Ciencias

Los niños invisibles: un ramito de locura

rosa
Fotografía: Vera Ortín Ballester

Ring, ring, ring…

—¿Diga?
—¿Sole, me dejas la tijera del jardín, que quiero podar unas plantas?
—Claro mamá. ¿Cuándo la quieres?
—Ahora.
—¡Ah! Pues es que nos vamos a trabajar y no nos da tiempo de ir a tu casa. ¿Te importa que sea mañana?
—¿Por qué no me la quieres dejar, hija?
—Sí quiero, mamá, pero hoy no puedo. Mira, si quieres mañana vamos y te podamos las plantas nosotros. ¿Vale?
—¿Que no quieres que lo haga yo?
—Claro, mamá, pero te ayudo y te lo hago yo, si quieres.
—Entonces, ¿no me la quieres dejar? Yo te la cuidaría como si fuera mía.
—¡¡Mamá!! Sí quiero, pero ahora mismo no me da tiempo de llevártela.
—Mira que yo te conozco y sé cuándo no quieres hacer algo.
—¡¡Vale mamá, voy a llamar a la oficina para decir que me retrasaré y te las llevo ahora mismo!!
—¿Y te dará tiempo a podar tú misma las plantas?
—¡¡¡MAMÁ!!!
—¡Ay hija! Te has ofrecido tú, ¿no?
—Sí, mamá, pero mañana. ¡¡Hoy no puedo!!
—Al final, lo que tú querías desde el principio: ni me podas las plantas ni me dejas la tijera y el caso es que yo lo sabía.
—Mamá… (respira y baja la voz) voy a llamar al despacho para decir que estoy enferma y no puedo ir a trabajar. Ahora mismo voy a tu casa.
—Vale hija, gracias. No quiero que te enfades por lo que te voy a decir pero últimamente se te ha hecho muy mal carácter. No te ofendas pero quería decírtelo, cariño. Ya por mí da igual, que a los viejos nadie nos hacéis caso ni nos consideráis para nada. Te lo digo por los niños y por el clima de casa. Es muy importante, porque la atmósfera familiar recae sobre nosotras, cariño. Las mujeres somos el pilar de la familia.
—Vale mamá, ahora voy.
—Qué difícil eres, hija mía.

Luisa, la madre de Sole, tenía este poder especial. Era capaz de leer la mente de sus seres queridos. Prefería adivinar lo que estaba pensando el otro que preguntárselo. Para algunas personas el afecto es algo tan grande que puede llegar a otorgarles este tipo de facultades. Piensan que el amor infinito e incondicional que siente, en este caso, una madre por su hija, le ahorra la tediosa tarea de escucharla y puede pasar directamente a adivinar su pensamiento.

En ocasiones el amor y el poder caminan muy juntos. Especialmente cuando la persona piensa que todo lo que hace es por el bien del ser querido, o al menos eso cree.

La costumbre de creer impide a las personas observar. (Aristóteles)

También podemos remontarnos a buscar causas anteriores que expliquen este comportamiento, como la falta de atención y cariño en la infancia. O rastrear procesos de deseo interrumpidos en su biografía. O valorar la necesidad de afianzarse y protagonizar ciertas experiencias, en lugar de atender las necesidades específicas de la realidad.

Por ejemplo, sabemos que Luisa se crió en un ambiente repleto de incertidumbre. No sabía cuándo la iban a reprender o incluso a golpear. Desde niña se entrenó para poder predecir estos episodios. Para ello se fijaba en pequeños detalles como el sonido de los pasos de su padre cuando caminaba por el pasillo de la casa, o en el modo leve de resoplar que tenía su madre cuando respiraba inquieta. Percibía miradas extraviadas de sus padres y abuelos que la enfocaban más allá de sí misma, que en realidad no la veían a ella, sino a otras situaciones antiguas y secretas. Podía pronosticar una paliza solo por el tipo de ruido que hacía la llave al entrar en la cerradura cuando su padre la empuñaba para entrar en casa (1).

Cuando tenía diecisiete años se enteró de que su padre, el abuelo de Sole, tenía pensado abandonar a su familia para irse con otra persona. Luisa quiso impedirlo, pero como en la familia era más importante lo que se notaba y no se decía que la propia palabra, lo que hizo para retenerlo fue tirarse por el balcón. Su cuerpo no llegó a impactar con el suelo, quedó enganchada por su brazo derecho de un hierro que sobresalía del piso inferior. A consecuencia de esto, se le gangrenó y lo perdió. Desde aquel momento aprendió a mostrar discretamente el muñón como alarde de lo que era capaz de llegar a hacer si no se cumplían sus deseos.

Quizá como consecuencia de aquel trance desarrolló un ramito de locura. Aprendió a ejercer esta habilidad de lectura mental que algunas personas asocian con el amor. Pero seguramente es una hipótesis algo forzada. Es difícil atribuir a un conflicto una sola causa. Para darle estabilidad a un problema psíquico es preciso que suceda la adversidad y que además la persona esté predispuesta a configurar, bien un aprendizaje, o bien un trauma. Eso depende del estado en el que le sorprenda el suceso.

Sin embargo, parece más útil pensar que a veces el síntoma es un hábito, una especie de costumbre quizá amparada por la creencia extendida socialmente de que educar es corregir y que la persona sabe lo que le conviene a sus seres queridos incluso antes que ellos mismos lo sepan.

En cualquier caso, el remedio contra la lectura mental y la adivinación del pensamiento consiste en hacer demandas explícitas, en aprender a preguntar lo que se necesita saber en lugar de adivinarlo.

Y es que si no tienes suficientes problemas siempre puedes contar con la familia.

Los puntos suspensivos
que cuelgan de tus labios
acaban de repente
en un tajo del papel
En medio del mensaje
se abre una brecha
de distancia progresiva
de fosa común
de distancia suspensiva
de gritos de papel
sin comprensión

(Trinidad Ballester)

Nota

(1) Ver artículo de Perry, B. D. Incubated in Terror: Neurodevelopmental Factors in the ‘Cycle of Violence’ In: Children, Youth and Violence: The Search for Solutions (J. Osofsky, Ed.). Guilford Press, New York, pp 124-148, 1997

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