Me he enamorado de un elefante. Muchos años antes me sucedió lo mismo con un oso, un perro lobo, una pantera, un mono y hasta un caballo. Eran entrañables, afectuosos, a veces salvajes, pero siempre amistosos. De forma incondicional. Sin atisbos de egoísmo, de acaparamiento o resentimiento. Sin esperar nada a cambio, lo cual no deja de ser difícil.
Mi elefante, al que me he rendido a una edad que se podría decir ya adulta, se llama Eo. Es asiático y apareció en Mérida, a la orilla del río Guadiana. Fue creado por el cineasta, músico y ahora escritor Luis Cerezo (Barcelona, 1969) y habita en las páginas de la que es su primera novela, del mismo nombre que el proboscídeo. Es un personaje que entre tanto pusilánime no debería pasar desapercibido. Porque una se queda tan colada como el chaval que le descubre, Pedro, un chico enclenque, miedoso, el que se lleva todas las collejas de sus compañeros de clase y que no vive en el mejor de los mundos posibles: su madre, separada —el padre se fue—, trabaja a destajo en un restaurante y llena la casa de pósits para que su hijo, que apenas llega a los diez años, se prepare la comida y no se acueste demasiado tarde. «CARIÑO, TIENES ZUMO Y GALLETAS DE CHOCOLATE, QUE TENGAS UN BUEN DÍA, TE QUIERE, MAMÁ».
Cerezo, que según los datos que aparecen en su página web, es un hombre que ha tocado casi todos los palos artísticos (batería a los quince años, boxeador, fundador de CineLibre, una plataforma de producción inspirada en el cine de guerrilla), ha escrito un libro magistral. De los que te lees sin pestañear y sin apagar la luz de la habitación a las tantas de la noche. Por varias razones: narra la amistad entre un crío y un animal —que no es un perrito ni un gatito— sin caer en la cursilería y ni siquiera en el drama. Transmite fuerza e intensidad, y, sin ser moralista —cada cual que vea la feria como mejor le venga—, ahí están todos los valores (los que también me enseñaron los otros animales de los que me enamoré) que poco a poco nos vamos dejando por el camino con nuestra mirada de adultos resabiados que, sin embargo, no tenemos ni idea de nada y ya casi ni sabemos relacionarnos.
Veo una imagen de Cerezo y aparece con un parche a lo pirata. Luego me entero de que tuvo un trastorno ocular no detectado hasta los diez años. Hay guiños en la novela hacia un personaje que podría ser un trasunto de él mismo de niño. Entonces me acuerdo de la tan traída frase de Rilke, «la patria es nuestra infancia» y quiero imaginar que en estas páginas, el escritor ha depositado parte de aquella época para, sin obviar que también se pasa mal, que más de uno hemos recibido nuestras respectivas collejas, que no hemos crecido entre algodones, ahí es donde nos forjamos como quienes seremos después. Y qué bueno que aparezca ese elefante —no sé si Cerezo tendrá el suyo particular— para hacernos creer que la amistad verdadera puede existir. Y que sí, que el mundo está lleno de hijos de puta pero siempre hay algún resquicio por donde se cuela la generosidad. Alivio.
Por supuesto, Eo, ese grandullón, al fin y al cabo es una metáfora que le sirve a Cerezo para narrar una trama que en sí es bastante cruda. Imaginen a un chico solitario, sin amigos, que apenas ve a su madre. Un niño de los que cuando yo tenía su edad, finales de los ochenta, ya se les empezaba a llamar «los niños llave» porque iban con las llaves de su casa colgadas al cuello, ya que sus padres trabajaban, o empezaban los divorcios y no había nadie en casa para cuidarles. A mí me daban cierta envidia porque pensaba que podían hacer lo que querían. Mucho más tarde me di cuenta de que yo nunca necesité un perro o un gato. Y menos, un elefante. Yo pasé lo mío —adolescencias jodidas hemos tenido todos— pero el patio de la infancia permanece, con sus sombritas, en estado correcto.
El escritor continúa el relato mostrándonos a un Pedro algo mentiroso, porque de alguna manera hay que sobrevivir y protegerse, pero infinitamente más lúcido que cualquiera de los adultos que pueblan la novela. Quizá es un tópico, pero es verdad. Pedro no está manchado por el egoísmo, el interés o la violencia que podemos ejercer sobre el otro. Cuidado que tampoco aquí todos los niños son inmaculados. Están los pandilleros de siempre, los matones del futuro que nunca vienen solos, por cierto. Un matón necesita rodearse de los que le ríen las gracias porque si no no sería capaz de casi nada. Ya lo vemos en las más recientes noticias sobre bullying escolar. Cuatro-cinco contra uno. Y mierda para cada uno, decíamos antes. Pero no, la mierda al final se la come uno solito. Y el cole mirando para otro lado. Y el papá y la mamá trabajando. Y aquí no ha pasado nada. Ay, menos mal que aparece el elefante.
Los adultos están a otra historia en esta historia. Y lo vemos cuando Eo entra en la ciudad y, asustado, comienza a enfrentarse con todo lo que pilla a su paso. Llegan entonces las fuerzas de seguridad que, sin miramientos, querrán matar al animal. Y llegan los periodistas buscando carnaza, romper el share, que la foto del elefante sea la más tuiteada y viralizada. Periodismo del bueno. #elefanteasesino sé viral y serás el rey del mundo. Con un jodido elefante masacrado y a poder ser con varios cadáveres humanos aplastados y con las tripas desparramadas por la calle. Márcate un total con eso, hombre.
Los adultos, desde luego, no tenemos ni puñetera idea.
Lo irónico es que ya lo sabíamos. Porque somos unos adultos que esta historia ya la habíamos visto o leído antes. Ha sido precisamente con Eo cuando he recordado a mis otros amores animales: a Baloo, a Bagheera, a Colmillo Blanco, a la mona Chita y el caballo de Pipi Calzaslargas. Ya nos habíamos dado cuenta de que, aunque somos una especie inteligentísima, a veces se nos olvidan las cosas, sacamos a nuestro Hobbes interior, disparamos en todas direcciones y el último que arree.
Rudyard Kipling escribió El libro de la selva en 1894 aunque a la gran mayoría nos llegó la versión disneyficada de la película de 1967. Si bien Disney, como con todo lo que toca, tiende a dulcificar, a purgar la historia y dejarlo casi todo convertido en un nido de hombres blancos y bonachones —con un malo muy exagerado, caricaturesco y que ya volverá al redil—, en esta versión fílmica permanece la amistad entre el oso Baloo y Mowgli que ya expusiera Kypling. Vale, cierto es que el británico fue un defensor de lo occidental frente a todo lo demás y también de esos valores de la raza blanca —hoy sería tachado de racista—, pero sin ser una purista quisquillosa, si no se nos ha olvidado esa relación entre el oso y el niño humano, al que también ayuda la pantera Bagheera, es porque ahí había algo sano, algo que necesita ser salvado y recordado. Y, de nuevo, es un niño el que sale de la aldea de los humanos (Kypling narró una escena bastante cruel en la que unos padres pierden a su bebé huyendo del terrible tigre Shere Khan, mientras que en la película el crío aparece en una barcaza naufragada) para aprender lo que es la vida en una manada de lobos y siguiendo las directrices del maestro Baloo (no, en la novela no es tan bonachón como en el filme).
Más cercano a mi elefante se encuentra el perro lobo Colmillo Blanco. Otro personaje mítico creado por Jack London en 1906. También hubo una versión cinematográfica en 1991 dirigida por Randal Kleiser y protagonizada por un aún casi imberbe Ethan Hawke. En este caso, la película es bastante más naif que la novela, ya que se limita a resaltar la amistad entre el chico y el perro lobo. London, por su parte, que dijo más tarde haber estado influenciado por las ideas de Marx y Nietzsche cuando escribió el libro, se esfuerza por documentar lo difícil que es abrirse camino en este mundo en el que, sí, existe la lucha de clases, y la ambición del superhombre y pre-Hitleres que no dudarían en haber creado cámaras de gas si por entonces se hubiera inventado el Ziklon B. Colmillo Blanco lo tiene complicado desde su infancia en un campamento indígena de Canadá donde la manada de lobos lo ve como un perro (el diferente, el tipo al que dan collejas). El acoso continuo lo convertirá en un perro adulto solitario y embriagado de sangre (esta historia le sonará a más de un psicólogo). Se verá envuelto en varias peleas, acabará destrozado y finalmente domesticado por un buscador de oro. London parece contarnos una historia llena de personajes despreciables, convirtiendo este planeta en una especie de valle de lágrimas donde the winner takes all, pero al final da rienda suelta a la redención. Colmillo Blanco sobrevive y acaba tumbado al sol con otra perra y sus cachorros. Happy end. Podemos soñar con un mundo mejor.
Tras la publicación de esta novela, Jack London fue tachado de naturalista y de falseador de las leyes naturales. Al fin y al cabo, sigue una línea bastante roussoniana y con cierta tendencia a las teorías del Buen Salvaje, tan ilustradas. También es un proceso que camina hacia lo civilizado. Esta crítica, sin duda, ha seguido hasta nuestros días. Puede que, en parte, gracias a los esfuerzos de naturalistas ingenuos, pero sobre todo a los que han sublimado el reino animal hacia lo naif. Pero, London, como ocurría con Kypling, como hace el propio Cerezo con Eo, no humaniza al animal. Al contrario, sigue sus instintos, la emoción, la pura pasión. Y eso es lo que marca su nobleza. Son animales que matarán por comer, por sobrevivir, por protegerse. Como señaló, para su desesperación, London en 1908, «lo hice para martillar en el entendimiento humano promedio que mis perros-héroes no estaban guiados por razonamiento abstracto, sino por instinto, sensación y emoción, así como razonamiento simple».
Ahora bien, para naturista mayor, no dulcificada, Astrid Lindgren y su Pippi Calzaslargas, con su caballo con lunares y su mono tití. Publicado el primer libro en 1945, pronto se convirtió en un superventas, aunque la niña sueca cobró relevancia mundial con la serie de televisión de 1969, cuyos guiones estaban escritos por Lindgren. Pipi era la niña que todos queríamos ser porque vivía sola en su cabaña con sus animales. Y porque la veíamos con una sonrisa eterna. Y porque era una rebelde que hacía lo que venía en gana con una fuerza descomunal. Y porque era un niña (sí, la cuestión de género también tiene su importancia). De nuevo, es el cuento de los afectos que saca a relucir los aspectos menos adulterados de la vida adulta. Hoy hay muchas historias de Pipi que ya no nos creeríamos —que ya no me creo— pero me temo que no puedo pedirle explicaciones a esta cría de nueve años.
Eo, mi elefante, rudo, bronco, que solo quiere comer, beber y dormir, que atacará si le atacan, jamás se parará a pensar en estrategias. Tampoco hablará nunca —ey, que no es un personaje de la factoría del tío Walt— ni cantará ni bailará. Es solo un animal, pero te enamoras hasta el tuétano. Como le ocurre a Pedro. Porque, de repente, recuerdas: también nosotros somos animales, y vamos a matar, y seremos perezosos, y que vengan a nosotros todos los popes con sus tablas de la ley y sus pecados capitales, pero igual queremos, y, sin el otro, no somos nadie.
Es un libro bestial ; )
Acabo de leerla y coincido completamente con tu visión de la novela. Tanta frescura como calado. Una gran sorpresa.