Jot Down Magazine para Manzana Mahou 330
El pasado 26 de marzo, un hombre sonriente intentaba levantar un bloque de hielo de dos toneladas en el centro de Reikiavik. A ver, esto no es del todo cierto. No lo levantaba él con sus propias manos, daba indicaciones a una grúa elevadora. Y tampoco lo hacía en medio de las calles sino en el escenario del Teatro Nacional de Islandia. Lo que sí es seguro es que sonreía. Porque Sean Mackaoui es un hombre que sonríe. Tiene cuarenta y seis años y sonríe con toda la cara. Con la boca, con las mejillas, con los pómulos y con los ojos pequeños de un niño travieso.
Delante del bloque de hielo Mackaoui estaba bien abrigado, pero en el verano de Madrid viste chanclas de plástico, unos pantalones recogidos justo hasta el tobillo y una guayabera verde menta que deja asomar los tatuajes que colonizan su brazo derecho. Entre pájaros, dados de casino y anclas marineras hay un nombre escrito con tipografía filigranera y delicada: «Lola». Su hija Lola. Porque este anglo-libanés nacido en Lausana en 1969 reside en Madrid. En sus propias palabras: «Me vine a España por amor».
Mackaoui se mueve cuando habla. Agita las manos y rebusca entre libros, se apoya atrás y adelante en el taburete donde se supone debería estar sentado. Pero a él no le sirve con los espacios que se suponen, su silueta recortada contra las lamas de madera de la librería Mahou MM330 invade todo el aire que la rodea en una danza de gestos a veces suaves, otras ásperos, pero siempre divertidos, incluso cachondos. Porque Sean Mackaoui no se toma demasiado en serio a sí mismo, ni siquiera cuando recuerda al chaval que vivía en un pequeño pueblo del norte de la Inglaterra de los ochenta.
Ese chaval quería estudiar para ser fotógrafo pero no se le daba muy bien la fotografía y, sinceramente, tampoco se le daba nada bien estudiar. Como sus notas eran bastante lamentables no fue admitido en ninguna universidad para estudiar Bellas Artes, así que se mudó a Londres, donde trabajó aquí y allá mientras se daba cuenta de que lo que de verdad le gustaba no era la fotografía, sino el collage. Había descubierto la técnica a los dieciocho años en una exposición de Kurt Schwitters cuando aún vivía en ese pequeño pueblo del norte. El creador del Merz le enseñó —o quizá le confirmó— que el arte no tenía por qué tener sentido. O que, de hecho, no lo tenía. Ni la propia creación debía ser una creación estricta, la combinatoria de elementos preexistentes se podía convertir en un poderosísimo mecanismo para generar lo que antes no existía. Por las noches, en las horas libres que le dejaban sus empleos, el joven de ojos afilados cogía periódicos, revistas y carteles, un par de tijeras y un bote de cola y recortaba y juntaba y pegaba y sumaba. «Cuando ahora veo mis primeros collages, me parecen malísimos», ríe. «Pero me gustaba de verdad, era lo que quería hacer. No quería construir mis collages en los ratos libres, quería vivir de eso». Era 1992 y desde Londres miraba como España se asomaba al mundo del arte y el diseño con la incandescencia de una bomba nuclear. Sean Mackaoui ya estaba enamorado de una mujer española, así que no le costó demasiado abandonar los trabajos temporales, montar un portafolio con su obras y venirse a Madrid a probar suerte. Aquí le esperaba un conglomerado de células creativas que crecían y mutaban propulsadas por expos, juegos olímpicos y capitalidades culturales europeas. Solo tenía que mirarlas directamente a los ojos.
Habla con tu verdadero objetivo y mírale siempre a los ojos
Nina Dogg Filippusdóttir y Stefan Stefansson se miran a los ojos y se besan y se abrazan delante de quinientas personas. Quinientos espectadores en el Teatro Nacional de Islandia. Detrás flota un bloque de hielo ártico de dos toneladas iluminado con la luz falsa de la noche ártica. Un cluster de ledes azules tras un iceberg de verdad extraído del verdadero ártico. Sean Mackaoui sonríe incrédulo al comprobar que su escenografía es el tercer protagonista de Fjalla-Eyvindur, la obra fundamental del teatro islandés. También montó la escenografía de El crisol de Arthur Miller en 2014 en el mismo teatro y la del Don Quijote que el Göteborgs Stadsteater había estrenado el año anterior. De todas fue igualmente encargado del vestuario y todas fueron dirigidas por el sueco Stefan Metz, un hombre al que Mackaoui conoció en una fiesta y al que habló mientras le miraba directamente a los ojos.
«Siempre hay que mirar a los ojos a la persona a la que hablas, para que sepa que estás realmente interesado en él» dice. «Y siempre, siempre, siempre, hay que hablar con la persona con la que quieres hablar, con tu verdadero objetivo. Ni agentes ni secretarios ni representantes». Es lo que hizo al poco de llegar a Madrid con Alberto García-Alix: le escribió cartas y faxes hasta que el fotógrafo le abrió la puerta. Quizá fueron los tatuajes de García-Alix los que inspiraron los del propio Mackaoui, porque era su ídolo. «Vosotros lo españoles creéis que en todo lo que se hace en España es una mierda y lo bueno es lo de fuera, pero estáis equivocados. Aquí se hace un trabajo sensacional». A García-Alix le entusiasmaron esos primeros collages de Mackaoui, aglomerados y algo saturados, pero frescos y libres. El fotógrafo se convirtió en su padrino y el chaval que recortaba trozos de fotografías y periódicos pudo al fin vivir de lo que verdaderamente le gustaba.
Gracias a García-Alix, Mackaoui descubrió la obra de Diego Lara y la de Joan Brossa, que le cambiaron para siempre. «Me di cuenta de que no era necesario utilizar tantos elementos, que con solo dos objetos o dos recortes se podía comunicar lo mismo. No hay mejor resumen de España que el balón con peineta de Brossa». Sus collages se volvieron más pulcros, más intensos y más precisos. El horror vacui daba paso al fondo blanco sobre el que flotaba una aguda concentración de intenciones.
Una corona sobre una «A» invertida sobre un zapato de tacón, un megáfono que expulsa pasta dentífrica, una langosta llamada Spanish Fly con auriculares en lugar de pinzas. La obra de Mackaoui conecta con el lugar divertido y provocativo de la mente contemporánea. A veces, ingenua y a veces posmoderna, a veces naíf y a veces política. «A menudo me paseo por mis exposiciones y escucho lo que la gente dice delante de mis piezas. Y encuentran explicaciones e intenciones que yo no me había planteado, al menos conscientemente. Es sorprendente la capacidad evocativa que tiene el arte». En las últimas dos décadas, este creador con nombre de surfista y pinta de surfista ha participado en más de ochenta exposiciones individuales y colectivas, ha creado carteles para el Centro Dramático Nacional y para el Festival de Teatro de Aarhus en Dinamarca, ha publicado una decena de libros con su obra y ha trabajado por encargo en anuncios y portadas y también colaboró en nuestro primer número impreso. «A veces me preguntan si los encargos van en contra de la integridad. La integridad es algo muy bueno, pero no puedes pagar a tu casero con un 50% en dinero y el otro 50% en integridad. Además, yo hago los encargos con la misma convicción que hago mis trabajos personales».
Porque Mackaoui ha seguido explorando en las raíces de su herramienta artística. En el surrealismo y el dadaísmo. Ha homenajeado a Man Ray y a Marcel Duchamp. Y también ha trabajado en empresas propulsadas por el corazón. Como la exposición The Helium Safari, que montó en San Francisco junto a Winston Smith, el creador de las portadas de Dead Kennedys. O el libro Prehistoria, en el que consiguió convencer a Eduardo Galeano para que le escribiera cinco textos inéditos que él ilustraría. «Galeano es uno de mis ídolos, y mis primeros bocetos eran demasiado sumisos a sus textos, tanto que a Eduardo no le gustaron. Así que decidí hacer mis ilustraciones con independencia de su trabajo y de mi idolatría. Fue entonces cuando funcionó. Cuando me puse a su misma altura, cuando ya no le miraba desde abajo». Y con todo, quizá lo que mejor defina el trabajo de Mackaoui, sus intenciones, sus aspiraciones e incluso su recorrido creativo, sea el título de su primera exposición colectiva, abierta en el Canal de Isabel II de Madrid en 1994. Se llamaba Fotografía sin cámara.
Sean Mackaoui, anglo-libanes nacido en Suiza y afincado en Madrid, es parte de la experiencia Manzana Mahou 330. Pero no es la única experiencia abierta al público que salpica el verano de MM330. También han contado entre otros con el chef Marc Roca para enseñar a hacer helados gourmet. Además, la agenda de septiembre incluye talleres de cartoon booming (mezcla de caricatura y espacio) o de cocina conservera —que no conservadora— impartido por Petra Mora.
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