La línea que separa la genialidad de la tomadura de pelo es tan fina que a veces es interesante aproximarse a esa frontera para echar un vistazo a lo que sucede en sus inmediaciones y comprobar cómo las cosas a uno y otro lado son casi idénticas.
Tuve ocasión de revisar una vez más esa vecindad hace algún tiempo, aunque quizá no el suficiente, cuando me sirvieron la hoja de un arbusto como parte de un menú degustación. Una hoja pequeña, sin acompañamientos, ni salsas, ni aliños, colocada en el centro de un enorme plato blanco e injusto. Una triste hoja y nada más. Todo un reto para cualquier comensal dotado del habitual arsenal de cubertería.
Uno de mis acompañantes, al verse frente a la hoja, inició un discurso que defendía el carácter artístico del plato —y por extensión, del alarde culinario en general— por oposición a la simple nutrición. Preparar un puchero de lentejas con chorizo para ocho personas es cocinar, pero aquello que teníamos delante era arte. Cuántas vueltas habría dado el chef para crear aquella pieza. Cuántos experimentos habría llevado a cabo para componer su obra. Cuántos ingredientes habría tanteado hasta concluir que la hoja, por sí misma, era exactamente lo que buscaba. Lo fácil, lo mortal, habría sido servir un plato de lentejas. Su tesis era esa que defiende que la obra de arte excede de la necesidad humana. Si comer consistiese únicamente en alimentarse, no existiría la gastronomía. Solo la cocina.
El planteamiento parecía razonable, pero a pesar del tranquilizador envoltorio teórico, mi plato seguía estando formado por una hoja tan insignificante que, en aquel momento, lo significaba todo. Siguiendo el razonamiento expuesto, cabía preguntarse si la obra de arte es siempre genial por el mero hecho de serlo, buena por definición, o si por el contrario es posible conceptuar algo como obra de arte y al mismo tiempo concluir que esta es chapucera o de escasa calidad. ¿Existe la obra de arte mala? ¿Era aquella hoja una genialidad solo por tratarse de un ejemplo de arte culinario? La pregunta, todavía en mi garganta, comenzaba a perder su forma entre divagaciones ajenas justo cuando el jefe de sala se acercó y nos explicó qué sensación debíamos experimentar al probar la hoja —por si acaso se trataba de una hoja embustera, supongo yo—. Lo siguiente fue probarla, quiero decir, sentirla, experimentarla, y por fin confirmar lo poco que nos importaba fingir nuestra conformidad con el criterio del jefe de sala. Faltaría más.
La duda continuó rondándome unos días, como un catarro mal curado, hasta que el fin de semana siguiente comenté con unos amigos lo sucedido, habida cuenta de que esta clase de debates bizantinos cojean cuando uno los tiene consigo mismo. Darío Diéguez, hombre de letras, jurista y conversador oportuno, arrojó entonces algo de luz sobre la cuestión trayendo a colación el ejemplo del Metal Machine Music de Lou Reed, que encajó en la historia como la pieza larga en el Tetris.
La leyenda, que siempre peca de sensacionalista, cuenta que ese extraño disco fue el modo en que Lou Reed se vengó de su sello discográfico, RCA, y a la vez la excusa para romper su contrato. El autor siempre lo ha negado argumentando que se trataba de una pieza artística que venía madurando desde hacía seis años, incluso antes del fin de The Velvet Underground, y que a pesar de consistir en un producto muy pensado, no había podido llevarlo a cabo debido a que hasta entonces no había dispuesto de tiempo suficiente ni del instrumental técnico adecuado. Que lo grabase en un solo día con varias guitarras desafinadas y recursos anticuados no es algo que respalde demasiado su postura, desde luego.
Lo cierto es que Reed estaba harto de que RCA le exigiese retornar a la senda del Transformer, con «Perfect Day», «Walk on the Wild Side» y «Satellite of Love» en el podio. Él prefería experimentar con un sonido más oscuro y personal, como en los álbumes Berlin y Sally Can’t Dance, pero la compañía lo presionaba para que su principal preocupación fuese recuperar el éxito comercial. Como resultado, cuando recibieron el material en el que el músico había estado trabajando, no supieron qué hacer con él. Tenían ante ellos más de una hora de estridencias sin sentido, carentes de patrones rítmicos o armonías lógicas. La Ciudad de los Inmortales de Borges convertida en disco. Podían haberlo desterrado en algún cajón con poca luz y mal ventilado, pero finalmente decidieron publicarlo a través del sello Blue Point, filial de RCA dedicada a la música experimental, arriesgándose a colocar solo mil quinientas copias en el mercado. Tal vez el autor había cumplido con su obligación de entrega, pero ellos no estaban dispuestos a echar el resto por algo que no estaba claro si se ubicaba del lado de la genialidad o la tomadura de pelo.
Los ejemplares distribuidos constaban de dos vinilos, cada uno con dos caras de 16:01 minutos de ruido salvo la última, que a pesar de tener la misma duración que las otras tres, no permitía que la aguja del tocadiscos abandonase el último surco, sonando hasta el infinito. Muchos de los que lo compraron regresaron a la tienda para devolver su copia creyendo que el disco estaba estropeado. Otros, directamente, lo tiraron a la basura. Quienes lo conservaron lo hicieron porque entendieron que se trataba de una curiosa palateta, porque fueron capaces de advertir la dimensión artística del álbum, o porque sospecharon que con el tiempo se convertiría en un disco de culto.
Y así fue. Con independencia de si en 1975 se trataba de una maravilla o un esperpento, el paso de los años terminó dotándolo de un extraordinario valor, como aquel reloj que el malvado Belloq sujetaba delante de Indiana Jones mientras decía: «Mira esto. No tiene valor. Solo diez dólares a un vendedor ambulante. Pero si lo cojo y lo entierro en la arena durante mil años, ya no tiene precio. Como el Arca». El miedo al fracaso que llevó a RCA a publicar un número tan reducido de copias fue el mismo que convirtió al Metal Machine Music en una de las obras más cotizadas de Lou Reed. El destino y sus ironías.
Cuando Reed publicó su quinto álbum de estudio, nadie supo con exactitud si se trataba de una locura o de una obra de arte. Y aun en el caso de ser lo segundo, difícilmente podría alguien afirmar que era buena, inteligente, deseable. Hoy en día es un disco reverenciado por numerosas bandas de noise, protopunk y rock industrial que lo citan como referente e incluyen en sus canciones samples del mismo a modo de homenaje.
No es mi intención —nunca lo es— pontificar sobre este asunto. Considero, de hecho, que cada uno debe extraer sus propias conclusiones. Se trate de música o de gastronomía, algunos dirán que una obra de arte mala es una tomadura de pelo bien maquillada. Otros resolverán que el arte sí admite graduaciones. Los más etéreos decidirán que no existe tal frontera entre la locura y la genialidad.
No lo sé. Si he de ser sincero, lo único que yo he sacado en claro con todo esto es que un día me comí una hoja. ¿Saben esas hojas pequeñas que hay en los arbustos de las calles, plazas y jardines de su ciudad? Pues una como esas me comí yo. Una miserable hoja. Siendo consciente de que además las hay a miles por ahí. En cualquier lado. Gratis. Hay que joderse.
¡Gracias! Excelente artículo como siempre
El álbum de yoko ono del que John dijo que era el mejor álbum de rock jamás hecho, es una basura. El álbum Nunsexmonrock de Nina Hagen es una genialidad. El álbum de Lou Reed está a medio camino entre esos 2.
Buen artículo! Creo que la mejor crítica que se le ha hecho al artefacto es la del propio Reed: «Cualquiera que haya llegado a la cuarta cara es más tonto que yo»
Bueno, el origen de esa cita es un tanto incierto, pero aunque Reed realmente haya dicho eso alguna vez, no hay que tomarlo al pie de la letra. Ya sabemos que Lou tenía opiniones cambiantes acerca de sus trabajos, y también que hacía un uso frecuente del sarcasmo y la ironía.
Pero por algo volvió a esa obra en directo (MMM Live at the Berlin Opera House, 2007) y volvió a experimentos «ruidistas» (The Creation of the Universe, 2010) en los últimos años de su vida.
Originalmente MMM surgió de una necesidad personal. Reed creó el sonido que aún no existía pero él necesitaba hacer y escuchar, un experimento catárquico que le diera un alivio en plena lucha con su adicción a la heroína, y justo después del éxito comercial de Transformer. Un ejercicio también de libertad y valentía pocas veces visto en la historia de la música popular (ejercicio que repitió varias veces a lo largo de su polifacética carrera). Y mira por dónde, de paso inspiró a un montón de gente que vino mucho después, cuando el mundo estaba más preparado para aceptar ciertos sonidos.
Por cierto, de más está decirlo, yo soy uno de los idiotas que ha llegado al final del disco no una, sino varias veces.
Siendo por aquel entonces fan perdido de la Velvet y Reed, lo compré ilusionado cuando salió en CD a principios de los 90 (y también fui tan pardillo como para llegar más de una vez al final). Lo perdí pocos años después en alguna mudanza y nunca (en 25 años) he sentido la necesidad de re-emplazarlo. Cuando necesito al Reed «ruidista», pincho «Sister Ray».
¿Lou Reed enganchado a la heroína? Parece mentira que aún siga viva ese cuento…
Creo haber leído que Lou Reed declaró en su día algo así como «Si llegas a la cara B de este disco es que eres más tonto que yo…»
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Estoy de acuerdo con Iago en relativizar el valor de este disco. Que en sus últimos años de carrera y cuando estaba en perenne modo autohomenaje lo recuperara no le suma mayor valor. Lo mismo sucede con su influencia: por mucho que citemos a Sonic Youth o similares poco tienen que ver con la esencia de este disco y mucho más con ejercicios de ruido controlado, como por ejemplo la mencionada Sister Ray.
A mí me gusta la música electrónica . Los discos más duros de Autechre o Throbbing Gristle, por muy ruidos y repetitiva que pueda llegar a ser los escucho con gusto.
Y el MMM de Lou Reed, pues ole sus santos cojones pero debería durar unos minutos como mucho. ¿Se creyó John Cage «porque yo lo valgo» o una boutade? No se, pero el que se lo haya comprado y diga que esta muy bien que se relea el cuento del traje nuevo del emperador.
Subrosa tiene una antología de música Noise y Electrónica, Anthology of Noise & Electronic Music, para el que quiera escuchar y no presumir de enterao. :)
Pero vaya, muy buen artículo .
Miguel, a mí tb me gusta la música electrónica e incluso, aunque gustar sería decir demasiado, cosas como Merzbow.
Pero MMM no creo que tenga nada uqe ver con música electrónica. Es eléctrica, sí, claro, pero no conlleva programación, sintetizadores etc… Es meramente un tío dándole al feedback con su guitarra durante una hora larga sin ningún plan compositivo ni intención más allá de rellenar una hora de disco al menor coste y de la manera más tocapelotas y anticomercial posible
Buen artículo que invita a la reflexión. Soy cocinero y me encanta la música. Me atrae todo aquel que crea, que se aparta del camino trillado,Aunque no sé, tanto la hoja de arbusto como el MMM me parecen excesivos,Los Beatles y Arzak también innovaron, hicieron arte , y siguen siendo «modernos». Supongo que todo depende de la honestidad del creador
¿Pero…nadie habla de la hoja? ¿Es que nadie piensa en los arbustos?.
Directamente si alguien me trata de convencer de que cualquier cosa, cualquier, en la cocina es arte, asiento con un …aha aha y como, lo del plato, su disertacion no me la tragare.
Me encanta el metal \\m//
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Excelente artículo, me encanta tu redacción, felicidades. Por otra parte, yo también me he visto tragando hojas en algunas ocasiones.