La noche es territorio hostil para los insomnes, como un callejón oscuro para un tipo trajeado, con un maletín lleno de billetes, en un barrio de mala reputación. Cualquier insomne puede describir con los ojos cerrados —una paradoja como cualquier otra— las imperfecciones del techo de su habitación, las costumbres nocturnas de sus vecinos o los sonidos de su piso, desde la puerta que chirría con el viento hasta el parqué que cruje como si acabara de sufrir la pisada de un extraño.
«No puedes morir de insomnio», le dice el médico al protagonista de El club de la lucha. Pero seguramente, en ese espacio infinito que se encierra en cada segundo del despertador, uno agota todas las ovejas que contar y hasta se acuerda de esa frase de David Mamet, «es tan chulo que para dormir las ovejas le cuentan a él», y finalmente acaba pensando en sufrir alguna especie de desmayo liberador. Nada dramático, un par de horas en brazos de Morfeo o cualquier otra entidad de espaldas anchas y mullidas, cualquier divinidad que rime con almohada.
El insomne es una mancha borrosa en cuanto sale el sol. Un tipo que arrastra los pies, que se ausenta continuamente, que oye ecos de conversaciones en las que alguien menciona su nombre. El insomne, simplemente, no está: hombres y mujeres que piensan y viven como búhos y grillos, seres difuminados que asesinarían a cualquiera que se quejara de que solo duerme cinco o seis horas. El mundo de los que no duermen es la demostración de aquella teoría de Hugh Everett de que existen infinitos universos paralelos: uno por cada insomne.
Alguien debería hacer un documental sobre nosotros: los involuntarios miembros de las tribus nocturnas, aunque fuera solo para librarnos del anonimato y sacar del armario nuestro drama diario. En cambio, nos ofrecen drogas con receta que no tumbarían ni a un hámster, con prospectos ridículamente mínimos, cuando todo el mundo sabe que para que un medicamento sea serio debe ir acompañado de un kilométrico prospecto, escrito por el mismísimo Tolstoi, donde se especifican todos los males que acechan al que se atreva a tomarse aquella pócima: más insomnio, cambios súbitos de humor, jaquecas o deseos suicidas. «Si advierte cualquiera de estos síntomas interrumpa inmediatamente el tratamiento y consulte a su médico». Sería más práctico poner en la caja «esta medicina mata», pero por alguna razón la industria farmacéutica se niega a ello.
Por eso, para cualquier socio del club de las noches en vela, supone cierto alivio ver el último documental de Rodney Ascher, autor de Room 237 (aquella locura conspiranoica sobre El resplandor) y empeñado aquí en convertir los terrores nocturnos (la sleep paralysis, en su denominación anglosajona) en una pesadilla mucho peor que el simple hecho de sufrir una pesadilla. Valga la redundancia, como se suele decir.
El núcleo de The Nightmare (La pesadilla) son ocho personas, en distintos lugares de Estados Unidos en Inglaterra, ocho desconocidos que no se conocen entre ellos y cuyo único rasgo común es sufrir esa patología que convierte su cuerpo en un bloque de granito, potencia sus sentidos y les hace vivir las pesadillas más intensas a las que un ser humano puede tener acceso. Al menos eso es lo que dicen ellos y ellas, aunque cualquiera que haya sufrido uno de esos terrores nocturnos podrá dar fe de que se trata de una experiencia poco agradable.
Lo curioso del documental de Ascher no es tanto el análisis del fenómeno (que nadie busque tipos con batas blancas, ni interpretaciones científicas o médicas) sino cómo esas ocho personas sufren alucinaciones casi idénticas: una presencia con apariencia de sombra que se acerca a ellos mientras la parálisis se apodera de su cuerpo. A veces llegan solas, a veces acompañadas de un tipo con sombrero, igualmente oscuro, presuntamente demoniaco. Todos/as explican a cámara como esos seres se cuelan en su habitación para darles un susto de muerte. A veces simplemente les asustan, balbucean en sus oídos lo que parecen ser amenazas; otras les torturan, infligiéndoles dolor físico. Noche tras noche, las víctimas de esta patología se encuentran cara a cara con un temor sin nombre que les afecta de un modo casi grotesco.
Ascher bucea en la tradición de diversas culturas donde esas presencias, los íncubos de los amish, los demonios de la cultura judeocristiana, las sombras de los cultos babilónicos, parecen encontrar un denominador común. Lo hace con inteligencia, encuadrando a sus protagonistas en planos voluntariamente claustrofóbicos y recreando esos sueños del mismo modo que el (buen) cine de terror ha materializado mitos y leyendas desde el principio de los tiempos. El tipo del sombrero, los hombres sombra, el demonio que te susurra al oído que te ha llegado el turno, todos adquieren en manos de Ascher una dimensión de notable relieve.
Entre los sufridos (y sufridas) portadores del mal hay mujeres que han abrazado el catolicismo, otros que no han encontrado el modo de frenar el caos y el terror que les espera en cuanto cierran los ojos y hasta uno que afirma saber que la muerte le espera en una de esas noches y casi espera que la cosa ocurra pronto. Además, el director introduce en el documental (¿?) una idea que parece robada —directamente— del libro de Koji Suzuki, The Ring, y que no aparecía en la adaptación cinematográfica: esta afectación, los terrores nocturnos, es en realidad un virus. Si nunca los has sufrido —dice Ascher— y no has oído hablar de ellos, es probable que ahora que los conoces —porque acabo de contártelos— los sufras también. Como una enfermedad que se transmite oralmente, del mismo modo que el VHS de Suzuki estaba pensado como un virus que, alcanzada su capacidad máxima (infectar a toda la humanidad), llevaría —indefectiblemente— a la extinción. Para ejemplificarlo, el realizador expone los testimonios de parejas y amigos de los afectados que confiesan haber empezado a sufrir la misma clase de visitas en sus sueños, justo después de que estos les hayan contado lo que les acecha en la oscuridad.
Escrito, pergeñado y ejecutado como si fuera una película de horror pero con la inquietante premisa real que se esconde tras el título, Ascher logra su cometido si es que uno se aviene a entrar en el juego que propone. Como en tantos otros experimentos, ya sean cinematográficos o no, la potencia y alcance de los mismos depende de la mirada del observador. Si uno cree a pies juntillas que no hay manipulación alguna en los testimonios que ofrece The Nightmare, es bastante difícil que no sienta la tentación de dormir con la luz encendida. Si uno ya es habitual de los terrores nocturnos y ha sufrido la visita de alguna de esas presencias (a falta de una palabra mejor) que aparecen en el documental, la dimensión del mismo ya será perversa. Para los escépticos, este será otro filme de terror con una excusa simpática y a veces inquietante que se olvida en cuanto se acaba.
Para los insomnes con cierto grado de ingenuidad es un alivio ver que hay cosas mucho peores que no dormir y, aunque solo sea por eso, recomendamos The Nightmare. Ahora bien, si después de verlo una noche algo le visita para susurrarle al oído una amenaza en un lenguaje extraño, no venga por aquí pidiendo explicaciones.
Es francamente inusual que una reseña me provoque al mismo tiempo unas ganas enormes de ver una película y la firme resolución de no verla nunca. Enhorabuena al autor.
Buen artículo. Y creo que tampoco veré el documental.
Justo ayer hablaba de esto con otras personas. De cómo en la parálisis del sueño (no terror nocturno, son cosas distintas) el cuerpo está «apagado», pero la conciencia no del todo, de cómo se siente a una presencia hostil (nunca la he visto) y de que los gritos y movimientos que uno hace para liberarse son acciones soñadas.
Qué buen artículo! Yo que he sido miedosa desde que mi razón empezó a dar señales de vida, no creo que vea esta película mientras pueda. Las pesadillas son algo tremendo, real e irreal a la vez, un reflejo inconsciente de lo que es el ser humano en definitiva. Atroz.
La parálisis del sueño y los terrores nocturnos son cosas distintas.
No he visto el documental, pero por lo que leo han simplificado el trastorno a un solo tipo de experiencia. Da por sentado que todo el mundo que lo padece siempre experimenta la misma situación o parecida, y que la parálisis lleva siempre adjunta una alucinación terrorífica, que no tiene por qué ocurrir.
Considerando los casos en que sí ocurre la experiencia terrorífica, las parálisis son tan variadas como las pesadillas normales. A veces se ven sombras, a veces sólo se nota la presencia, a veces se escuchan cosas, a veces tenemos la sensación real de movimiento… con frecuencia se mezclan varias de estas clasificaciones o sólo se da una de ellas. Por supuesto, hay gente que tiene una experiencia recurrente y gente que no «sueña» dos veces lo mismo. Yo por ejemplo nunca he tenido dos iguales, y las visuales nunca han tratado de sombras humanoides ni nada parecido.
Tenía interés en el documental, pero esa simplificación extrema del trastorno no tiene nada que ver con la realidad. Lo que parece que es cierto es que mucha gente lo sufre en alguna ocasión como un episodio aislado, pero no que se pueda sufrir por el hecho de saber de su existencia.
Yo soy un sufridor de parálisis del sueño. Gracias por descubrirme esta película porque es cierto que tengo la sensación de que si le cuento a algun ser querido lo que me pasa le empezará a pasar a él, ya que yo empecé a sufrirlo des de que, por curiosidad, me pasé una tarde leyendo sobre el tema. Por este motivo no he podido compartir el miedo y la impotencia que siento cuando tengo un episodio de parálisis. Espero que ver la película y oír testimonios de otra gente me consuele un poco.
El documental (si es que lo es) no trata solo de lo comentado en el artículo. Es simplemente que el articulista, con muy buen tino, ha preferido condensar la información para dejarnos a nosotros, los lectores, descubrir la historia más allá de las palabras vertidas en el texto.
Documental (o no) interesante que gustara a los seguidores de Iker Jiménez y a aquellos que no les guste el personaje, ya que ni este ni su esposa aparecen en todo el metraje.
Eso si, el artículo es casi mejor que el documental (o no).