«Hablemos sobre mi muerte», espetó Kim Fowley a Mike Stax para el fanzine Ugly Things en 2001. Acto seguido, explotó a hablar, ya imparable: «Llevo muerto mucho tiempo. En verdad espero morir después de una buena cena, en una cama con sábanas limpias. Probablemente acabaré en el infierno porque me gustan las tipas guarras y sospecho que en el cielo sonarán cosas tan infumables como Pat Boone. ¿De qué me arrepiento? De no haber sido más malo. Soy el tipo más cool del mundo. Soy el tipo más gilipollas del mundo».
El pasado 15 de enero Fowley soltó su última frase: «Stay teenager, stay r´n´r» y dejó de hablar para siempre. Murió en Los Ángeles, acogido en casa de Cherie Currie, la cantante de The Runaways, la mejor all girls band de historia —con permiso de The Ronettes— que Fowley ideó, cocinó y produjo.
Currie declaró una vez que Fowley era «un bestia al que no se le debería permitir acercarse a las chicas jóvenes», y anduvieron en batallas legales por temas de derechos durante décadas, pero la vida da muchas vueltas: se reconciliaron en 2008, y Currie decidió cuidar de él en los últimos meses de su vida. En cualquier caso, Fowley alumbró a las Runaways, pero hizo mucho más. Fue, sobre todo, una máquina de hacer canciones —un «puto jukebox humano», según sus palabras— y un tipo que fue testigo y parte de la extraordinaria revolución sónica vivida en la década de los sesenta.
Fowley no se andaba por las ramas: se autoproclamaba leyenda viva, y ese fue el nombre que le puso a su sello discográfico. Fue también productor, manager, genio y figura, pero Fowley no podía estar más en desacuerdo con esas definiciones: «Como ser humano soy un pedazo de mierda, como bussiness man soy un auténtico gilipollas, pero como performer soy sensacional, soy acojonante».
A todas luces indefinible, Fowley fue fruto de una interesante camada: los cachorros de Hollywood que crecieron en la época dorada del negocio cinematográfico y se hicieron jóvenes salvajes a caballo entre la década de los cincuenta y los sesenta. Su padre era Douglas Fowley, el desesperado director de cine que gritaba a la actriz lerda en Singing in the rain:
Vivió en un ambiente especial: sus compañeros en el instituto fueron Jan & Dean y el futuro Beach Boy Bruce Johnston, para quien empezó a escribir canciones en 1957. El 3 de febrero de 1959 oyó por la radio que se había estrellado el avión de Ritchie Valens, Buddy Holly y ya no volvió más a clase. En ese preciso momento, como una iluminación, decidió que se iba a dedicar a la música. Aunque no encontró mucho apoyo familiar. Su padre le advirtió al respecto: «No eres judío, no eres de la mafia, no eres negro ni hillbilly. Ni siquiera eres guapo. Entonces, ¿por qué cojones crees entonces que tienes alguna oportunidad en el negocio de la música?». Obviamente, hizo caso omiso a los cenizos consejos paternos y, sin perder tiempo, se pateó todos los estudios discográficos de la ciudad. En verano de 1960 publicó el single «Alley Oop», coproducido con The Hollywood Argyles. Funcionó como un cohete y fue bombazo. Llegó al n.º 1:
Nunca lo sabremos, pero quizás Fowley ya no se recuperó de tan súbita experiencia: tener un sueño que se antoja imposible y, contra todo pronóstico, conseguirlo prácticamente al instante. Y vuelta a empezar. Hasta 1963, Fowley perseveró, intentó ser escuchado y tomado en serio por las buenas: ofrecía amablemente sus servicios, sus canciones, su tiempo, su alma. Incluso «era correctísimo, iba trajeado, era amable, elegante, iba aseado», puntualizó en una ocasión. Un día llegó un nuevo rechazo, esta vez de Capitol Records y, así, de un plumazo, decidió tirar todo eso por la borda. Para empezar, optó por no cortarse el pelo —«Es difícil hacerse a la idea de cómo dejarse el pelo largo liberó a tantos hombres en aquel tiempo», dijo un día— y, sin más dilación, decidió, según sus palabras, «dejar de ser educado, sacar dinero de donde pudiera y follarme todo lo que se moviera».
A finales de ese año, precisamente Capitol sacó el single de un nuevo grupo británico: era «I want to hold your hand», de los Beatles. De repente, «fue como si alguien hubiera lanzado una bomba en el negocio musical», afirmó. Decidió viajar a Londres porque quería conocer de primera mano qué pasaba por allí y averiguar qué ingredientes habían hecho posible que unos chavales ingleses robaran la escena musical juvenil de forma tan abrupta como incontestable.
La inmersión sixties de Fowley parece fruto de un rumboso guionista de Austin Powers, pero es tan real como imbatible: por ejemplo, en una fiesta Brian Jones le robó un gato porque consideraba que no lo cuidaba bien, se hizo amigo de Christine Keeler antes del caso Profumo, y vivió en la antigua casa de Shirley Bassey. Y todo tiene su explicación: «Una de las mejores cosas de los sesenta es que todo el mundo quería conocer a todo el mundo, no como ahora, cada uno metido en sus rollos». Más que nada y sobre todo, vivió la efervescencia de la escena londinense: entre muchísimo otros, vio a The Who antes de serlo —los grandísimos The High Numbers—. «Fueron la primera banda punk, sin duda», aseguró Fowley, al menos de la vieja Europa:
Con la llegada de la niebla y el frío del otoño inglés voló de vuelta al sol de California, justo a tiempo para ver uno de los primeros conciertos de The Byrds. Fowley conocía a todo el mundo y estaba en el epicentro del terremoto musical que se vivió en aquellas noches. Una vez explicó que vio tocar a The Yarbirds en un club en Los Ángeles y que, en el momento del inicio de la actuación, se quedaron momentáneamente sin luz en el escenario: optaron igualmente por iniciar la actuación y empezaron a tocar la introducción del tema «I´m a man» totalmente a oscuras, con los amplificadores a todo trapo. Cuando de golpe regresó la iluminación, toda la audiencia —unas doscientas personas— enloqueció y rugió al ritmo de la canción. Una experiencia sónica en toda regla. Mientras, en la puerta del garito, Marlon Brando, Natalie Wood y Joan Baez se tiraban de los pelos porque se lo estaban perdiendo: se habían quedado en la calle porque el local estaba lleno hasta los topes y no entraba un alfiler.
Fowley es el tipo que siempre estuvo allí, el que huele y casi palpa todo el éxito, el dinero y un lugar en la historia de la música. El que conoce a todos, el que les aconseja, el que a veces colabora en sus discos y se va de fiesta con ellos. Vivió de primera mano las sucesivas vueltas de tuerca de la revolución musical de gran parte de la década de los sesenta y parte de los setenta, y vio ante sus ojos el nacimiento y desarrollo de Beach Boys, los Who, los Rolling Stones, los Byrds, Bob Dylan, Jimi Hendrix, Frank Zappa y Alice Cooper. Y era muy consciente de lo que estaba pasando: en ese momento, con nombres de ese calibre a tu alrededor «lo que hagas no cuenta mucho, aunque sea interesante», afirmó. Tenía, claro, sus obsesiones personales. Una era Phil Spector —a su vez obsesionado con Brian Wilson, de los Beach Boys—, de quien afirmaba que, para su desgracia, siempre iba un paso delante de él —exactamente «un año y medio», según sus cálculos— en materia de canciones y producción. El otro era Jim Morrison: siempre creyó que el cantante de los Doors le robó la melodía de su tema «The Trip» para componer «Soul Kitchen». «Si hubiéramos firmado los dos el tema, otro gallo me habría cantado», afirmó.
Fowley era un compilador de momentos únicos, un historiador de la música andante, y sus más increíbles historias y excéntricas afirmaciones resultaron ser asombrosamente ciertas, según se encargaron de contrastar diversos entrevistadores. En su inabarcable periplo por bares, hoteles, callejones y clubes, habló con todo el mundo. «¿Cuál es tu secreto?», le preguntó respectivamente a Brian Wilson, a John Lennon y a Bob Dylan en diferentes años, en sitios distintos. El primero le contestó: «Es muy fácil: el año tiene doce meses, y yo escribo sobre el calendario». «¿Cómo?», le repreguntó Fowley. «Que escribo sobre los nueve meses de instituto y los tres meses de vacaciones, es decir, sobre la rutina de la escuela y, después, sobre la diversión del verano», le aclaró Wilson. El segundo, Dylan, fue bastante más escueto: «Explico historias y hago preguntas». El tercero, Lennon, fue más filosófico: «Los Beatles dejaron de ser una banda cuando dejaron de intentar mejorar, reescribir, reinterpretar o reinventar los discos favoritos que nos gustaban en cada momento».
Al margen de consejos, Fowley tenía que vivir: lo ficharon en Imperial records en 1968 «simplemente porque llevaba el pelo largo», aseguró, colaboró con Gene Vincent, con Blue Cheer, con los Modern Lovers, con los que pudo, con los que lo quisieron, y sobrevivió para contar su rico y extravagante periplo por el planeta Tierra. Vivió el tiempo suficiente para ver la película de Hollywood —en otro tiempo su casa, su centro de operaciones— sobre The Runaways, con Kristen Stewart y Dakota Fanning como Joan Jett y Cherie Currie respectivamente, y un rudo Michael Sannon ejerciendo de pérfido Kim Fowley. Descanse en paz, libre al fin de Pat Boone, en el infierno.
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Bonito artículo…
Fowley era todo un personaje, tan malhablado y polémico como necesario. Gente como él o Claude Bessy fueron una parte importantísima y necesaria para el establecimiento del punk en Los Ángeles, pese a que toda la gloria se la llevó la escena de Nueva York.
No tenía ni idea de que hubiera muerto, la verdad. DEP.
Siempre me he preguntado de qué vivía este hombre, puesto que todas las crónicas lo circunscriben a su temprano número 1 y a ‘inventarse’ a las Runaways.
Por cierto, creo que la obsesión entre Phil Spector y Brian Wilson era más bien de éste último al primero (sobre todo por ‘Be my baby’) o, en su defecto, algo mutuo; Spector siempre ha tenido un ego demasiado estratosférico como para admitir debilidades o filias.
Kim Fowley vivía de lucrativos royalties, siempre se aseguraba firmar alguna de las composiciones de los discos que producía. La mayoría de artículos olvidan que Fowley fue el productor nada menos que del «papa oom mow mow» de los Rivingstones o el productor de la BSO de American Graffitti. Pero casi nadie destaca sus propios álbumes, que si bien no vendieron mucho en su momento, hoy son grandes gemas de la historia de la música popular, por ejemplo Outrageous, el señor Fowley deja el germen en este LP de 1968, de lo que un par de años después seria el sonido Detroit, influenciando a bandas como The Stoogees o MC5; clásicos como The day the earth stood still o I’m Bad de 1970 y 1972 son joyas imprescindibles, y sobre todo el International heroes de 1973, del cual se ve a Fowley posando con su portada en el artículo. Un genio infravalorado en definitiva.
Mas nombrado que escuchado. Figura de culto, y asociado para siempre a «exitos de otros». Todo un crapula y un buen hijo de puta Mr Fowley.
Cuando vi la pelicula sobre Runnaways, disco buenisimo el firmado por Cherry a su nombre y producido claro….por el señor de colores que aqui se trata.
Algun compañero comenta los discos a su nombre. Creo que poca gente ha escuchado todos. Yo, al menos de momento, no. Se habla de Outrages como su gran obra pero pars mi, ese honor, de lo que conozco al menos, es International Heroes. Disco de glam que ha envejecido realmente bien y que tiene algo de ese toque punk que apareceria despues. Nada tiene que envidiar a totems del genero como Slade.
¿Un cabron? ¿Un suertudo? ¿Un icono? ¿Figura de culto? Todo a la vez y mas. Por favor, que alguien le dedique una pelicula. Ya se que existe la de las Runnaways pero….a mi se me queda corto.