Música Política y Economía

Internet y el fin de las superestrellas musicales

The Avett Brothers. Foto: Moses (CC)
The Avett Brothers. Foto: Moses (CC)

Hace unos años, contemplando el imparable aumento de las desigualdades en Estados Unidos, un economista de la universidad de Chicago llamado Sherwin Rosen se encontró con un dato curioso: a principios de los años ochenta en todo Estados Unidos solo había unos doscientos comediantes a tiempo completo. En un país de doscientos veinticinco millones de habitantes que era a todos los efectos el centro del mundo en cuanto a producción audiovisual la economía solo parecía generar suficiente trabajo para de comer a un par de centenares de tipos graciosos de forma consistente.

Aunque es cierto que el tópico siempre ha sido que es muy difícil ganarse la vida en el show business, este dato era bastante chocante. Durante décadas Estados Unidos estaba repleto de teatros pequeños y espectáculos de vodevil, empleando decenas o centenares de cómicos en cada estado. Muchos de esos espectáculos habían desaparecido con los años, pero la demanda de comedia y entretenimiento no parecía haberse extinguido. Fenómenos parecidos habían tomado lugar en otros sectores de la economía, como en el mundo de los actores o el mundo de la música. Aunque Estados Unidos era un mercado más grande y los americanos tenían más tiempo libre que nunca para devorar horas de entretenimiento, ver decenas de películas y comprar cientos de discos, la cantidad de actores, músicos y comediantes que podían vivir de ello era cada vez menor.

Lo que Rosen estaba viendo (y documentando en un artículo tremendamente influyente) era un fenómeno relativamente nuevo: aunque el tamaño del mercado de entretenimiento era cada vez mayor, la distribución salarial dentro de ese mercado era cada vez más desigual. Habíamos pasado de un mundo donde toda ciudad de tamaño decente tenía media docena de teatros y un par de centenares de actores, músicos y comediantes profesionales, a uno donde unos cuantos titanes acumulaban salarios gigantescos. En vez de tener una pequeña horda de actores de medio pelo y cantantes de cabaret ganándose la vida, ahora vivíamos en uno donde Tom Cruise, Madonna y otras superestrellas absorbían una cantidad cada vez mayor de la demanda por entretenimiento.

El motivo de este cambio en la distribución de riqueza no era ninguna conspiración de las discográficas, estudios de cine y demás por cerrar teatros y sacar a grupos locales de la radio, sino cosa de la simple evolución tecnológica. El cine, la televisión y la radio permitían a los mejores actores, cómicos y cantantes llegar a muchísima más gente con un coste de distribución excepcionalmente bajo. Dado que cuando tienen que escoger entre ver Star Wars en una pantalla enorme o La Venganza de don Mendo puesta en escena por la compañía local de teatro de Palencia los consumidores suelen optar por la primera opción, los actores, directores y demás superestrellas con talento por encima de la media podían atraer mayores audiencias y ganar así toneladas de dinero.

Lo que Rosen estaba viendo en los años ochenta, en cierto modo, era la culminación de un proceso que había durado décadas, y que no se restringía al cine, sino a también muchos otros sectores. Hollywood estaba punto de culminar su dominación global; la era de los blockbuster estaba empezando a reducir el número de producciones y aumentando su coste, dando más poder a las estrellas del sector. La industria discográfica se asomaba a la era del videoclip, el CD y el oligopolio de las redes de distribución de las majors. Las cadenas nacionales de televisión empezaron a exportar series a escala global. El mundo del deporte descubría los derechos de emisión e imagen y el valor de sus audiencias. Las superestrellas en cada uno de estos mercados ya no debían resignarse a ser famosos en su ciudad y venerados en su estadio; habíamos pasado de futbolistas como Kubala o DiStefano, que apenas nadie vio jugar fuera de sus ciudades, a titanes globales como Maradona. Vivíamos en un mundo de superestrellas con presencia global y salarios planetarios.

Durante décadas la industria discográfica fue una industria de superestrellas. De hecho, gracias a la radio y el vinilo, la música fue probablemente el primer sector donde realmente el impacto de esta desigualdad se hizo realmente patente. Las ventas de álbumes en los ochenta y noventa para artistas de primera fila superaban los diez millones de forma rutinaria. El mundo de la música era un lugar de cientos de miles de artistas de viernes noche soñando con ser descubiertos por una discográfica, y unos pocos centenares de artistas conocidos capaces de llenar estadios y vender millones de discos.

Parece casi natural entonces que la primera industria del entretenimiento que viera amenazado este modelo fuera la discográfica. En 1999 un chaval de Massachusetts llamado Shawn Fanning lanzaba un pequeño programa para compartir archivos llamado Napster. Napster era feo, incómodo, lento y obviamente ilegal, pero permitía, a efectos prácticos, descargar cualquier canción jamás grabada en formato MP3 directamente al ordenador sin tener que pagar un céntimo. Aunque el software en sí sobrevivió apenas un par de años antes que las discográficas lo litigaran hasta su extinción, el concepto de descargas digitales iba a cambiar el mercado musical para siempre.

La cuestión es que una de las bases de los enormes, gigantescos réditos extraídos por los artistas en la cumbre de una economía de superestrellas es que si bien la tecnología les permite distribuir su trabajo a millones de personas, la oferta de música, cine o comedia distribuida globalmente a bajo coste es limitada. Lanzar un disco en CD o vinilo globalmente es caro y requiere de una infraestructura considerable. El número de emisoras de radio es reducido, y el número de artistas con todo el equipo de publicidad de una discográfica detrás haciéndoles la pelota es finito. La tecnología e infraestructura disponibles solo puede transmitir un número limitado de artistas simultáneamente, así que los pocos afortunados que llegan a ese mercado acaban ganando una barbaridad de dinero.

Napster y sus sucesores legales, sin embargo, representan un cambio substancial en este modelo en un punto muy significativo: los costes de distribución. Para un artista ya no es necesario tener una discográfica detrás para poner discos en las estanterías de Buenos Aires, Chicago y Londres en un mercado global. Ahora basta con tener un colega informático, acceso a un estudio de grabación o un garaje y una página web para que tu música sea accesible en cualquier lugar del planeta. Gracias a servicios como Spotify o iTunes, vender la música es algo casi trivial. Gracias a internet, el acceso a ese mercado global que había hecho posible que unos pocos privilegiados con talento y suerte sacaran rentas enormes ahora tenía un coste de entrada cercano a cero. De repente Mariah Carey, Paula Abdul, U2 y Bon Jovi tenían muchísima más competencia en el mercado de poner bandas sonoras a la vida de adolescentes inadaptados.

El resultado: la «crisis de la música» de la que hablan tantos artistas. Cosas como el ridículo debut de Tidal, donde una coalición de millonarios se conjuraron para salvar la música de las garras del mercado. Las superestrellas han visto caer sus ingresos un año tras otro desde principios de siglo; aparte de Beyoncé y Taylor Swift nadie o prácticamente nadie es capaz de pasar del millón de discos de forma consistente.

Si miramos el otro lado de la escala, sin embargo, teniendo en cuenta el gigantesco lumpenproletariado con guitarra que nunca llega a salir por la radio, las cosas resulta que han cambiado, y lo han hecho a mejor. Hace quince años las cien giras con mayor recaudación en Estados Unidos capturaron el 90% de todos los ingresos por conciertos. Este año, esa cifra cayó al 43%. Lejos de destruir la industria musical, el final de las barreras a la entrada en la industria musical ha hecho que toda una nueva cohorte de artistas tenga acceso al mercado y pueda atraer público a nivel nacional o global.

Hace veinte años, una banda que se dedicara al retro-folk con toques de bluegrass quizás pudiera interesar a un 1% de la población de Estados Unidos. Ese 1%, sin embargo, no es suficiente para atraer la atención de la MTV o de una radio media; si el 95% de tu audiencia va a cambiar de canal cuando los Avett Brothers salen en antena, no les darás salida. La realidad es que un 1% de la población de Estados Unidos son más de tres millones de personas, un cantidad descomunal de gente a la que venderle discos. Gracias a los milagros de internet, estos cuatro tipos de Carolina del Norte pueden dar conciertos en cualquier parte del país, vender cientos de miles de discos y ganarse la vida con su música, algo que en los angostos confines de la industria discográfica de los noventa nunca podrían haber hecho.

La revolución digital, lejos de acabar con la música, ha ampliado el mercado enormemente. Nunca antes habíamos tenido acceso a tantas grabaciones, y nunca tantos artistas han podido hacer públicas sus creaciones a mayores audiencias. En vez de tener un circuito cerrado de grandes artistas, la industria ha explotado en millares de nichos distintos excepcionalmente variados y creativos. Literalmente estamos en un mundo de música para todos los gustos, y los artistas con talento que sepan encontrar su público pueden vivir de ello. No lo harán vendiendo discos (el soporte físico es una cosa del pasado, solo para coleccionistas) o con contratos millonarios, sino con conciertos, promociones y fans devotos que compren todo lo que producen, pero podrán ganar dinero. El precio de la música en sí ha caído en picado, ya que el coste marginal de copiar y distribuir una canción es cero. Las entradas a conciertos, que sí que son un bien escaso, sí que han mantenido o subido de precio.

Los datos parecen demostrarlo. En 1999, en Estados Unidos había cincuenta y tres mil músicos asalariados en Estados Unidos; en el 2014, más de sesenta mil. Si contamos autónomos, desde el 2001 al 2014 el número de músicos aumento un 45%. Los ingresos no han aumentado mucho en proporción a la economía, pero la cantidad de músicos profesionales ha aumentado de forma considerable.

Lo que estamos viendo en el mundo de la música es probablemente la parte más visible de la explosión de producción artística de la revolución digital, pero no es la única. El que estas líneas escribe nunca podría haber publicano un artículo de casi dos mil palabras sobre la economía del sector del entretenimiento en la prensa generalista y cobrar por ello. Gracias a internet la pandilla de friquis interesada en este tema puede leerme, e incluso donar un par de euritos al final del artículo (gracias de corazón). En televisión, la horda de canales y plataformas de streaming ha hecho que la cantidad de horas filmadas se haya disparado. Netflix en solitario probablemente emplea más actores y guionistas que las cuatro cadenas generalistas americanas hace veinte años, precisamente porque pueden distribuir tantas series públicas y seguir haciendo dinero.

Todo esto no quiere decir, obviamente, que Beyoncé vaya a pasar hambre o que tenga que tocar conciertos en garitos para llegar a final de mes. La tecnología que permitió la emergencia de las superestrellas sigue ahí; la única diferencia es que estas ahora deben competir con muchas más voces para vender un disco. Es un mercado donde la oferta es mucho mayor, y los consumidores salimos ganando.

Hay tanto, tanto que escuchar…

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24 Comentarios

  1. Pingback: Internet y el fin de las superestrellas musicales

  2. Me encanta la parte en que mencionas que antes no podrías haber escrito este artículo ni que te pagaran, pero que ahora puedes llegar a una pandilla de frikis. Va en ambos sentidos, antes la pandilla casi no tenía dónde leer este tipo de cosas.

    Una cosa, Napster no necesariamente era ilegal, hasta que se aseguraron de que lo fuera. La prohibición de distribuir o copiar material es bastante absurda cuando no hay lucro, porque nadie puede asegurar que descarga es igual a venta perdida.

    Saludos.

    • Nunca dejaré de sorprenderme con los argumentos para defender las descargas ilegales: de maner que llevarme unos pantalones de El Corte Inglés, o un coche de un concesionario, sin pagar, tampoco debería ser delito, si es para uso personal: no hay ánimo de lucro, y no es cierto que fuera a comprarlos pasando por caja …

      • Olvidas que los pantalones son objetos, no información. Si te llevas ese pantalón, su dueño deja de poseerlo y ya no puede vendérselo a otro, con el perjuicio que eso significa. El copiar música u otra información sin ánimo de lucro no es distinto de prestar libros (o leerlos en voz alta).

        Bueeno, en ¿Reino Unido? ya intentan prohibir las bibliotecas públicas y en España hay guías turísticos que impiden contarle a la familia sobre la arquitectura o historia de ciertos sitios. Préstamos ilegales y ejercicio ilegal de guiado turístico.

        Saludos.

        • Eso sí es un argumento, de hecho, creo que el único argumento: se puede copiar, sin perder calidad y a coste cero, el objeto original.
          Por si acaso, una aclaración final: ni tengo intereses en la industria musical, ni me parece bien la restricción a las bibliotecas públicas, ni defiendo la actuación de la SGAE en los últimos 20 años, ni …

      • 2015 y aún hay gente que equipara compartir contenidos con robar pantalones. Hay argumentos en contra de compartir archivos en Internet, pero NO ESE, por favor.

        • No estoy comparando compartir contenidos con robar pantalones. Lee mi comentario con cuidado antes de contestarlo, por favor: lo que hace el ejemplo de los pantalones es contestar a los argumentos del ánimo de lucro y la venta perdida.

      • Ni yo con los que repiten como loro los argumentos de las discograficas que no hay por donde cogerlos. Si usted comprende en que consiste el P2P, entendera que descargarse musica tiene mucho mas que ver con intercambiar los cromos «repes» o ir a un bar a ver el partido de Canal+ que con robar unos pantalones.

        Sin esos programas, la industria no se habria puesto las pilas y seguiriamos pagando 25€ por comprarnos, en formato fisico, un disco del que solo nos interesan dos canciones. Bendito Spotify.

  3. gracias, megapirateo, por haber revolucionado. gracias a todos los piratas anónimos que intentaron buscar aberturas en los viejos fundamentos del sistema; sin ellos y la entusiasta colaboración de economistas como boldrin todo hubiera avanzado más o menos igual, pero indudablemente, no de la misma manera. esa gente que se bajaba el fifa por la patilla gracias a hackers que demostraron que era posible bajar los costes de distribución a casi cero nos enseñó un nuevo mundo, y de éste no hemos querido bajarnos. en el fondo, gracias por estas líneas, un buen reconocimiento de décadas de esfuerzos. todo comenzó con arpanet y vinton cerf, con su magnífica idea del protocolo tcp/ip. jamás les olvidemos ^^U

  4. Me quedó con la venganza de don Mendo

  5. Y me cago en el corrector

  6. Isu Baldman

    Un poco demasiado optimista, en mi opinión. Es cierto que ahora cualquiera puede grabar en su casa su música con un nivel de calidad técnica que costaba una millonada hace 15 o 20 años. Tenemos acceso a magníficos programas de mezcla, producción, masterización (Digital Audio Workstations, DAWs, que curiosamente no se mencionan en el artículo) que antes no existían: por 60 euros tienes una licencia de Reaper. Pero el cuello de botella es el mismo: la difusión. La red es un mundo tan inmenso que los artistas y su público potencial pasan de largo sin encontrarse. Seas quien seas, puedes tener la seguridad de que en este momento hay colgadas en algún sitio (soundcloud, youtube…) varias canciones que te enamorarían perdidamente, y que sus autores se morirían por que les escucharas. Música que en el peor de los casos no tienen nada que envidiar artísticamente a la de las vacas sagradas, y en los mejores la supera escandalosamente. Pero ¿cómo encontrarlos? El cuello de botella siguen siendo los medios de difusión: las emisoras más poderosas de radio y TV, que son las que siguen decidiendo a qué artistas va a oir la mayoría de la población, convirtiéndolos ipso facto en rentables, mientras los grandes tesoros de música nueva y fresca de todos los tipos y géneros permanecen en la oscuridad de la red.

    • Tienes toda la razón, pero hablar de eso es una batalla perdida. Recuerdo con mucha felicidad cuando hace muchos, muchos años … recibía el Discoplay, BID, en casa. Cómo no tenía un duro tiraba de las ofertas a mitad de precio o incluso mejor, y ahorraba, tal vez esa sea la palabra clave, ahorraba y me esperaba para comprar las novedades que por serlo eran más caras. Ahora esto es impensable desde muchos puntos de vista. No considero que sea caro descargarse una canción legalmente por un euro más o menos y un disco por 5. Pero es lo que hay. Saludos.

      • No se cual es tu nivel de exigencia o de ‘frikidad’ musical :) Para mi la opción de Spotify de Artistas Similares para ir tirando y buscando alguno que te guste como el que escuchas, o más, está muy bien. Es trabajoso pero también entretenido. No solo Spotify, también viendo videos verás similares o asociados. Esto se hace por estadísticas de la gente que los escucha y los asocia. Pero mucho depende de cual sea tu gusto musical, claro.

    • Estoy muy de acuerdo con lo que dices. La inmensa mayoría de música de Spotify no tiene ni una sola escucha. Además, los más de 300 millones de habitantes de EEUU te dan un público potencial que te permite vivir (en la carretera), pero eso no pasa en otros países. Los artistas que cantan en español tienen toda Iberoamérica, pero no se puede cruzar en furgoneta así como así, lo que sale muchísimo más caro, y eso que hay gente que hace un gran esfuerzo por llevar músicos y bandas españolas pequeñas a México, por ejemplo.

      Creo que el principal perjudicado de la revolución musical de internet son los medianos, es decir, aquellos que no son superestrellas pero tienen un grupo de fans sólido. Son los que se han comido los recortes en las discográficas, y si antes tenían un mes para grabar con una legión de músicos de lujo, ahora tienen que hacerlo en cinco días y en plan minimalista…

  7. Creo que, al margen de lo que cueste o no una canción o de lo que gane o deje de ganar un artista, Marcos ha mencionado algo que perdemos sobre todo los consumidores de música ‘hecha con calidad’: la cantidad de medios y horas de estudio de las que disponía un los artistas consagrados (y con mucho trabajo a sus espaldas) de los 70-80-90 para crear discos. De acuerdo que veremos nacer un número mayor de músicos en las redes, que distribuirán su música a un montón de gente, pero eso ya se hacía antes y no hay más que rebuscar entre los miles y miles de discos que salieron en, por ejemplo, los 70 para descubrir auténticas maravillas. Pero las grandes creaciones, los discos que siguen enamorando y cautivando 20 ó 30 años, después, aquellos, no volverán…
    Se ha terminado por sacrificar, en muchos casos, calidad a cambio de visualización. Para muchas y buenas bandas será imposible destacar de la manera que lo merecerían si se les diera tiempo, un buen estudio y una producción adecuada, y para ello no vale solo el software más avanzado.

  8. En mi caso nunca he comprado tantos CDs como desde que puedo bajármelos previamente y saber realmente si me van a gustar. Por lo demás, con la posibilidad de ir picando en Spotify, he descubierto tanta música que me gusta, que cuando alguno de estos semi-desconocidos para el Mainstream pasa por Barcelona es muy posible que invierta en la entrada del concierto, que muchas veces no pasa de lo que antes valía un CD. En fin, creo que al final gasto más que antes en música, pero escucho mucho más y puedo elegir entre muchos más grupos. Por último me acordé de una respuesta a Alejandro Sanz que dió alguien cuando éste se quejaba de que en España la gente se copiaba músical ilegalmente: ‘El día que me baje un álbum de Alejandro Sanz voy y me entrego yo mismo a la policía’ :)

  9. Es verdad pero no. La musica pura de estudio está muriendo, y vale mas el pose que el valor de la composición. Mucha más basura es lo que hay. El puro compositor no se puede encerrar un año en un estudio, tiene que estar prostituyéndose en continuas y monótonas giras. Esto es más un circo que arte, y el echo lo demuestra que cojer 10 canciones buenas por año últimamente es casi imposible. Echa un ojo a las canciones de 72, cuando yo nací y coje el año 2005, todo basura, espera 10 años y veras que mierda de música ha dado el 2015.
    Ah! Y deja a Beyoncé en paz, demasiado obvio, y patético atacar al tonto de pueblo.

  10. Fui uno de los músicos que lleno su disco duro de música descargada hasta que llegaron servicios como Spotify, se sacrifica la calidad del audio, yo bajaba en el peor de los casos MP3 a 320 pero se gana en cuanto a descubrimientos, música africana, brasileña, cubana, española, géneros, cantantes, gente que ahora sabe que debe competir con música bien hecha y sobre todo hecha con el corazón y que me ha servido para crecer como músico.

  11. Hola Roger,
    tras leer con atención tu post, debo disentir en dos cosas fundamentales. Las superestrellas, ganas todavía más. Te invito a leer el post «The Death of the Long Tail» del reputado Mark Mulligan y respecto al número de músicos profesionales según el US Bureau of Labor Statistics, se ha reducido en un 45% http://thetrichordist.com/2013/05/21/45-fewer-professional-working-musicians-since-2002/

    No se que contraargumento me darás, pero en caso de no tenerlo, sugiero que rectifiques o complementes la info del post.
    Un saludo

  12. …pues yo me hincho a bajarme películas y discos, qué queréis que os diga.

  13. Eso sí, los de Loquillo los compro.

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