Corría el año 1953. El republicano Eisenhower tomaba posesión como presidente de los Estados Unidos, mientras Francis Crick y James Dewey Watson elucidaban la estructura helicoidal del ADN a partir de unas fotos de Rosalind Franklin que Maurice Wilkins mostró sin permiso a los descubridores del hallazgo más importante de la historia de la biología molecular. Ese año el campeón del mundo Rocky Marciano derrotaba por K.O. en el primer asalto a Joe Walcott, y los entonces Minneapolis Lakers ganaban el anillo de la NBA endosando un rotundo 4 a 1 a los New York Knicks.
Por aquel entonces, Henry Gustav Molaison ya no lograba llevar una vida normal como consecuencia de sus frecuentes y temibles ataques epilépticos.
Henry era un chico normal, de una familia normal, en una ciudad normal. La ciudad de Hartford en Nueva Inglaterra no era un mal sitio para vivir en esos años dorados. Los profusos bosques del estado de Connecticut envolvían la pequeña ciudad, mientras Henry ayudaba a sus padres con la compra, cortaba el césped o rastrillaba las hojas secas de los árboles del jardín, como un chico más de las familias acomodadas del barrio residencial en el que vivía.
Pero las cosas no iban bien desde hacía unos años. Henry daba paseos en su bicicleta por los alrededores de Hartford y de East Hartford, como cualquier niño de nueve años de una pequeña ciudad norteamericana. Pero Henry tuvo una desafortunada caída a esa edad que le dejó cinco minutos inconsciente. A partir de ese momento el joven Henry empezó a padecer crisis epilépticas, al principio leves, aunque con el tiempo se tornaron cada vez más terribles y agresivas. A los dieciséis años los ataques eran dramáticos e incontrolables. Ningún medicamento de la época era capaz de paliar las fuertes convulsiones. En 1953, cuando Henry tenía veintisiete años, ya estaba incapacitado incluso para trabajar. Las crisis eran extraordinariamente severas y frecuentes.
Pero todo cambió ese año.
Fue derivado al hospital de Hartford. A partir de entonces las vidas del doctor William Beecher Scoville y de Henry estarían unidas para siempre. El doctor Scoville, reputado neurocirujano y experto reconocido internacionalmente, decidió practicarle una cirugía experimental en la que extirparía parte de su cerebro.
El diagnóstico del doctor Scoville fue de epilepsia del lóbulo temporal, identificando en esa región el origen de la patología que sufría Henry. El neurocirujano decidió realizar una resecación radical bilateral de los lóbulos temporales mediales, en la que eliminaría el hipocampo, el giro hipocampal, el uncus y la amígdala. Según Scoville, sugirió esta operación por las conocidas capacidades epilépticas del uncus y del complejo hipocampal.
La operación se realizó el 1 de setiembre de 1953 y fue todo un éxito. Tan solo quedaron dos centímetros de su hipocampo, que resultaron atrofiados. Toda la corteza entorrinal, el principal centro de comunicación con el hipocampo, fue también destruida.
Henry no sufrió convulsiones nunca más.
Veinte meses después, Henry fue examinado rutinariamente en el hospital de Hartford. El 26 de abril de 1955, el doctor Karl Pribram sometió al paciente a un examen psicológico. Henry se sentía bien, no había vuelto a tener crisis epilépticas, curiosamente había mejorado en aritmética, y apenas recordaba la operación. Unos minutos después del examen, Pribram volvió a entrar a la habitación. Henry no lo reconoció. Nadie había hablado con él unos minutos antes. Henry seguía teniendo veintisiete años. Seguía siendo 1953.
Henry sufría una profunda amnesia. Alarmado, Scoville decidió recurrir a una segunda opinión profesional. Esa misma noche, los doctores Wilder Penfield y Brenda Milner, de la Universidad McGill en Canadá viajaron en el tren nocturno desde Montreal a Hartford. Ambos realizaron una amplia batería de test psicológicos a Henry. Brenda destacaba su ejemplar comportamiento: «Era un hombre muy gentil, muy paciente y siempre muy dispuesto a realizar las tareas que le ordenábamos, aunque cada vez que me levantaba a pasear por la habitación, me miraba como si nunca me hubiese visto».
La cirugía había eliminado dos terceras partes de su hipocampo.
Ya nunca pudo volver a conocer a nadie. Cada rostro era siempre un nuevo rostro. Cada nombre era siempre un nuevo nombre. Cada lugar era siempre un nuevo lugar. Cada hecho fue siempre un nuevo hecho. No fue consciente de la muerte de sus padres. No era consciente de que había envejecido. No era capaz de reconocer al hombre que le devolvía el espejo. No se reconocía a sí mismo en una fotografía más allá de 1953.
Henry fue sujeto de estudio a partir de entonces. Fue sometido a cientos de pruebas psicológicas, exámenes neurológicos y ensayos científicos. Cada uno de esos test y cada una de estas pruebas fue para él siempre la primera.
La amnesia anterógrada severa que sufría Henry le impedía fijar nuevos recuerdos, aunque sí podía adquirir nuevas habilidades motoras que, por supuesto, olvidaba inmediatamente que había aprendido. Henry era capaz de dibujar una estrella de cinco puntas reflejada en un espejo, podía resolver la compleja tarea de la Torre de Hanói o trazar un mapa bastante detallado de su casa, aunque se mudó de residencia tan solo cinco años después de la operación realizada por Scoville. A Henry le tranquilizaba hacer crucigramas. Resolvía dos crucigramas al día, a veces más. Eso sí, siguiendo en estricto orden la lista de instrucciones y resolviendo solo cuestiones previas al año 1953. Al final de su vida encontraron en una cesta atada a su andador un libro de crucigramas y el bolígrafo que permaneció siempre con él.
Las consecuencias de la ablación bilateral del lóbulo temporal medio del cerebro de Henry fue la primera prueba concluyente de que el hipocampo era la región cerebral implicada en la adquisición de nuevos recuerdos. La amnesia retrógrada graduada temporalmente que presentaba Henry demostró que los recuerdos de la infancia no se almacenan, al menos exclusivamente, en el lóbulo temporal medial.
Henry ayudó involuntariamente a los neurólogos y neurocientíficos de todo el mundo a identificar y comprender las estructuras cerebrales implicadas en la adquisición de nueva información.
Pero Henry seguía siendo un tipo normal. La doctora Milner lo sorprendió una vez sentado en una esquina, ruborizado y murmurando que no pensaba que él fuera interesante y que se quería ir a su casa.
En 1980, con cincuenta y cuatro años, se trasladó definitivamente a la residencia de Windsor Locks, también en Connecticut, donde siguió siendo estudiado y analizado durante los siguientes veintiocho años.
Henry murió el 2 de diciembre de 2008 en Windsor Locks, a la edad de ochenta y dos años. Murió un martes por la tarde a las 17:05 horas. Suzanne Corkin, investigadora del Massachusetts Institute of Technology, pasó varias décadas de su vida estudiando a Henry. Como la veía muy habitualmente, él pensaba que era una compañera del colegio. Suzanne certificó su muerte por insuficiencia respiratoria. Ese mismo martes, la doctora Corkin y su equipo científico trabajaron durante toda la tarde y toda la noche para analizar el cerebro de Henry. Lo analizaron por resonancia magnética, obteniendo multitud de exhaustivas imágenes e información anatómica. El cerebro de Henry fue fotografiado pormernorizadamente, extraído y fijado en formalina para su análisis.
Una vez procesado, el cerebro fue enviado a la Universidad de San Diego, donde fue diseccionado un año después por el equipo del doctor Jacopo Annese, director de The Brain Observatory, y retransmitido por streaming. Durante cincuenta y tres horas ininterrumpidas se realizaron miles de secciones histológicas de unas setenta micras de grosor, de las cuales se seleccionaron dos mil cuatrocientas una para su estudio detallado. De todas ellas, tan solo dos se mostraron claramente dañadas. A partir de las imágenes obtenidas, se ha conseguido construir un mapa tridimensional del cerebro de Henry, a disposición de todos los neurocientíficos del planeta. La reconstrucción virtual del cerebro de Henry tan solo arrojó una pequeña lesión en el córtex orbitofrontal izquierdo.
De esta forma, Henry se convirtió en el individuo más estudiado en la historia de la neurología. En el campo siempre se le conoció como el paciente H.M., y no se reveló su identidad hasta después de su muerte.
Pero murió solo y sin recuerdos. Tal vez murió con la mayor de las soledades del ser humano, que es la de no recordarse ni siquiera a sí mismo. Henry murió a los veintisiete años. No tuvo hijos.
Aunque consiguió mantener un nuevo recuerdo que sí fue capaz de fijar. Supo que el hombre había llegado a la luna. Tal vez fue por su afición a los cohetes espaciales, tal vez por cierta actividad residual de su maltrecho hipocampo, o tal vez porque todavía no hemos alcanzado a comprender la profunda complejidad que esconde nuestro cerebro.
Acabo de leer el articulo y tengo los pelos de punta.
Sensacional.
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Según empezaba a leer el artículo y leo lo de la extirpación de los dos hipocampo, amígdala…, me dije que barbaridad!!!! No conocía el caso. Muy interesante. En la misma línea está Phineas Cage, otro hombre con una lesión cerebral muy famoso en la neuro psicología. Oliver Schaks tiene otra buena colección de historias increíbles de ese tipo. Otro ejemplo tremendo de barbaridades médicas es la historia del premio Nobel, Dr. Itard. Enhorabuena por el artículo.
Que casualidad! Justo acabo de leer su historia como parte de un libro llamado «The power of habit» y de cómo el estudio de su cerebro ha ayudado al conocimiento moderno de la ciencia. Impresionante.
Simplemente precioso, gracias por contar la parte humana de esta impactante historia. Muchas veces los profesionales sólo nos centramos en los datos, las áreas dañadas, los déficits causados… Y nos olvidamos de las personas, que son realmente lo importante. Gracias.
Interesante artículo, el final me puso los pelos de punta. Gracias