nazi convencido, activo y dinámico. Por su parte, el mítico caso de Kitty Genovese resultó muy manipulado por la prensa para ofrecer una imagen de apatía social en medio de graves tensiones en EE. UU. sobre los derechos civiles; la cifra de treinta y ocho vecinos parece un invento periodístico, que destacó unos datos (el agresor era negro) y ocultó otros (el lesbianismo de Genovese, la dificultad de ver lo que ocurría). Sin embargo, el efecto espectador existe, como demostraron posteriores experimentos inocuos. En definitiva, todo apunta a darle la razón a Zimbardo: dependiendo de la situación, y para alegría de existencialistas, tendríamos una opción de decisión propia a pesar de la presión social.
Por malvados que parezcan estos mecanismos de generar conformidad en grupo, lo cierto es que en esencia son «amorales»; un cierto grado de acuerdo es necesario para poder preservar la cohesión de un grupo humano. En el fondo nos capacitan para negociar, para el intercambio y para poner en marcha iniciativas conjuntas mucho más eficaces que el esfuerzo individual. Favorecen el comportamiento prosocial, imprescindible para mantener la paz de la comunidad, y también pueden corregir o mitigar comportamientos individuales dañinos. El problema radica en su uso patológico o criminal, o para servir a intereses de otros grupos de poder, pero para esto se me leen a Foucault.
La otra cara de la moneda es el individualismo, bandera ideológica de Occidente. Proviene de las revoluciones burguesas, tiene un innegable componente político y económico (ya saben, Hobbes y demás) y ha ido cobrando fuerza a medida que avanzaba el siglo XX y su rosario de horrores industriales. Tal como resume Rousseau, postula que el hombre nace bueno y libre, y después la sociedad lo pervierte. Pues bien, nacer nacemos buenos (como dijo Berne, todos nacemos príncipes y nuestros padres nos convierten en ranas) pero lamento comunicar que libres solo lo somos parcialmente. Desde incluso antes de nacer ya tenemos un hueco preparado; una habitación, un nombre elegido, somos depositarios de esperanzas, aspiraciones, miedos, éxitos o fracasos imaginados por nuestros padres. La partida la juegas tú, pero las cartas te vienen. Nada de tabula rasa, hay ya unos cuantos futuros posibles señalando hacia adelante, y creo que es importante remarcarlo en una época de mensajes individualistas e hiperresponsabilizadores como la que vivimos: si te va mal, es por tu culpa, si no estás feliz, «empoderado» y exitoso, algo has hecho incorrectamente. Tú puedes transformar el universo y todos esos absurdos mensajes coelhianos. El contexto se desatiende, la situación no existe, se ignora la influencia social en una especie que nace, vive y muere en grupo. Es difícil distinguir en qué medida cae bajo tu entera responsabilidad que tu empresa te meta en un ERE, que te atropelle un camión, que el Gobierno meta mano en tus ingresos para solucionar su problema de deuda, que te asalten por la calle o que la chica que te gusta te rechace. En el fondo es otro mecanismo de difusión de responsabilidad, que mágicamente recae en cada uno de nosotros. Como ven, es la patata caliente por definición.
Este mensaje institucional de responsabilidad proviene de las mismas élites políticas y financieras a las que vemos día tras día eludir la suya en la profunda crisis que atravesamos, sin aparente rastro de culpa o arrepentimiento. Por el contrario, estos grupos de poder siguen abusando de los métodos de creación de conformidad y obediencia descritos. Se trata de un doble mensaje contradictorio: la parte explícita anima a responsabilizarnos de todo mientras que implícitamente vemos que se evita asumir las consecuencias de las propias decisiones. Estaríamos ante un ejemplo de lo que Bateson llamó teoría del doble vínculo; en el ámbito más reducido de la familia, este tipo de comunicación paradójica (Watzlawick) es fuente de ansiedad, neurosis diversas y en los niños que la sufren por parte de sus cuidadores sería un factor relacionado con la aparición de esquizofrenia u otros trastornos disociativos. Dado el empeoramiento general de la salud mental en una sociedad cada día más confusa, perdida y desestructurada, no parece descabellado extenderlo al plano social. Baste leer los comentarios a cualquier noticia en internet, convertidos en una feroz lucha por identificar culpables de algún desafuero aunque ello destroce los más elementales principios de pensamiento analítico, empatía o solidaridad humana. No es más que una versión neurótica del antiguo deporte de encontrar quién asumirá las consecuencias de aquello que pueda fallar. Que como decía aquel cínico, era la tarea esencial del trabajo en equipo.
Woaw… Muy bueno. Me ha encantado el artículo. Normalmente soy lector pasivo pues no considero que tenga que aportar nada a un artículo bien escrito, ni pienso que mi opinión valga para que otros la lean. Como mucho interactuo con otros comentadores cuando sus palabras no me gustan. Pero hago una excepción porque me ha encantado aunque me hubiese gustado más información (no tengo tanta cultura como asume el autor de sus lectores… ¿Foucault? me suena… Hobbes, etc.)
El símil final proyectando los efectos en un individuo sobre la sociedad me parece preocupante. No es la primera vez que se habla de sociedad enferma (o que las generaciones posteriores parecen peores, algo que ya denunciaban los asirios hace miles de años). Pero en el mundo de cifras de hoy… podemos empezar a medir la «salud mental» de las sociedades de forma más… ¿efectiva?. Sobre todo por ser conscientes de su evolución.
La libertad de elección es algo ciertamente cuestionable, aunque sirva para señalar culpables, que supuestamente habrán elegido sus acciones y mereeran el castigo o el premio de una sociedad basada en ciertos parámetros. En cualquier caso, el ser humano individual está plenamente condicionado, cultural, social, biológicamente, económicamente, religiosamente, moralmente, etcétera. Por tanto, el enemigo sutil es el poder, que da alas al individuo o a comunidades egoístas (países, naciones, religiones, sectas de todo tipo), a organizaciones que obran según su experiencia, según su conocimiento, siempre limitado y rodeado de ignorancia, siempre en busca de un interés particular. Aunque el poder extiende sus tentáculos mucho más allá del individuo, de un grupo de individuos poderosos económicamente, políticamente, un gobierno, etcétera. El poder está implícito en la separación, por lo tanto en la división de la humanidad mencionada: religiones, países, pueblos, partidos políticos, sectas, familias, etcétera. Por eso seguir una religión, un partido político, ser nacionalista en cualquiera de sus niveles, aferrarse a una idea o ideología, en cualquier caso es ser el enemigo de la humanidad entera, ser plenamente IRRESPONSABLE. Pues el poder crea el centro, y por tanto la periferia, los otros, inevitablemente. Y de allí siempre el conflicto. Hay tanto que decir, tal vez por eso recomiendo este libro, un vistazo gratuito en http://goo.gl/ktqYFq para investigar la naturaleza del conflicto, tan cercana a nuestro pensamiento que no se puede distinguir de nosotros mismos.
Este artículo parece «inspirado» en un anterior aparecido en el blog «La mentira que esconde toda verdad», incluido el pasaje referido a Eichmann. Juzgad por vosotros mismos :
http://lamentiraqueescondetodaverdad.blogspot.com.es/2015/08/la-banalidad-del-mal-o-el-bien-superior.html
Acabo de revisar el artículo que menciona y hace falta un esfuerzo de imaginación para encontrarlos «inspirados» como afirma, ya que la temática es bastante diferente. En cuanto a la referencia a Eichmann, y las conclusiones de Arendt sobre la «banalidad del mal» no debería sorprenderle tanto encontrarla en más d un artículo, puesto que se trata de una obra bien conocida y difundida entre el gran público; en mi caso es bastante obvia, ya que el trabajo de Arendt inspira a Milgram en su experimento. Pediría un mínimo rigor y seriedad antes de insinuar según qué cosas; desde luego no está entre la bibliografía utilizada, que si tiene curiosidad, le puedo proporcionar.
Bueno bueno, la credibilidad del experimento de Stanford es bastante endeble. Demasiado mito y amarillismo interesado:
http://www.wikiwand.com/en/Stanford_prison_experiment#/Criticism
Obviamente, no es el estudio más riguroso del mundo que digamos. Como ya comento, ni el de Milgram, ni el caso Genovese, ampliamente revisados. Las críticas de Fromm (uno de los padres del humanismo) son procedentes y apuntan a ese margen de decisión propia que tenemos todos y donde cada uno se expresa de manera diferente: en otras palabras, el rol de guarda o de preso cada uno lo asume y lo ejecuta a su manera propia. Pero sí parece ser cierto que la situación condiciona, puesto que el rol en sus líneas generales lo adoptaron todos, incluso Zimbardo, que contemplaba impasible el desarrollo del experimento a pesar de habérsele escapado de las manos, metido en su rol de observador.
Sr. Alejandro García,
Su artículo está, sin duda, bien documentado.
No obstante, permítame decirle, y aunque probablemente le diga una obviedad, esta clase de artículos son un fiel reflejo del inmovilismo académico-occidental ante determinados eventos del escenario internacional. Me explico.
Los mass media ofrecen a diario escenas terroríficas sobre matanzas en Siria, sobre la muerte de personas que querían venir a Europa. Y, como es lógico, la gente se escandaliza. Inmediatamente después aparecen artículos que tachan estos sentimientos de hipócritas, argumentando (con Hannah Arendt, y demás intelectuales de cabecera) una sarta de ideas de dificil comprensión para el gran público. Genocidios, juicio e Adolf Eichmann, Srevrenitza, y demás acontecimientos terribles, suelen aparecer, así como referencias al psiconanális o al experimento de Milgram.
Francamente, si en algo deberían preguntarse los intelectuales actuales, es si realmente aportan argumentos de aplicación real ante los retos planteados. Porque para el gran público, esta clase de textos son incomprensibles; y, para quienes hemos realizado investigaciones, es más de lo mismo.
Creo que esta clase de contribuciones al debate público deberían ser mucho más útiles, en tanto que ofrezcan a los lectores algo más que academicismo, o acusaciones veladas de hipocresía trufadas de refritos de fuentes secundarias.
Hasta el momento, muy pocos han dado respuestas claras a preguntas tan importantes como ¿hay que declarar la guerra a un país no fronterizo cuando a todas luces se están cometiendo crímenes contra la humanidad?; ¿existe alguna alternativa a una intervención militar en Siria, si el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, con el continuo veto de Rusia, no toma cartas en el asunto?; ¿seremos capaces de actuar, en lugar de hablar de Milgram, Habermas, y Arendt?. Si, señor García, de ACTUAR.
PD – Disculpas por las posibles faltas ortograficas, no dispongo de teclado español
Sartorius, no encuentro la relación entre el artículo y el problema de los refugiados y las guerras. De hecho, estaba terminado y entregado a la redacción de JotDown antes de las últimas y desgraciadas noticias que ocupan estos días la primera plana. Yo sinceramente espero que no sean tan incomprensibles como comenta, puesto que como bien dice, académicamente son «más de lo mismo»; comprenderá que innovar en ciencias en este medio se sale de mis capacidades. También el debate que plantea excede las intenciones del artículo, que no es más que una reflexión sobre responsabilidad personal y los mecanismos de difusión de esta. Desde este marco de referencia, me pregunto cuál es concretamente la mía con respecto a la guerra de Siria que le lleva a usted a conminarme en imperativo y mayúscula a actuar.
Pero, Señor Sartorius, si ya hemos actuado en este conflicto. Nosotros, junto con la mayoría de potencias, hemos enviado (o vendido) armamento para que se ahostien una y otra vez.
Felicidades a Alejandro García por el artículo aunque sea más de lo mismo.
Vamos, que lo que no hay es huevos de hablar de los judíos.
Muy buen artículo. Se habla mucho de la «pérdida de valores» y a base de oir esta frase ya ni interpretamos lo que significa. Pero visto como estamos, y visto lo que se ve en las empresas en España, vamos mal, vamos muy mal. Soy católico pero algo tienen que tener las sociedades protestantes-luteranas que son más ordenados y más constantes. El pitorreo del sur tiene su precio. Trabajan más? No, ni de casualidad. Tienen claros los esfuerzos y no regalan un minuto a sus empresas a pesar de sentirse implicados en su proyecto laboral. Más productividad? Ok contrata a más gente. Aquí no, aquí se deja explotar a jóvenes y no tan jóvenes, minando su motivación y proyecto de vida a cambio de trabajar horas y horas y no tener tiempo de familia, ocio, etc. Y esta infelicidad se paga a todos lo niveles, empleados descontentos, personas infelices y luego vienen las taras y los problemas. A veces pienso que menos mal que en España no tenemos acceso a las armas como en USA, porque les sacábamos la manga en incidentes en cuestión de un par de años. Y un gobierno, en lugar de invertir en educación, una jornada de 35 horas o menor para fomentar el empleo, hace lo contrario, aprueba una ley laboral y abarata el despido. Del I+D hablamos otro día. Principios? Responsabilidad? Aquí no gastamos de eso. Lo dejamos para los países nórdicos, y así nos va.