El bochorno se desplomaba aquel día en olas pesadas y densas, pero a nosotros nos daba igual. Era una tarde de finales de mayo, tal vez principios de junio y ya solo teníamos colegio por las mañanas, así que nos quedaban horas de sol para corretear en pantalones cortos por los descampados del barrio. Jugábamos al escondite, al rescate, a la vuelta ciclista. Y a policías y ladrones, claro. O a indios y vaqueros, o a espías y contraespías, o a soldados y generales. A cualquier cosa en la que pudiéramos dispararnos con pistolas de juguete mientras hacíamos «bang», «pang», «piñaoun» o incluso «pum» con la boca. Algunas estaban hechas de cartón o de restos de marquetería, otras eran de plástico duro y, los más afortunados, empuñaban armas de pistones que explotaban con su propio ruido para escarnio de los que nos resignábamos a improvisar onomatopeyas balísticas. Yo tenía una pistola azul comprada en la juguetería que disparaba flechas de ventosa que, obviamente, habían desaparecido en su totalidad a la media hora de salir a la calle.
Pero esa tarde no. Esa tarde llevaba un arma secreta. La traía cuidadosamente envuelta en una caja de puros vacía que había robado a mi padre. Sostuve el paquete con reverencia sacramental e indisimulado nerviosismo durante quinientos y pico metros y, cuando llegué a la puerta de la escuela, que era nuestra base de operaciones, miré a mis amigos con una sonrisa de suficiencia. Saqué la caja y levanté la tapa como si fuese el ataúd de Drácula: dentro había una pistola de oro.
En realidad no era de oro; era mi vieja pistola de plástico azul que había pintado con cuidado y un bote de témpera dorada. Yo aún no sabía ni lo que era el bochorno ni lo que era el escarnio ni lo que era la reverencia sacramental. Tampoco sabía quién era Christopher Lee, pero sí sabía que por su culpa, esa tarde de mayo, quizás junio, yo iba a ser Scaramanga. Yo iba a ser el malo de la película.
Sir Christopher Frank Carandini Lee, comendador de la Excelentísima Orden del Imperio Británico y de la Venerable Orden de San Juan, murió el pasado domingo en Londres a la edad de noventa y tres años. Una vida larga y fructífera dedicada en cuerpo y alma a ser el antagonista, el villano. El malo. O tal vez fuese el bueno; es difícil saberlo cuando esa vida en realidad fueron dos. En la otra, en la que sucedió sin una cámara delante, Lee fue un anciano simpático y afable que sonreía mientras cantaba heavy metal con su voz de metro noventa y cinco al lado de Manowar o liderando su propia banda. Fue un elegante caballero que, junto a su esposa Birgit Kroenke, apareció en la lista de The Guardian que seleccionaba a las cincuenta personas mayores de cincuenta mejor vestidas del planeta. Fue un marido sereno y fiel desde el día que conoció a Kroenke en 1960 hasta que su corazón falló en el Westminster & Chelsea Hospital de la capital británica. Era hijo de la condesa Estela María Carandini di Sarzano a la que honró conservando su apellido, descendiente del general Robert E. Lee e incluso estaba emparentado con Ian Fleming, pero todas esas referencias no le sirvieron para consumar su compromiso matrimonial con la noble sueca Henriette von Rosen, a la que consideraba merecedora de algo mejor que un simple actor. Fue espía de la RAF durante la Segunda Guerra Mundial en el norte de África e Italia; combatió junto a los Gurkhas en la batalla de Montecassino y, gracias a su dominio del francés, el alemán y el italiano, cumplió varias misiones para el SOE cuando aún no se llamaba SAS, sino «Ministerio Para La Guerra No Caballerosa».
Pero todo eso nos da igual. Para nosotros, la verdadera vida de Christopher Lee era esa en la que nos acojonaba desde una pantalla iluminada a veinticuatro fotogramas por segundo. Y allí siempre era el villano, el malo de la película. El antagonista. O tal vez fuese el protagonista. Con casi dos metros de expresión afilada, Lee fue uno de los pilares sobre los que se construyó la Hammer, donde conoció al que sería su amigo Peter Cushing, trabajando ambos bajo las órdenes de Terence Fisher. Interpretó al monstruo de Frankenstein y dio vida inmortal al conde Drácula más de una docena de películas. Porque el Drácula de Lee no era un papel: Lee se subió al podio de Béla Lugosi, que no tuvo más remedio que compartir el icono del vampiro transilvano para siempre.
En 1974, Albert R. Broccoli y Guy Hamilton le dieron una luger dorada y le convirtieron en Francisco Scaramanga. Y se comió con patatas al acartonadísimo Roger Moore en El hombre de la pistola de oro. Si los villanos de James Bond son estandartes de la saga, hay pocos más seductores, más intensos y más simbólicos que ese caribeño con acento londinense al que interpretó Lee.
Durante la década de los ochenta y los noventa se le consideró apenas un reflejo de otros tiempos, de épocas pasadas donde el cine de terror aún tenía el cariño de los estudios y el favor del público. Lee era un actor encasillado. Pues bendito encasillamiento, porque gracias a él pudimos sufrir la mirada volcánica del conde Dooku y la voz de Saruman el Blanco y el Multicolor, arrancada desde lo más profundo de las entrañas de Orthanc.
Christopher Lee fue todo eso y fue mucho más. Desde el enloquecido Lord Somerisle en The Wicker Man hasta el señor Flay de Mervyn Peake en la televisiva Gormenghast. Fue mil hombres y cien voces en casi trescientas interpretaciones de cine, televisión y hasta videojuegos. Fue un monstruo y fue un asesino. Fue un abuelo y un espía.
Y fue el responsable de que, una tarde de primavera, por el escaso tiempo que dura un rato, muchos quisiéramos jugar a ser el malo de la película.
Sr. Torrijos, me ha hecho usted llorar, estará satisfecho…
Me he leído el artículo imperturbable y de repente, en el último párrafo se me han saltado unas traicioneras lágrimas.
Chapeau!
No sabría decirle si estoy satisfecho, pero sí sé que agradezco mucho su comentario. De veras. :)
De lágrimas nada, hombre. Ha tenido una vida larga y profesionalmente plena. Un actorazo, sí señor.
Sr. Torrijos,
Olvida Ud. su papel como Fu-Manchú.
Por lo demás, cumplido y debido homenaje a un icono del cine y la infancia de muchos.
Un saludo
Y también a Mycroft Holmes, e incluso a Sherlock. O al narrador de la versión doblada al inglés de Mon Oncle, de Tati. Es imposible no olvidar una parte pequeña, mediana o incluso grande de su trayectoria porque fue descomunal.
Un saludo y gracias por el apunte :)
Scaramanga, The wickerman……wow Torrijos cuanta afinidad he sentido. Gracias
Mis condolencias para los allegados y la viuda de mi colega y amigo Christopher. Junto con ella, pasamos los tres inolvidables veladas en su hermoso hogar en Belgravia. Descanse en paz.
Por aquellas sincronías de la vida, me ha sucedido que he leído este artículo, y sus comentarios, mientras escuchaba otra cosa, abierta en otra pestaña…
La combinación entre lectura y escucha me ha hecho llorar como una plañidera.
Lo dejo aquí enlazado. (No sé si es consistente con las normas de la revista, espero que sí)
https://youtu.be/9468-QKRoCg
Lo cierto es que a veces, no sabe uno si es mejor no ser un actor excelso para a cambio, ser un icono de la cultura popular. Claro que lo perfecto fuera ser ambas cosas pero esto es algo que se da a pocos afortunados y no era este el caso de nuestro querido Christopher Lee, del que no llegué nunca discernir si era mucho mejor actor de lo que sus romos papeles en múltiples películas de serie CH daban a entender. Hay que reconocer que sus personajes los bordaba pero es que me hubiera gustado ver a Lee protagonizando una gran película, no sé, un drama intimista o una tragedia de corte psicológico. Baste decir que su mejor film -según mi opinión- es la saga del Señor de Los Anillos y su personaje mejor perfilado el de Francisco Scaramanga aunque integrado en esa penosa época de Bond, la protagonizada por el simpático Roger Moore. De cualquier modo, me alegró porque siempre me cayó chipén, su paso al olimpo del celuloide como el mejor Conde Drácula de la historia.
No recuerdo haberle visto nunca en una gran película de esas que hayan pasado a la historia como las mejores (excepción hecha con la saga del Señor de los anillos). Naturalmente, está esa impresionante recreación del conde Drácula, aunque yo nunca he sabido apreciar ese entusiasmo que suscitó y suscita en algunos, el film en sí. Y mucho menos, las secuelas que hubo que soportar en años posteriores. Ayer, sin ir más lejos, me lo encontré en un mediocre título dirigido por J. Lee Thompson en 1977 (El pasaje), muy lejos de la estupenda Los cañones de Navarone, incorporando a un patriarca gitano que acaba quemado vivo por Malcolm McDowell, oficial zumbado de las SS. Un personaje sin ninguna relevancia, como prácticamente todos los que llevó a cabo en su carrera. Nunca trabajó con directores de primerísima fila en historias que trascendieran y formaran parte de la historia del cine.
Descanse en paz.