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Fitzgerald y Gatsby: un entierro bajo la lluvia

Francis Scott Fitzgerald. Foto Carl Van Vechten / Library of Congress. (DP)
Francis Scott Fitzgerald. Foto Carl Van Vechten / Library of Congress. (DP)

El ataúd de Francis Scott Fitzgerald estuvo expuesto en la trastienda de una empresa de pompas fúnebres de Hollywood, en Washington Avenue, como cualquier escritor olvidado. Acudieron a despedirlo sólo unos pocos amigos, y algunos guionistas y productores. Su biógrafo André Le Vot cuenta en Scott Fitzgerald que parecía «un maniquí de escaparate en technicolor». Uno de los asistentes al velatorio destacó que no tenía ninguna arruga, sus cabellos estaban divididos «por una fina raya, sin un solo pelo gris», pero «la realidad estaba en las extremidades», con unas «manos terriblemente arrugadas y descarnadas».

Fitzgerald había muerto el 21 de diciembre de 1940 a los cuarenta y cuatro años, después de una vida de éxitos, pero también de días desperdiciados. Su prestigio se había apagado tanto que sus libros apenas se encontraban. En una carta a su amigo y editor, Maxwell Perkins, con fecha de 20 de mayo, Scott lamenta que su hija Scottie asegura a sus amigos «que su padre era escritor y no encontró en las librerías ningún libro mío para demostrarlo (…). Pero, una edición barata, ¿no podría ayudar a Gatsby a mantenerse vivo? ¿O acaso la novela es totalmente impopular?».

Su amiga Dorothy Parker, también escritora, estuvo en el velatorio. Ambos habían sabido malgastar su talento a gran velocidad. A ella le pareció que ya había vivido aquel instante años atrás, cuando leyó El gran Gatsby, y se inclinó sobre los restos de Fitzgerald para susurrarle: «Pequeño hijo de puta». Esa misma frase es la que le dirige al cadáver de Gatsby uno de los personajes más enigmáticos de la novela, que aparece apenas al principio —borracho y maravillado ante la biblioteca del magnate— y al final, en su entierro, donde se sorprende de que no haya acudido nadie a despedirlo, salvo él y su único amigo, Nick Carraway.

Dorothy y Scott habían trabado una tenaz amistad durante su última época en Hollywood, cuando ambos trabajaban de guionistas, aunque ya se conocían de Nueva York y de sus viajes por Europa. Marion Meade cuenta en su libro sobre la escritora neoyorquina que en una ocasión esta confesó que en la primavera de 1934, coincidiendo con la publicación de Suave es la noche, se había acostado con Fitzgerald «de forma casual y espontánea un par de veces».

Las novelas de Scott Fitzgerald están salpicadas de entierros. Ese instante, y lo solo que se puede llegar a estar en un funeral, obsesionaba al escritor. Sucede en El gran Gatsby, pero también en A este lado del paraíso o en Suave es la noche. En esta última, Dick Diver se entera de la muerte de su padre mientras viaja por Austria. Ha fallecido en Buffalo, completamente solo. Dick recibe un telegrama del párroco: «Tu padre ha muerto esta noche plácidamente». En cuanto puede, se sube a un barco rumbo a América. Al llegar a Nueva York, toma un tren a Buffalo y después otro al sur, a Virginia, acompañado del cadáver de su progenitor. Allí, en una gran soledad, lo entierran «entre un centenar de Divers, Dorseys y Hunters».

La propia muerte de Scott Fitzgerald había podido llegar antes, en uno de esos días que no quedaba nada en pie dentro del escritor. Sin embargo, el ocaso tiene sus trámites. El 20 de diciembre tenía una cita con el médico, pero le pidió a su amante, Sheilah Graham, que la cancelara. Estaban en casa de ella, en North Hayworth Avenue. Scott había empezado el sexto capítulo de la novela que estaba escribiendo sobre Hollywood; iba a buen ritmo y no quería interrumpir el libro. Por la noche, cuenta Andrew Turnbull en Scott Fitzgerald, el escritor propuso salir a cenar y al cine, pues Sheilah tenía invitaciones para el estreno de Eso que llaman amor. Al finalizar la película, Scott se tambaleó: «Me encuentro terriblemente mal. La gente va a creer que estoy borracho». No quiso acudir al médico. Regresaron a casa, tomó sus somníferos y se quedó dormido. Al día siguiente, como si no hubiese ocurrido nada, siguió trabajando en la novela, tal y como recoge Sheilah Graham en un pequeño libro, publicado en 1967, con los recuerdos de sus días con Fitzgerald. Después le preparó emparedados y café, mientras él leía en los periódicos que Alemania, Italia y Japón acababan de firmar un pacto tripartito. Según él, esto significaba la «inevitable intervención de los Estados Unidos en la II Guerra Mundial».

Por la tarde, ya sentado en su sillón, junto a la chimenea, se dispuso a consultar las notas sobre football de la revista de antiguos alumnos de Princeton. Todo parecía ir bien. «De pronto —relata André Le Vot—, Sheilah vio cómo se levantaba de la butaca, se aferraba a la campana de la chimenea y se desplomaba en el suelo».

En el momento de su muerte, a las 5 horas y 15 minutos del 21 de diciembre, según el certificado del registro civil, a Francis Scott Fitzgerald solo le quedaban setecientos dólares. Los encontraron en su pequeño apartamento de la calle North Laurel Canyon. En pagar su funeral se gastarían seiscientos trece. El resto de bienes terrenos, consignados en un inventario, se redujeron a un baúl de ropa, otro baúl más pequeño lleno de recuerdos, una caja de cartón con fotografías y cuadernos de notas, cuatro cajas de libros, dos mesas de madera, una lámpara, una radio y poco más. Fitzgerald había redactado su testamento en 1937, poco antes de su partida a Hollywood, donde la Metro Goldwyn Mayer le había ofrecido un contrato durante seis meses ganando mil dólares semanales. La primera frase era casi de novela: «En primer lugar, una parte de mis bienes será destinada a unos funerales que estén en consonancia con mi rango». En 1939, sin embargo, cuando su contrato con la Metro ya había expirado, rehízo el testamento. No tuvo más remedio. Donde ponía «a unos funerales», escribió «a unos funerales menos costosos». Y en una nota anexa, añadió: «Sin ostentación ni gastos inútiles». Le había llevado toda la vida decidirse a recortar gastos. Sus días de gloria y su derrumbe habían compartido una constatación brutal: «Me es imposible reducir mi tren de vida».

Una vez que todo estuvo dispuesto, cargaron su ataúd en un tren con destino a Baltimore, para enterrarlo junto a sus antepasados de Maryland. Sheilah Graham no pudo acompañarle. Scootie, la hija que el escritor había tenido con la que todavía era su esposa, Zelda, le hizo saber que no sería bien recibida en los funerales. En Baltimore, el obispo se negó a su inhumación en el cementerio católico de Saint-Mary. Fitzgerald, después de todo, era un borracho y sus libros todavía se consideraban «inmorales». Hubo que recurrir a un ministro episcopaliano y al cementerio vecino de Rockville, aunque en 1975 sus restos y los de Zelda acabarían en Saint-Mary, finalmente. Eso fue el 27 de diciembre. Llovía igual que el día que enterraron a Jay Gatsby, cuando «a eso de las cinco nuestra procesión de tres coches llegó al cementerio y se detuvo a la entrada bajo una llovizna persistente». Fitzgerald también estuvo muy solo. Aparte de Scottie, y de algún familiar más, únicamente acudieron algunos compañeros de Princeton —entre ellos, John Biggs, que también era su albacea—, Max Perkins, su editor, y Harold Ober, su agente literario, y algunos amigos recientes, como Gerald Murphy o Andrew Turnbull. No estuvo Zelda, que se encontraba ingresada en un sanatorio de Asheville (Carolina del Norte), del mismo modo que tampoco Daisy había acudido a despedir a Jay Gatsby. «No mandó ni un mensaje ni una sola flor», lamenta Carraway al final de la novela.

Foto: Jay Henry (DP)
Foto: Jay Henry (DP)

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5 Comments

  1. Rafael Marín

    ¿Cómo los lectores multitudinarios que un escritor de éxito llegó a tener lo abandonan cuando aquél pasa por sus horas bajas? Un escritor trabaja para proporcionar placer a sus lectores, pero éstos le abandonarán en los momentos en que más los necesita. ¡Qué terrible injusticia e inmoralidad la de los lectores!

    • Cierto, qué gentuza los lectores, qué escándalo, ¿cómo pudieron abandonar a un escritor que sólo tuvo un éxito económico en vida en el campo de la novela (A este lado del paraíso)? ¿Es que este hombre no tenía derecho a vivir como un millonario sin serlo? ¿Es que no tenía derecho a sablear a su agente y amigo Ober? ¿No tenía tampoco derecho a beberse lo que ganaba y un poco más por mucho que a Mencken, amigo personal suyo, se le hinchasen los cojones con el tema?
      Pero, sobre todo, qué vergüenza los editores. ¿Es que acaso un novelista que no vende tiene que ganarse la vida escribiendo historias cortas en vez de hacer novelas como a él le hubiera gustado? Pobre, esa prostitución le obligó a caer a lo más profundo: escribir películas. Y de milagro que no volvió a reparar capotas, trabajo a todas luces indigno para un escritor.
      Desde aquí hago un llamamiento a todos esos escritores que tienen unas ventas de pena a pesar de saber en su interior que son geniales a que vengan a mi casa, en la que les daré cobijo, comida, alcohol y cualesquier otras sustancias que necesiten para traer la felicidad al mundo. Menos a David Trueba, ése que estudie una oposición.

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  3. Juan Miguel

    El escritor escribe por necesidad para consigo mismo, no por generosidad para con otros. Si su obra resulta o no útil a alguien puede alimentar su vanidad o su bondad, pero no su estómago. De ahí destinos tan crueles como el de Fitzgerald.

  4. Pingback: Un entierro bajo la lluvia | Descartemos el revólver

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