Como figura está en extinción, por no decir que ha desaparecido: el relevo generacional ya se produjo (en algunas regiones más que en otras) y sus sucesores han decidido expresar lo suyo de maneras más dinámicas, más funcionales y menos agresivas, al menos en la mayoría de los casos. Una pena, porque hablamos de uno de los arquetipos españoles más característicos del último tercio del siglo XX, y también de los más reconocibles. Su indumentaria, su repertorio de gestos y expresiones, son casi tan manipulables como los vestiditos de una Nancy, y pueden intercambiarse sin que la figura pierda su esencia. Bien con traje de espiguilla o camisa azul Mahón, bien con bigotillo fino o con insignias de excombatiente, el facha ibérico de toda la vida ha resultado todo un caramelito iconográfico durante los cuarenta años que median entre la muerte del Caudillo y el momento actual. Y, ahora que parece abocado a la desaparición en periódicos y telediarios, es justo reconocer que el cómic es uno de los medios que le han sacado más partido.
¿A qué se debe esto? ¿Por qué, sin ir más lejos, Martínez el facha ha sido uno de los personajes más irreductibles de la revista El Jueves, aguantando nada menos que treinta y ocho años en entregas semanales y luciendo su condición desde el mismo nombre? Pues a muchas razones. Pero, dejando aparte la coyuntura de cada caso, podemos declarar algo más o menos cierto: dos de los estandartes más impagables del facherío nacieron en las viñetas. Es más: seguramente, el nacimiento de estos figurones se produjera simultáneamente al de la palabra «facha» como apócope de «fascista» (aunque, según recuerda la RAE, el término acaba designando coloquialmente a todo aquel «de ideología política reaccionaria»). Hablamos, por supuesto, de Roberto Alcázar («¡El intrépido aventurero español!») y del Guerrero del Antifaz.
Sobre las criaturas de Editorial Valenciana pueden escribirse enciclopedias, pero, como no queremos que esto acabe pareciendo un tocho de Javier Coma, las vamos a despejar en poco espacio. Básicamente, porque no podemos hablar de fachas como tales. Cuando nos referimos a fachas de cómic, nos referimos sobre todo a figuras paródicas tomadas de la inmediata realidad (por invocar un referente de cine: ¿alguien se imagina al José Luis López Vázquez de El jardín de las delicias rescatando a Ana María de las garras de Alí Khan?) y no al idealizado Alfredo Mayo de Raza. Tanto el detective de gomina y cachiporra como el enmascarado caballero buscan ante todo una épica con la que satisfacer, a la vez, a los chavales y a los censores: productos de la inmediata posguerra, y firmados en ocasiones por víctimas de la misma (Manuel Gago, creador del Guerrero del Antifaz, era hijo de un militar republicano) estos personajes resultan rancios y franquistas porque no podían permitirse ser otra cosa. Si sus autores hubieran querido reflejar a la clase política de su entorno, toda ella jefes de centuria y procuradores por el tercio familiar, habrían encontrado figuras cuya entidad trágico-grotesca hubiera llamado la atención en un esperpento de Valle-Inclán. Y hubieran dado con sus huesos en el paro o en la cárcel, también.
Así pues, uno puede olvidarse de que los rasgos de Roberto Alcázar sean calcados a los de José Antonio Primo de Rivera, como reza la leyenda popular, o de que las maneras exhibidas por su adlátere Pedrín al repartir jarabe de porra pudieran pertenecer mismamente a un flecha que hace beber ricino a un estraperlista, o a un pobre desgraciado que no se puso en pie al aparecer Franco en el NO-DO. Incluso nos permitimos, fíjense, obviar nuestro pasmo ante el hecho de que el del antifaz no pase de su condesita para irse de jarana con Zoraida, con la Mujer Pirata o, puestos a suponer, con Fernando. Estructuralmente hablando, hablamos de folletines de aventuras, ni más ni menos envueltos en retórica que cualquier otro serial de la época: si Gago o Eduardo Vañó, y más el segundo que el primero, no refinaron su lenguaje como Milton Caniff o Stan Drake se debió, más que otra cosa, a la precariedad material de la época y a los leoninos ritmos de producción (tan estajanovistas como los de Bruguera, pero esa es otra) impuestos por el empresario Juan Bautista Puerto. En cuanto a la calidad de ambos cómics como transmisores de valores eternos… pues tampoco era para tanto, como vamos a ver a continuación.
Porque, si hablamos del primer facha comiquero español como Dios manda, del primero que se nos aparece en todo su esplendor de caricatura, tenemos que acudir a un fanfatal de El Guerrero del Antifaz llamado Nazario Luque. Bastante traumatizado en su infancia, según propia confesión, por los dibujos de Manuel Gago, el rey sin corona del cómic gay español generó durante los últimos años de la dictadura a un personaje desgraciadamente olvidado: San Reprimonio, virgen y mártir. El origen de esta figura viene a confirmar lo que decíamos antes sobre la captación de la realidad, porque responde a una anécdota verídica. Verbigracia, al encuentro de un amigo del autor (buscando un casquete furtivo en un parque, circa 1971) con un señor de profundas convicciones religiosas. Tras acoger al zagal en el interior de su coche, cuenta Nazario, el madurito interesante no solo renunció al fornicio, sino que informó a su partenaire de que su encuentro obedecía al propósito de poner su castidad a prueba. Acto seguido, expulsó del vehículo al chico con cajas destempladas, ganándose de golpe y porrazo un lugar en el santoral. Y otro en la historia del tebeo patrio.
Trasladando dicho cuento a las viñetas, Nazario se marcó un trabajo de altura: si el dibujante no tuviera ya medio pie puesto en la Gloria gracias a su comercio carnal con el papa Clemente (otro icono de la reacción más grotesca, que va pidiendo ya su artículo en esta web) se lo habría ganado merced al virtuosismo gráfico aquí desplegado. Con su pelo a cepillo, su traje y su corbata, Reprimonio encarna al señor de orden del tardofranquismo. Puede que no haya hecho la guerra, pero, dada la edad que representa, seguro que sí se comió sus consecuencias con guarnición de garbanzos duros como piedras, pan con serrín y miedo. Probablemente, también sostuvo en su regazo infantil tebeos de Roberto Alcázar. Y, pese a todo, no solo comulga con el ideario nacionalcatólico, sino que se automutila (simbólicamente) para probarse a sí mismo como digno de él. La guinda de la tarta llega en la antepenúltima página del tebeo: además de informarnos de que el miembro incorrupto del santo se custodia en la basílica del Valle de los Caídos, eyaculando milagrosamente cada sábado noche, vemos una instantánea del momento de la solemne coronación de su imagen (de la del santo, no de la del miembro). En ella participan tanto S. E. el Jefe del Estado como los aún príncipes Juan Carlos y Sofía, acompañados por un rapazuelo conocido actualmente como Felipe VI. Qué cosas.
Meditemos sobre esto, y prosigamos. En 1977 aparece el ya mencionado Martínez el Facha. Y en su primera página (firmada por Kim, quien llevará a rastras al personaje desde entonces) encontramos bastantes diferencias con nuestro anterior objeto de estudio. San Reprimonio pertenecía al llamado «franquismo sociológico», bien por convicción o por presión de su entorno, pero este nuevo personaje modelado, como se sabe, a imagen del añorado José Sazatornil «Saza», se encuadra de lleno dentro del régimen, y seguramente no ande mal situado dentro de sus remanentes. Mientras se coge una airada cogorza de coñac, Florentino Martínez nos informa de que él si combatió en la Guerra Civil («¡Yo, que tengo metralla aún en el cuerpo!», proclama) lo cual, además de volver su longevidad todavía más milagrosa, nos avisa de su obsolescencia programada. En su debut, este señor calvo y con bigote aún podía dar un poco de miedo: detrás de la bomba a El Papus, de la matanza de Atocha o del asesinato de Arturo Ruíz había personajes no tan distintos a él. Pero, en un período relativamente breve, esa condición de amenaza en la sombra va degradándose hasta desembocar en la bufonada.
Cualquiera diría, pues, que el Martínez de su última historieta (ese que embarcaba hacia Venezuela en busca de los favores de Nicolás Maduro) era el mismo energúmeno que peroraba cuatro décadas antes. Tras haber atravesado el 23-F, los sucesivos ascensos del PSOE y del Aznarato, el ocaso electoral de la extrema derecha y otros devenires históricos, el ultrafacha que salía los miércoles había acabado convirtiéndose en una criatura entrañable. De la misma manera, su comparsa Adolfito se metamorfosea de escuadrista con pistola en mero enano salido, mientras que el líder Morales dejará de evocar a los Piñar o García Carrés una vez que estos se desvanezcan de la memoria colectiva. Y esa familia suya, nacida como ejemplo de la descomposición de un orden caduco, irá perdiendo miembros hasta quedar reducida a una esposa entre lo resignado y lo harto, un nieto más listo que el hambre y un yerno gorrón (en algunas entregas, la historieta será rebautizada como Martínez el Facha y su yerno rockero) encargado de catalizar unos gags que, llegado el noventa y tantos, se habrán repetido ya más veces que el «váyase, señor González», primero, y que el «España va bien», después, en los telediarios de entonces. Durante su larguísimo ocaso, Martínez ya no podía verse a sí mismo como guardián de una España eterna, porque esa España hacía mucho que ya no estaba allí.
Y, cuando España se desvanece, ¿qué queda? Pues queda el personaje epicentro de todo esto, aquel que ha inspirado la realización de este artículo: don Julio Buitaker de Tordesillas, marqués de Medina Sintoña, conde de Albalate, secretario de facto del Club de Amigos del Caballo y un largo etcétera de títulos. O, para abreviar, el Buitre Buitaker. Obra de Miguel Gallardo y Juanito Mediavilla, este falconiforme carroñero nació como secundario en las aventuras de Makoki, y por lo visto está inspirado en cierto personaje de alcurnia que pululaba por Barcelona en busca de farra y estupefacientes. En cualquier caso, dado su carisma, era normal que el Buitre acabara teniendo su historieta en solitario. O no tan en solitario si recordamos a Blasito, el sufrido fámulo con quien comparte alojamiento en la estatua de Colón. Su encanto, el que le permite amoldarse mejor a los tiempos, reside en el hecho de que es aún más reaccionario que Martínez, y está infinitamente más tronado: junto a un ideario político más derivado de Sven Hassel que de Fernández de la Mora, sus principales preocupaciones en esta vida son aprovisionarse de jaco, cocaína y grifa, aumentar su colección de películas porno (título estrella: Las chupadoras de Lesbos) y darle el palo a sus amigos mediante el trapicheo fraudulento de todo lo anterior. En general, uno se lo imagina compartiendo barra con Luis José de Leguineche, enfrascados ambos en un épico duelo de sablazos (pero no de los que cortan, sino de los que rapiñan) mientras degustan daiquiris preparados según la receta perfecta. La cual consiste, como debería saber cualquier español de bien, en echarle al vaso un buen chorro de JB y dejarse de mariconadas.
Hijo de la Transición, como el personaje de Kim, Buitaker se posó durante una buena temporada en las páginas de El Víbora: el especial que dicha publicación editó tras el 23-F, de hecho, acogió uno de sus chistes más memorables. Pero el punto culminante de su biografía, aquel que sus fans seguimos comentando entre sollozos de admiración, fue que el resto de sus vuelos tuvieron lugar… ¡en el ABC! ¡En la casa fundada por el marqués de Luca de Tena y custodiada, entonces, por Luis María Ansón! Llegado 1988 y según auspicios de Jorge Berlanga, Gallardo se llevó a su pajarraco a Gente y aparte, suplemento modernete del diario arrevistado. Y allí, suponemos, el ave debió de sentirse a sus anchas, si bien un tanto incómoda al cohabitar con Alfonso Ussía y con aquel Jaime Campmany que, tras haber sido «de los suyos» mientras tocó, se pasó con armas y bagajes a la cosa monárquica. «Al principio la cosa fue suave porque no quería líos, pero al ver que no pasaba nada fui subiendo el nivel de las drogas y el facherío», cuenta el propio autor. «Mi teoría es que ninguno de los lectores habituales se paraba un minuto a leer aquella sección, exceptuando un capitán majara de la legión que se cabreó un poco, hasta que un día alguien lo hizo… La semana siguiente nos llamaron diciendo que no hacía falta que entregáramos más, pero a lo tonto, fueron tres años». Han leído bien: tres años de tiras en formato vertical, primorosas la mayoría, que esperan aún una edición en condiciones, aunque parte de ellas pueden disfrutarse en la hemeroteca online del periódico.
¿Por dónde seguimos? Pues podemos recordar que, en sus historietas de El Niñato, Gallardo y Mediavilla habían concebido al comisario Loperena, veterano de la División Azul con más conchas que un galápago y dispuesto a aplicarles a los quinquis del extrarradio barcelonés las mismas técnicas que a los rusos en Krasny Bor. O, sin abandonar la «línea chunga», darle unas líneas al Taxista de Martí. Aunque esto último merece un matiz, porque Taxista Cuatroplazas (nombre de pila) bebe de un imaginario a medias español, por lo miserable, y a medias tomado del mundo deforme de Chester Gould para su Dick Tracy, con unas gotas de Scorsese como aliño. Reaccionario hasta la demencia, el personaje es sin embargo una parodia del clean cut kid de los cómics americanos y, la verdad, desentona un poco al lado de Buitaker, Martínez o San Reprimonio: viéndole tan rubio y tan fornido, uno incluso duda de que se ponga la COPE en los intervalos entre carrera y carnicería. Así pues, para buscar el siguiente ejemplo habrá que volver a las páginas de El Jueves, y a través de ellas a la institución que, ya desde las asonadas del XIX, ha sido custodia de los más insignes valores patrios: el ejército.
Como el lector ya se habrá imaginado, vamos a hablar del sargento Arensivia, el chusquero protagonista de las Historias de la puta mili de Ivà. Como a su autor le importaban tres pimientos (y bien que hacía) cosas como la continuidad narrativa, este militarote apenas tiene algo que se parezca a un perfil o una biografía. Solo sabemos que va a quedarse de suboficial para los restos, dada su estulticia, y que en su mente hay una vaga astronomía que se reparte entre el cine bélico (a veces, los clásicos sobre la II Guerra Mundial, a veces películas «del Vietnam» que van desde Rambo a La colina de la hamburgesa) y las nostalgias imperiales. Aparte de Martínez el facha, Arensivia es de los pocos personajes españoles con serie regular que se permitirá invocar a Millán Astray y los héroes del Gurugú cuando le bajen los ánimos, o que montarán en cólera cuando el rebaño de reclutas al que pastorea muestre su ignorancia sobre la vida y la obra del Caudillo. O que, en una de sus historias más divertidas, sea capturado, humillado y despelotado por una columna de milicianos jubiletas fugados del asilo.
Pero, como al pobre la neurona no le llega para más, nuestro sargento nunca se aclarará sobre si su lugar de ensueño es Belchite, las Ardenas o el delta del Mekong. De la misma manera, sus historietas le situarán, ora en la Legión, ora entre los paracas de la BRIPAC de Alcantarilla (Murcia), ora en cocinas. Lo que le llevará a convertirse en uno de los personajes de la viñeta patria más adaptados a otros medios (una obra de teatro, el filme con Juan Echanove, una serie de televisión) e incluso a contar con una revista propia será ese terror, felizmente extinguido, a la denegación de las prórrogas, a los centros de instrucción de reclutas, a los arrestos y, en general, a dejarse uno media juventud vestido de caqui. Un miedo este que le permitirá sobrevivir a su propio autor: en 1997, cuando el servicio militar obligatorio desaparece por fin y la revista Puta Mili publica su último número, hace cuatro años que Ivà ha fallecido en un accidente de tráfico.
Con los años, y sobre todo con los cuatrienios electorales, el facha de toda la vida ha pasado a ser una reliquia, tanto en el cómic como en la realidad de la que este se nutre. El imaginario de los noventa nos traerá un nuevo rostro para la extrema derecha: el skinhead, amanoso para crear alarmas sociales y aliñar con ultraviolencia las viñetas, pero alejado de las instituciones. Unas instituciones que, por entonces, ya están llenas de fondos reservados, cohechos, sobres manila y obras faraónicas. Quien mejor reconocerá estas nuevas pieles para las viejas ceremonias será, otra vez, Gallardo, quien dibujará a Roberto España y Manolín sobre guiones de Ignacio Vidal-Folch. En esta parodia (y, como parodia, degradación) los otrora iconos del fascio han evolucionado. Ahora el sidekick es un estudiante vivalavirgen, y el intrépido aventurero es un abogado del Estado que se expresa en un lenguaje como de editorial de diario generalista, cuenta pamplinas inacabables sobre la madurez democrática de los españoles y prevarica a destajo con fondos del Ministerio del Interior. Un demócrata de toda la vida, vamos, como tantos otros que había hace ya veinte años, y que sigue habiendo ahora. Y lo que nos queda.
Pingback: De fachas, viñetas y buitres
Pues recogiendo algunas de estas influencias y llevándolo a un nuevo nivel, no puedo dejar de recomendar la última obra del zaragozano Furillo en la que cuenta la historia del programa espacial de Franco para poner la rojigualda en la luna: «Nosotros llegamos primero». Locurón.
Por favor, no puede faltar «Perfidia moruna», parodia del Pamies con Roberto el Carca y Zotin, en El Víbora. Mi versión de todo esto: https://youtu.be/gU5mRpfVwdo
Se me olvidaba, también de Pamies, Operación Tricornio, versión tintinesca del golpe de estado de Tejero el 23-F de 1981. También en El Víbora. Genial
Sí, toda la palabrería que queráis. Pero no hay ni un solo héroe de izquierdas en el cómic: aburren. Y en cuanto a Gallardo y Mediavilla, pues pueden engañar a gente con mediana erudición, pero no a todo el mundo: ellos son auténticos «fachas», modernos, eso sí, como El Zurdo, o como Carlos Berlanga, pues en la época de la movida (española, que no madrileña) ser facha era ser moderno. No es solo el buitre un facha, también lo son, claro, los servidores de la ley, como Pectol y el sublime Loperena, pero también muchos «manguis», como Emo, Cuco o el Doctor Otto. No soportan a los hippies, ni a los argentinos; Otto perteneció a las SS; los autores es evidente que saben mucho de la Falange o el nazismo, pues reproducen canciones, graduaciones, uniformes etc, de manera constante. Podría interpretarse como ironía, claro, pero… excesivamente documentada. Es muy claro que les gusta el tema. Cuando Loperena recuerda su campaña en Rusia, aparece junto al general Hasso Von Manteuffel. Lo extraordinario es que, efectivamente, el dibujado es Hasso Von Manteuffel. Demasiado fino, para un público vulgar: los personajes son fachas, porque fachas son sus autores. Fachas por estética, fachas underground, pero fachas. El que no quiera ver, que no vea.