El 17 de enero de 1920 entró en vigor la decimoctava enmienda de la Constitución de Estados Unidos. Este artículo, con tres secciones y apenas ciento trece palabras, representaba uno de los experimentos sociales y políticos más fascinantes de una democracia en la era moderna. A partir de ese día, y merced a un cambio en la ley fundamental del país, Estados Unidos prohibía la producción, venta, transporte y exportación de cualquier bebida alcohólica en todo su territorio. Era un intento valiente, enérgico y ambicioso de ingeniería social. Tras años y años de campañas en contra del consumo de alcohol en uno de los países más borrachuzos del mundo, la Anti-Saloon League conseguía, gracias a una fuerte movilización social y religiosa, aprobar una ley que intentaba abolir esa costumbre decadente.
Fue un monumental fracaso. La prohibición ilegalizó la producción y venta de alcohol, ciertamente, pero no consiguió eliminar las ganas de juerga de los habitantes del que ya era el país más rico de la tierra en los felices años veinte. La demanda de bebidas alcohólicas estaba ahí, estuvieran o no prohibidas, así que el único efecto de la enmienda fue la inmediata aparición de una gigantesca industria clandestina de fabricación y venta de cerveza, whisky, moonshine y todo lo que pudiera ser destilado y consumido, junto a un enorme auge del crimen organizado. Aunque el consumo cayó de forma considerable en los primeros años de vigencia de la ley, a finales de los años veinte las redes de distribución ilegales habían conseguido recuperar los niveles de producción y consumo preprohibición o incluso superarlos.
En 1933, cuando Franklin Delano Roosevelt ratificó la vigesimoprimera enmienda aboliendo la ley seca, lo hizo sin que apenas nadie protestara. Aunque algunos estados mantuvieron la prohibición (Mississippi hasta 1966; y aún quedan pueblos y condados con estas leyes), trece años ilegalizando el consumo de alcohol no habían servido absolutamente de nada.
La historia de la ley seca es, o debería ser, un recordatorio primordial sobre los límites del poder del Estado y de las leyes para cambiar el comportamiento de sus ciudadanos. Los Gobiernos y legisladores pueden decidir abolir, limitar, prohibir o regular amplias áreas del comportamiento humano, actividad económica o moralidad y decencia públicas incluso en democracias liberales con fuertes protecciones a los derechos individuales. Pueden decidir qué conductas, productos o prácticas sexuales son ilegales, y pueden hacerlo con todo el poder que el aparato sancionador del Estado, su gigantesca burocracia, su capacidad recaudatoria y su monopolio de la violencia ponen a su disposición. Pueden incluso hacerlo con la mejor de las intenciones, con toda la fuerza de la moral y la virtud tras de sí.
Y todo eso puede no servir absolutamente de nada, si nadie tiene incentivos para cumplir la ley.
En el caso de la ley seca, la gente quería beber su cerveza, whisky y demás brebajes, y si había demanda, la oferta iba a estar ahí. Dado que convertir una nación de cien millones de habitantes a la abstinencia en veinticuatro horas era una quimera, la aparición de un mercado negro era esencialmente incontrolable. Esta historia que parece tan simple, obvia y evidente vista desde la distancia es algo que los políticos siempre deberían tener en mente cuando están considerando aprobar cualquier ley.
Hay normas que por muchos policías, inspectores, reguladores y agentes de aduanas que les tires encima van a ser casi imposibles de hacer cumplir. Esta clase de normas existen en cuestiones de crimen (el eterno fracaso de la war on drugs), moralidad (prohibir el aborto no hace que desaparezcan, me temo. Solo los hace más caros y peligrosos) o en casos más simples de regulación económica.
Una de las batallas recurrentes de la izquierda en España, sin ir más lejos, es la de los «falsos contratos temporales». El mercado laboral español sufre una de las tasas de temporalidad más altas de la OCDE, con un tercio de la mano de obra malviviendo bajo contratos precarios. Es obvio, público y notorio que muchos de esos trabajadores con contratos temporales son en realidad indefinidos. Los empresarios prefieren enlazar un contrato basura tras otro con ellos para evitar pagar impuestos o exponerse a una indemnización por despido al cabo de unos años.
La respuesta de muchos políticos de izquierda (y algo sobre lo que el PSOE está insistiendo estos días) es proclamar que la ley está siendo vulnerada, y que la única respuesta es perseguir a los infractores. Más inspecciones laborales, más multas, y más perseguir a aquellos malvados empresarios que explotan a los pobres trabajadores para su propio enriquecimiento.
El problema, sin embargo, es que esto parece ser una tarea imposible. España no tiene escasez de inspectores laborales: es más, tenemos más inspectores que Suiza, Francia o el Reino Unido, y una tasa parecida a Suecia. La vigilancia está ahí, la misma que en casi cualquier otro lugar civilizado. El único país de Europa con una tasa de inspectores muy superior a la española es Italia, algo que nos debería hacer sospechar que algo va mal en nuestro mercado laboral.
Lo que hace que todo el mundo vulnere la ley no es la falta de vigilancia, es el hecho que todo el mundo tiene unos incentivos enormes para romperla. Los empresarios, obviamente, quieren ahorrar dinero, limitar las protecciones laborales y evitar regulaciones engorrosas. Los trabajadores, en un país con un 25% de paro, están dispuestos por un lado a aceptar prácticamente cualquier cosa para conseguir un empleo, y saben que conseguir un contrato indefinido es casi imposible sin tragarse una larga temporada de precariedad para «conseguir experiencia». El Gobierno, con esfuerzo, cantidades ingentes de dinero y toneladas de burócratas quizás podría llegar a reducir el fraude de forma significativa. Con un tercio de toda la mano de obra en España con contratos temporales, sin embargo, la cantidad de recursos necesarios probablemente es inasumible.
La realidad es que las leyes y las instituciones son en parte fruto de la autoridad de Gobiernos, burocracias y reguladores y su capacidad de coerción, en parte fruto del consentimiento de los actores que viven bajo la ley. El Estado, los políticos, pueden forzar a los ciudadanos a comportarse de un modo u otro, pero solo hasta cierto punto: si una ley no genera por sí misma suficientes incentivos para que una mayoría suficiente de ciudadanos quiera cumplirla, incluso la más competente de las burocracias no puede conseguir que esta funcione.
Al hablar de reformas legales en España los políticos y comentaristas a menudo caen en el voluntarismo. No es suficiente que la ley cambie, las penas se endurezcan y prometamos perseguir a los infractores con más entusiasmo que antes; si saltarse la ley es fácil, da ventajas aparentes y hay demasiados infractores como para que todos puedan ser perseguidos, no podrán ganar.
Cuando vemos un problema social persistente, por lo tanto, algo que los políticos una y otra vez han prometido arreglar mediante policías, inspectores y endurecimiento entusiasta del código penal, vale la pena pararse a pensar si el problema es que no castigamos lo suficiente, o que hay algo en el ordenamiento legal que hace sea preferible saltarse la ley a cumplirla. Sea mercado laboral, sea venta de bebidas alcohólicas, sea corrupción, hay veces que la solución no es aplicar la norma con más energía, sino cambiar la estructura del sistema. Quizás debemos eliminar la dualidad entre temporales e indefinidos, en vez de intentar obligar a los actores a actuar en contra de sus intereses inmediatos bajo el actual. Podemos regular la venta de sustancias potencialmente adictivas, en vez de hacer que la demanda se vaya al mercado negro. Y probablemente es buena idea quitar poderes discrecionales a los políticos, de modo que no puedan pedir sobornos a cambio de devolver favores.
El Estado y su burocracia tienen un poder enorme, pero no pueden hacer milagros. Si queremos un Estado que funcione, debemos entender sus límites.
Sí y no.
Una de las razones por las que es preferible saltarse el sistema legal a cumplirlo tiene que ver con la entidad de la sanción. Cuando castigas malas prácticas de forma severa introduces un incentivo para el cumplimiento de la ley.
Un ejemplo claro es el del carnet por puntos y la siniestralidad. O el de la prohibición de fumar en lugares cerrados.
En consecuencia, y sin desdeñar que pueda incentivarse el cumplimiento de la ley detectando las razones por las que se incumple, no olvidemos que sin ella -y el castigo previsto en ellas- seguramente mucha gente haría muchas cosas que nos parecen espantosas.
Yo creo que, por ejemplo, una buena medida en España sería convencer a la gente de la obligación de cumplir las leyes, en general. De que es bueno, para el sistema en general, cumplirlas mientras estén en vigor y que si no te gustan lo que tienes que hacer es promover que se cambien. Y no pasártelas por la entrepierna.
Vamos, explicar que esos empresarios que se saltan la ley no sé si serán malvados, pero que son unos jetas de cuidado que además de incumplir la ley se dedican (con sus beneficios ilegales) a joder a los empresarios que sí la cumplimos.
Claro, y por eso los países que castigan con la pena de muerte el tráfico de drogas, como Tailandia, no tienen problemas de drogas. ¡Ah, no, que el consumo de drogas de diseño se ha disparado por diez en los últimos quince años!
Se ha demostrado una y mil veces que la única herramienta disuasoria para no cometer un deltio va asociada a la posibilidad de que te pillen, no a la magnitud de la pena si lo hacen, porque cualquier infractor opera sobre el presupuesto de que a él no lo van a trincar. El carnet por puntos funciona no porque te retiren el carnet por las infracciones – antes también lo hacían – sino porque te quitan puntos cada vez que te pillan, lo que hace que el infractor sea consciente de que lo están «pillando» y al final se quedará sin carnet. La ley antitabaco funcionó porque la mitad de los clientes que no fumaba pedía que se dejase de fumar, y si les contestabas un «aquí se fuma porque me sale de los cojones» podías contar con que la policía te iba a inspeccionar al día siguiente.
¿Cómo se promueve en España que se cambie una ley?.
Desde la calle, me refiero…
¿Algún ejemplo en el que la presión social haya promovido el cambio de una ley?
спаси́бо.
¿Y por qué no pensamos si esas leyes deben ser cumplidas? ¿Vamos reducirlo todo a obedecer, obedecer y obedecer?
En la magnífica obra de Carlos Trillo y Enrique Breccia «El Reino Azul» (publicada en la revista Fierro en agosto de 1985), se plantea una gran metáfora de la confrontación entre la Ley y aquellos que están obligados a acatarlas.
Algún día los reyes azules comprenderán que el espíritu indomable de los hombres no puede ser controlado mediante la represión, sino a través de la educación, la comunicación y la razón.
Más que legalidad o ilegalidad, Quizá lo que había es que replantear es si es normal que un treintañero para cobrar 600 euros de sueldo la empresa tiene que pagar 300 de impuestos más luego los suyos el trabajador.
Ante la tesitura, el trabajador acepta cobrar 750 en negro en lugar de 600 legales, y el empresario ahorra dinero y tiene más contento al empleado cobrando más.
No creo que sean malvados o defraudadores, si no que ante un sistema no ajustado a la realidad de quienes lo viven, como la ley seca, los ciudadanos escogen si vivir la fantasía irreal que proponen sus gobernantes, o solucionar sus problemas sin contar con nadie más.
Egoísta y pragmática naturaleza humana contra… No se cómo llamar a los legisladores y políticos españoles.
Claro, y luego el trabajador se quejará de que tiene que esperar meses para que lo vea el especialista, de que no arreglan los baches de su calle, de que el colegio público donde van sus hijos se cae a pedazos… pero qué bien, él cobra más porque cobra en negro. Ya lo disfrutará cuando se jubile y sólo pueda obtener una no contributiva, o cuando el majete empresario lo despida y no tenga derecho a paro porque no cotizó.
Ha habido prohibiciones sin éxito (alcohol, drogas) y otras exitosas, como la del opio.
Hubo un tiempo en el que los fumadores de opio eran muchos, y estaban decididos a consumir su droga. Pero era una droga logísticamente fácil de combatir. Necesita un lugar cerrado y tranquilo, una lámpara y una pipa específica, complicada y aparatosa… objetivos fáciles para la policía. Hoy no queda casi nadie en el mundo que sepa cómo se fuma el opio. Y no porque haya dejado de ser divertido.
En todo esto de las prohibiciones hay un mucho de «mover los postes de la portería». Redefinir el éxito.
La prohibición del alcohol fracasó porque el consumo llegó a ser mayor que antes de la prohibición. Pero mientras se pueda argumentar que retirar una prohibición aumentaría el consumo, los prohibicionistas seguirán justificándola. Aunque los efectos colaterales sean muy malos.
Así, se dice que legalizar las drogas aumentaría su consumo. Y los ejemplos de legalización que ha habido parecen probar que es así. Desde la derecha se aduce que legalizar y normalizar el aborto aumenta el número total de abortos, y es totalmente cierto. Y desde la izquierda se dice que legalizar la prostitución aumenta el número de prostitutas, tanto las voluntarias como las víctimas de la trata de blancas.
Es un aumento estadístico. Si con aborto «ilegal» tenemos 90.000 abortos y con él legal tenemos 120.000 parece que legalizarlo aumentó el número de abortos pero ¿y aquellos que se hicieron a escondidas y de los que nada se sabe, precisamente por ser ilegales?
Es un poco más complicado que eso, cuando se habla de 90 000 abortos, es una estimación, incluye los legales, y una estimación de los ilegales: «Hemos pillado 4 clínicas de abortos ilegales, se hacían 50 abortos a la semana, se estima que hay un centenar de clínicas como esta… etc.» Igualmente durante la ley seca, si era ilegal, ¿cómo sabían que el consumo de alcohol había sobrepasado el de antes de que entrara en vigor la ley?
El articulo sólo pide un poco de pragmatismo y que se tenga en cuenta la hora de legislar las trampas y las ilegalidades que van a existir. Cuando se consideran asumibles y cuando desbordan lo aceptable y por lo tanto la ley está fracasando en su propósito. Prostitución, drogas, etc. van a seguir existiendo porque es casi imposible suprimir la demanda en menos de una generación, y por lo tanto habrá un periodo con oferta ilegal. La pregunta clave es como legislar para reducir los efectos perniciosos.
De acuerdo con el planteamiento general. Pero también creo que hay mucho margen de mejora, incluso con los medios existentes, para aumentar la eficacia del control en materia de contratación temporal. Hay otros temas, como por ejemplo los relativos a jornada, que sí que resultan prácticamente incontrolables por la Inspección de Trabajo. En relación con el número de Inspectores por países me gustaría saber si las cifras de lo que se computa son homogéneas. Por ejemplo, según los paises en Europa hay Inspecciones generalistas, en las que los Inspectores tienen competencia laboral estrictu sensu, pero también en materia de prevención de riesgos, empleo y Seguridad Social ( caso de España y, creo, Italia). En otros países hay distintas Inspecciones especializadas (Reino Unido). Es decir que si en país estamos contando Inspectores generalistas (que sólo dedican una parte de su actividad, o una parte de los Inspectores a materia la orla strictu sensu) y en otro computamos Inspectores laborales strictu sensu, la comparación no es válida. Y con independencia del número de Inspectores puede haber también diferencia en la efectividad de cada Inspección y, sobre todo, en los objetivos que se la marcan.
‘Los trabajadores, en un país con un 25% de paro, están dispuestos por un lado a aceptar prácticamente cualquier cosa para conseguir un empleo,…’
Las informaciones que me llegan de empresarios queriendo contratar no confirman esa afirmación.
Pues, las informaciones que me llegan a mí de desempleados en edad de difícil contratación que aceptan a la chita callando contratos de 20 horas semanales para empleos de 60 horas si la confirman.
El problema en España no es la falta de inspectores de trabajo; sino que, paradójicamente, no hacen su trabajo: perseguir a los infractores. ¿Cuánto aguantarían abiertas las miles de tiendas de saldos, los ‘chinos’ de barrio, si se aplicara la ley como debe? ¿En cuántas obras y tajos de España se trabaja sin contrato, ni Seguridad Social, y el Gobierno hace la vista gorda porque le interesa? ¿Cuántos falsos autónomos hay trabajando bajo condiciones miserables, porque según la empresa que los contrata «esto es lo que hay»?
Para hablar de las condiciones laborales precarias en España y de la aceptación de ellas por los trabajadores, tenemos que hablar de los sindicatos. Las relaciones laborales no se dan en un plano de igualdad, el empresario tiene la capcidad de decidir quién trabaja y quién no. Para equilibrar esta desigualdad, los trabajadores se organizaron en sindicatos y tras muchas luchas y mucha sangre consiguieron muchas de las condiciones laborales que aún mantenemos a día de hoy.
Cuando los trabajadores no están organizados o la organización sindical está coptada por la empresa, las condiciones laborales se vuelven más precarias. La hostelería, el turismo, el comercio, la agricultura etc son sectores en donde no existe ninguna organización y son por eso los sectores más precarios.
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Madre mía, menudo desastre de artículo. Los artículos de Senserrich suelen ser una tercera parte de predicciones que no se van a cumplir, una tercera parte de absolutas estupideces y una tercera parte de «vaya, pues no lo había visto desde ese punto de vista», pero es que este no hay por dónde cogerlo. Es un sinsentido continuo.
En primer lugar, pone como ejemplo para ilustrar su tesis la Prohibición, ignorando no sé si deliberadamente o no que aún a día de hoy su efectividad y resultados siguen siendo fuente de furioso debate entre historiadores. Aquí sencillamente se acepta la visión «Todo el mundo sabe que…» que la pinta como un fracaso. Como fuente utiliza un artículo del instituto Cato. Partiendo de la base que el instituto Cato es un think tank de pirados libertarios que tienen altares a Milton Friedman y Ludwig von Mises en el armario de las escobas de su oficina, el propio análisis es de chiste, como bien se encarga de indicar este artículo:
http://patterico.com/2014/07/28/yes-prohibition-worked-in-terms-of-reducing-alcohol-consumption/
Básicamente, empieza diciendo que el principal argumento a favor de la Prohibición es que, durante la misma, el consumo de alcohol se redujo, y que aparentemente eso es lo que indican las cifras; luego intenta desmontar ese mismo argumento usando como fuente un estudio que, ejem, indica que que el peor de los casos el consumo de alcohol (estimado, claro está; la gente se suele olvidar que cuando se ilegaliza un cierto comercio es difícil conseguir cifras fiables) durante la prohibición era un 30% más bajo que antes de ella, luego intenta salvar los muebles diciendo que esa cifra es irrelevante, y al final acaba rindiéndose y usando la carta del argumento moral. Como fuente no es particularmente sólida.
En general, el consenso entre historiadores es unánime. El consumo de alcohol durante la Prohibición se redujo, dependiendo de la época de una manera más o menos visible, y en general el decline está directamente relacionado con lo férrea que fuese la implantación de la ley según tiempo y lugar. Sobre el otro argumento -la Prohibición como raíz de violencia- hay más debate. Hay estudiosos que defienden que la Prohibición causó un auge de la violencia relacionada con el crimen organizado, y hay gente que dice que el pico de homicidios y asaltos durante la época no se produjo como tal, sino que fue una continuación de un fenómeno que empezó a principios del siglo:
http://en.wikipedia.org/wiki/Prohibition_in_the_United_States#Effects_of_Prohibition
http://www.nytimes.com/1989/10/16/opinion/actually-prohibition-was-a-success.html
Esta información se puede encontrar con una búsqueda de diez minutos en Google. Creo que no hay mucho más que decir.
En segundo lugar, se empieza a usar este distorsionado hecho histórico para hacer una confusa analogía con el actual mercado laboral español. Confusa porque Senserrich no parece poder o querer expresar claramente su tesis, que leyendo entre líneas parece ser un llamamiento a liberalizar el susodicho. «Tenemos un paquete de inspectores de trabajo, y un moontón de leyes al respective, y sin embargo la gente se las pasa a la torera. Eso indica que el poder del Estado para hacer ingeniería social es limitado, y deberíamos deshacernos de todo eso», parece ser la argumentación principal. Una timidez comprensible, por otra parte, en tanto en cuanto semejante argumentación no cuadra demasiado con la autoproclamada inclinación identificación política izquierdista de Senserrich, pero eso no deja de ser secundario. El problema es que dicho argumento, sencillamente, no tiene ni pies ni cabeza. Incluso ignorando las multiples premisas, ejem, «debatibles» que vienen de equipaje (como han indicado en otros comentarios, la presuposición de que esos inspectores de trabajo hacen su, valga la redundancia, trabajo con la mayor eficacia posible, o que las razones por las que se produce esa violación de las leyes sean «incentivos» para romperlas), ¡ese argumento se puede aplicar a TODAS las leyes! ¡El reductio ad absurdum se hace solo! «Hay un montón de policía y leyes sobre el asesinato, pero se siguen produciendo asesinatos. Mejor que nos deshagamos de ambos». En fin. Obviamente, esto se trata de una exageración. El problema de fondo es la escasa claridad a la hora de marcarse objetivos. La ley nunca tiene como objetivo eliminar el crimen (entendiendo crimen como «actividad socialmente indeseable»), eso sería imposible, sino controlarlo, reducirlo a unos niveles que la sociedad encuentre manejables. La efectividad de una ley tiene un equilibrio coste-resultados – si ese balance resulta ser negativo, como Senserrich afirma que el mercado laboral español (y en eso probablemente no le falte razón), ¿es por razones intrínsecas a la ley? ¿O por razones extraneas, como una aplicación ineficiente? Ni se demuestra lo primero, ni se considera lo segundo. Todo esto no es más que disparar al tuntún y pintar alrededor del disparo una diana. Ni comulgo particularmente con las opiniones de Senserrich, ni considero que sus argumentaciones sean sólidas el 100% de las veces, pero raramente le he visto ser más falaz. Decepcionante, muy decepcionante.
Ejemplos de incentivos perversos, o situaciones en lo que mejor para las partes es incumplir la ley:
– ¿Con IVA o sin IVA? El que vende o presta el servicio recibe el mismo dinero neto pero que no pagará IRPF/sociedades. El que paga se ahorra un pico.
– Trabajadores que cobran en B: Empleador se ahorra Seguridad Social y el trabajador recibe más en limpio además de conservar ayudas y beneficios sociales (hay gente que rechaza trabajos «en A» para no perder ayudas).
– Despidos procedentes de trabajadores próximos a la jubilación: El empleador se ahorra su salario (y pluses de antigüedad) y el trabajador recibe el paro dos años hasta jubilación.
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