Opinión Portero delantero

Hermidiana

Imagen: RTVE.
Imagen: RTVE.

Jesús Hermida vagaba por el plató con la palabra por toda brújula, abrigando el verbo como debieron de abrigar el fuego los hombres del neolítico. Llevaba un canutillo de folios que le servía para compensar su bamboleo de chamán, un poco a la manera de esos funámbulos que se ayudan de una pértiga para mantener el equilibrio. También Hermida caminaba sin red, pues eso y no otra cosa es locutar sin teleprompter, y si hubo teleprompter jamás lo pareció, que es al cabo lo que importa en el show bussiness. Supimos de la dificultad de semejante ceremonia cuando Carrascal, a su modo un antihermida, se irguió aparatosamente al final de un telediario, anunció un escarpado comentario del día y empezó a silabear contra el cristal. A Hermida, en fin, aquel hatillo de papeles le valía, sobre todo, para estabilizar su cabeceo, ensartar el aire en una rúbrica postrera y, sin dejar botar el tupé, ceder la vez a alguna de sus ayudantes. Empezaba entonces otro espectáculo: el de las prácticas remuneradas de quienes, andando el tiempo, serían conocidas como las Chicas Hermida, las Soriano, Berlanga, Herrero y compañía (solo Almodóvar ha merecido —también— esta prerrogativa). Comparecían hechas un manojo de nervios, acaso conscientes de que, antes que presentadoras de un magacín baboso, eran concursantes de una ilusoria «Academia de Televisión».

El súbito prestigio que a principios de los noventa cobró la tele entre el pijerío femenino, y que contribuyó a la congestión de las facultades de Periodismo, se debió, en parte, a la irrupción de las cadenas privadas y, más precisamente, al Antena 3 Style, aquel sufrido afán por trasplantar a la televisión los modos de una radio que, de la mano de Antonio Herrero, José María García y Carlos Pumares, se había convertido en el abrevadero infosentimental de dos generaciones de españoles. Ni que decir tiene que Hermida, con sus atentas reconvenciones (rara vez perdió los nervios con alguna de sus «alumnas») supo explotar a su antojo el filón metatelevisivo, en lo que fue el primer eslabón de los modernos realities. No en vano, ya por aquellos años estaba de vuelta de casi todo. Su corresponsalía en Estados Unidos había sido pródiga en anécdotas que, estas sí, hube de saberlas por mi padre. Como la del gato. Resulta que, en una crónica desde su casa de Nueva York (no Washington, como he oído por ahí), cuando las cintas no eran reutilizables y solo le quedaba un tiro, su gato cruzó el escritorio justo en el instante en que despedía la emisión y no tuvo más remedio que enviar esa grabación, felino incluido. «Con la fama de excéntrico que tengo», recordaba, «solo me faltaba el gato y que no hubiera más cinta; ¡creerán que lo tenía preparado!». O el día en que, en su programa de tarde, celebró la victoria de no sé qué partido en una provincia, creo que andaluza, por un solo voto. «Un voto», dijo, y anduvo a vueltas con la papeleta durante casi cinco minutos, glosando las virtudes de aquel sufragio cual si se tratara de un gol del carrusel. Sin suspicacias; con Hermida, no había lugar a la menor sospecha de sectarismo: a la derecha la trató con deferencia y a la izquierda, como un animalillo revoltoso. Su última gran aparición dio lugar a un malentendido. En realidad, a esas alturas del partido, era el rey quien entrevistaba a Hermida.

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Un comentario

  1. En el mundillo de la filosofía están las conocidas como «Muguercitas», o las discípulas más importantes de Javier Muguerza. Si no me equivoco, son Adela Cortina, Victoria Camps y Amelia Valcárcel

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