Ni siquiera en su país de origen es excesivamente conocida Kathleen Raine (1908-2003), poeta, crítica literaria y botánica que, a lo largo de su longeva existencia, obtuvo sin embargo el reconocimiento no siempre al alcance de los espíritus libres. En contra del clima positivista de la época, sobre todo durante sus años de estudiante de ciencias en Cambridge (en el período de entreguerras), Kathleen Raine se consideraba deudora de «una Tradición Poética con mayúsculas, aquella que bebía de las aguas claras de la trascendencia, del misterio ontológico encarnado en la naturaleza, aquella que creía en el anima mundi y nos hablaba de todo esto con palabras sencillas y limpias, no corrompidas por el aliento oscuro del materialismo»(1). Su poesía adquiere una resonancia incluso mayor a la luz de la lectura de sus Memorias (Autobiographies, Londres, Skoob Books Publishing, 1991), a las que pertenecen los extractos aquí presentados (2). Se trata de unas memorias de vida interior en las que afloran sus principales preocupaciones existenciales: el paraíso perdido de la infancia en la aldea de Bavington, Northumberland, que le hacía sentirse orgullosa de su legado escocés por línea materna; el desdichado «exilio» en que se sintió sumida los años que vivió con sus padres en Ilford, un suburbio de Londres al que ella llamaba «el Hades»; el rechazo a los principios religiosos de su padre; la búsqueda de la trascendencia en el arte, la poesía y una espiritualidad propia; la fascinación por la naturaleza y la ciencia; entre otros muchos. Esperamos que el lector en español comparta el cariz apasionado y lúcido de las palabras, el aliento vital y la hondura literaria de nuestra autora.
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Durante toda mi infancia y hasta mucho después, Northumberland me parecía mi hogar, real y perdurable; y la casa de mi padre irreal, impermanente, un lugar no vivido sino de forma provisional. En parte, es posible que reflejara los pensamientos no expresados de mi madre; pero tengo la convicción, además, de que la imaginación solo acepta lo que corresponde a su verdadera naturaleza, a su sentido innato de la armonía, al reconocimiento del alma o, tal vez, del cuerpo de su propio hábitat. En Northumberland yo me sabía en mi sitio; y nunca me «adapté» a ningún otro ni olvidé lo que de forma tan breve aunque tan clara vi, entendí y experimenté. No creo, como acaso creía Wordsworth, que el estado del Paraíso sea la infancia misma; es posible que muchos niños no hayan conocido el Paraíso, o solo como un anhelo; y algunos, como Blake, que se proclamaba «habitante de ese país feliz», volvieron a encontrar lo que Wordsworth perdió. El Paraíso es un estado en el que la realidad interna y la externa son una, el mundo en armonía con la imaginación. Toda la poesía relata esa visión, todos los poetas recuerdan, o tratan de recordar y recrear lo que todos saben que no es, en el fondo, una mera ilusión pasajera, sino la norma que jamás cesamos de buscar y crear (sin importar las veces que sea destruida) porque únicamente en ese estado reside la felicidad. Nuestra mayor aflicción es vivir exiliados del Edén, y algunos lo olvidan, o procuran olvidarlo, porque recordarlo es demasiado doloroso y, recrearlo, demasiado difícil. Aquellos que escogen la visión de la perfección, escogen experimentar el dolor de la pérdida como un mal menor; o quizá no haya elección. «Perteneces al grupo de los que no pueden olvidar», me dijo en una ocasión Cecil Collins (3). Y al final, muchos permanecen en pie por esas imágenes de una perfección perdida gracias a quienes las recuerdan exhibiéndolas ante ellos. Ese es, tal y como yo lo entiendo, el único y entero propósito de las artes y la justificación de quienes nos negamos a aceptar como nuestra norma esas irrealidades a las que el mundo llama reales.
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De niña yo me sabía entre «los elegidos»; nunca lo dudé. Quizá todas las almas sean elegidas, aunque no todas despierten al autoconocimiento. Desde luego no había nada competitivo en mi sentido de la vocación; porque la vocación se distingue de la ambición en que no concierne a nadie excepto a uno mismo; es secreta; sus obligaciones son, por auto impuestas, ineludibles. Yo no sentía ningún deseo de sobresalir, ni de sobrepasar, ni de ser admirada; mi tarea no le incumbía a nadie salvo a mí; los niños con los que jugaba no sabían nada de mi vida interior, en la que no desempeñaban papel alguno. No me sentía superior, ni inferior, ni nada con respecto a ellos; los niños no establecen comparaciones, las cosas son como son.
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A mi padre nunca le preocupó lo más mínimo la pobreza; de hecho, no deseaba nada que este mundo le pudiera ofrecer; la pobreza tampoco era un problema ni para mi madre ni para mí, sino la desubicación social; muchos de los habitantes de Bavington eran más pobres que los de Ilford (y si eran ricos, no llevaban una vida distinta en lo esencial de la de sus vecinos más pobres, agricultores arrendatarios o jornaleros), pero su modo de vida era uno en el que yo me hubiera sentido feliz. En cambio, mi padre me dio libros; y con los libros, acceso a las vistas interiores, a los «reinos de oro». Pero —no se apercibió de esto— al poner en mis manos los instrumentos y el conocimiento de formas de vida y pensamiento inaccesibles para mí, estaba todo el tiempo incapacitándome para Ilford, plantando las semillas del desasosiego, de la máxima infelicidad; ya que yo iba desarrollando las maneras de pensar y modos de sentir de gente que había vivido en mundos donde jardines amurallados albergaban las sensibilidades sutiles, y librerías antiguas los pensamientos excelsos; donde la imaginación conducía con naturalidad a la acción en relación con las posibilidades existentes. Shakespeare puede ser una educación magnífica para la clase dirigente, mas pensar con una mente shakesperiana en los suburbios supone llenarse de energías, deseos e impulsos que, al no tener salida, expresión en la realidad, solo generan fantasías y descontento. Fue una suerte que por entonces yo no supiera lo lejísimos que me hallaba de aquellos mundos que había creado la poesía de la que me alimentaba, cuántas cordilleras quedaban aún por atravesar, o habría abandonado la idea de escapar, que entonces me parecía una cuestión sencilla.
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La atracción que sentía por la ciencia, a todas luces, era de tipo estético; y quizá metafísico. Las formas de los cristales, agrandadas en soluciones saturadas de alumbre, sulfato de cobre, permanganato de potasio y otras, cada una tenía su modular misterioso controlando el crecimiento en línea y plano. El comportamiento de las imágenes en los espejos, donde los alfileres, observados a través de una lente, se reflejaban y refractaban, se multiplicaban o daban la vuelta, parecían estar ahí cuando no era así, o ser muchos donde solo había uno, agrandados, empequeñecidos, cambiados de sitio o desvanecidos, constituía el primer indicio de que acaso todo fuera ilusorio. Más aún, el microscopio presentaba a la planta viva como una serie de apariencias —de mundos, por así decir— entre los que el percibido por el ojo desnudo es simplemente uno al que llamamos más real que los otros por estar más familiarizados con él y por la forma de nuestros órganos de visión. Antes de oír hablar de los Vedas, comprendí lo que se entiende por Maya, el velo eternamente fluctuante de las apariencias; fui seguidora de Berkeley antes de saber quién era. Habité esos maravillosos mundos diminutos cuya magia se desplegaba en el foco brillante de las lentes de mi microscopio.
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Sin embargo, si mis meditaciones sobre las formas naturales despertaban en mi imaginación percepciones metafísicas en desacuerdo con el materialismo en boga que considera suyo el terreno de la «ciencia», las maravillas remotas que contemplaba en el «cristal vegetal» en absoluto me reconciliaban con la religión cristiana (en la versión degradada que yo conocía) que ignoraba, según mi parecer, la gnosis bellamente ordenada de una ley natural, sin postular ninguna otra más excelsa, sino la mera y arbitraria «Voluntad de Dios», una persona que, habiendo creado el universo, podía «probar» su existencia solo mediante intervenciones arbitrarias; pues se suponía que tales «milagros» existían. Si entonces hubiera conocido las jerarquías celestiales del Areopagita (4), o los escritos de Santo Tomás de Aquino; si hubiera leído los Credos con rigor, o los hubiera comentado con cualquiera que poseyera aunque solo fuesen los rudimentos de una educación filosófica, habría sido menos cruda en mis nociones; pero los científicos que leí y conocí personalmente en aquel tiempo eran, por desgracia, mucho más inteligentes que los cristianos. Siempre estaba contraponiendo mi «ciencia» a la «fe simple» de mi padre, insensible a la figura de Jesucristo, cuya sublimidad es evidente para cualquiera que lea los Evangelios haciendo oídos sordos a la búsqueda de aplauso de la «educación» o con la percepción no mermada por una presentación sensiblera o tonta.
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Pero en los dioses griegos (cuyos relatos encontré en las estanterías de mi padre donde para él formaban parte de «los clásicos») descubrí el principio numinoso que para mí estaba completamente ausente del cristianismo de mi padre. Me convertí en su adoradora secreta, absorbiendo sus historias con el mismo deleite apasionado con que aprendí la clasificación de las flores. No absorbí estas formas con sus mitos y atributos divinos tan solo ni sobre todo a partir de simplificaciones y versiones para niños (Cuentos de Tanglewood y Los héroes), sino sobre todo del Diccionario clásico de Smith, al que nunca encontré aburrido; todo lo contrario, al contener conocimiento que por entonces yo ansiaba, me parecía fascinante. Reconocí, en las sencillas enumeraciones de los atributos divinos, como en los pequeños dibujos de líneas imitando joyas y sarcófagos (a este respecto también como en las criaturas de la naturaleza) un significado esencial, intrínsecamente inteligible, e indescriptible fuera de sus propias formas, actos y atributos simbólicos. Era inútil decirme que el Jesús de la escuela dominical era una figura digna de veneración cuando podía ver en las imágenes que me enseñaban de él que no era así. La intuición responde a una totalidad compleja y sutil, y reconoce el todo antes de distinguir las partes; por eso, simplificadas para los niños, las figuras divinas no se hacen más sino menos accesibles a la imaginación de la infancia. El alma, que reconoce a los dioses por lo que Platón llama anámnesis, la asimilación de la mente de lo que está escrito en la naturaleza, nunca ha sido joven ni será vieja, porque existe en otro principio. Los niños entienden muy bien el lenguaje de la forma expresiva, y el estilo naïf responde a un gusto sofisticado, adulto y profundamente falto de imaginación. Un niño no establece comparaciones críticas, ni yo hubiera podido explicar por qué amaba un Diccionario Clásico pesadísimo mucho más que las reproducciones sensibleras y las versiones «para niños» de la historia cristiana; pero el amor es en sí mismo un juicio —el único juicio, después de todo, a la postre decisivo—.
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El nombre de Gerard Manley Hopkins lo escuché por primera vez por boca de Roland, que me señaló la breve selección de poemas suyos en El espíritu del hombre en la pequeña copia de ese libro que me regaló; un poeta de quien iba a oír hablar mucho después en Cambridge; pero en qué términos tan diferentes. Para Roland sus poemas no eran «literatura» sino palabras de poder, palabras vivas, dirigidas desde el corazón del converso de Newman (5) hasta el corazón de algún hermano e igual, un joven inmerso en una experiencia similar, que sintiera en sí mismo el deseo de ir «adonde los arroyos no dejan de manar» (6). No sintiendo en mí ninguna respuesta a dicha llamada, creo que me estremecí como cualquiera haría al borde de un acantilado al que no deseara arrojarse. Mas qué diferente —y mucho más cerca del corazón de la poesía— fue la respuesta de Roland a Hopkins de la objetividad literaria de aquellos críticos en Cambridge para quienes la sangre en el corazón del poeta era incolora, inodora e insípida. Igual que cuando mis abuelos me cantaban las canciones escocesas años atrás, como si hablaran de sus sentimientos a flor de piel, así hacía Roland suyas las palabras de Hopkins; porque daban expresión a su propio ser. Sabe Dios qué degradación de la poesía supone que alguien se atreva a pronunciar esas palabras de otro modo. La «objetividad» de la crítica es algo monstruoso y perverso en comparación con esa expresión viva, transmitida de vida en vida, y para que esta siga viva. ¿Y debería un poeta coger papel y pluma si no está preparado para afrontar esa prueba de hablar en nombre de otros corazones en circunstancias de necesidad vital de palabras con que dar forma a alguna crisis de la vida? Los críticos convierten en lengua muerta a la lengua más viva de todas; y me alegro de que mi primer encuentro con Hopkins fuera de los del lado de la vida.
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Una vez tras otra, escuchar las voces del mundo, la voz de mi padre, persuadiéndome de que no hiciera caso a mi daimon sino que me entregara a la rutina de obligaciones menores, ha sido causa de mi extravío. Nunca he podido usar mis alas sino cuando he conseguido eludir los valores morales de mi padre, valores admirables para quienes caminan, irrelevantes no obstante cada vez que intentaba volar. Es posible que yo fuera una hija única mimada y egoísta que esperaba del mundo la indulgencia que mi madre me había dado: pero acepté mi destino, después de todo, al precio de un sufrimiento que muchos no estarían dispuestos a pagar. El sufrimiento es una consecuencia automática sobre quienes asumen como propio vivir con plena consciencia las experiencias de la vida que abarcan, en realidad, a todos, pero que el instinto de protección induce a aquellos que Blake llama «sonámbulos» y Shelley «los muertos» a expulsar de su mente.
Ilford, considerado como estado espiritual, es el lugar de los que no desean (o no pueden) ser plenamente conscientes, ya que la plena consciencia tal vez haría la vida insoportable. (…) La diferencia entre esas vidas del Hades y la vida que yo veía ahora acontecer por todas partes no era cuestión de tener más riquezas materiales, ni siquiera de ser más feliz. La capacidad de vivir en, no solo a través del presente, implica una clase y una cualidad de consciencia que es, como la florecilla de Blake, «trabajo de siglos» (7). ¿Y no es esto tener una cultura? En Ilford todo era provisional, un «ínterin», de momento, serviría «por ahora». (…) En el mundo de las canciones escocesas y las baladas fronterizas, la vida que nutría a la poesía era la misma que la poesía celebraba y realzaba; la poesía unía, en palabras de Yeats, la imaginación de la raza a la tierra; mientras que en Ilford la poesía no traía paz sino una espada.
(1) Adolfo Gómez Tomé, «Kathleen Raine: Más adentro en la espesura». Clarín nº 55, 2005, pág. 41. Este mismo traductor publicó la antología bilingüe Poesía y naturaleza en 2008 (Ediciones Tres Fronteras). Otros traductores de su poesía al español han sido Rafael Martínez Nadal, Marià Manent y Clara Janés.
(2) Solo la primera parte de sus tres libros de memorias está traducida al español, con el título Adiós, prados felices (Sevilla: Renacimiento, 2012), a cargo de Adolfo Gómez Tomé y quien esto escribe, y con prólogo de Benito Estrella. La editorial nos ha dado permiso para reproducir estos fragmentos.
(3) Artista inglés relacionado con el movimiento surrealista (1908-1989).
(4) Dionisio Areopagita (siglo I d. C.), místico y mártir cristiano. En la Edad Media le fueron atribuidos un conjunto de textos griegos cuya autoría se otorga en la actualidad a un filósofo neoplatónico del siglo V o VI (conocido como pseudo-Dionisio), entre los que figura De Eclesiástica hierarchia. Su influencia se aprecia en la obra de Dante Alighieri y John Milton.
(5) Referencia al cardenal John Henry Newman (1801-1890), anglicano convertido al catolicismo y figura principal del llamado movimiento de Oxford, que pretendía acercar a la iglesia de Inglaterra a sus raíces católicas. Gerard Manley Hopkins, olvidado durante mucho tiempo y considerado hoy uno de los poetas más extraordinarios en lengua inglesa (1844-1889), se convirtió al catolicismo y se hizo jesuita. En contraposición al protestantismo inconformista en el que había sido educada, Kathleen Raine sintió durante gran parte de su vida una gran atracción por el catolicismo.
(6) «Where springs not fail».
(7) Blake escribió, literalmente: «To create a little flower is the labour of ages» (Proverbs of Hell).
Qué delicia de artículo y de textos. ¡Mil gracias!
Sólo un apunte: las dos veces que aparece «Aeropagita», debería poner «Areopagita».
http://es.wikipedia.org/wiki/Are%C3%B3pago
Más gracias por haber publicado esto, Natalia. Maravilloso.
Cierto, ja ja, muchas gracias Alfonso, un abrazo.
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