Juan Belmonte, sin conocerlo, me interesaba. Cuando me asomé a la plaza sentí una honda emoción. El circo estaba rebosante. La Fiesta tiene sus contras, pero es bonita. Desde el primer momento puse la mirada en Belmonte. Le vi arrimarse a la barrera, frente por frente del toril, y esperar la salida del toro. En el momento de salir el toro, Belmonte se pasó la palma de la mano fuertemente por los labios. Este gesto nervioso me pintó un carácter. (Azorín).
«Niña, saca el jamón, que viene Belmonte». Es octubre de 1934, la familia Chaves Nogales vive en un recoleto piso, con vistas al Campo del Moro, en la planta alta de un edificio sito en la cuesta de San Vicente, donde también se ubica la redacción del periódico Ahora. Belmonte por entonces vivía en un ático de la calle del Príncipe de Vergara. Dos sevillanos en Madrid, la Alameda de Hércules al fondo, ganándose, como escribió Chaves Nogales, el pan y la libertad con relativa holgura, haciéndose la ilusión «de avivar el espíritu de mis compatriotas y suscitar en ellos el interés por los grandes temas de nuestro tiempo». Pan y toros. Acaso Ana eche de menos tener gallinas en el piso. Siempre tuvo en todas sus casas, incluso en el extranjero, no fuese que las cosas viniesen mal dadas.
Han pasados dos meses desde que un toro mató a Ignacio Sánchez Mejías. El 6 de agosto, después de torear en La Coruña junto a Belmonte y Domingo Ortega, ya de regreso a Madrid el automóvil de Ortega se ve inmerso en un accidente de circulación en el que resultó herido. Imposible hacer el paseíllo el día 11 en Manzanares. A Sánchez Mejías la sustitución le viene peor que mal, pero los toros son de trapío, y él no quiere dar la espantá. El primero, número 16, de nombre «Granadino» —negro bragao, bizco del derecho, astifino y badanudo— lo empitonó junto al estribo. Y ya. Hay quien afirma que García Lorca esa misma tarde empezó a escribir el «Llanto» (le siguieron Rafael Alberti con «Verte y no verte» y Miguel Hernández con «Citación fatal»), sin ningún género de duda la elegía más emocionante en castellano desde las Coplas de Jorge Manrique. Ucronía o no, quién sabe si Chaves Nogales se cruzó años antes con Ignacio en aquellos pasillos del Heraldo, cuando ambos sin saberlo escribían, cada uno en lo suyo, contra la necedad fratricida de sus semejantes. Nunca se sabrá si Ignacio era el torero que quería para sí Manuel. Ahora ya solo viven Belmonte y Chaves Nogales; sigue quedando torero, y sigue quedando periodista.
Juan Belmonte viene de inaugurar oficialmente la Plaza de Toros de Las Ventas. El primer toro que pisa el albero, qué casualidad, es de Juan Pedro Domecq. El Pasmo de Triana ejerce de director de lidia, triunfa cortando dos orejas y rabo, el primero en la historia de la Monumental. Pepe Alameda, insondable escritor de toros, estuvo allí, y lo relata:
El toro, en una verónica por el lado derecho, siguió la órbita en demasía, y Belmonte, con aquella rotación magnífica y suntuosa de su arte, giró y repitió la verónica por el mismo lado, como yo se lo había visto en el campo. Tan apretado de espacio y de ritmo, que no le quedó más que plegar el capote hacia su cadera, y con la media verónica, se dejó el toro en la espalda. Aquí se viene sola a la máquina una frase de Ortega y Gasset: «El contorno de los cuerpos no se sabe si pertenece a ellos, o al espacio circundante que los limita».
Como explicaba el propio Alameda en su libro El hilo del toreo hay pases y toreo natural, cuando al toro se le da la salida por el mismo lado que se torea (toreo de reunión) y toreo o pases cambiados, cuando se le da la salida por el lado contrario al del cite (toreo de expulsión). Joselito, el rey de los toreros, sería del primer estilo; Belmonte del segundo.
La de Manuel, su vida, como la de Juan, se declama en infinitivos. Belmonte es parar, templar y mandar (según Alameda los aspectos técnicos que realmente definen el toreo de Belmonte serían: su forma de citar —al pitón contrario—, su forma de ejecutar los pases —toreo de cambio o expulsión— y su forma de ligar los pases o construir la faena —toreo en «ochos» y no en redondo, toreo de pies y no de brazos—). Chaves Nogales es andar, ver y contar (según su propia definición «mi técnica —la periodística— no es una técnica científica. Andar y contar es mi oficio»).
Fue la vida de Belmonte el calidoscopio perfecto para que Chaves proyectase la suya, y sin asistir nunca a los toros logró de él cincelar el mejor libro taurino de todos los tiempos. Se consintió sentarse a escuchar lo que no conocía, curado de prejuicios heredados. Se dejó hacer, y logró certificar ese legado con el que uno va maridando la literatura con esto de los toros. Consiguió así, por boca de ganso de Belmonte, reflejar todo de lo que abominaba, divisando lo que se venía. No se sabe dónde empezaba la tercera persona y dónde la primera. Cuando nadie conocía aún el significado de la palabra «asertividad» el bueno de Chaves, de tanto usarla, ya lo había desgastado. Hubo tal empatía entre ambos que sería necesario un experto para identificar entrevistador y entrevistado.
Juan desnuda su falta de personalidad durante su infancia, la que le ha perseguido toda su vida, a través de estas palabras: «… subsistían mi inseguridad, mi timidez y aquella convicción íntima que yo tenía de que no sería nunca capaz de triunfar en el toreo. Esta falta de fe era lo que más me atormentaba, porque yo veía con claridad el daño que hacía a mi gente con aquella afición a los toros». Chaves, persuadido por esta avasalladora personalidad, siente como si un desconocido le estuviese relatando su propia vida. Todo lo que le detalló el torero embaucó de tal modo al cronista que supo entrever en Belmonte algo más que un matador de toros. Incorporó de manera inteligente las emergentes tecnologías al oficio —hoy en día Chaves sería carne de Instagram y Twitter—, fue terco promotor de la información internacional —envía corresponsales por todo el continente para que escriban sobre el nazismo de Hitler o el fascismo italiano—, ficha para el diario a Gregorio Marañón, Ortega y Gasset, Camba y Unamuno, entre otros. Premonitorio y analítico fue Chaves Nogales capaz de ver la amenaza de una nueva guerra que se vislumbraba en el horizonte. España boquea, los nacionalismos solo tienen que lanzar su anzuelo, «los regímenes totalitarios no marcan una superioridad sobre las democracias más que cuando estas se hallan interiormente podridas», y cuando pensadores y eruditos se posicionaron él solo se identificó con una causa, la de una República legítima, por y para el pueblo. Así se lo hizo saber a Pío Baroja, habitual del pisito de la cuesta de San Vicente, al que ya le anunció que él tenía la impresión de que todo esto era pasajero y que ellos acabarían en una buhardilla pobre de una callejuela de París.
Las carcajadas de Manuel y Juan se oyen desde la escalera. Entre las nubes de humo, los tragos y las risas va soltándose Belmonte. Confiesa sus delirios («leía mucho, sin orden ni concierto. Aquella literatura me enervaba»), sus temores y el sustrato ontológico de vestirse de luces. Lo canta Belmonte para que le ponga letra Chaves:
El día que se torea crece más la barba. Es el miedo. Sencillamente, el miedo. Y lo mismo que con la barba, pasa con todo. El organismo, estimulado por el miedo, trabaja a marchas forzadas, y es indudable que se digiere en menos tiempo, y se tiene más imaginación, y el riñón segrega más copiosamente. Es el miedo. No hay que darle vueltas. Es el miedo. Yo lo conozco bien. Es un íntimo amigo mío. (…) Tengo la convicción de que el arte de torear es, ante todo, y sobre todo la versión olímpica de un estado de ánimo, y creo, además, que el torero solo cuando está hondamente emocionado —cuando sale a la plaza con un nudo en la garganta—es capaz de transmitir al público su íntima emoción. Esta vida mía, que no es, ni más ni menos que todas las vidas que merecen llamarse tales, sino una sucesión constante de esfuerzos dramáticos para afirmar una personalidad penosamente forjada en lucha con el medio.
Chaves se reconoce en lo que oye. A él, que ha desmenuzado los conflictos de la última década, por encima de la sangre derramada le duele la estupidez humana («Mi única y humilde verdad era un odio insuperable a la estupidez y la crueldad… Pero la estupidez y la crueldad se enseñoreaban de España»), y así lo escribe: abjura de lo ampuloso y periférico, el lenguaje es pulido y preciso, la narración bien hilvanada, y la trama tan bien urdida que le hace a uno relamerse como si supiese a poco.
Hay una revelación final de Belmonte que vapulea a Chaves, como un zarpazo, que ensarta definitivamente lo que uno confiesa con lo que el otro defiende, la fidelidad a uno mismo y su estilo:
Para mí aparte de las cuestiones técnicas, lo más importante en la lidia, sean cuales sean los términos en que esta se plantee, es el acento personal que en ella pone el lidiador. Es decir, el estilo. El estilo es también el torero. Se torea como se es. Esto es lo importante: que la íntima emoción traspase el juego de la lidia, que el torero, cuando termine la faena, se le salten las lágrimas o tenga esa sonrisa de beatitud, de plenitud espiritual, que el hombre siente cada vez que el ejercicio de su arte, el suyo peculiar, por íntimo y humilde que sea, le hace sentir el aletazo de la Divinidad.
Remató Juan el relato con su enfermiza relación con la muerte, cómo llegó a estar tan sugestionado por ciertas lecturas que terminó pensando en suicidarse, cómo tenía una pistola sobre la mesilla de noche, cómo a veces la cogía y jugaba con ella, acariciándola, como sabiendo que «iba a disparármela en la sien. Terminando guardando la pistola y diciéndome en son de reproche: «¿Para qué haces todas esas pantomimas si eres un cobarde, si no te vas a matar? ¡Si no es verdad que quieras suicidarte!»».
Auguró esta obra un testamento anticipado de lo que sucedió el 8 de abril de 1962. En su finca de Gómez Cardeña encerró Juan un semental al que quería tentar. Llevaba dos años sin coger los trastos. Evocó todas las veces que Valle-Inclán le insinuaba entre intelectuales aquello de «¡Juanito, no te hace falta más que morir en la plaza!», y todas las ocasiones que él le musitaba un «Se hará lo que se pueda, don Ramón. Se hará lo que se pueda». Recordó entonces cuando su gran amigo Julio Camba, poco antes de morir, estuvo ingresado en el hospital, envuelto en un enjambre de cables y tubos. Fue tal la impresión que le causó aquello que en el entierro del escritor, en el cementerio de La Almudena, comentando con Gregorio Marañón aquel desenlace, no pudo por menos que articular un «a mí no me pasará eso». Recorrió a caballo la finca, luego se encerró con el burel, buscando un último chance para morir en la arena de la plaza, como tantas veces se repitió a sí mismo que debía ser. Joselito el Gallo hasta en eso le ganó. Indemne otra vez, agotó Belmonte su última bala, la que esperaba en un cajón de su despacho. El disparo de la pequeña pistola Luger del calibre 6,35 vació su sien. De ahí emanó el segundo mito.
El primero murió dieciocho años antes, solo y olvidado en Londres, legitimando como bien dejó escrito que «un hombre como yo, por insignificante que fuese, había contraído méritos suficientes para haber sido fusilado por los unos y por los otros». A Chaves no hubo guerra que lo matase, fue su conciencia la que le acusó de haber opinado, y «sin dar a la vida humana más valor del que puede y debe tener en nuestro tiempo, ni a la acción de matar más trascendencia de la que la moral al uso pueda darle, yo he querido permitirme el lujo de no tener ninguna solidaridad con los asesinos. Para un español quizá sea este un lujo excesivo. Se paga caro, desde luego». Se fue porque toleraba mejor la servidumbre en el extranjero que en su propio país, cuando tuvo la íntima convicción de que todo estaba perdido y ya no había nada que salvar, cuando «el terror no me dejaba vivir y la sangre me ahogaba». Murió de éxito, pero no lo supo. En el cementerio de Fulham no hay lápida ni nombre; a veces alguien posa un macilento ramo de flores de tonos republicano que evita, como dijo Jabois, que ni uno más de nuestros grandes escritores cruce a escondidas las fronteras para no ser fusilados por sus lectores.
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Excelente artículo que aúna literatura y periodismo en una misma cosa. Chaves Nogales hizo lo mismo mientras pudo.
http://sinalmanicorazon.blogspot.com.es/
Me quito el sombrero…….
Gran artículo. Grandísimos Chaves Nogales y Juan Belmonte. Releer el libro «Juan Belmonte, matador de toros» es siempre un placer y un acierto.
Acabo de leer el libro `Juan Belmonte, matador de toros´ y me ha encantado. Atractivos personajes el matador de toros Juan Belmonte y también el escritor Manuel Chaves. Me hubiera encantado conocerlos. Excelente artículo.
Excelente artículo.
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