(Viene de la primera parte)
Así pues, el secreto de la colaboración entre distintas mentes reside en la arquitectura de esa colaboración. La arquitectura de Wikipedia parece funcionar, al menos tan bien como la Enciclopedia Británica. La masa es estúpida, pero si se conecta correctamente, y el objetivo es el adecuado para extraer los beneficios de la diversidad cognitiva, entonces resulta más ventajosa que un genio o un grupo de genios muy parecidos entre sí. Los genios, además, acostumbran a creerse más geniales de lo que son —o así los perciben sus seguidores—, lo que conduce también a análisis aventurados o directamente suicidas, como el de Thomas Watson, de IBM, cuando afirmó en 1943 que había un mercado mundial para cuatro o cinco ordenadores; o Harry Warner, de la Warner Bros, cuando exclamó en 1927: «¡Quién demonios quiere escuchar a unos actores que hablan!».
No son ejemplos aislados. Los expertos sobreestiman generalmente sus probabilidades de tener razón. Tras un análisis en una gran variedad de sectores, J. Scott Armstrong, profesor de la Wharton School, concluyó: «No se ha encontrado ningún estudio que refleje una ventaja importante a favor del conocimiento experto». Los expertos predicen mejor que los legos, pero no especialmente mejor.
Además, los juicios de muchos expertos ni siquiera guardan coherencia con los de los otros expertos en la misma especialidad: echad un vistazo a una discusión entre dos economistas. O como señala de nuevo James Surowiecki: «Entre 1984 y 1999, por ejemplo, casi el noventa por ciento de los administradores de fondos de inversión mobiliaria obtuvieron rentabilidades inferiores al índice Wiltshire 5000, que no es un listón demasiado alto». El consenso entre expertos en psicología clínica es inferior al 50%. Los expertos tienden a discrepar más que a estar de acuerdo.
Hay expertos que sí aciertan en sus predicciones, pero no sabemos si lo hacen por su condición de experto o por azar. Con todo, en ningún momento se aboga por dar la espalda a los expertos, sino a que cojamos con pinzas sus afirmaciones y las pongamos en un fondo común de opinión, donde también tengan cabida los no expertos o los que no se consideran como tal. Y que todas esas opiniones se conecten de un modo armónico a nivel arquitectónico, permitiendo que las mejores ideas reciban mayor respaldo, sin dejar nunca que dichas ideas sean condenadas u olvidadas por resultar demasiado heterodoxas. Una buena forma de empezar, por ejemplo, sería comparando todas las afirmaciones expertas para hacer un promedio, tal y como sugiere el autor de El cisne negro Nassim Nicholas Taleb: no vamos mal encaminados al tratar de encontrar gente inteligente; el error estriba en querer encontrar al más inteligente.
Afortunadamente, a raíz de la creación de la Universidad Invisible, han sido muchos otros grupos de científicos los que han perseguido la diversidad intelectual, la colaboración y la agitación cafeinada de las cafeterías que alumbraron movimientos intelectuales de toda índole, como la Sociedad Lunar de Birmingham, una asociación informal de finales del siglo XVIII y principios del XIX en la que se daban cita las principales figuras culturales de la nueva era industrial: James Watt (inventor de la máquina de vapor), Erasmus Darwin (fisiólogo y poeta), Josiah Wedgwood, Joseph Priestley (químico) y Benjamin Franklin. Se reunían las noches de luna llena de forma que pudieran ver el camino de vuelta a casa después de las noches de «cena y un poco de risas filosóficas», que en ocasiones también incluía algún tipo de demostración experimental. Sus miembros se autodenominaban «lunáticos».
En la misma línea, James Watson, codescubridor junto a Francis Crick de la doble hélice del ADN, y el físico George Gamow fundaron en 1954 el RNA Tie Club (Club de la Corbata del ARN), formado por veinticuatro socios; uno por cada aminoácido, más cuatro miembros honorarios, entre los que se encontraba el brillante e iconoclasta Richard Feynman. Y más recientemente, si bien no llegó a ser un club, sí que constituyó la mayor reunión de hackers influyentes en un recinto cerrado durante todo un fin de semana: ocurrió en noviembre de 1984, en Fort Cronkhite, cerca de San Francisco, al norte del puente Golden Gate. Fueron ciento cincuenta hackers, entre los que se encontraban Steve Wozniak de Apple; Ted Nelson, uno de los creadores del hipertexto; Richard Stallman, creador de la Fundación de Software Libre.
En el ámbito de la ciencia ya hay una larga tradición de colaboración, aunque todavía no se haya generalizado. Las razones son bastante obvias, a juicio de D. J. de Solla Price y Donald B. Beaver, que han estudiado quinientas noventa y dos publicaciones y actividades de colaboración científicas: «el más prolífico es también, y con diferencia, el más colaborador». La colaboración científica, en consecuencia, es la única forma posible de progresar intelectualmente, sobre todo en el ámbito de la investigación experimental, tal y como señala James Surowiecki:
Hoy no es extraño ver artículos científicos firmados por diez o veinte autores, en fuerte contraste con las humanidades, donde sigue siendo norma la autoría individual. Ejemplo clásico de este fenómeno ha sido el descubrimiento en 1994 de la partícula cuántica llamada top quark. Cuando se anunció, los créditos citaban a cuatrocientos cincuenta físicos diferentes.
Las ideas que nacen de forma deliberadamente colaborativa, como en los casos anteriormente mencionados, ya sea en cafeterías o incluso de forma virtual, han permitido el nacimiento de Wikipedia, la mejor enciclopedia de la historia, u OpenStreetMap, y hasta podría revolucionar el futuro de la democracia gracias a la llamada democracia líquida. Todo bajo el paraguas de la ley de Linus: «Dado un número suficientemente elevado de ojos, todos los errores se convierten en obvios». Todo espoleado, en suma, por la Red. Un concepto que se le pasó por alto a Ortega y Gasset cuando definió a las masas ignorantes en su libro La rebelión de las masas, y que ahora empieza a mostrarnos todo su abanico de complejas posibilidades gracias al desarrollo de Internet.
Dicho lo cual, si las ideas parecen de mejor calidad cuando nacen colectivamente y se presentan de forma abierta, y si de hecho, muchos de los inventos y descubrimientos de la humanidad no pertenecen a un único individuo sino a múltiples, preguntarse por qué las ideas deben correr libres, deben ser gratuitas y no deben pertenecer a nadie se nos antoja una perogrullada.
Tus ideas no son tuyas, son «suyas»
Si bien yo soy el primero al que le vienen ramalazos de convertirse en eremita para ver la comedia pasar desde una atalaya, en plan: «que siga girando el mundo que yo me bajo», en el fondo todos nos necesitamos a todos, y la colaboración entre pares se revela la fórmula idónea para vivir prósperamente. Esta es también la razón por la cual históricamente la tecnología ha evolucionado a ritmos diferentes en continentes distintos. No porque haya más genios per se en unos continentes que en otros, sino porque determinadas condiciones permiten que las ideas florezcan más fácilmente. El fonógrafo inventado por Thomas Edison es un ejemplo paradigmático de esta idea, tal y como refiere el libro Armas, gérmenes y acero de Jared Diamond:
Se nos dice con frecuencia que James Watt inventó la máquina de vapor en 1769 supuestamente inspirado por haber observado salir el vapor por el pitorro de una tetera. Esta maravillosa fábula queda desmentida por la realidad de que Watt concibió la idea de su propia máquina de vapor mientras procedía a reparar un modelo de la máquina de vapor de Newcomen, que este había inventado cincuenta y siete años antes y de la que ya se habían fabricado más de cien en Inglaterra para la fecha en que Watt realizó su tarea de reparación.
Entonces, ¿quién debería ser dueño de la patente de la máquina de vapor? ¿A quién debemos rendir honores? ¿Qué nombre deben memorizar los escolares en clase? ¿Watt? ¿Newcomen? ¿Los autores de los libros de ingeniería que leyeron ambos? ¿Sus padres? ¿Las serendipias? Mi respuesta es: ¿a quién le importa? Partiendo de la base de que las ideas se forjan de formas complejas y fortuitas, que nacen inconcretamente, ¿por qué continuamos sin cuestionar ese deseo de entronizar a un Autor?
Sin duda, todo esto recuerda sospechosamente a la necesidad de la especie humana por hallar un Autor, un Creador del mundo y de todo lo que está contenido en él. El Autor, pues, se revela como una versión laica de Dios. Sin embargo, nadie gritó «¡Eureka!». Y si lo hizo, fue demasiado egocéntrico para darse cuenta de que él solo estaba transmitiendo aquello que le rodeaba, y que podría haberlo hecho cualquiera antes o después de él. Abunda en ello Matt Ridley en su libro El optimista racional:
Las tecnologías surgen de la reunión de tecnologías existentes para formar enteros que son mayores que la suma de sus partes. Henry Ford alguna vez admitió con gran sinceridad que él no había inventado nada nuevo. Él «simplemente había ensamblado en la forma de un automóvil los descubrimientos de otros hombres, detrás de los cuales había siglos de trabajo». Así que los objetos, en su diseño, delatan su descendencia de otros objetos: ideas que engendran y dan a luz otras ideas. Las primeras hachas de cobre de hace cinco mil años tenían la misma forma que las herramientas de piedra pulida que se utilizaban comúnmente entonces. Solo después, conforme se fueron entendiendo las propiedades de los metales, se hicieron mucho más delgadas.
A medida que los conocimientos se amplían y se vuelven más complejos, se hace necesario, más que nunca, reducir la importancia del autor, de los individuos, de los nombres, de los títulos académicos, y hacer prevalecer las ideas en sí mismas, que corran libres por la Red a fin de que se fortalezcan o se adelgacen en función de los mil ojos que las escruten (ley de Linus).
Incluso un simple lápiz o una tostadora ya no son objetos que residen en la mente de un experto o de determinados expertos, sino que constituyen piezas y procesos disgregados en miles de mentes. El fin de esta cooperación es, tal y como dijo Adam Smith, «que una menor cantidad de labor produzca una mayor cantidad de trabajo». En palabras del premio Nobel de Economía Friederich Hayek: «el conocimiento nunca existe en forma concentrada o integrada, sino solo como los pedazos dispersos de conocimiento incompleto y frecuentemente contradictorio, que los individuos poseen por separado».
Y la tostadora lo ejemplifica perfectamente, tal y como puso de manifiesto un experimento llevado a cabo en 2009 por el artista Thomas Thwaites, que intentó fabricar su propio tostador sin ayuda de nadie. Además de buscar y hallar hierro, cobre, níquel, plástico y mica —un material aislante alrededor del cual se envuelven las piezas de calentamiento—, hubo algunos elementos que les fue casi imposible de encontrar. Por ejemplo, el plástico está hecho de petróleo, el cual no podía fácilmente extraer, y mucho menos refinar por sí mismo. Gracias a la magia de la especialización, un tostador mejor que el construido por Thwaites puede comprarse por menos de cinco dólares. El de Thwaites costó meses de esfuerzo.
Al permitir que las ideas no sean de nadie —al menos no por mucho tiempo— y corran libres para ensamblarse con otras, estamos acomodándonos al natural desarrollo de las mismas. Por primera vez en la historia, Internet, junto con las políticas que flexibilizan las patentes y el copyright, puede permitir que Wikipedia solo sea una anécdota de todo lo que está por venir.
La crítica inmediata a esta idea es que, si bien parece correcta, entra en conflicto con la idea de explotación económica. La propiedad intelectual no solo fue articulada para proteger la autoría de un autor, sino también para recompensar su esfuerzo. Sin recompensa económica, entonces, los autores no encontrarán ningún incentivo para seguir creando. Este argumento, sin embargo, parte de dos errores de base. El primero: que la propiedad física es equiparable a la propiedad inmaterial de las ideas. El segundo: que el único incentivo para crear es el incentivo económico. Y un bonus track: hay muchas formas de obtener beneficios económicos sin estar obligados a cobrar por el acceso a las ideas.
Exploremos el primer error con mayor profundidad: la propiedad física es equiparable a la propiedad inmaterial de las ideas. Evocando a Jorge Cortell, las ideas no son de nadie, no son propiedad, si acaso son suidad, es decir, son en sí mismas, como los hijos tampoco son propiedad de sus padres. Pueden echar un vistazo a los fundamentos jurídicos de esta idea que esgrimen expertos en propiedad intelectual como Lawrence Lessig, David Bravo o Javier de la Cueva.
Las ideas no pueden ser una propiedad porque, desde el punto de vista jurídico, si yo copio la idea de alguien, ese alguien sigue poseyendo la idea original, su idea. El intercambio, en este caso, nos favorece a todos. La propiedad intelectual, por el contrario, subordina el interés colectivo al interés del supuesto creador de ideas, que en el fondo ha podido tener dicha idea gracias a las ideas que han circulado a su alrededor.
El conocimiento crece exponencialmente cuanto más libre sea, tal y como explica el catedrático de Derecho de Stanford Lawrence Lessig en su libro Cultura libre, y la protección de las ideas nunca debe entrar en colisión con el bien común. O tal y como argumenta el economista Paul Romer, una de las veinticinco personas más influyentes de Estados Unidos según la revista Time y propuesto como candidato al Nobel de Economía: «el progreso humano consiste en la acumulación de recetas para reordenar átomos en formas que eleven estándares de la vida».
El mejor copiador y distribuidor de ideas de la historia de la humanidad ya no es una cafetería hasta arriba de cafeína, ni una universidad invisible, ni siquiera una ciudad densamente poblada. El mejor copiador y distribuidor de ideas de la historia de la humanidad es internet, un idóneo intercambiador de recetas, datos, bits, todos ellos perfectamente copiables y digitalizables a un precio irrisorio y sin fronteras espaciotemporales de por medio. Si las bibliotecas existen es porque esta idea siempre ha estado vigente; Internet solo es la posibilidad de construir algo más grande que la Biblioteca de Alejandría. La propiedad intelectual, pues, resultaba jurídicamente discutible antes —ya Thomas Jefferson opinaba que era una barbaridad—, pero ahora, tras el advenimiento de Internet, definitivamente resulta un constructo demasiado endeble y artificioso.
Por si esto fuera poco, la gente cada vez dispone de más tiempo libre para crear cosas, a veces inadvertidamente. Según explica Clay Shirky en su libro Excedente cognitivo, todo el tiempo que antes se invertía en consumir televisión se ha ido reduciendo paulatinamente, reconduciéndose hacia el uso de internet. La televisión es un medio de comunicación pasivo, unidireccional, pero no así internet. Uno puede leer un blog, escuchar un podcast o ver un vídeo en YouTube de forma pasiva, pero también puede, y de hecho sucede a menudo, escribir un comentario en el lugar donde se ha publicado, ya sea para añadir algún dato, enmendar la plana o felicitar al autor. A su vez, cualquiera tiene la posibilidad de publicar textos, audios y vídeos ante una audiencia potencial de todos los países del mundo sin apenas conocimientos específicos y con una inversión económica próxima a cero. Con relativa facilidad, las personas también pueden conectar y crear cosas más grandes, como toda clase de servicios antes inexistentes, o incluso periodismo casero o movimientos ciudadanos para mejorar el barrio como FixMyStreet.
Obviamente, la mayoría de la gente no crea cosas verdaderamente útiles, creativas o artísticas en Internet. La mayoría de la gente sube vídeos de gatitos o viraliza aforismos de Paulo Coelho. Pero eso no importa, solo con que un pequeño porcentaje sí genere contenido interesante, de repente nos encontramos con un volumen de millones de personas usando el tiempo que antes empleaban en otras tareas para ofrecer cosas a los demás.
No es algo nuevo de internet o las redes sociales digitales: esta descompensación, llamada principio de Pareto, se produce en muchos ámbitos de la vida. La gente se divide naturalmente entre los «pocos de mucho» y los «muchos de poco». Por ejemplo, en Twitter, el 2% de los usuarios es el responsable del envío del 70% de los mensajes de toda la red social. Lo mismo sucede con el porcentaje de editores más activos de Wikipedia. Pero no importa. Para redactar Wikipedia se usó solo el 1% de las horas que los telespectadores estadounidenses pasan viendo la televisión en un año. Es decir que, con el tiempo que los telespectadores estadounidenses pasan ante el televisor durante un año podrían concebirse miles de Wikipedias, o sus equivalentes.
Respecto al segundo error —el único incentivo para crear es el incentivo económico—, cabe aclarar que obtener beneficios del proceso creativo ha sido un invento relativamente reciente, y quizá ha dado sus frutos en un tiempo en que vender soportes con las copias de esas ideas plasmadas en ellos eran rentable. Chris Anderson, en su libro Gratis, demuestra que existen diversas fórmulas de gratuidad que permiten perpetuar el negocio. Google es la empresa que más ha crecido en la historia en un lapso de tiempo más corto, y sin embargo nunca vende nada directamente. Wikipedia no remunera a sus editores, y ello no reduce la calidad de sus artículos, pues la visibilidad y la reputación que proporciona la creación en internet puede ser suficiente incentivo y, en todo caso, tales contenidos pueden monetizarse con relativa facilidad.
La escasez de los objetos físicos en los que se distribuían las ideas justificaba el precio que pagábamos por esas ideas. Ahora, cuando las ideas son convertibles en bits, y por tanto pueden ser distribuidas y copiadas con un coste marginal próximo a cero, el modelo de negocio debe cambiar. Incluso si ello implica no obtener beneficios económicos directos de las creaciones. La gente hace mejor su trabajo si su trabajo le gusta, independientemente de que se le pague por él. Y la gente, además, hace mucho mejor su trabajo si dicho trabajo se lleva a cabo alrededor de otras personas que pueden evaluarlo continuamente.
El dinero puede ser eventualmente un incentivo, pero en modo alguno es un sistema generalizado para originar nuevas ideas. Casos como Wikipedia están floreciendo por doquier. Miles de blogs que superan a sus homólogos profesionales, no existen a cambio de dinero, aunque más tarde la reputación que se obtiene a través de ellos pueda servir para obtener beneficios económicos de resultas de prestar servicios que sí son escasos, como una conferencia, o decenas de formas más de enriquecerse ofreciendo gratis el producto que vendes.
De hecho, la actual industria cultural podría considerarse una rara avis: controlada por unas pocas personas, generadora de más beneficios que cualquier otra actividad, obligada a pasar por determinados canales de distribución, limitada a los consumidores con determinado poder adquisitivo, inductora de leyes que consideren ladrones a quienes hacen copias de esos contenidos o que trata de prolongar los límites temporales de la propiedad intelectual y, finalmente, repartidora del pastel de tal modo que la mayoría de los creadores no tengan ni para pipas.
En cualquier caso, existen ya propuestas de modelos para recompensar justamente a los autores, como el simple y asequible que aporta Cortell: cabe imaginar el dinero que se invierte para que la cultura llegue gratis a la gente de manera física a través de bibliotecas y otros medios, cientos de edificios, millones de obras físicas acumuladas en estanterías, miles de personas para gestionarlo todo; ahora cabe imaginar qué pasaría si se garantizara que, mediante una conexión rápida y segura, se pudieran descargar gratis todas las obras literarias, musicales, televisivas, cinematográficas de la historia.
¿Se aceptaría pagar un pequeño canon mensual por ello al igual que se paga una cuota a internet? Probablemente, sí. Sumando ambos factores, resulta que tenemos una inmensa cantidad de dinero disponible. Dinero que surge de la necesidad de que la cultura llegue a todo el mundo por igual. Por primera vez, es económicamente viable crear una Biblioteca de Alejandría cerrando todas las costosas bibliotecas físicas y otras entidades obsoletas y, además, resulta, dispondríamos de un amplio superávit. ¿Qué hacer con él?
La respuesta es favorecer a los creadores de cultura más activos. La manera de auditar algo así sería, por ejemplo, contabilizar cuántas descargar a través de internet tiene determinada obra. A final de mes, con total transparencia, el autor recibiría un salario en función de esa magnitud. Las obras con más éxito, generarán más beneficios al autor, que así dispondrá de más tiempo libre para crear más. Las de menos éxito, desaparecerán o seguirán existiendo simplemente porque el creador recibe compensaciones que trascienden lo económico.
Si algún día llegará o no esta forma de negocio un tanto utópica es imposible de saber aún, pero la tecnología traerá consigo nuevas ideas para quienes sean lo suficientemente sagaces para explotarlas comercialmente. Ignoro si se confeccionará un modelo de negocio parecido al de Megaupload, una especie de Netflix más universal, con una cuota fija que muchos de nosotros pagaremos de buena gana. O si, por el contrario, todo se ofrecerá gratis y los ingresos de los autores procederán de otros lugares: tal y como sucede ya con la radio, los blogs, el product placement de algunas producciones, la participación de los consumidores en forma de mecenazgo o crowfounding, etc.
Tal vez sean las empresas de telecomunicaciones las que finalmente crearán contenidos, de hecho, Amazon y Netflix ya lo están haciendo: sus grandes ingresos se producen porque nos interesa intercambiar contenidos, así que cuantos más contenidos haya, más ingresos recibirán. Sea como fuere, cualquier opción escogida finalmente —o temporalmente— no podrá ser juzgada por la moral o la ley, sino a través de la psicología, la economía o el progreso de la tecnología.
En definitiva, en su día los derechos de autor y las patentes ejercieron su función, como explican soberbiamente Joost Smiers y Marieke van Schijndel en Imagine… No Copyright, un libro de obligada lectura para todo aquél que siga pensando que, sin derechos de autor, los autores lo tendrían negro.
Nuestra salvación, en resumidas cuentas, está en las redes sociales, en telarañas endiabladamente intrincadas. Nuestra salvación está en las ideas libres, gratuitas y accesibles para todos, porque a mayor número de mentes, mejores ideas. Y, por supuesto, nuestra salvación está en el caliente, aromático y embriagador café, que lo propulsará todo hacia arriba. Y por si alguien empieza a sospecharlo: no, obviamente, yo tampoco soy el autor de este artículo. Lo son todas las personas que me precedieron y los que interactúan conmigo a través de cualquier soporte. Eso les incluye a ustedes. Enhorabuena.
Fuentes:
Johann Wolfgang von Goethe. Tratado de excitantes modernos
Steven Johnson. La invención del aire
Gonzalo Ugidos. Chiripas de la historia
Tom Standage. La historia del mundo en seis tragos
Bennett Alan Weinberg y Bonnie K. Bealer. El mundo de la cafeína
Fernando Garcés Blázquez. La historia del mundo con sus trozos más codiciados
Leonard Read. I, Pencil
Sam Kean. El pulgar del violinista
James Surowiecki. Cien mejor que uno
Nassim Nicholas Taleb. El cisne negro
Clay Shirky. Excedente cognitivo
Steven Johnson. Futuro perfecto
Jared Diamond. Armas, gérmenes y acero
Matt Ridley. El optimista racional
Joost Smiers y Marieke van Schijndel. Imagine… no copyright,
Lawrence Lessig. Cultura libre
David Bravo. Copia este libro
Me ha parecido un artículo interesante, pero no he conseguido extraer la respuesta a una duda fundamental que tengo respecto al tema del copyright.
Un investigador en una empresa tecnológica, por ejemplo, necesitará meses de trabajo para desarrollar un nuevo algoritmo, o material, o lo que sea. La aplicación de esa innovación en distintos productos generará ingresos que servirán para pagar los meses de trabajo de ese investigador. Si no existiera copyright, cualquier otra empresa podría beneficiarse de esa innovación sin compensar al investigador por el tiempo invertido, lo cual sería injusto.
Estoy en contra del enriquecimiento desproporcionado de unos pocos gracias al copyright, pero hay gente que efectivamente vive de sus ideas, y si engendrarlas no les da para vivir, dejarán de hacerlo.
Tao,
Hay miles de empresas que innovan y viven de ello sin patentes ni copyright. Yo he tenido ya tres de ellas, y he recibido el premio a la innovación del año.
Si te interesa el tema, investiga, que la red está llena de excelentes fuentes de información que lo explican detalladamente, y estudios que lo demuestran empíricamente :-)
¡Excelente artículo!
Me alegro de haber aportado un granito de arena.
No deja de sorprenderme como de manera recurrente se incide en el tema de los derechos de autor, cuestionando su existencia. Es cierto que el argumentario que se utiliza cada vez es más elaborado; pero no es menos cierto que siempre parte de diversas falacias.
La que a mí me parece más evidente (y desde la que creo hay mayor interés en erosionar la credibilidad de quienes defienden la existencia de dichos derechos), es aquella que tiene que ver con su consideración como actividad económica. Salvo que nos encaminemos hacia una economía en la que los bienes y servicios estén disponibles para todos los seres humanos gratuitamente, y todas las actividades humanas carezcan de remuneración alguna, se me escapa la razón por la cual una actividad económica concreta debe perder su consideración como tal, por muy líquida que se vuelva…
Cada vez se acrecientan mis sospechas acerca de que se está fomentando una inquina hacia el sector de los creadores en aras de abaratar costes para la industria. Amén de que que debe molestar en muchos sectores sociales «biempensantes» que los que en antaño eran bufones (inclúyase desde el filósofo a la fulana), haya hoy quien goce de consideración en las altas esferas (consideración económica, claro).
Que resulta de interés no valorar ni reconocer ciertas actividades económicas se demuestra en la existencia misma en muchas sociedades de la figura del ama de casa. Y que se tiende a precarizar el trabajo, sea el que sea, no creo que tenga que demostrarlo. Pero la deslocalización de empresas a lugares en donde los derechos de los trabajadores son inexistentes, es tan incuestionable como la existencia del valor «colectivo» en todo conocimiento humano. Ahora bien, algo que no desaparece (y que yo creo que cada vez se acentúa más) es el valor de «autoridad». Y a esa autoridad tendemos a darle nombre y apellidos (por mucho que me resulten detestables todos esos sesudos estudios que se apoyan en lo dicho por otros, presuntamente importantes). Un ejemplo en su artículo es el de citar una ley de «un tal» Linus que el refranero popular daba por descontada («cuatro ojos ven más que dos»).
En suma, es muy posible que haya que replantearse el conocimiento como actividad económica, como forma de relacionarse y como muchas cosas. Pero desde luego no en su reconocimiento y remuneración a aquellos que amplían sus límites. Puestos a cuestionarnos cosas, podíamos empezar por ese tan escurridizo asunto de la propiedad privada a la que nadie de los que creen que tienen algo que perder está dispuesto a poner encima de la mesa. Y ya puestos a entender la propiedad del conocimiento como procomún, dado que vivimos en el mismo planeta, por qué dejamos que las materias primas cada vez estén en manos de menos hombres. O un pasito más allá, ¿por qué permitimos que se patente la secuenciación del ADN de ningún ser vivo? Me parece que hay muchos jugando a ser dios, y no son precisamente los creadores…
Bueno, yo no lo veo así y trataré de explicar porque.
Lo primero de todo es que nadie, NADIE, está obligado a ofrecer su trabajo sin obtener dinero. NADIE. Esa es mi opinión y creo que en el artículo no se dice lo contrario.
Una vez dicho esto tengo una pregunta que hacerte ¿Por qué todo ha de ser una actividad económica?
Sinceramente es algo que no entiendo. Te explico mi punto de vista con el caso del «tal Linus».
Linus torvalds tiene su trabajo por el que le pagan muy bien. Hace décadas, cuando solo era un estudiante, comenzó un proyecto de Software Libre que ha tenido gran impacto sobre nuestra tecnología y que involucra a miles de programadores en todo el mundo. Este proyecto es Linux y sobre el se articula, por ejemplo, Android. Tanto él como todos los que están en este proyecto lo hacen por que les da la real gana, sin que nadie les obligue y sin esperar que nadie les pague, pero lo hacen tan bien que hoy es el corazón que hace andar millones de Smartphones.
Si quieres otro ejemplo de como aportar al Conocimiento Común es infinitamente más provechoso para el conjunto de la humanidad, que patentar o privatizar dicho conocimiento te sugiero que repases lo que hizo sir Tim Berners-Lee y la WWW.
Entonces, partimos de estos 2 puntos: No es obligatorio que ofrezcas gratuitamente tu capacidad intelectual, pero si lo haces y lo que ofreces es VERDADERAMENTE bueno se te unirá una legión de iguales que llevaran tus ideas a donde no llegarían nunca si las dejas en el plano de la «actividad económica».
Respecto a los derechos de autor, no estoy en contra de que los autores cobren. Realmente es el motivo por el que sigo pagando por los libros y los discos pero eso no significa que ignore que la editoriales, musicales y literarias, me están estafando. Cobrando un precio desorbitado por el producto de mala calidad que me dan y pagando a los autores una miseria, pero creo que sobre eso no va el artículo.
Y a pesar de no estar de acuerdo con algunas de las cosas expuestas, muy interesante el artículo.
«Los grandes artistas copian, los genios roban.» – Picasso
¡Bien por el artículo! Un paseo fascinante desde el café a la noosfera.
http://es.wikipedia.org/wiki/Noosfera
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