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La estrella mundial que no podía ni atarse los zapatos

Lou Gehrig con el uniforme de los New York Yankees. Foto: Library of Congress (DP)
Lou Gehrig con el uniforme de los New York Yankees. Foto: Library of Congress (DP)

El hombre no es Gary Cooper sino Lou Gehrig y esta no es ninguna película sino la realidad. Gehrig en medio del Yankee Stadium, la cabeza siempre gacha, como avergonzado, recibiendo regalo tras regalo —uno de ellos, una insignia enmarcada, apenas puede sostenerla durante unos segundos antes de tener que dejarla caer al suelo— mientras a sus espaldas forman perfectamente ordenados los miembros de los New York Yankees de la temporada 1939, sus aún compañeros, y los de la 1927, los famosos «Murderer’s Row», la fila de asesinos que destrozaron todos los récords con el inmenso Babe Ruth a la cabeza.

Estamos a 4 de julio, día de exaltación nacional, pero nadie tiene nada que celebrar en el Bronx. No hay fuegos artificiales que valgan para tapar la tristeza del héroe, golpeado y casi hundido apenas a los treinta y seis años. Habla el alcalde La Guardia, habla Joe McCarthy, su inseparable entrenador durante todos estos años en los Yankees… y cuando le toca el turno a él, Gehrig parece completamente exhausto, como en los partidos previos al diagnóstico, como cuando el bate no conseguía acertar nunca a la bola, y si lo hacía, apenas la desplazaba unos pocos metros, como si el gran hombre, «el caballo de hierro» del béisbol estadounidense, emblema de la superación personal durante la Gran Depresión de los años treinta, se hubiera convertido en un niño.

Gehrig, decíamos, parece a punto de derrumbarse, mitad emoción y mitad fatiga. Siente que no puede hacerlo, igual que sintió que no podía seguir jugando y siendo un estorbo para sus compañeros un par de meses atrás, en Detroit, su primera ausencia después de una racha de dos mil ciento treinta partidos consecutivos jugados a lo largo de doce años, una cifra que solo batirá sesenta años después el jugador de los Baltimore Orioles, Cal Ripken Jr. Lentamente se acerca al micrófono y, con cierto aplomo para sus circunstancias, comienza uno de los discursos más famosos de la historia del deporte:

Durante las dos últimas semanas habéis estado leyendo acerca de la desgracia que he sufrido. Aun así, me considero el hombre más feliz sobre la faz de la tierra. He estado en campos de béisbol durante diecisiete años y nunca he recibido nada salvo el cariño y el apoyo de todos vosotros.

«El hombre más feliz sobre la faz de la tierra». Esa es la frase que queda. La frase que un afectadísimo y sobreactuado Gary Cooper recitará en último lugar—licencia poética— en la recreación del discurso para la película El orgullo de los Yankees, un homenaje a la vida y la muerte de Lou Gehrig y al esplendor del béisbol en los años veinte y treinta. Un homenaje a los New York Yankees y al chico de barrio que llegó con veintidós años y no paró hasta que la esclerosis lateral amiatrófica se lo llevó por delante. La película sería un éxito de taquilla y conseguiría doce nominaciones a los Óscar, aunque solo ganara mejor montaje.

La realidad, sin embargo, es más sobria. Gehrig no muestra los problemas de habla que exagera Cooper en la pantalla, no al menos en los pocos fragmentos que quedan de aquel momento. Su discurso es fluido, contra lo que se puede pensar en un hombre cuya enfermedad afecta primero a los músculos de la lengua y la garganta. Después de un minuto y medio de palabras cierra con un emotivo: «Acabo ya afirmando que sí, puedo haber sufrido una desgracia, pero tengo muchísimo por lo que seguir viviendo. Gracias».

Y en ese momento, Babe Ruth, «Il Bambino», el hombre sin el que es complicado entender la carrera de Gehrig —como nadie, por ejemplo, entendería la de Pippen sin Jordan— se abraza a su viejo amigo, al que hace años que no dirige la palabra.

Babe Ruth y los tiempos de los «Murderer’s Row»

Babe Ruth y Lou Gehrig. La extraña pareja. Ruth, con cara de bruto, con modales pendencieros, «más grande que la vida misma» como le gustaba que le llamaran, y siempre dispuesto a presentarse en la siguiente fiesta, flirtear con la siguiente actriz, copar la atención de los medios, de los aficionados… Un torrente que asoló los locos años veinte en Estados Unidos y cuya popularidad en el mundo del deporte solo podría compararse quizá con la del boxeador Jack Dempsey, varias veces campeón de los pesos pesados.

Ruth era la estrella indiscutible cuando, en 1923, Gehrig entró en los Yankees proveniente de la Universidad de Columbia. Gehrig era un tipo grande también, más espigado que Ruth pero de una fuerza descomunal. Tras dos años de aprendizaje, Heinrich Ludwig Gehrig II, hijo de inmigrantes alemanes llegados al East Harlem a finales del siglo XIX, se consolidó en la posición de primera base y poco a poco se fue mostrando como un bateador sensacional y potentísimo, capaz de conseguir unos registros anuales de home runs solo comparables a los de su compañero de equipo.

Babe Ruth abraza a Lou Gehrig (1939). Foto: Universidad de columbia (DP)
Babe Ruth abraza a Lou Gehrig (1939). Foto: Universidad de columbia (DP)

Gehrig vivía a la sombra pero lo llevaba bien. Era un hombre tranquilo, con aires incluso de culto, no demasiado interesado en llamar la atención, tremendamente atado a su madre. En una entrevista lo dejaba claro: «No soy un tipo que se lleve los titulares, asumámoslo. Me toca batear siempre después de Babe Ruth y una vez que Babe ha bateado, lo haga bien o mal, el público pierde todo el interés por el siguiente en salir». Había algo de resquemor en esas palabras, algo de queja por el poco reconocimiento, pero también un realismo aplastante: efectivamente, aunque Gehrig fuera nombrado MVP de la temporada 1927, que acabó con título de los Yankees y el citado apelativo de «Murderer’s Row» para sus jugadores, la fama de Ruth, su popularidad sin límites, tapaba a cualquiera que intentara ponerse a su lado.

Eso no quiere decir que Gehrig no tuviera sus incondicionales. Era un ejemplo de resistencia, de constancia, de lucha… y lo fue aún más después de los distintos cracks de 1929 y la llegada de la depresión económica al país. Pese a cobrar la mitad más o menos que su compañero, Gehrig era de algún modo la representación del chico humilde, de la casa, que llega a lo más alto y lo hace sin quejarse y sin alardear. Un punto de referencia en tiempos donde todo parece venirse abajo. En sus dieciséis años como bateador de los Yankees ganó seis ligas, tres MVP y fue siete veces All-Star.

Incluso la relación con Babe Ruth fue cordial hasta que a Ruth no se le ocurrió otra cosa que meterse con la madre de Gehrig, lo único intocable para Lou, incluso por encima de su esposa Eleanor. Fue una estupidez enorme, algo tan absurdo como que a la madre de Lou no le gustó cómo iba vestida una de las hijas de Ruth, lo dijo en público, y Ruth la mandó callar de manera poco educada, como era habitual en él.

El problema de Ruth, en cualquier caso, no era con la madre sino con el hijo. Cercano ya a los cuarenta años, The Babe seguía siendo un ídolo de masas pero un jugador poco fiable. En un intento por rejuvenecer la plantilla que culminaría con el fichaje de Joe Di Maggio dos años después, la directiva decidió traspasarlo a Boston en 1934, donde se despidió de los campos tras una temporada insulsa. Con Ruth fuera de la ecuación, parecía tocarle a Gehrig asumir la responsabilidad mediática, por mucho que le costara. Forzó una sonrisa, se quitó de encima la etiqueta de «soso» e incluso accedió a la petición de su esposa de presentarse al casting para ser el nuevo Tarzán tras la retirada de Johnny Weissmuller.

A Eleanor no le gustaba el perfil bajo de su marido, algo que mamá Gehrig, sin embargo, apreciaba como herencia de los recios valores de su Alemania natal. La prueba fue un desastre y de ella queda solo una embarazosa foto de Gehrig en taparrabos. El estudio le mandó una amabilísima carta en la que le invitaban a seguir siendo «el mejor primera base de la liga», cosa que cumplió en 1936 y sobre todo en 1937, cuando los Yankees volvieron a ganar las World Series, ya con Di Maggio en el equipo, y Gehrig batió sus propios récords de home-runs.

Tenía treinta y cuatro años y al menos dos o tres temporadas por delante para terminar de consolidar su leyenda. Entonces, los problemas empezaron.

El campeón que no se podía atar los zapatos

La temporada de 1938 dio inicio en primavera, como siempre, y acabó en otoño. Cuatro o cinco meses donde se concentran cientos de partidos y viajes. El récord de apariciones consecutivas de Gehrig se acercaba a las dos mil y no es fácil apreciar la cifra sin conocer algo del calendario de este deporte, completamente inhumano, con dos partidos un mismo día y luego un viaje en autobús y otros dos al día siguiente. Gehrig cumplió en la primera parte de la temporada y a partir del verano sufrió un bajón, no muy destacado pero suficiente como para disparar las primeras alarmas.

¿Se trataba de la lógica decadencia de un hombre que ya ha pasado los mejores años de su carrera deportiva? Su entrenador no lo veía así: «Le sigue dando bien a la bola, sigue teniendo ese don, pero, no sé por qué, no le imprime la fuerza suficiente». Gehrig terminó la temporada como pudo, ayudó a que los Yankees se hicieran una vez más con el título sin perder ni un solo partido ante los Chicago Cubs, y cuando empezaron las vacaciones se dio cuenta de que, sin duda, algo fallaba.

No solo era el cansancio, atroz, sino cierta torpeza a la hora de manejarse en el día a día. A veces se liaba con los cordones de los zapatos, era incapaz de coordinarse para atarlos bien, batear le era cada vez más difícil porque no veía venir la bola y era incapaz de reaccionar a tiempo, y el habla empezaba a fallarle repentinamente. Se presentó al training camp de la temporada 1939 en un estado lamentable de forma y los primeros partidos así lo atestiguaron, con unos porcentajes de bateo infames y unos errores difíciles de entender.

La situación era angustiosa: Gehrig seguía atribuyéndolo todo a una fatiga extrema, pero tenía que haber algo más. Los comentarios en prensa surgieron inmediatamente, pidiendo que Joe McCarthy relevara de una vez a la estrella de su puesto. La última línea se cruzó cuando el 25 de abril, después de varios partidos sin conseguir siquiera tocar la bola con el bate, por fin logró avanzar una base. Solo una. Su cuerpo no respondía más. En otro momento habría llegado a la segunda sin problemas, pero ahí estaba Gehrig, impotente, mirando desde la lejanía sin atreverse a seguir corriendo. En su último partido, ante los Senators de Washington, en el Yankee Stadium, Gehrig consiguió atrapar una bola en defensa y sus compañeros corrieron a felicitarle con efusividad.

No tenía ningún sentido. Coger aquella bola era lo más fácil del mundo. El entusiasmo era la muestra definitiva de su decadencia. El 2 de mayo de 1939, los Yankees viajaron a Detroit para jugar contra los Tigers, pero Gehrig prefirió no salir a jugar. Habló con su querido McCarthy y le dijo: «Joe, me quedo en el banquillo. Es lo mejor para el equipo». En su lugar salió Ellsworth «Babe» Dahrigen, ocupando la primera base que había sido de Gehrig durante dos mil ciento treinta partidos consecutivos. Cuando la megafonía de los Tigers anunció la decisión hubo un silencio enorme en el campo, tras el cual el público rompió a aplaudir en una estruendosa ovación.

Gehrig, en el banquillo, se echó a llorar.

Los seis días en la Clínica Mayo

De Michigan, Gehrig voló directamente junto al médico del equipo a Minnesota, en concreto a Rochester, a visitar la prestigiosa Clínica Mayo. Nadie tenía ni idea de qué le pasaba al campeonísimo y, de hecho, tuvo que pasar seis angustiosos días repitiendo pruebas y pruebas. El diagnóstico fue confuso: los síntomas eran idénticos a los de la parálisis infantil crónica pero obviamente Gehrig no era ningún niño. Por su semejanza a la esclerosis múltiple, los neurólogos bautizaron la enfermedad como esclerosis lateral amiatrófica o, simplemente, «síndrome de Lou Gehrig».

En realidad, hubo dos diagnósticos: uno, inmediato y optimista, casi falaz, para el propio Gehrig, al que le daban un 50 % de posibilidades de quedarse como estaba aunque «quizás» en veinte o treinta años tendría que utilizar un bastón para caminar. El otro diagnóstico, más realista, más contundente, quedó para su mujer y los servicios médicos del club: Gehrig iría perdiendo sus facultades neurológicas muy rápidamente, empezando por la capacidad para hablar y deglutir, siguiendo por la movilidad de piernas y brazos y acabando por el movimiento del diafragma para respirar, lo que le causaría una muerte más o menos inmediata. Dos o tres años, como mucho.

Aquello no tenía ningún sentido y desde luego todos se preocuparon en que el anuncio de la retirada de Gehrig, hecho el 19 de junio, se acercara más al primer diagnóstico que al segundo. El propio Lou fue ajeno a su verdadera condición hasta que la situación se hizo absolutamente insostenible.

Algo, en cualquier caso, debía sospechar el ya exjugador en aquella ceremonia del 4 de julio de 1939, cuando incluso Babe Ruth, el pretencioso e insoportable Babe Ruth, vino a abrazarle, y los New York Giants, los eternos rivales, le mandaron un regalo. Apenas habían pasado tres meses de la visita a la Clínica Mayo, dos semanas del anuncio formal, y la directiva de los Yankees no solo había montado el homenaje sino que había decidido retirar la camiseta con su número para que nadie la vistiera nunca más. El cuatro de los Yankees reservado por siempre para Lou Gehrig, la primera vez en la historia del deporte profesional estadounidense que algo así sucedía.

Tras el homenaje, como es lógico, algo parecido a la euforia, al «saldremos adelante», al «quizás en veinte o treinta años…». Gehrig, que ya nunca sería Tarzán, que ya nunca podría juguetear con Jack Rampsey a cruzar puños en un gimnasio, recibió multitud de ofertas multimillonarias para promocionar distintos productos e incluso poner nombre a una cadena de restaurantes. Las rechazó todas. Quería ser útil a su manera, es decir, una manera sobria y en segunda fila, el hombre que batea después del fanfarrón. El alcalde La Guardia le ofreció un puesto algo extraño: comisario local en el comité de vigilancia de presos en libertad condicional. Lo aceptó inmediatamente.

Era un servicio a la comunidad y a Gehrig le entusiasmaba. Se puso a repasar libros sobre legislación penitenciaria y recibió en audiencia un montón de casos mientras su cuerpo se lo permitió. La familia abandonó la gran casa de Larchmont, comprada después del aumento de sueldo que por fin había recibido en 1938, justo antes de los síntomas, y se estableció al otro lado del Hudson, en Riverdale. Uno de los chicos que le «visitaron» fue Rocco Barbella, un genuino producto de Little Italy que a los veinte años ya se había convertido en delincuente habitual y había violado la condicional un par de veces. Cuando Gehrig decidió enviarle al reformatorio de Rikers Island, el chico, fuera de sí, le gritó: «Vete al infierno, bastardo».

Años después, bajo el nombre de Rocky Graciano, ese chico sería aspirante al título de los pesos medios, perdiendo ante el mítico Sugar Ray Robinson.

No fue ese el único insulto ni el peor que tuvo que soportar un cada vez más disminuido Gehrig. Pese a la pujanza de Joe di Maggio, 1940 fue un año terrible para los Yankees y Jimmy Powers, el redactor del New York Daily News, decidió culparlo todo al «germen de la polio» que habría inoculado Gehrig en el vestuario del Bronx. La acusación era tan infame que lo que pretendía ser una broma sin gusto alguno se acabó convirtiendo en un litigio judicial que ganó la familia de Lou.

Desde entonces, el silencio. No estamos en 2015, cuando ya sabemos lo trágico de la ELA, la abundancia de casos entre exdeportistas, los dramáticos ejemplos de Stefano Borgonovo y otros tantos futbolistas italianos que han ido cayendo víctimas de una enfermedad, que, al contrario de lo que mucha gente supone, suele manifestarse a partir de los cincuenta o sesenta años. Estamos en 1941 y la gente no ve a Gehrig pero supone que le va bien, los Yankees han vuelto a ganar, el país se está preparando para una guerra mundial, las noticias han puesto su foco en cualquier otro lado.

Así hasta el 2 de junio de 1941, exactamente dieciocho años después de que sustituyera a Wally Pipp como primera base titular de los Yankees, cuando en pleno sueño los pulmones de Gehrig dejan de respirar y el orgullo de los Yankees se despide sin hacer ruido, sin llamar la atención. Miles de personas velan su cuerpo en Nueva York y el servicio funerario se reserva solo para íntimos y familiares. Salido de la nada, tras dos años sin saber nada de él, ni una sola carta, ni una sola llamada, aparece en la iglesia Babe Ruth acompañado de su mujer.

Los dos van completamente borrachos, como si quisieran robarle incluso este último instante de protagonismo. La madre y la esposa de Gehrig los echan a patadas, por supuesto, pero Ruth aún tendrá tiempo, como hemos visto, de codearse con Gary Cooper en la película dedicada a su presunto amigo. Apenas siete años después, a los cincuenta y tres, fallecería de un cáncer nasofaríngeo, cuyos primeros síntomas harían pensar en una repetición de la enfermedad de Gehrig.

Una enfermedad que casi ochenta años después sigue siendo un enigma en cuanto a sus causas. Se sabe que el 10 % de los casos tienen origen en una herencia genética, pero el otro 90 % es imposible de prever. Simplemente aparece. La media de supervivencia está en los dos o tres años de vida y suele acabar con el paciente postrado en una cama o una silla de ruedas, completamente consciente de su situación y expresando sus sentimientos e ideas a través de las pupilas, lo último que se acaba deteriorando. Hay excepciones, por supuesto. Gehrig se mantuvo en la media, pero el científico Stephen Hawking, diagnosticado de un tipo de ELA muy extraño y de progresión más lenta, lleva desafiando a la muerte más de cincuenta años con una actividad frenética.

A lo largo de su carrera, Lou sufrió golpes brutales, pelotazos, lesiones de las que se repuso en tiempo récord, todo para continuar su obsesión de no perderse ni un partido, que el Caballo de Hierro sumase y sumase sin parar. ¿Puede que todo eso derivara en un deterioro neurológico? Puede. Hoy en día seguimos sin saberlo con seguridad. Mao Zedong nunca jugó al béisbol y falleció por la misma enfermedad, con ochenta y tres años, diez más que el actor David Niven. Quizá Heinrich Ludwig Gehrig, o Henry Lewis, o simplemente «Lou», mereciera algo más en vida que ser el secundario de Ruth y seguro que merecía más en la muerte que dar nombre a una enfermedad terrible.

Es fácil pensar, en cualquier caso, que él no protestaría. Seguiría adelante y punto. Como siempre hizo. Solo ante el peligro.

Lou Gehrig puntuando frente a Hank Severeid . Foto: Library of Congress (DP)
Lou Gehrig puntuando frente a Hank Severeid . Foto: Library of Congress (DP)

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7 Comments

  1. Carlos Pernalete

    Gracias por el artículo. Para los amantes del beisbol, una de esas trágicas historias que han hecho más grande a este deporte.

  2. Muy buen articulo Guillermo, tu narracion engancha, y eso que yo no entiendo nada de beisbol, pero me atrajo la historia de este jugador, al que conocia solo (y desafortunadamente) por la enfermedad que padecio y lo llevo a la muerte…respecto a lo que dices de la popularidad de babe ruth y jack dempsey, solo era a nivel nacional, ya que, en una encuesta que se hizo, el deportista americano de la primera mitad del siglo XX fue Bill Tilden (pese a sus escandalos fuera de los courts de tenis), por sobre Babe y jack, ya que tilden trascendio fuera de los EEUU, y era aclamado alli donde jugaba…a ver para cuando un articulo sobre la historia de este personaje, de los primeros cañoneros de la historia del ‘deporte blanco’, y el que hizo del tenis, un fenomeno de masas, el ‘padre’ del tenis profesional e impulsor de lo que hoy en dia conocemos como ATP…un saludo desde Malaga, España…

  3. Javier

    Enhorabuena por el artículo. No conocía esta historia, y la manera de redactar del autor la hace aún si cabe más interesante.

  4. juan carlos

    muy buen artículo. de esos muy buenos con los que nos regala Guillermo Ortiz de vez en cuando.
    hablando de ELA, cuando se menciona el caso de gente como Stephen Hawking, Lou Gehrig, etc. siento la necesidad de hablar del caso de Jason Becker, un guitarrista y compositor prodigioso al que le fue diagnosticada la enfermedad a los 19 años (allá por el año 89) y aún hoy sigue vivo (le daban entre 2-3 años de vida) y COMPONIENDO MÚSICA mediante un programa informático que él controla con los ojos…
    cualquiera que quiera saber más sobre Jason puede buscar el documental Not Dead Yet que relata su vida. yo sólo les dejaré un tema que muestra el gran música y gran ejemplo que es este pedazo de músico.

    https://www.youtube.com/watch?v=-4aIkF7G0ok

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  6. Toluuuu

    Tremendo documental escrito que engancha desde los inicios incluso a aquellos profanos en este deporte. Sólo un apunte: justo por encima del video en el que vemos a Gehrig practicando guantes con Dempsey, se refieren a este último como Rampsey y no Dempsey.
    Por lo demás, perfecto.

  7. Mirko Mistral

    Excelente artículo!

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