Jot Down Magazine para Manzana Mahou 330
Seguro que lo han escuchado más de una vez: «La cocina de vanguardia es un engañabobos». «Mucho plato para tan poca comida» y «Donde esté el cocido de mi madre, que se quiten esas cosas raras». Pues les voy a decir una cosa: no.
No me malinterpreten, doy por hecho que el cocido de su madre es un manjar estupendo, pero el resto de las afirmaciones tienen más del exabrupto que un cuñao haría frente a un cuadro de Jackson Pollock que de auténtico juicio valorativo. En primer lugar porque es cierto que existen similitudes entre el arte y la cocina contemporánea, tanto en su aproximación investigadora y creativa, en su intento de expandir los límites de sus respectivas disciplinas, como en el rechazo que provoca entre quien no se atreve a salir de su zona de confort para explorar nuevos campos. Y en segundo lugar porque, efectivamente, la mayoría de la gente que emite ese tipo de opiniones sobre la cocina contemporánea no la ha experimentado realmente. No hay juicio sino prejuicio.
Eso no significa que la cocina de vanguardia tenga que gustar. Por supuesto que habrá muchas personas que la prueben y consideren que no está buena, pero no creo que lancen el tipo de descalificaciones del primer párrafo. Y créanme que no digo esto porque sea un convencido de las deconstrucciones, el nitrógeno líquido y las esferificaciones, qué va. Lo digo precisamente porque, salvo un par de canapés aquí y allá, la cena que el chef Jesús Alcalá ofreció en Manzana Mahou ha sido mi primera experiencia con este tipo de cocina. Y como a mí me ha ayudado a perderle el miedo, paso a relatarla para ver si a ustedes también les sirve.
Lo cierto es que la invitación —y fíjense que uso la palabra invitación— incluía un desglose del menú que me produjo una cierta inquietud: nada menos que doce platos entre aperitivos, platos, prepostres y postres, con algunas palabras que, sinceramente, no había leído en mi vida. Sin embargo, desde el principio el ambiente era sencillo, abierto y honesto. Empezando por el propio chef Alcalá que, con estupendo acento madrileño, fue explicando los cómos y los porqués de los ingredientes, el proceso de confección de los platos y la presentación. De hecho, él mismo se encargó en más de una ocasión de servir los platos. Incido en lo del acento porque Alcalá es nacido en Madrid pese a regentar el Asador Guetaria y estar orgulloso de su cariño por la cocina vasca. «No puedo ni quiero evitarlo, porque Juan Mari Arzak es mi mentor y mi maestro», dice.
Aun así, los cuatro aperitivos que sirvió eran esencialmente reinterpretaciones de las tapas clásicas que se ponen en los clásicos bares madrileños cuando pides una caña: pincho de anchoas con piparra, pincho de jamón y tomate, tapa de ensaladilla rusa y croqueta de espinacas trufadas. Ahora podría escribir sobre matices y contrastes pero estaría vendiéndoles una moto que no es la mía. Lo que diré es que tenían el tamaño justo para que sus sabores no se estorbasen en el paladar —un par de bocados—, y que estaban muy ricas. Especialmente la croqueta con el gusto a trufa de verano y la ensaladilla. Es curioso que la ensaladilla rusa, cuyo origen es realmente ruso, esté tan asociada a la barra de bar madrileña. La versión que nos sirvieron nacía de una decisión sencilla y eficaz: ligar la mayonesa con el propio aceite del bonito. Así, la tapa coge un sabor más alegre e incluso más sofisticado, algo estupendo para un plato a priori tan modesto.
Quizá el aprecio por el bonito y la piparra tengan que ver con esa influencia vasca que citaba antes y que Alcalá atribuía a Arzak. «En realidad, Juan Mari es el padre de todos. Todos los cocineros españoles que han trabajado en las últimas décadas, o incluso los más jóvenes que despuntan ahora, han sido influidos de alguna u otra manera por Arzak». Es verdad, ahora vemos cocineros a todas horas en la tele y en los periódicos, algunos lo llaman gastroburbuja, pero lo cierto es que la explosión de la cocina española tiene ya cuarenta años. Precisamente desde que Arzak se convirtiese en el principal impulsor y representante de la nueva cocina vasca a mediados de los setenta. «Nos ha enseñado a todos, incluso a Ferran Adrià». Afirma Alcalá, «Y además, es el tipo más honesto que conozco. Cuando le preguntan cómo fue capaz de poner su primer restaurante siempre contesta: “Pues porque mi familia tenía dinerito”. Ni falsas ínfulas ni nada de eso. La verdad».
Una vez terminamos las tapas, salimos de la zona del taller de cocina para entrar en La nevera. En realidad, La nevera de MM330 es un salón propiamente dicho con una gran mesa de comedor; sin embargo no se accede por una puerta convencional sino, precisamente, a través de una vieja nevera roja restaurada. El efecto es muy interesante, porque pasas de un local con una pérgola, una mesa de madera y taburetes de barra de bar, a un espacio limpio y casi industrial dominado por el reflejo rojo de la mesa. Además, como hay que agacharse para atravesar la puerta de la nevera, la sensación era parecida a la de los personajes de Cómo ser John Malkovich: accedíamos a un lugar que no parece pertenecer al mismo edificio.
Allí nos sirvieron el cuerpo de la cena. Comenzaron con un gazpacho de centollo y buey de mar con esféricos de aceite y huevas de salmón. En palabras del Jesús Alcalá: «Hacemos el gazpacho sin ajo para que no repita. Así se conserva el sabor a mar del centollo». De nuevo podría hablar de texturas y tonalidades de sabor, podría construir diez metáforas sobre papilas y retrogustos, pero me engañaría a mí mismo y les engañaría a ustedes. Ahora bien, yo, que soy de secano y no especialmente afín al marisco, disfruté enormemente del plato, de las tiras de centollo y de la sensación de la mezcla de las huevas de salmón y el aceite saliendo de las bolitas al romperlas con la boca.
Después vino un foie mi-cuit macerado en cerveza negra Mahou con azúcar de caña y manzana crujiente. Alcalá nos contó que prefería servir el foie medio hecho para diferenciarlo de las terrinas frías y del que se hace a la plancha. Aunque la porción no tuviese un aspecto de rectángulo perfecto, el sabor era mucho más agradable. Diría que incluso más «real». Sin embargo, yo no pregunté por los intríngulis de la preparación, sino por la presentación. Porque el plato se servía en rectángulos de cristal de espejo. «En esta sala tan roja y con esa luz tan peculiar, me parecía interesante jugar con los reflejos. Que el espacio y el color rebote por todo el lugar».
Más tarde llegó una coca de trufa sobre tortilla hecha sin claras, lo cual le daba un tacto al paladar más suave y denso, menos esponjoso. «La trufa aestivium, la trufa de verano, no es la trufa salvaje y carísima, pero conserva ese sabor a tierra tan característico» explicó Alcalá. Por cierto que la coca, esa masa tradicional del levante conjugaba muy bien con el pan sardo que acompañó toda la cena. Luego nos sirvieron un tataki de atún rojo con mostaza de sake y mostaza de Dijon filtrada, acompañada de reducción de merlot e higos. Había que comer el plato alternando bocados del atún con bocados del higo mojado en las mostazas, y yo no puedo decir más que la cosa funcionaba a la perfección.
La cena terminó con una carrillera asada a baja temperatura con quinoa y polvo de chocolate. Si no han probado nunca la carne con un cierto toque de chocolate, pruébenla cuanto antes porque es tan sorprendente como agradable. Además, el gusto dulce preparaba para los postres: una infusión de frutos rojos y quenelle de yogur, y una torrija quemada con natillas y aroma de cebada. «El pan de la torrija es brioche que hacemos en el propio restaurante» nos contó el chef. Supongo que cuándo el pan se hace en casa, el resultado es mucho mejor. Para mí fue sobresaliente, desde luego.
Como ven en las fotografías, el tamaño de cada plato no era especialmente grande, pero tampoco minúsculo. Como dijo uno de los periodistas invitados: «Si sumas toda la comida, es un verdadero banquete». De alguna manera, el menú aunaba el fenómeno primordial de la alimentación con la experimentación gastronómica, con un acercamiento a formas nuevas de probar la comida.
Y ahora es cuando voy a recordar que, al principio del artículo, incidí en la palabra invitación. Los siete comensales éramos invitados al evento, redactores de diversos medios de comunicación españoles y extranjeros. De hecho, surgió un cierto debate sobre qué hacer cuando tienes que escribir sobre algo a lo que has sido invitado; si no te queda más remedio que decir solo las cosas buenas o incluso edulcorar la realidad. Pero lo cierto es que la sensación al final de la cena fue de satisfacción generalizada. Por la comida, por el lugar y también por la atención y la naturalidad con las que nos trató Jesús Alcalá. Piensen que en realidad es él, fuera de su restaurante y su cocina, quien se juega la reputación. Y diría que la conserva intacta.
A lo mejor es precisamente porque los platos que preparó no eran completamente rompedores, sino reinterpretaciones. Puede que sea por su profesionalidad y buen hacer pero, tras esta experiencia, yo he perdido cualquier prejuicio que pudiera tener hacia la cocina contemporánea. Creo que, como en cualquier producto creativo, no hay lugar a la improvisación. Todo está enlazado y estructurado de forma cuidadosa y estudiada: desde el tamaño y el orden en el que se sirven los platos, hasta la presentación y las explicaciones sobre su origen y preparación.
Los Fogones de Mahoudrid son eventos pop-up en los que Manzana Mahou invita a chefs de reconocido prestigio para que enseñen sus creaciones y sus técnicas. Combinan talleres y degustación de platos y sí, quizá sean una buena manera de acercarse por primera vez a la cocina contemporánea.
Fotografías: Ángel Javier Kodak
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He parado de leer cuando he llegado a:
«Pero si existen, se merecen el papel de monstruo en la próxima de Shyamalan mucho más que un par de ancianos con demencia senil.»
Y entonces es cuando has dejado la botella de whisky y te has dado cuenta de que estabas comentando en el artículo que no tocaba.
Cierto… pero así es más gracioso todavía!!!!
¡Me voy a comer un esférico de aceite!
¡Y yo una mierda rebozada que me han dicho que están buenísimas!
Decía Arguiñano un Airbag copa de vino en mano «No soy yo muy de estas hospedas»
Así me he sentido siempre cuando me ponen cocina de esta que se acerca tanto a la química y la ciencia en general. Yo, que me enamore del chuleton al tequila que preparo un amigo con 15 años.
Como además rechazo pagar mas de 20 euros en una comida sin vino de por medio, siempre he huido de este estilo gastronómico.
Pese a todo, conocí un restaurante en Oviedo, el A 180, que combinaba la mejor tradición asturiana (comer hasta perder el conocimiento, y luego que te sirvan el segundo) con un aire de tierras mas prosperas, con raciones pequeñas y de construcciones y todas esas milongas.
Luego, como experiencia puntual, fui al Viridiana aquí, en Madrid, y me encanto, aunque me puse malo de la fartura (ingesta excesiva, pero muy placentera, de comida, que deriva en cierta pesadez, palabro asturiano) que supuso.
Me alegra tu positiva experiencia con la cocina de vanguardia. A mí también me gustaría ser invitado a eventos como éste, en vez de tener que pagar abultadas facturas.
Una de mis escasas experiencias con esta cocina, muy resumida: comida muy buena, exquisita… pero racciones minúsculas, casi para inapetentes ( al volver a casa me hice un bocadillo de queso, me había quedado con hambre. Vale que tampoco pretendía hartarme, pero sí calmar mi apetito ). El precio, mas de 4000 pts – ya hace años – , muy elevado para mi gusto.
Restaurante Albacar, en Valencia, que ya cerró. Si se considera lo anteriormente expuesto, no es de extrañar.
El problema de la gastronomía «moderna» es el mismo que el del arte contemporáneo: se usa como marca de distinción (Bourdieu) de bolsillos pudientes o de supuestos espíritus o paladares exquisitos que aspiran a diferenciarse del gusto popular, vulgar y común. Con su pan se lo coman.
Pero es que Viridiana es «otra cosa». Abraham García podrá tener sus rarezas coquinarias, pero es un tipo sensato, cultivado, y además, todo sensual y canalla. Aficionado a las mujeres y a los caballos (aparte de a mil y una manifestaciones culturales, pero eso es otra historia), es un tipo tripero al que le gusta comer. Y como tal, sabe que lo de crear una obra de arte en un plato está muy bien, pero que si además se consigue llenar la andorga, pues mucho mejor y más satisfactorio. Como dijo el clásico, mariconadas las justas.
Estos restaurantes también utilizan otra martigala, veamos un ejemplo: cuadrados de patatas doradas, con emulsión de aceite al ajo y tomate condimentado; traducción: patatas bravas.
Cuando se habla de «cocina de vanguardia» parece que todo empezó en los años ochenta con cocineros como Arzak y conceptos como la nueva cocina vasca. Sin embargo, en los albores del siglo XX ya se elaboraban platos que re-interpretaban la gastronomía tradicional y la fusionaban con otras cocinas. Un ejemplo extraordinario: el restaurante El Amparo, en Bilbao: http://www.echonovemberecho.blogspot.com.es/2016/04/restaurante-el-amparo.html
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