Todos los artículos sobre Hiroshima empiezan más o menos de la misma manera: «A las 8:15 de la mañana del día 6 de agosto de 1945, el Enola Gay lanzó sobre Japón una bomba nuclear llamada Little Boy. El avión, un B-52, voló seis horas hasta encontrar su objetivo. La explosión, a seiscientos metros de la superficie, creó una bola de fuego que llegó al medio kilómetro de diámetro. Más de ochenta mil personas murieron como consecuencia inmediata de la explosión». Luego ahondan en los detalles, en el error de los pilotos, que acabaron lanzando la primera bomba atómica de la historia unos quinientos metros fuera del objetivo (un puente), en el recibimiento de la tripulación de vuelta a Estados Unidos (todos ellos fueron condecorados) y en el lanzamiento (tres días después) de otra bomba, la de Nagasaki.
Algunos explican la historia de Claude Eatherly, el piloto del Straigh Flush, un avión de apoyo a la misión de Hiroshima, que rechazó los parabienes del Gobierno y acabó en un manicomio después empezar a cometer pequeños hurtos, cuyo botín enviaba a organizaciones humanitarias de Hiroshima, y de su intento de suicidio posterior. Eatherly, un tipo que comprendió enseguida la magnitud del hongo que se levantaba sobre la ciudad japonesa, fue uno de los pocos que se atrevió a cuestionar la decisión de Estados Unidos. El acierto táctico del alto mando del país fue incuestionable y el miedo se extendió como una tormenta de arena entre los japoneses pero —cabe recordar— el emperador Hirohito se negó a rendirse y ordenó a sus tropas luchar hasta el final incluso después del ataque a Hiroshima. Las previsiones más optimistas del ejército estadounidense en una invasión terrestre de Japón rondaban un mínimo de doscientas mil víctimas, y con la guerra en el continente aún fresca se hace impensable barruntar (en términos bélicos, obviamente) otra solución que no fuera el martillazo definitivo, especialmente si el presidente quería seguir siendo presidenciable. De la misma manera que se puede argumentar que el lanzamiento de Little Boy era imparable, ya que se habían invertido montañas de tiempo y dinero en la construcción de la bomba definitiva y la guerra en el Pacífico amenazaba con eternizarse, no puede decirse lo mismo de Nagasaki. La segunda bomba, llamada Fat Man, es difícil de digerir y aunque algunos historiadores especulen sobre el hecho de que el emperador estaba dispuesto a todo, otros afirman que si se hubiera esperado una semana más, la rendición hubiera sido un hecho.
Sin embargo, y aunque nadie hablara aún de guerra fría, es bastante obvio que la segunda bomba atómica era más un mensaje que un acto de destrucción (aunque acabara siendo ambas cosas). El mensaje, alto y claro, le decía a Stalin que Estados Unidos tenía la capacidad de aplastarle. Con el ejército soviético a la greña por Manchuria y Europa aún convulsionándose, el eufemismo de «los aliados» se había esfumado rápidamente y Estados Unidos planeó desde el principio asestar el golpe definitivo y conseguir intimidar a todos sus enemigos a lo largo y ancho del mundo.
Nagasaki, que curiosamente siempre pareció ninguneada a efectos históricos, encajó un impacto aún mayor que el de Hiroshima. Su población había sufrido algún bombardeo residual pero había vivido en paz relativa y entre la población civil se esperaba que el país se rindiera sin más dilación. En Nagasaki, eminentemente industrial, murieron más de setenta y cinco mil personas, y hasta se acuñó un término para definir a los afectados por la explosión: los hikabusha. La escritora estadounidense Susan Southard cuenta en la reciente Life After Nuclear War la brutal odisea de cinco adolescentes que el 9 de agosto de 1945 vivían en la ciudad portuaria y efectúa la mejor disección que jamás hemos leído sobre la manipulación mediática que sufrieron ambos países y las reacciones a un acto de violencia extrema disfrazado de necesidad vital.
Estos días se cumple el 70 aniversario del lanzamiento de Little Boy y Fat Man. Las bombas atómicas, creadas por el Proyecto Manhattan, se diferenciaban por el tratamiento del uranio que contenían y siguen siendo (esperemos que por mucho tiempo) las únicas ocasiones en que se han utilizado en un conflicto bélico. Para conmemorarlo (aunque quizás no sea esa la mejor palabra), DeBolsillo edita Pies descalzos, la memorable obra del japonés Keiji Nakazawa, quien creció en la Hiroshima desolada por el demonio nuclear y años después plasmó en papel la experiencia de un niño obligado a vivir en una montaña de cenizas. Art Spiegelman cuenta en el prólogo que no hay nada políticamente correcto en la obra de Nakazawa, simplemente el testimonio crudo de uno de los momentos más crueles de la historia de la humanidad. Dice también Spiegelman que nada como la concreción y la capacidad de síntesis de la novela gráfica para explicar sin rodeos cómo se finiquita la civilización con un par de bombarderos. La editorial Debate hace lo propio lanzando (de nuevo) Hiroshima, el clásico de John Hersey, periodista estadounidense que fue uno de los primeros testigos directos de la destrucción masiva causada por la bomba atómica. Su relato, publicado primero por la revista New Yorker en 1946, se convirtió en el mejor testimonio de uno de los episodios más oscuros de la historia de la humanidad y sus entrevistas con seis supervivientes siguen siendo consideradas uno de los mejores ejemplos de la brillantez del periodismo militante cuando se ejerce sin barreras.
Es curioso que setenta años después puedan contarse en el mundo unos dieciséis mil misiles nucleares. Cada uno de ellos apunta a un lugar concreto, difícil decir quién apunta a quién, pero fácil llegar a la conclusión de que en un conflicto global no se salvaría nadie que no dispusiera de un protector solar quinientos mil. Tampoco es muy difícil sostener que no aprendimos la lección de Hiroshima y Nagasaki, por mucho que nos empeñemos en recordarlo. Del mismo modo que no se aprendió nada de Auschwitz o de Ruanda, la destrucción de Japón solo sirve como recordatorio de que al final todo se acaba olvidando. Hace solo unas horas el Gobierno japonés pedía públicamente permiso para volver a rearmarse (algo a lo que renunciaron en el tratado de rendición firmado tras Little Boy y Fat Man) lo que da una idea del poco tacto de sus integrantes y del nulo sentido del timing de los mismos, cuando en televisión no paran de aparecer imágenes de los B-52, del hongo y de súbditos nipones corriendo, desnudos, con la piel abrasada, huyendo del infierno. Tal ha sido la polvareda, que ha tenido que comparecer el primer ministro para aclarar que pedirán también la eliminación de los arsenales nucleares, un deseo tan noble como inalcanzable.
En 1945 solo los Estados Unidos de América tenían la capacidad de lanzar una bomba atómica. Hoy hay como mínimo ocho países (sin incluir a Israel, que —obviamente— es el noveno) que tienen armas nucleares. Al menos tres de ellos son potencialmente inestables y uno es Corea del Norte. De la misma forma que las armas químicas usadas por Estados Unidos contra la población civil en Vietnam e Indochina, o las que usaría después (de manos de los propios estadounidenses, que también las exportaban) Saddam Hussein contra los kurdos, no eliminaron del mapa este tipo de guerra, las consecuencias del lanzamiento de la bomba atómica en la Segunda Guerra Mundial fueron, simplemente, una rápida escalada bélica que culminó con el inicio de la guerra fría, la creación del telón de acero (escenificado con el muro de Berlín) y la llegada de nuevas potencias nucleares, con cada vez menos control sobre sus respectivos arsenales. El desmantelamiento de la Unión Soviética conllevó la dispersión de muchas de estas armas, algunas de las cuales siguen en paradero desconocido. Así que cuando uno ve las aterradoras imágenes del fuego y el humo que se elevan hasta la troposfera no piensa que es cosa del pasado, un recuerdo de una época confusa donde el mundo decidió que la guerra era la mejor opción: cuando uno ve ese tubo inconfundible rematado con una nube ovalada se pregunta cuánto tardaremos en volver a contemplar esa imagen y cuál será, esta vez, la excusa. En ese, como en tantos otros asuntos, hace años que la humanidad perdió la guerra.
Pingback: ¿Aprendimos algo de Hiroshima?
B52 no, B29. De acuerdo con el mensaje general, pero con respecto a lo de que hay armas nucleares, estás de coña, no? Ninguna potencia nuclear va a perder un arma nuclear de ninguna de las maneras (o al menos, perderla de tal forma que caiga en otras manos «no fiables»). Se hablaba mucho de Rusia y tal, pero que quieres que te diga: si Rusia pierde una cabeza, las posibilidades de que explote en Moscú son iguales a que explote en Washington. Así que con eso NADIE se arriesga.
Lo de Hiroshima y Nagasaki fue trágico y descorazonador, pero no fue ni mucho menos la mayor masacre de civiles indiscriminada que se produjo en esa guerra.
Ciudades mucho más grandes repletas de civiles fueron arrasadas con armas convencionales igualmente cruentas (bombas de fósforo) causándose más vícitmas, por no hablar de las masacres de civiles, por millones, en China y Rusia especialmente.
Evidentemente el poder simbólico e impacto histórico de la bomba atómica fue mayor, pero dudo que eso a los millones de muertos les importe, aunque es entendible que a los vivos sí…
Yo niego la mayor. Esta sobradamente documentado que los japonesas querían negociar la paz y que los americanos lo sabían. Pero los EE.UU querían una rendición incondicional y los militares probar su juguetito.
¿Podriamos ver referencias de esa documentacion tan abundante?
Hay bastante información sobre el asunto, la mayoría de ella respaldada por documentos oficiales estadounidenses. Esta es una muestra:
http://www.pcf.city.hiroshima.jp/virtual/VirtualMuseum_e/visit_e/vist_fr_e.html
Pensaba que el enlace que acabo de poner era directo, pero no. La información está en «Let’s look at the displays. East Building. Exhibit Order. The Atomic Bomb. A closer look at…».
No sólo los americanos, los aliados en pleno (URSS incluida) habían firmado que nada de paces por separado y nada de rendiciones no incondicionales. No querían repetir la monserga de la Primera Guerra Mundial con el mito de la «puñalada por la espalda».
Es verdad. Lo de «el emperador Hirohito se negó a rendirse y ordenó a sus tropas luchar hasta el final» es una simplificación tan poco acertada como lo de que las bombas «se diferenciaban por el tratamiento del uranio que contenían» (la segunda no contenía uranio, sino plutonio). Se ve que el artículo está escrito muy apresuradamente.
Lo que no parecemos haber aprendido es que no fue la bomba atómica la que derrotó a Japón, error el cual nos sentencia a volver a cometer aquel otro error al no haber sacado las conclusiones acertadas.
foreignpolicy.com/2013/05/30/the-bomb-didnt-beat-japan-stalin-did/
¡Joder con el mensaje!
El avión era un Boeing B-29 y no un B-52.
Hay un error no es hikabusha sino hibakusha https://es.wikipedia.org/wiki/Hibakusha
Siempre se podía haber invadido las principales a sangre y fuego. Como se había hecho el resto de la campaña del Pacífico. Que hubieran muerto decenas de miles de marines? Pues nada cartita a sus familias listo.
Que las bajas japonesas hubieran sido incontables? Pues también. El caso es juzgar esto desde un sofá. Si te pones en la piel del que tomó la decisión después de cuatro años de guerra y de ver miles y miles de ataúdes llenos de tus jóvenes a lo mejor la cosa cambia…..
Hombreeeee, «el testimonio crudo de uno de los momentos más crueles de la historia de la humanidad», se te ha ido la mano, no?
Podríamos hablar de: 25 millones de judíos exterminados, el gulag, un tercio de la población masacrada por los jemeres rojos en Camboya, los tristemente famosos 100 Millones de muertos del comunismo, el genocidio de Ruanda….
Pero no: «De la misma forma que las armas químicas usadas por Estados Unidos contra la población civil en Vietnam e Indochina, o las que usaría después (de manos de los propios estadounidenses, que también las exportaban) Saddam Hussein contra los kurdos, »
Yankies go home, malos, fachas!
De pena…
Algunos errores que se cometen en el artículo:
– «Con el ejército soviético a la greña por Manchuria y Europa aún convulsionándose…»: Lanzamiento de las bombas: 6 y 9 de Agosto. Declaración de guerra soviética a Japón: 8 de Agosto. El lanzamiento de las bombas es anterior al ataque soviético (que además estaba coordinado y preestablecido con los aliados desde la cumbre de Teherán) y sólo una posterior a la declaración de guerra, pero con tan poco tiempo entre medias como para hacer imposible la reacción diplomática.
– «El acierto táctico del alto mando del país fue incuestionable y el miedo se extendió como una tormenta de arena entre los japoneses pero —cabe recordar— el emperador Hirohito se negó a rendirse y ordenó a sus tropas luchar hasta el final incluso después del ataque a Hiroshima»: Los japoneses ya habían iniciado previamente contactos para una negociación de paz empleando a los soviéticos como intermediarios que no fructificaron precisamente porque se requería una rendición incondicional y los japoneses se negaban a aceptarla si eso significaba perder a su emperador. Por tanto, la arenga de Hirohito estaría al mismo nivel que las afirmaciones de Saddam Hussein en la segunda guerra del golfo sobre llenar las arenas del desierto de tumbas americanas: Una bravata para consumo interno. El miedo no se extendió especialmente, recordemos que ya venían sufriendo bombardeos terribles y que por ejemplo en Tokio no hacía tanto que habían muerto más de 100.000 personas en uno de ellos. (https://www.washingtonpost.com/opinions/five-myths-about-the-atomic-bomb/2015/07/31/32dbc15c-3620-11e5-b673-1df005a0fb28_story.html?postshare=6181438780461900 y https://en.wikipedia.org/wiki/Bombing_of_Tokyo)
Se habla mucho de «revisionismo» en los diferentes aspectos de esta historia, pero tampoco conviene olvidar que cuando la historia la escriben los vencedores, suelen presentar los hechos de la manera con que mejor se justifican sus acciones.
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