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Algunos dirán que es fruto de la casualidad, pero nosotros pensamos que no es así ni de lejos: el hecho de que la música disco y el rock progresivo hayan vivido una rehabilitación casi simultánea a ojos de la intelligentsia resulta, no ya lógico, sino impepinable. De la misma manera que, reediciones mediante, Yes reciben elogios hasta en la Pitchfork (¡cielos!) o que Van Der Graaf Generator ven su trayectoria revisada en esta misma web, aquellos sonidos bailables de los setenta han pasado de ser una delicia underground, solo apta para el público ansioso de quemar las zapatillas (o para productores buscando diamantes que engastar, sample mediante, en sus propias piezas) a ocupar el lugar de honor que les corresponde en la conciencia de los melómanos, más allá del kitsch y del guiño petardo. ¿Pruebas? Pues un par de ellas: Giorgio Moroder, ese titán, ha recibido justo homenaje apareciendo como estrella invitada en el Random Access Memories de sus discípulos Daft Punk, mientras que el percusionista Jean-Marc Cerrone (ilustre garañón de la música francesa más lujuriosa y desorbitada) abrirá este año la programación bailable en el Festival de Glastonbury. El reconocimiento, como suele pasar, llega tarde, pero llega.
Ahora bien, ¿por qué decimos que esto es natural? Pues agárrense, que vienen curvas: durante sus días de gloria, la música disco fue la hermana guapa y que follaba del prog rock. Y, como tal, sufrió un castigo mucho más intenso que aquel cuando le tocó pasar de moda. A partir más o menos de 1977, los grupos progresivos fueron repudiados por la chavalada de la misma manera que aquel pariente pelmazo y fumeta cuyas excentricidades dejan de hacer gracia una vez que se llega a la pubertad. Y no siempre, que a King Crimson o a Robert Wyatt casi nadie les retiró el saludo. Sin embargo, a aquella corriente sonora tan golfa, tan sociable, tan poco timorata a la hora de expresar sus preferencias carnales y/o químicas, tan propensa a juntarse con minorías mal vistas (negros, latinos, maricas, bolleras), le cayó encima una pena mucho peor. Cuando la mala vida comenzó a pasarle factura, quienes antes habían suspirado por sus huesos comenzaron a darle la espalda mientras la tildaban de hortera, de poco auténtica, de nocharniega y demás epítetos reservados, aún hoy, a chicas que afirman la posesión de sus propios cuerpos sin dejarse encarrilar por el patriarcado. Hay que joderse.
Siguiendo este razonamiento, no es extraño que la música disco abundase en tres rasgos presuntamente progresivos por antonomasia: el virtuosismo instrumental (amigos y amigas bajistas, atrévanse con la línea del «Good Times» de Chic si se atreven), el gusto por los álbumes conceptuales y los temas de duración extensísima, de esos que ponen a prueba la resistencia del intérprete tanto como la paciencia del escucha. Esto último, precisemos, venía motivado por la técnica: antes de la invención del maxisingle, los pinchas necesitaban discos de 33 revoluciones para mantener a la pista en marcha sin pausa y sin las incomodidades del formato de siete pulgadas. Pero, frente a maravillas como el Bad Girls de Donna Summer (un disco que empieza con «Hot Stuff» y termina con «Sunset People» no puede ser malo ni queriendo) o el formidable The Tragedy of Romeo and Juliet de Alec R. Constandinos (Shakespeare aposentado, casi al pie de la letra, sobre bases y arreglos tan calientes que dan sudores), como que el Tales from Topographic Oceans se queda un poco deslucido.
La fiesta es para todo el mundo
No es extraño, pues, que el evento más infame asociado a la música disco tuviese lugar en 1978, cuando el presunto back to basics rockero había tenido lugar a ambos lados del Atlántico. Hablamos de la Disco Demolition Night, aquelarre garrulo invocado por el locutor Steve Dahl en el estadio Comiskey Park de Chicago. A fin de ‘animar’ un partido de béisbol entre los locales White Sox, y los Tigers de Detroit, Dahl instó a sus oyentes (la mayoría blancos, hetero y de clase media) a deshacerse de sus vinilos de música discotequera. Lo demás, se lo pueden imaginar: una turbamulta muy intoxicada invadiendo el terreno de juego, al menos treinta heridos, suspensión del encuentro y cientos, cuando no miles, de discos hechos añicos a base de explosivos y gasolina en llamas. «Era como ver a nazis quemando libros», dijo, con mucha razón, un Nile Rodgers exasperado.
Con los años, y con la reflexión, los ha habido que han tratado de dotar de razones profundas a la Disco Demolition Night: que si el discotequeo estaba asociado al estilo de vida de las clases altas (vestidazos para ellas, patas de elefante para ellos, copas a precio inhumano en los garitos, muchísima cocaína), que si las discográficas lo habían impuesto machaconamente, que si muchos artistas se habían subido al carro de forma más o menos bochornosa (si recuerdan aquí a los Rolling Stones y su «Miss You», tengan presente que es uno de los ejemplos más dignos), que si Fiebre del sábado noche había popularizado el asunto en demasía, que si Boney M… Y algo de verdad hubo en todo aquello. Pero hay formas y formas de decir las cosas, y, puestos a elegir, nosotros nos quedamos con los sopapos arreados contra el género por Frank Zappa («Dancin’ Fool») o por Funkadelic antes que con cualquier orgía de testosterona.
Lo cierto es que en la ola antidisco de finales de los setenta hubo muchísimo racismo, y muchísima homofobia: el público homosexual y las minorías étnicas habían acogido el estilo con entusiasmo, al igual que muchos blancos de clase obrera. Además, constantes como la desaparición de la rockstar masculina en favor de la diva gayfriendly, del grupo prefabricado o del productor que se esconde detrás de la mesa de mezclas (Moroder es el caso más conocido, pero también podemos recordar a Gino Soccio, a Patrick Cowley, al tándem de Kenneth Gamble y Leon Huff desde Filadelfia, y a muchísimos más) jugaban en contra de prácticamente todos los dictámenes que la eclosión de los sesenta le había impuesto a la música popular. Ahora bien: con los reparos que se quiera, este énfasis en la obra por encima del artífice tuvo consecuencias muy positivas. Entre ellas, el hecho de que la música disco se internacionalizó con ganas, con gozo y con resultados muy disfrutables.
Giorgio Moroder, sin ir más lejos, es suizo, y trabaja a medias entre Munich y Los Ángeles. Jean-Marc Cerrone es francés. Gino Soccio es canadiense. ABBA seguían siendo suecos cuando grabaron pepinazos como «Dancing Queen». Y, qué demonios, también podemos recordar que Baccara venían de Logroño, nada menos. Pasando por alto debilidades personales (como las también gabachas Poussez y su muy lujuriosa «Come And Do It»), señalemos también que la vieja Europa, especialmente Italia, sirvió de asilo para el género cuando este fue desterrado de territorio estadounidense. Cantar las alabanzas de Claudio Simonetti (ese mismo que, cuando la ocasión lo requería, se ponía al frente de los Goblin para llenar de espantos sonoros las películas de Dario Argento), de Gazebo, de Kano, de Pino Massara (socio de Franco Battiato, agárrense), de Roberto Ferrante (responsable oculto de exquisiteces como el «Eyes» de Clio) o de otros progenitores del italodisco nos haría llenar un artículo entero, y tampoco es plan, máxime porque queremos darle a esto un matiz de elegancia y eso es difícil si uno sabe que, al final del camino, acechan las irresistibles horteradas de Baltimora o Den Harrow.
Aun así, no nos resistimos a recordar cómo, también desde el país de la bota, el proyecto Macho tomó todo un himno del rythm and blues británico como el «I’m A Man» del Spencer Davis Group para convertirlo en un desbarre de diecisiete minutos con aroma a cuarto oscuro (y no de los de revelar fotos, precisamente). Las pulsiones latentes en el estribillo eran las mismas que las del original, al menos en su vehemencia, pero su objeto había dado un giro de ciento ochenta grados, por cosas del contexto y los estilemas. Y, para colmo, aquello seguía siendo un temazo, porque una de las especialidades del género disco era la de apropiarse de monolitos rockeros para expandirlos, deformarlos y reapropiárselos con miras a la pista de baile. En cualquier caso, recalquemos que en dicha pista, al igual que en la cama, las alturas son lo de menos, y que entre los mayores méritos de esta corriente puede citarse su capacidad para universalizar, convirtiendo su ámbito en un territorio abierto a cualquier expresión de género y cualquier libido, con la disposición a desmelenarse y el buen rollo como únicos peajes a pagar.
«Tengo a todas mis hermanas conmigo»
Ya que hablamos de género y sexualidad, cabe señalar que el disco no solo propulsó las manifestaciones de la lujuria en la música pop: como hijo que es del soul y del funk, géneros hormonados donde los haya, eso se le supone. Debemos insistir en que, en su seno, el deseo femenino obtuvo una representación poco corriente, vehiculada además por otros factores de valiosa consideración. Hagamos un ejercicio: primero, evoquemos las voces de de Anita Ward entonando (melosa ella) ese himno a la estimulación clitoriana que es «Ring My Bell», o de las Silver Convention elevándose con «Fly Robin Fly» en busca del clímax inacabable, etéreo y perfecto. Después, imaginemos lo que debía suponer ver a una señorita danzar grácilmente esas canciones vistiendo un modelo de Roy Halston. No haría falta ser hombre heterosexual o mujer lesbiana para desmayarse de la impresión.
Aunque las palabras disco fashion traigan a la memoria solapas gigantescas, zapatos de plataforma y pelucones afro, cuando no anuncios televisivos de infausto recuerdo, investigar en la obra del susodicho Halston (el tipo que, antes de vestir a las clientes más punteras del Studio 54, había diseñado el sombrero pillbox de Jackie Kennedy: poca broma) o en la etapa setentera de Yves Saint Laurent, entre otros, resulta en una imagen muy distinta. Hablamos de trabajos inventivos, caracterizados por la comodidad, por la innovación en los materiales y por la falta de trabas que ponen a los movimientos de sus usuarias. Después de la píldora y antes del sida, aquellos vestidos sueltos (merced a los cuales, los volúmenes y los kilos no se hacen tanto notar), aquellos jump suits, aquellos tejidos ligeros y aquellos pantalones anchos proclamaban la voluntad de bailar, y por ende la de copular, sin más trabas que las fijadas por el propio ánimo. Si la Michelle Pfeiffer de El precio del poder les parece uno de los summums de la elegancia en el cine, ya saben a quiénes darles las gracias.
Mucho ojo, eso sí, porque no podemos idealizar estos síntomas: si bien la moda desdeñaba rigideces y las voces invocaban la autonomía personal y sexual (no como algo a conquistar, nótese, sino como algo al alcance de la mano en cuanto una se atreviera), la producción musical solía encasillar a las artistas como mascarones de proa dirigidos por varones en la sombra. Aun así, cabe señalar la presencia de compositoras (Valerie Simpson, cuya ilustrísima trayectoria junto a Nickolas Ashford incluyó pinitos discotequeros durante los setenta) y de ejecutivas tan astutas como Sylvia Robinson, aquella mujer cuyo talento y cuya rapacidad al frente de Sugar Hill Records tuvieron un papel crucial en la génesis del hip hop. Además de todo esto, cabe señalar que, aunque sus autores fueran dos tíos (Nile Rodgers y su compinche Bernard Edwards, para más señas), «We Are Family» de Sister Sledge fue, y esperamos que siga siendo, un himno capaz de levantar hasta el paroxismo muchos bares de esos a los que solo van chicas. O que, cuando LaBelle cantan acerca de una prostituta criolla en «Lady Marmalade», sus voces no suenan ni a juicio ni a conmiseración, sino que alaban el poderío de una superviviente: no en vano, antes del «Voulez vous coucher avec moi ce soir?» de las narices, Patti Labelle, Nona Hendrix y Sarah Dash entonan ese «Hey, sister / Go, sister / Soul sister» que suena a tacones castigando acera. Sororidad, ya saben.
Mientras hablamos de todo esto, no podemos olvidar que la música disco fue coetánea del glam, y que, al igual que este, sus innovaciones en este campo reflejan el cacao sociosexual que siguió a la revolución sexual de los sesenta en el primer mundo. Aun así, seguimos prefiriéndola y elogiándola, por polimorfa, por aventurera y porque el rock glamuroso fue en su mayor parte un campo de nabos, los cuales para colmo se distinguieron como chaqueteros de aúpa: ahí tienen al Bowie de Let’s Dance y Never Let Me Down, jurando y rejurando que, a él, los tíos ni fu ni fa, pero nunca en la vida. Y, antes de que alguien nos pille en un renuncio, recordándonos la conversión al cristianismo evangélico (y homofóbico) de Donna Summer, o que nos dé por hablar de una «cultura de envidia del clítoris», como al listillo de Simon Reynolds, cambiamos de tema haciéndonos una pregunta: ¿por qué, si su público se compuso en buena parte de varones gais, la música disco tuvo en la vocalización del orgasmo femenino uno de sus sonidos más característicos? Con menos que esto se han escrito tesis doctorales.
«Baila conmigo hacia el futuro»
Tómese la canción «Our Love» de Donna Summer (sí, otra vez ella, pero qué se le va a hacer). Escúchese con atención, y pregúntese el oyente si allí hay algo que le suena. La respuesta es «sí», y cómo: dicho tema les valió a los espabilados de New Order la concepción, no de una, sino de dos de sus mejores canciones. Desde su Manchester del alma, Bernard Sumner, Peter Hook y la parejita fusilaron su línea de secuenciador para «Temptation», y, no contentos con ello, también echaron mano de su redoble de bombo para armar la celebérrima «Blue Monday». Este ejemplo, uno entre miles, nos sirve para remachar nuestro último argumento en favor de la música disco: su extrema generosidad. Al correr de las últimas cuatro décadas, pocas son las tendencias rompedoras dentro de la música pop que no le deban uno o múltiples favores.
Sin ir más lejos, y pese a esos puntos de contacto con el rock progresivo que apuntábamos al comenzar este informe, el disco encontró aliados imprevistos en las huestes del punk. En sus memorias, por ejemplo, John Lydon cuenta cómo los bares gais (en los que esta clase de sonidos se dejaban oír sin descanso) eran un santuario para él y para sus amigos y amigas ansiosos por dar la nota sin arriesgarse a que les dieran de hostias. De la misma manera que los garitos de inmigrantes anglocaribeños donde se escuchaba reggae, el futuro cantante de los Sex Pistols pasó bastantes horas en dichos ambientes, cosa que, si bien no le libró de seguir siendo un palurdillo, sí le dotó de habilidades que habría de emplear en sus mejores álbumes, aquellos que firmó al frente de Public Image Ltd.: escuchen el tema «Fodderstomp» (de First Issue) o «Swan Lake» (de Metal Box) si se tienen dudas. Así mismo, pueden acudir a los trabajos de The Pop Group, de las inmarcesibles The Slits o, ya en Estados Unidos, a los de Contortions, Liquid Liquid u otros vanguardistas neoyorquinos. De Arthur Russell, ese genio cuya obra es tan difícil de describir como de encasillar, apenas podemos recomendarla de todo punto y en toda situación. Y es irónico pensar que, en ese mismo downtown de Nueva York en el que se mueve Russell, velará sus armas una tal Madonna, cuya obra sigue mereciendo (pese a los años, y pese a los deslices) un respeto enorme.
Explorar la huella del disco en el pop más desacomplejado de los ochenta (de Duran Duran a Swing Out Sister, pasando por los ABC o las producciones de Trevor Horn) llevaría un artículo entero. También exigiría mucha concentración observar la dialéctica de nuestra historia con el auge del dance durante los noventa, por lo cual nos limitaremos a execrar aquello del «techno inteligente» como producto de un esnobismo injustificable. Solo queda aconsejar que, antes de extasiarse con Lindström o con los nuevos manejos del sello Italians Do It Better, realicen ustedes un viaje al pasado, de la mano (sin ir más lejos) de los estupendos recopilatorios Disco Discharge o de su servicio de streaming preferido. Recuerden que, con o sin su presencia, la bacanal continúa.
Muy bien gafapastas (sin ánimo de ofender), ya era hora, os estábamos esperando. Ahora, a bailar! O no habeis venido para quedaros?
Bueno, que lo del gafapastismo anti-disco, anti-electro, etc, es un fenómeno muy ibérico, del nivel de la cabra y el campanario. Ya se sabe, que en los países desarrolados, esto no pasa. Dense una vuelta por el norte.
Buen artículo. Básicamente lo mismo que le pasó en su día a la música disco, puede aplicarse a géneros actualmente en la mirilla de la crítica y los paladines del buen gusto, como por ejemplo, el reggaeton.
igual dentro de un par de décadas se reivindican sus producciones, y nos reímos de lo que hoy en día se considera vanguardia o buena música.
Y es que el tiempo suele dar la perspectiva adecuada.
O no, como claramente se puede leer en este artículo…
Ese es el motivo por el que uno debe escuchar lo que más le plazca y no lo que esté de moda…
«Y es que el tiempo suele dar la perspectiva adecuada».
No estoy del todo de acuerdo. Como muy bien ha dicho don Pedro Infante, este artículo (en cierto modo) es una prueba de que no siempre es así.
Y, sinceramente, creer (aunque sea un ejemplo muy forzado) que el reguetón será reivindicado un día, es muuuucho creer; además de tener unas tragaderas muy anchas y (con todo el respeto del mundo) estar aquejado de una falta de criterio y una tendencia a la relativización preocupantes.
Sin acritud.
Se reivindica hoy a Raphael, Camilo Sexto, etc… y sin entrar en valoraciones ¿no fueron en su momento tan o más despreciados por el «establishment» culturl de turbo como el reggaetón o el flamenquito?
No son estilos que me gusten, pero sencillamente digo que la crítica musical supuestamente elaborada y formada es tan influenciable por las modas como la «plebe», y en ese sentido leo este artículo.
Pingback: La música disco exige tu respeto
Jean-Michel Jarre prepara un disco de colaboraciones (Gesaffelstein, M83, Moroder, Carpenter, Zimmer, Massive Attack, Tangerine Dream, Moby).
https://soundcloud.com/jeanmicheljarre
Jarre, como Vangelis, fue un pionero de la electrónica, pero nunca hizo música bailable, que es la dirección que tomó la electrónica. Sin embargo, la influencia sonora, o al menos la admiración, de las siguientes generaciones es evidente.
… es lo que pasa cuando un viejo roquero pecholobo suelta en el bar que el «rumore» de la Carrá es un temazo…
https://www.youtube.com/watch?v=Wb0NmUIK8aE
Pues que se te descojona el personal y te canta lo de la mujer dentro del armario. Pero es que lo bueno es bueno. Aunque no sé siquiera si eso es «Disco» o «Spaghetti disco» o qué demonios. Pero me pone. Y la canción también.
El artículo, como siempre en Jot Down, está bien y es divertido (e ilustrativo).
Pero, francamente, yo ya tengo una edad. Y, precisamente por eso, recuerdo perfectamente -era un preadolescente que empezaba a escuchar música- el último periodo de auge de la música Disco (1977-80). En consecuencia, no puedo estar de acuerdo con el tono ni con el espíritu.
PORQUE RECUERDO (ejem).
Lo peor de la música Disco, en su momento, no fue tanto su mayor o menor calidad y acierto (allá cada uno con sus gustos personales… Los míos -lo reconozco- eran y son otros) como su insoportable omnipresencia. Algo que las nuevas generaciones (todas las que no lo vivieron) no pueden ni siquiera imaginar.
Olvidaos de esas historias que habéis leído y que hablan de la hegemonía del rock sinfónico a mediados de los 70, de lo popular y divertido que era el glam (que, por cierto, no fue realmente contemporáneo suyo), de la explosión termonuclear que significó la aparición del punk en el 77 etecé. En serio… Olvidaos de ellas. Todo eso podía estar pasando, sí. Y ser muy importante. Y figurar en las enciclopedias. Pero lo que dominaba el mundo entre 1975 y 1980 como nunca nada lo ha dominado antes ni nunca nada lo volverá a dominar era la música Disco. Tal cual.
Y, doy fe, aquello era una auténtica pesadilla.
Si creéis que puede compararse a lo que en España hemos sufrido (y seguimos sufriendo) con la omnipresencia de cosas como el flamenquito, los Bisbales, el reggetón o el electro-latino lo entenderé. Porque sois jóvenes, inocentes y no tenéis maldad. Vuestra adorable inexperiencia os hace pensar que no ha podido haber una plaga mayor, más invasiva, más cansina. Pero estáis equivocados. La hubo. Y su protagonista fue la música Disco, que extendió su tiranía y sus tentáculos durante la segunda mitad de los setenta, contaminando cualquier manifestación estética, musical y hasta espiritual, dominándolo todo y a todos.
Como muy bien ha dicho el Sr Yago García, hasta el mundillo del «ruock de toda la vida» terminó sufriendo algo parecido a una abducción. Los Rolling Stones, sí. Los Bee Gees (que hasta 1974 eran una banda de pop melódico de la escuela beatlelesca), por supuestísimo. Incluso los Kiss, Marc Bolan, los Pink Floyd o los nefastos Queen. Por citar unos pocos. Porque fueron cientos. Casi todos.
Hasta el punk (vuelvo a darle la razón a don Yago) se rindió. Añado, a los nombrados por él, los mismísimos Clash, los Talking Heads o los Blondie. Porque apenas se salvó nadie. El virus, o lo que sea, llegaba a todos los sitios.
Por eso yo sí entendí el hooliganismo redneck y bestia de la Disco Demolition Nigh; como entiendo las jacqueries campesinas de la Edad Media, la revolución francesa, los disturbios obreros británicos del XIX o la revolución rusa. Había que hacer algo… Aunque no sirviese de nada. Era mucha opresión. Demasiada. Y, al final, la gente termina saltando.
Otra cosa: la «gay connection» del Disco es evidente, sí. Existió; nadie puede negarlo. Pero creo que aquí se da un exceso de perspectiva. O un defecto de ambientación. A mediados de los 70 los homosexuales, aun conformando un colectivo autoconsciente, influyente e importante desde todos los puntos de vista (cultural, social, de consumo) no eran, todavía, lo que son ahora. Lo que vienen siendo desde finales de los 80 y principios de los 90. Insistir en el carácter filo-gay del Disco, sin ser falso, puede inducir a error. En 1978, los consumidores de música Disco eran, en su inmensa mayoría (inmensísima) adolescentes y jóvenes (de ambos sexos) de orientación hetero. El «lobby» gay (dicho con todo el respeto, y recurriendo a una expresión que no me parece acertada… Pero así nos entendemos) no era, ni de lejos, tan determinante e influyente como lo fue después. Ni tenía una milésima parte de la presencia que puede tener ahora.
Una última puntualización; relacionada, además, con lo anterior. La «revalorización» de la música Disco no es cosa de ahora. En realidad, su revival y reivindicación empezó a mediados de los 90. Y con bastante intensidad. De hecho, los años 90 fueron, de alguna manera, una especie de revival de los 70 (como los 80 lo habían sido de los 60, ejem). Y, en consecuencia, el Disco volvió a adquirir presencia y a ser «puesto en valor» (que dicen los poetas) de forma evidente y con mayor fuerza que ahora mismo. En parte, también, porque la subcultura gay había mantenido cierto culto por esos sonidos a lo largo de los años. Y es precisamente en los 90 cuando lo gayer alcanza su normalización social de forma definitiva y (al menos en un primer momento) hasta tiene su momento de gloria hip. Incluidos sus tics culturales, sus estéticas y sus músicas. Pero vamos… Que durante la segunda mitad de los 90 la Disco-music de marras vivió una especie de auténtica segunda edad de oro. Mayor que la de ahora (que yo no veo tan evidente).
Pues eso…
Disculpad el rollo y enhorabuena a don Yago García y a Jot Down por el artículo. Interesante, entretenido e ilustrativo, como siempre.
Buena reflexión, aunque es normal que el estilo predominante afecte a todos los estamenos musicales.
En los 80 también todos los grandes (hasta Dylan!) hiciero discos synth-pop, y no se produjo una reacción tan áspera hacia este estilo. Quizás los tiempos eran, si no más tolerantes, sí menos vehementes y relativizadores. Sí que creo que algo de homofobia y de machismo había, aunque probablemente no fuera la principal fuerza, en la reacción de hostilidad hacia la música disco.
En realidad sí se produjo una reacción contra el synth-pop, amigo mío.
Los 90 fueron, de alguna forma, un revival de los 70 y (en parte) un revival de la producción «orgánica» (incluyendo la de los 60, por cierto). Volvieron las cuerdas, las baterías «de verdad», el tan traído y llevado «Lo-Fi» y durante unos años (bastantes) los sonidos ochenteros fueron anatema absoluto. Y una época no sólo superada, sino aborrecida e insoportable. Sobre todo las producciones.
La música disco exige respeto? Por qué habría de exigirlo? Es broma? No la entiendo? Y el punk? Queda mal decir que el punk es música (si lo fuera) para descerebrados?
O no se lleva?
Yo siempre se lo tuve(el respeto).quizas por que pertenezco a casi todas esas minorias a las que se supone gustaba…
Siempre me ha asaltado la siguente duda
¿por qué la música electrónica siempre ha tenido la vítola de innovadora cuando tiene los mismos años que el rock?
Nadie suele decir que Elvis es innovador pero todo el mundo dice que kraftwerk si. Cuando los dos lo son.
Tampoco entendiendo a los grupos de rock que cuando coquetean con la electrónica dicen que dan un paso a delante, cuando estan dando un paso atras de unos 50 años.
Es algo parecido al rap, parece que meter algo de rap queda moderno cuando es un estilo que tiene mas de 30 años…
O también estas colegialas tipo Russian Red que hacen un remedo choni de Joni Mitchell. Y van de modernas…
Lo importante es que la canción mole sin vender ideas gafapastiles de innovación y pollas por el estilo.