En una estancia reciente en Madrid, paseando sin rumbo por el centro (que es la mejor manera de encontrar lo que no sabíamos que andábamos buscando), me topo con una librería y, alentada por las novedades del escaparate (la poesía de Pasolini, un número de la revista La Galla Ciencia), entro sin pensármelo. Una pareja sentada frente al ordenador me da la bienvenida y se ofrece cordialmente a ayudarme, aunque sin innecesario énfasis. Comienzo, sin embargo, a explorar por mi cuenta lo que promete ser una cueva del tesoro: en efecto, por dentro la librería es más amplia de lo que parece desde la calle, y sus riquezas, incontables. Hago un barrido visual por los distintos géneros y compruebo que ni un día entero bastaría para fijar la vista en todo lo que me podría interesar. Después, me centro en las estanterías de poesía y compruebo, no sin feliz asombro, la variedad y profusión de títulos y editoriales, tanto consolidadas como de reciente empuje, algunas incluso nuevas para mí. Al fondo de la zona expositora descubro una sala con mesa, sillones y cafetera que termina de revelar la naturaleza del local que, más allá de mera librería, pretende ser un punto de encuentro y reflexión entre palabras para náufragos de una (y siempre la misma) tribu.
Es entonces cuando regreso al mostrador de la entrada, donde los dueños se afanan en sus cosas, y les hago dos preguntas deliberadamente indiscretas de las que solo me disculpa la curiosidad que me asalta: la primera, que cómo es que solo tienen libros «de verdad», y ni una sola pila de best seller-ladrillos, de esos que a veces querríamos apartar con un puntapié en las secciones de novedades de las librerías para hacer sitio a tantas cosas buenas que pasan inadvertidas; la segunda, si es posible vivir de tan singular «negocio». Me contestan con la serena franqueza de quienes son asaltados por este tipo de preguntas no por primera vez, y cuya respuesta ha sido no por casualidad bien meditada: la librería es el proyecto de sus vidas; y como tal lo plantean y renuevan a diario su compromiso, a pesar de verse obligados a pasar ingentes horas rechazando toda la basura en papel que constantemente les muestran en catálogo, para quedarse solo con lo que están convencidos de querer exponer en sus estanterías. Respecto a lo segundo, confiesan que, al tener ya cierta edad y no demasiadas necesidades materiales, se han podido desprender de sus anteriores trabajos para dedicarse a algo que, por descontado, y así es asumido, les llevará diariamente a la consecución (o no) de un más que precario equilibrio.
Horas después, al contarle mi descubrimiento a un familiar asiduo de las librerías de Madrid, él me responde que no es esta librería el único faro de luz en medio del océano de la nada sobresaturada que nos rodea; existen otras cuyos nombres me cita de corrido. La enumeración que me ofrece no es muy larga, pero sí lo suficiente como para desear que todos esos locales, algunos de evocador título, sobrevivan; que no tengan que poner un mal día el cartel de «cerrado», como ha ocurrido con todas las librerías de vocación parecida, una tras otra, en el centro de la ciudad donde vivo (1).
Existe gente que escribe poesía, pero también existe gente que vive poéticamente, aunque las dos cosas puedan darse juntas. No me refiero a quienes, desde la juventud y la energía extrema, eligen la bohemia iconoclasta que hemos conocido en artistas de tantas épocas, algunas más proclives que otras a ello. A los jóvenes de hoy en nuestro país (idealistas o no), no parecen quedarles muchas opciones entre un trabajo en condiciones de semiesclavitud o la emigración. Pero entre quienes son algo mayores y han disfrutado de condiciones laborales relativamente mejores, acaso sea más factible (que no fácil) empezar a prestar más atención, por una vez en la vida, a la devoción antes que a la obligación. Hablo de libreros, pero también de pequeños editores de libros y revistas independientes, profesiones que en muchas ocasiones también van de la mano; todos esos que, cuando se dan las condiciones, eligen el camino difícil pero apasionante, para estupor de muchos. Su nombre no suele trascender y, sin embargo, sin su labor desinteresada, la de los otros artífices de estas extrañas maneras de vivir (escritores y traductores) se queda la mayor parte de las veces en el camino.
De entre los libreros ilustres, acaso sea Sylvia Beach, la célebre librera y editora de Shakespeare and Company, una de las pocas que ha recibido cierto reconocimiento externo, en parte por su relación con los escritores norteamericanos expatriados del París de entreguerras, en parte por su valentía para editar por primera vez el Ulises de Joyce. Hemingway le dedica un capítulo en sus memorias de personajes y ambientes de la época en París era una fiesta. También entonces las librerías de decidida vocación antes artística que comercial constituían un negocio ruinoso; pero a los clientes como Hemingway, que en lugar de comprar libros los alquilaban y pagaban cuando podían (si podían), se les recibía como al peregrino que, después de mucho deambular, llega por fin a un lugar hospitalario. Con libros, todas las demás privaciones (carbón para la estufa, comida) eran minucias. Pero con o sin calefacción, ¿qué hubiera sido de Joyce, Hemingway y otros sin la atención y dedicación de esta intrépida librera?
Hoy, y no de un modo tan distinto a como sucedía en los tiempos de Sylvia Beach, los libreros y editores militantes ponen su generosidad al servicio de los lectores (con independencia de si estos lectores también escriben o traducen o, «simplemente», leen), de su avidez desmedida; se hacen pobres, en el sentido literal de la palabra, para que ellos sean ricos en lecturas. Y no lo hacen, la mayoría de las veces, a tontas y a locas, sino después de haber saboreado ese sueño durante largo tiempo, y de haber creado a su alrededor las condiciones necesarias para que se vuelva real sin sobresaltos; sin correr riesgos nacidos de la falta de previsión o la impaciencia.
Se hace tarde y me están esperando, y además, no quiero abusar de mi primera visita a la librería. Compro el Pasolini del escaparate y una edición ilustrada de poemas de Pessoa (dura elección que deja en el camino otras muchas posibilidades), pago y salgo de la librería con mis flamantes adquisiciones. Así tendré una excusa para volver a Madrid, perderme por las calles del centro y encontrar nuevas sorpresas en estas u otras estanterías. Mientras tanto, espero que a los libreros que he conocido les vaya razonablemente bien: lo suficiente para que no decaiga en ellos el convencimiento de que la manera de vivir por la que han apostado es socialmente más que necesaria. Y que, además, merece la pena.
(1) Se me podrá decir que, teniendo Amazon y portales similares, no hay razón para que una deje de comprar libros, aun viviendo en el rincón más remoto del mundo. Y en parte es cierto, y además, ¡qué remedio nos queda a algunos! No podemos vivir a espaldas del comercio digital, claro que no. Ahora bien, nostalgias del papel aparte, no se puede comparar la experiencia de entrar en una librería, vagar por ella, charlar con libreros de verdad y saber que mañana seguirá estando ahí, a la de intentar añadir a la cesta un libro cualquiera y que, por el camino, se te abran otras tantas ventanas ofreciéndote ropa, zapatos y mil cosas más que no te interesan, o seleccionando por ti libros que «supuestamente» están en la misma línea de lo que vas a comprar.
¡No me diga más! ¡Entró usted en La Central, ese paraíso de calma aparente y turbulencias soterradas!
Gran artículo Natalia. Suscribo 100% los sentimientos que tienes al entrar en una de estas librerías frente a la compra en plataformas digitales. Y porque, qué coño, me mola infinitamente más dar el dinero que gano a gente que se lo curra para cumplir su sueño aun sabiendo que no se van a poder comprar un coche último modelo.
Podrías dar referencia de la librería a la que te refieres en el artículo?
Un saludo!
Buenas,
Me ha gustado mucho tu artículo. Me gustaría que me dijeras librerias y sus correspondientes calles para poder ir. Yo solo conozco una de ese estilo y está en Goya, calle Goya. Pero es la única que he encontrado.
Gracias de antebrazo
¡Hombre, Juan! ¡Las gracias de antebrazo son las más preciadas! Hacía tiempo que no oía a nadie referirse a ellas. ¡Un saludo!
Hola, os contesto a todos: La librería se llama Enclave, está en la calle Relatores, a la espalda de la calle Lavapiés, muy cerca de Tirso de Molina. No os la perdáis. Por supuesto, suscribo lo de La Central, ahí presentamos hace un par de años mi compañero-traductor y yo las memorias de Kathleen Raine. Y me gustaría saber cómo se llama la de la calle Goya. Un abrazo!
Me ha encantado tu artículo. Y es verdad, cuando ahora uno es ya algo mas mayor es cuando se da realmente cuenta del valor de algunas de las cosas que estaban ahí desde siempre. Como aquello que decía Ortega de las ideas y las creencias….
Cuidémoslas como esas piezas que guardas en tu cajón sin saber realmente que querrías morirte tu antes que ellas.
Saludos
Que artículo tan bonito Natalia. No todo es beneficio, también está el amor. Un beso.
Hola Natalia. Hermoso artículo, suscribo todo lo que has escrito. Son tiempos muy duros para los libreros de toda la vida. En estos días en los que sólo se aprecia el valor mercantil de las cosas, me parece admirable que todavía haya pequeños editores y libreros que no sólo entregan su alma , también arriesgan su patrimonio en un proyecto con muchos frentes en contra. Para mí son verdaderos héroes. Es una pena tener que acudir únicamente al comercio digital cuando no hay otras opciones , fenómeno cada vez más frecuente como por desgracia pasa ya en nuestra ciudad. Un abrazo.
Me encantó tu artículo, algún día me gustaría tener una librería como esa…
Gracias por el artículo, Natalia.
Regento una pequeña librería del estilo de la que has descrito (en mi escaparate hay libros de Pasolini y he vendido varios ejemplares del libro de Pessoa que citas), pero no en el centro de Madrid, sino a 29 kilómetros, en Torrelodones.
Aunque he de compaginar el trabajo de librera con el de asesora literaria, correctora de estilo y profesora de escritura creativa, dedico varios días a preparar los pedidos. Navego por las páginas de las editoriales, y me descargo y leo los primeros capítulos para ver si los títulos son tan interesantes como prometen los editores… Y cuando al fin llega el pedido, dedico un día entero a “picotear” los libros en busca de buenos párrafos, que copio en el ordenador y acabo pegando en el escaparate para que todo el que pasa por la calle pueda disfrutar de la buena literatura.
Por supuesto, mi coche tiene diez años, mi ropa es de mercadillo y ando siempre haciendo malabarismos para llegar a fin de mes. Es el precio de la libertad.
(Por si a alguien le interesa: Librería Proscritos, c/ Real 41, Torrelodones)
Querida librera: eres una de mis heroínas. Nunca he estado en Torrelodones, pero ahora tengo una buena razón para ir. Y si alguna vez abres una sucursal, por favor, ponla aquí en Cartagena.
Mucha suerte, espíritu libre.
Sí, a veces, sólo un artículo escrito por alguien que ama la literatura, que reconoce la importancia de los libreros, y que disfruta entrando a una librería, donde quizá se detiene el tiempo, y es posible charlar, e incluso tomar un café mientras hojeas un libro, sí, a veces, sólo un artículo, y los comentarios de otras personas que también aman la literatura, son suficientes para sentirte bien, y para pensar que
Ámason es lo malo peor, noal kapitalismo.