César toma café en el centro de la historia. Piensa en su pasado de niño en el Perú de principios del siglo XX. ¿Se puede trascender la oscuridad de una habitación repleta de hermanos y convertirse en una de las voces más profundas y comprometidas de las letras contemporáneas? César Vallejo, el poeta, se sienta frente a la ventana; el silencio que han dejado las piezas después de tanto y tan tumultuoso tiempo se vuelve sonoro:
Enfrente a la Comedia Francesa, está el Café
de la Regencia; en él hay una pieza
recóndita, con una butaca y una mesa.
Cuando entro, el polvo inmóvil se ha puesto ya de pie.
El polvo inmóvil. Ahora nadie juega. Solo los poetas se sientan a soñar. Pero hubo un tiempo en que el ajedrez reinaba sobre esas mesas recónditas, sobre esas butacas, muertas, enterradas tras el paso de la Gran Guerra. El poeta avanza en su idea:
Entre mis labios hechos de jebe, la pavesa
de un cigarrillo humea, y en el humo se ve
dos humos intensivos, el tórax del Café,
y en el tórax, un óxido profundo de tristeza.
César está en Paris en 1921 y el antiguo Café de la Régence, el clásico, el que vio al invencible Paul Morphy y al carismático Howard Staunton o al Adolf Anderssen de La Inmortal, ya no existe. Pero doscientos años atrás, la ilustración francesa está en su apogeo y en las mesas del café, donde jugar al ajedrez era pura pasión desenfrenada, se sientan a jugar el embajador americano, un tal Benjamin Franklin, el enciclopedista Denis Diderot o el filósofo Jean Jaques Rousseau y, sobre todo, François-André Danican Philidor, músico exquisito de la corte francesa y uno de los primeros tratadistas modernos del juego, autor del célebre dictum: «los peones son el alma del ajedrez».
En los años veinte de la posguerra, el poeta, ajeno tal vez a esta historia, prosigue su soneto de tiempo y hojas mustias:
Importa que el otoño se injerte en los otoños,
importa que el otoño se integre de retoños,
la nube, de semestres; de pómulos, la arruga.
La ilustración marca el punto de inflexión que vio nacer a la ciencia como empresa humana. El conocimiento empezó a depender de las observaciones sistemáticas, de la colección de datos, de la hipótesis, de la experimentación y de la refutación. El ajedrez responde a estas cualidades y Philidor le dio ese impulso sistemático, de acuerdo a esos tiempos ilustrados. Y mientras trata a los peones como hogar del alma, se apresta a realizar una hazaña que pocos han visto anteriormente y que despierta una admiración sin límites en las crónicas de su tiempo: jugará con los ojos vendados dos partidas simultáneas.
¿Cómo lo hace? La cuestión de la memoria siempre ha fascinado a la gente. Hubo un tiempo en que los grandes memoristas tenían sus propios espectáculos; se subían a un escenario y desafiaban al público con hechos increíbles, memorizando libros enteros, listas interminables de números sin sentido o palabras escogidas al azar. La mayoría de ellos utilizaban técnicas parecidas para poder hacerlo, basadas en trucos mnemotécnicos como las célebres rutas y palacios de memoria. Solo requiere un poco de entrenamiento. En la ruta se utiliza un camino familiar con imágenes que vemos todos los días, por ejemplo el camino de casa al trabajo. Se divide el camino en estaciones con la que se tiene mucha familiaridad: una esquina, una rotonda, un semáforo, una casa singular, etc. Ahora, para comenzar a memorizar una lista, se visualiza cada palabra en cada una de estas estaciones. Por ejemplo, la palabra «tiburón» se podría recordar como un tiburón gigante que se ha escapado de la película Sharknado en la esquina de casa (¿cómo olvidarlo?) o la palabra «pérfido» como un hombre «perdido» con malas pintas en medio de la rotonda, y así se van colocando los términos de la lista uno a uno en posiciones o situaciones singulares, que resultarán imposibles de olvidar. Con el palacio de memoria la estrategia es parecida, pero en lugar de un camino, el memorista construye el palacio mental, lleno de estancias contiguas en donde se coloca cada término: el tiburón en la sala de estar y el pérfido bandido en la cocina con un hacha. La cuestión esencial es dotar a cada ítem de un sentido relacional que tenga algún tipo de lógica interna en la ruta o dentro de las estancias del palacio.
Los jugadores de ajedrez tienen una memoria prodigiosa para el ajedrez. Algunos también la tienen para otras cuestiones, pero esa no es la regla general. Lo que sí sucede con todos los ajedrecistas expertos es que pueden recordar las partidas que han jugado con gran exactitud (aunque hayan sido jugadas muchos años atrás). Es normal que un maestro de ajedrez diga cosas como esta: «peón a g4 es una jugada que hice en el torneo X hace quince años contra el GM Y, porque se la había visto jugar al GM Z en una posición similar en el torneo de candidatos de 1970».
La memoria del jugador es como la memoria de un experto en cualquier disciplina. Es notorio que un jugador de fútbol como Maradona se acuerde de todos los goles que metió en competición, de sus detalles, de lo que hizo la pelota, de lo que él hizo con ella, de lo que hicieron (o no pudieron hacer) los defensas. No debiera resultar extraño que un jugador experto de ajedrez se acuerde también de todos los detalles de sus partidas. Lo que sí merece un capítulo aparte es la habilidad para jugar sin ver el tablero, especialmente múltiples partidas al mismo tiempo (la mayoría de los maestros pueden hacerlo de forma rutinaria). Si Philidor asombró a sus contemporáneos jugando dos (solo), dos siglos después, el GM Miguel Najdorf pondría el listón muy alto jugando cuarenta y cinco partidas al mismo tiempo sin mirar los tableros. Ha habido diversos estudios académicos que han intentado arrojar luz sobre este proceso, en especial los liderados por el psicólogo y ajedrecista Pertti Saariluoma. En pocas palabras, lo que hace el experto es construir imágenes complejas y abstractas dentro de su mente: no solo se acuerda de la pieza en su casilla sino que, lo que es más importante, sabe relacionar las piezas y las casillas de manera lógica disparando un campo semántico de significados ajedrecísticos.
Estas explicaciones son interesantes, pero creo que falta algo; precisamente, la posibilidad de que el ajedrecista experto forme un palacio de memoria dentro de su mente. En ese palacio, que el ajedrecista ha interiorizado hasta tal punto que no es consciente de su existencia, habría habitaciones cambiantes en formas y tamaño, configuradas por casillas que se relacionan de modos diferentes pero de manera lógica e histórica, uniendo el conocimiento general que el jugador experto tiene de partidas anteriores con la propia dinámica del juego. El jugador entonces retiene en la mente, en su palacio de memoria, la imagen de la posición e imagina, como lo hace cuando está jugando normalmente, las posibles variantes; por eso puede jugar sin mirar el tablero.
Esas imágenes complejas serían las estancias que cambian dentro de un palacio dinámico, hechas de casillas y habitadas por piezas y peones con ansias de jugar, como un cuadro de Escher metamorfoseándose sin fin. Entonces, la partida de ajedrez se podría considerar como un paseo por el palacio, un paseo que, al desviarse de los cientos de paseos que se han recorrido previamente, se recuerda con facilidad. Por ejemplo, los peones blancos en e4 y d4 frente a los peones negros en d6 y e5 disparan conceptos ajedrecísticos como estos: centro móvil, defensa moderna, cerrar o no cerrar el centro, ¿romperán las negras por f5 o por c5? ¿romperán las blancas primero por f4? Este conjunto de significados son suficientes para cimentar el recuerdo de la posición de los peones centrales y los posibles planes a llevar a cabo; es un proceso automático, fruto de la capacidad experta del jugador: en su palacio de memoria de sesenta y cuatro casillas, la sala principal del centro del tablero está ahora habitada por peones en casillas lógicas que disparan recuerdos ajedrecísticos plenos de significados. El maestro sabrá entonces la sencillez del cómo y el cuándo asestar el golpe fulminante.
El ajedrecista, al cerrar los ojos, focaliza su atención en problemas de «vida o muerte» como la casilla débil, el peón pasado, el rey desprotegido, la torre colgada o el caballo clavado. Más de uno se vio abocado a la extenuación por la amenaza del jaque doble o por una dama atacada por rayos X detrás de unos peones que al final desaparecerán. Perseguido por fantasmas inexistentes, amenazas a su casilla débil, a su rey desnudo, el ajedrecista se obsesiona y, en ocasiones, enloquece. ¿Y qué hay en la vida más allá de la locura por una obsesión cierta?
El poeta, en su mundo, finaliza su poema, ensalzando la locura de la poesía, del arte, de la vida, la poesía como pura memoria. Todo está relacionado, hasta el ajedrez con los tiburones blancos y el gran César Vallejo que nunca se sintió vencido ni aun vencido:
Importa oler a loco postulando
¡qué cálida es la nieve, qué fugaz la tortuga,
el cómo qué sencillo, qué fulminante el cuándo!
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En memoria de todo ello. buenas fotografías.
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Gracias Diego R. Hermosa entrega. Un texto cargado de referencias que nos invita a volar. Leído tres veces por puro placer.
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