Todos tenemos nuestra propia memoria cinematográfica. Para algunos es la chica que corre hacía la playa en la primera escena de Tiburón; para otros es el chaval de La noche americana robando carteles del cine; para algunos es el atormentado Alain Delon de Rocco y sus hermanos; para muchos es la princesa Leia declarando su amor a Han Solo o Neo escogiendo entre la pastilla azul o la roja. Seguramente habrá miles de momentos, aquel que define a cada uno de nosotros y aquellos que definen a generaciones enteras de cinéfilos. De la misma manera, cada momento acude a la mente acompañado de un olor, de una textura y —por supuesto— de una banda sonora.
Mi primer recuerdo con James Horner se remonta a 1985 o 1986, cuando Krull apareció en VHS. Krull es un pequeño clásico del cine de género, un película de aventuras con cíclopes, yeguas que volaban, magos y un príncipe tratando de rescatar a su princesa de las manos de un villano que todo lo ve. Era algo alucinante para un niño, por supuesto, pero lo mejor, lo más extraordinario, era su banda sonora. Que un chaval de catorce o quince años se enamore de una canción no es demasiado difícil, enamorarse de un partitura ya es otra cosa. Así que apunté en un papel: Krull, James Horner, 1983.
Por aquel entonces no habían torrents, no teníamos internet en casa, Amazon no existía y en las tiendas de discos tenían una sección de bandas sonoras digna pero no lo suficientemente surtida como para darle a un niño el gusto de venderle la partitura de una película de serie B que pasó con discreción por la taquilla.
En 1986 estrenaban Aliens, la secuela de Alien que a muchos nos gusta más que el original (podéis llamarnos herejes o lo que os venga en gana). El score de la primera era un delicioso trabajo de corte intimista de Jerry Goldsmith, así que la segunda, más allá de reinventar el universo de la primera, contaba con el insuperable reto de igualar el trabajo de uno de los mejores compositores de la historia del cine. Horner se salió por la tangente entregando una partitura de combate, pegada al guión de James Cameron, una locura con marines, armas que pesaban una tonelada y un montón de xenomorfos con ganas de liquidar a todo quisqui, incluidos mujeres y niños.
Apunté en un papel: Aliens, James Horner, 1986.
Muchísimos años después fui por primera vez a Nueva York. Hicimos todo lo que hay que hacer la primera vez: la Estatua de la Libertad, el Empire State Building, Times Square, la quinta avenida… y, por petición expresa de un servidor, una escapada a una tienda estrecha, polvorienta y escondida en un callejón de Hell’s Kitchen que se dedicaba única y exclusivamente a las bandas sonoras. Las tenían por miles, en montones de vinilos, CD y hasta casetes. El tugurio lo atendían dos tipos, uno con barba, ya veterano, y otro al que parecía importarle un pito pero que era una enciclopedia humana del asunto en cuestión. Salí de allí con cuatro discos: Excalibur, de Trevor Jones; The natural, de Randy Newman; Aliens y Krull, de James Horner.
Si alguien me hubiera visto salir de esa tienda seguramente hubiera pensado que me había tocado la lotería a pesar de que pagué algo así como doscientos dólares de hace veinte años.
Así empezó mi locura por las bandas sonoras y —especialmente— mi locura por James Horner. Me compré Proyecto brainstorm, Juego de patriotas y Corazón trueno (en aquellas épocas la gente consumía cultura pagándola, qué tiempos) y más tarde Gorky park, Cocoon, El hombre sin rostro, El informe pelícano y todo lo que pude abarcar sin arruinarme (ser completista con Horner era una ardua tarea), pero no volví a encontrarme con el hechicero hasta que vi —con mucho retraso— Sneakers (en España, Los fisgones) donde Horner había colaborado con Branford Marsalis en la que para un servidor es la partitura más bonita y delicada de su carrera. Un homenaje al thriller en clave de jazz, con un precioso uso del piano, que bien podía servir para acompañar a la película, tomarse un trago con una mujer elegante o escucharla a palo seco con un Lagavulin en mano.
De aquella época son también dos obras maestras como El hombre sin rostro y En busca de Bobby Fisher, dos muestras del Horner más íntimo y diminuto (por así decirlo): partituras que acompañaban a las películas, que las servían y honraban. Años después, cuando al compositor le llegaba la fama y la fortuna con la épica de Braveheart (otro trabajo inmenso) y —claro— Titanic, parece que algo cambió en su carrera y más allá de estupendos trabajos como La tormenta perfecta y rarezas como Apocalypto todo se volvió de color déjà vu: parece como si tuviera una máquina de hacer bandas sonoras y acabara saliéndole siempre la misma.
Naturalmente, estas cosas no se dicen cuando alguien acaba de morir, pero pocos podrán discutir que el mejor Horner, el más osado y suicida, el tipo que se atrevía con todo y se sentaba a componer partituras de dos horas de brillantez insultante para una película que duraba hora y media, se quedó encerrado en la burbuja de saberse comercial. Titanic vendió doce millones de copias, el récord absoluto para una partitura pura y dura (no vale hablar de esas bandas sonoras llenas de cancioncillas pegadizas, sino de señores que llevan batutas y componen pensando en lo que pasa cuando se apagan las luces en un sala de cine) y si en ese momento Horner hubiera decidido retirarse e irse a vivir a una isla para él solito, nadie hubiera podido reprocharle nada. En su haber deja al menos veinte milagros, partituras llenas de notas que se te cuelan en el estómago y que son la prueba fehaciente de que la música de cine no murió con Goldsmith, Herrmann o Rózsa.
Aún nos quedan Silvestri, Shore, Reznor & Finch, Newman y al que un servidor considera el heredero natural del talento, la intensidad y la fuerza de Horner: el gran Alexandre Desplat.
James Horner murió en accidente de avión el 22 de junio de 2015 a los sesenta y un años de edad. Casi no quedan tiendas de discos y las partituras de las películas son un subgénero para locos y amigos de lo ajeno, así que hágase un favor, querido/a lector/a, procúrese la banda sonora de Los fisgones, sírvase algo fuerte y diga adiós a uno de los grandes tal y como se merece.
Amigo mío, ¿y ni una mención para La Máscara del Zorro, ¡Avatar!, ¡¡Leyendas de Pasión!!, ni ¡¡¡Willow!!!? Esto entre otras, que por ahí andan también los scores de Enemigo a las Puertas, Troya o Cocoon… En fin, me has dejado la carrera de este genio, hermano menor no reconocido de John Williams hace dos décadas, un poco coja la verdad…
Yo me fijé en su trabajo en El nombre de la rosa pero vaya, compararlo con Rózsa es inadecuado cuando menos. Claro que, nadie resiste la comparación con Miklós…
Conmovedor, aún me estoy secando las lagrimas derramadas al leer este edulcorado ¿artículo? sobre James Horner; a quien no quito méritos. Pero, de entre otros compositores de bandas sonoras para épicas películas, ¿DONDE DEJAS A JOHN WILLIAMS?
Que pena de sección.
Sincero y sencillo homenaje al Maestro. Para mí no hay duda: su canto del cisne es «En busca del Valle encantado».
Modesto seguidor de bandas sonoras, para mi el descubrimiento de James Horner llegó con Willow, y luego lo «identifiqué» en Casper y en Jumanji (por eso me extraña que ni se mencionen). Desde entonces me hice seguidor suyo, y coincido con el análisis final sobre sus últimos autoplagios (aunque ya Braveheart y Titanic tenían mucho en común)
Buen trabajo amigo, pero no me cabe que no puedas hacer ni una mención honorífica a Bernard Herrmann. Él, para mí, es el maestro de los maestros