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El niño que se desnudó delante de una webcam, un cóctel molotov literario

EL NIÑO QUE SE DESNUDO DELANTE DE UNA WEBCAMJose Serralvo es un tipo valiente.

Para comprobarlo basta con echar un vistazo a su agitada trayectoria laboral en el Comité Internacional de la Cruz Roja: igual negocia con un comandante de las FARC que atraviesa el Congo acompañando a un huérfano hutu… Por no mencionar que escribe en Jot Down, que eso siempre curte. Sin embargo, las mejores pruebas de su valentía están en el tema que ha elegido para su segunda novela y en el hecho de no haberse dejado arredrar ante las incomprensiones iniciales con que topó, empezando por la de su ya exagente literario.

Y es que El niño que se desnudó delante de una webcam, publicado finalmente por Enrique Murillo, parte del tema escabroso y tabú de la pederastia en las redes. Para ello utiliza como (muy libre) inspiración de partida el caso real de Justin Berry, un niño al que un depredador arrastró al submundo de la pornografía infantil por internet. Su trasunto en la ficción es un narrador desquiciado llamado David Timberthirdleg, una víctima de abusos sexuales que testifica ante el Senado de los Estados Unidos. Su declaración provoca un montón de preguntas al lector atento, siempre de forma indirecta según el viejo lema de «muestra, no expliques»: desde las eternas dudas existencialistas sobre el grado de responsabilidad de nuestros actos hasta reflexiones sobre qué puede exigir la sociedad a quien previamente le ha fallado estrepitosamente. No es de extrañar que Miguel Brieva, siempre atento a las disfunciones del sistema, se haya encargado de la portada con un detallismo feísta que captura a la perfección el tono de la novela.

Y es precisamente el tono lo que más puede asustar a las almas cándidas. Serralvo parte de la asunción básica de que el lector no es gilipollas… O, por expresarlo de forma menos lapidaria, que el lector no se atascará en la crudeza del título ni caerá víctima del sobrecogimiento tabú ante el tema escogido, sino que reconocerá los mensajes implícitos en  los mecanismos con que Serralvo construye su ficción. Quien piense que hay temas que solo pueden tratarse desde la gazmoñería hipercompasiva y paternalista más vale que no se acerque a esta novela, pero que corra a leerla quien sepa que hay otras formas de acercarse al horror y sea consciente de que el humor y la farsa son armas letales y necesarias. El niño que se desnudó delante de una webcam supera sin esfuerzo aparente uno de los obstáculos más difíciles de la literatura: mostrar de frente el horror. Casi todos los tipos de horror, en realidad: sexual, violento, familiar, social, ético, cada uno reflejado en detalle y a veces condensado en unos pocos párrafos. Y lo consigue sin apartar la mirada, esquivando cuidadosamente el sarcasmo negro y distante de Palahniuk o el salvajismo hiperdetallista de Easton Ellis. Su enfoque es mucho más inesperado, más cercano a la farsa descarnada y en el fondo compasiva del David Foster Wallace de Entrevistas breves con hombres repulsivos, con toques de los narradores no fiables de Nabokov y el espíritu picaresco del primer Dickens. A partir de estos mimbres y otros de su propia cosecha, Serralvo monta un cóctel molotov literario mezclando elementos muy volátiles, sin preocupación aparente por los callos que pise o las ampollas que levante: pederastia, religión (uno de los abusadores se hace pasar por cienciólogo), maltrato infantil, invalidez, drogadicción… Pero ojo, Serralvo no actúa con la despreocupación de un elefante en una cacharrería, sino como un cirujano enloquecido que hiciera malabares de precisión con bisturíes, sin hacerse un rasguño, ante los ojos abiertos como platos de los espectadores.

La narración en primera persona le permite no escatimar ningún golpe y al mismo tiempo conservar una cierta ironía muy anglosajona. Una escena en particular que incluye el uso creativo de una cucaracha durante un castigo maternal es probablemente lo más repulsivo que he leído en mucho tiempo, y al mismo tiempo (¡al mismo tiempo!) provoca una sonrisa torcida e incómoda. Una farsa vitriólica puede ser al mismo tiempo dolorosamente auténtica sin ser literalmente verosímil. Esa sinceridad le permite al autor mezclar desasosiego y ternura. Sí, ternura: entre tanta oscuridad y tanta bomba de relojería se esconden inesperados momentos tiernísimos, en particular en torno a una niña llamada Mary Jane que ofrece uno de los pocos respiros en la lamentable vida del protagonista.

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Fotografía: Josep Lapidario.

Durante la novela se emplea con mucha habilidad el recurso (¿me atrevo a llamarlo posmoderno?) de imbricar muchas pequeñas historias en la narración principal. Diminutos microcuentos, flashes narrativos que no necesitan más de una página para dibujar un personaje notable o sugerir una historia grotesca: sin ánimo de destripar nada, me declaro por ejemplo fan fatal del absurdo poema nórdico del profesor Hammer Hammer. La estructura de la novela, al fin y al cabo una larga presentación oral, se presta muy bien a este tipo de excursos. Y el resultado es una narración desenfrenada de ritmo vertiginoso, un discurso veloz y desbocado como un tren siempre a punto de salirse de los rieles, pero que llegase milagrosamente a destino, sin descarrilar y pasando por todas las estaciones. El narrador nunca desfallece ni se queda sin aire: tiene mucho que contar y poco tiempo para hacerlo, apenas las cuatro horas que dura su declaración y que, minuto más minuto menos, ocuparía un hipotético audiolibro de la novela.

Este ritmo endiablado hace que la novela atrape desde el principio y mantenga el interés. Suelo leer varios libros a la vez aprovechando mis horas diarias de vagabundeo por el transporte público, excepto cuando alguno me atrapa lo suficiente como para hacer desaparecer momentáneamente al resto de voces que piden tanda en mi mochila. El niño que se desnudó delante de una webcam me obligó a devorarlo prácticamente de una tacada y a quedarme después contemplando el techo y preguntándome (a) qué acababa de leer y (b) cómo me había atrapado tanto. La respuesta, a estas alturas, debería ser obvia… La buena literatura engancha.

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2 Comments

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