Morir en la calle. Mientras estás en ruta, de viaje a cualquier parte. James Salter consideraba que ese era el mejor final, «al modo de algunos viejos reyes de Arabia, con una humilde tumba al pie del camino», dijo una vez. No pudo ser: murió en su casa de Long Island, a la altura de los noventa años. No satisfecho con su vida, tampoco le hubiera gustado su muerte: moverse era fundamental para él. «No hay nada mejor que la perspectiva de una carretera, sumergirte en ella, ver y sentir lo que pasa alrededor con nuevos ojos. No se trata de buscar otras situaciones u otras personas, o escuchar nuevas historias. Lo bueno es mirar la vida cada vez desde un ángulo diferente. Es como levantar el telón una vez más, y contemplar otro acto».
Lo suyo era salir y enfrentarse al mundo. Lo hizo hasta la extenuación y vivió hasta el hartazgo. Fue piloto, periodista, guionista de cine. Trabajó en muchas cosas, quiso a muchas mujeres, viajó sin parar, tuvo hijos. Y bebió si remisión: una vez, a sus sesenta y siete años, calculó que en su vida se había bebido unos ocho mil setencientos martinis. Sin embargo, que el ruido y las copas no nos engañen: escribir o morir fue su consigna. Como una dolorosa separación, sintiéndose infeliz y fallido, renunció a su carrera de piloto para ser escritor. Y se dedicó a ello a tumba abierta. Son tres los asuntos que ocupan su escritura: el primero es el deseo —«las mujeres pueden dedicarse e interesarse por muchos temas y ser felices. En verdad, el único tema del hombre es la mujer», dijo una vez—, el segundo es la vocación de profundidad y permanencia inherente a las personas, y el tercero es el probable fracaso de los dos primeros.
Salter era de los que creían que hay una forma correcta de vivir, en el sentido clásico del término, donde debe mandar el coraje, la honestidad y la sinceridad. Creía en las heroicidades cotidianas de mucha gente anónima luchando contra las injusticias. Y también creía que debemos pensar cómo queremos vivir. No le cabía ninguna duda de que la vida es una durísima experiencia, pero era poco sentimental escribiendo. Era sensual, preciso y luminoso. Y le gustaban los escritores poco sentimentales, como Ford Madox Ford, Colette, Céline, Isak Dinesen o Nabokov. A este último consiguió entrevistarlo en persona. Fue en el bar del Montreux Palace, el hotel de esta ciudad suiza, donde residía el genio ruso. Gracias a este encuentro sabemos que el plato favorito de Nabokov eran los huevos con bacon y que su mujer —Vera, presente en la entrevista— no se reía jamás. «Está casada con el payaso más grande la tierra, yo —le aseguró el autor de Habla, memoria—, pero nunca se ríe».
Para Salter había dos tipos de vida: la que muestras y te reconocen los demás, y la tuya propia, la real, la que palpita de miedos, de deseos, de dudas y situaciones absurdas. Y toda su obra está atravesada por el ciego cruce de caminos entre una y la otra. Autor de hermosos libros como Juego y distracción, Años luz, La última noche o Todo lo que hay, probablemente la gran obra de Salter son sus memorias, Quemar los días: en ellas desgrana su implacable sed de aventuras, nos describe la cara más amable del cruento siglo XX, y nos habla de uno de los semblantes más jugosos de la cultura norteamericana: la viva «intelligentsia» de sus escritores en Europa. En fiestas, cenas, bares, tabernas, en París, en Los Ángeles, en Nueva York, bebió y habló con William Faulkner, Jack Keruoac, o Saint Exupéry, entre muchos otros. Pero también da voz y rememora —«tener memoria solo de uno mismo es como venerar una mota de polvo», nos dice— a héroes y perdedores anónimos. El libro es también una crónica sobre el aprendizaje de la decepción. Deportivamente, Salter acepta este destino, pero pone el acento en la acción y en la experiencia. «Nos pusieron en este mundo para hacer cosas», dijo Auden. La fascinación por Salter reside en la punzante belleza de sus escritos, en su inquebrantable voluntad y, también, en su honestidad: por ejemplo, nos describe la lividez de su rostro al ver a un excolega de aviación reconvertido en astronauta y llegar a la luna, y nos confiesa su envidia al leer A sangre fría, de Truman Capote.
A lo largo de su extraordinaria, larga y audaz vida, James Salter creyó en la acción para llegar al más resplandeciente de los futuros. Paradójicamente, ya mayor, creía firmemente que solo lo escrito era real, y todo lo demás, un sueño.
Pingback: In memoriam: James Salter (Jot Down) | Libréame
Precioso artículo para un escritor maravilloso. De esa generación quedan pocos la verdad y, los que quedan, apenas escriben.
Gracias.