La madre de Amanda va a verla los domingos por la tarde a la Casa de la Beneficencia. Tienen un vis a vis compartido con el resto de familias del orfanato a través de la verja del patio. Las familias se van situando en la parte de afuera, la que da a la calle. Mientras, las monjas sueltan a los niños para que se acerquen a la reja a ver a sus padres. Ellos llegan corriendo y gritando alegres como el rumor del agua cuando el río viene caudaloso.
Corre el año 1968 en la ciudad de Barcelona y Amanda tiene ocho años.
—¿Cuándo me sacas? Mi hermano está enfermo por eso no le deja salir la hermana Soledad, la de la enfermería. ¿Y el papá?, ¿cuándo vendrá a vernos? ¿Para la navidad me sacas?
—Ya veremos.
—Díselo a la hermana Isabel.
—Ya veremos.
—¿Qué te pasa, mamá?
—Nada.
—¿Cómo que nada?
—Nada, que tu padre no quiere estar conmigo.
—Bueno, pues el nene ha estado con fiebre…
—Vale.
—¿Mamá, qué te pasa?
—Nada que estoy preocupada, dile al cura que quiero que hable con tu padre. Que le diga buenas palabras para que entre en razón, que a mí no me hace caso.
—A mí no me dejan hablar con el cura y además vosotros siempre estáis igual.
—¡Ay hija, para una cosa que te pido!
—Me acuerdo cuando ibas conmigo y con mi hermano al brazo a gritarle a mi padre al balcón para que bajara y te hiciera caso, cuando estaba con aquella otra.
—¿Con la rusa aquella?
—No. Otra.
—¿Con la del puerto? Da igual. ¡No me sirves para nada! ¡Solo piensas en ti!
—¡Que no mamá, que no me dejan! Hace unos días murió la María José, una de las mayores, estaba toda hinchada, no sé qué le pasaba, llena de granos, toda gorda y encarnada.
—No sé quién es… Pues habla con la madre superiora por lo menos.
—¡Que no, mamá!
—¡Haz lo que te dé la gana…! ¡Me tengo que ir ya!
—¡Pero si acabas de llegar!
—Pues tengo prisa.
—Mira, mamá, no vuelvas. Me quedo mal cuando te veo y cuando no estás me pongo mejor y luego vienes otra vez y vuelta a empezar.
—Me voy, eres muy egoísta, no me gusta que pienses solo en ti. Te quedarás sola cuando seas mayor, nadie te querrá si eres así.
—Así ¿cómo?
—Así, así como eres. Me voy.
—Adiós, mamá. No vengas más.
Un año después, Amanda fue acogida por una familia con expectativas de adoptarla. Los de la Junta Tutelar de Protección de Menores querían quitarles la patria potestad a los padres. Los acogedores tenían dinero y le dijeron a la monja que con ellos estaría bien, que podría heredar vestidos de la señora, bueno, arreglándolos un poco, por supuesto. También podría ayudarles en la farmacia y quién sabe, en el futuro podría trabajar allí.
Pocos meses después la devolvieron a la inclusa, decían que tenía mal genio, que era arisca, que se aislaba y no se le podía decir nada.
Es muy probable que la niña se viera obligada a complacer a sus nuevos padres para poder sobrevivir, cuando aún estaba enfadada con los suyos propios.
En muchas ocasiones, las personas crecen en familias que han alterado el orden de llegada de sus miembros (1). Es decir, que ponen a los pequeños en un lugar que no les corresponde y les toca ofrecer cuando aún están en una edad en la que les correspondería recibir.
Una vieja regla psicogenealógica dice: «Los mayores dan, los pequeños toman». La regla se altera cuando se pone a hermanos pequeños a cuidar de hermanos mayores. O bien, a niños que hacen de padres o madres de sus propios padres.
En ocasiones, el adulto dimite de sus funciones dejando vacante el lugar de padre o de madre, lo que induce al hijo a ocuparlo para mantener el sistema estable. Algunas mujeres adoptan el papel de la madre niña y parecen decir a su hija:
—Yo soy débil y no puedo ejercer como madre tuya. Sé tú mi madre.
Este mensaje, que también puede transmitirse de padre a hijo o hija, es especialmente significativo porque el niño no lo percibe de su progenitor verbalmente sino gestual y corporalmente. Estos son los mensajes que mejor se graban en la memoria: los que no se les dice al niño, pero él percibe. En definitiva, lo que flota en el ambiente pero no se dice. Esta sería una definición operativa del concepto de fantasma: algo que está pero nadie nombra.
No es lo mismo lo que el mensaje significa que lo que quiere decir (2). Por un lado, el texto indica el significado del mensaje. Por otro lado, el gesto del hablante indica cómo debemos entenderlo.
Los niños pequeños, hasta cierta edad, no comprenden bien el mensaje que le dan sus mayores, pero son especialmente sensibles al lenguaje gestual con el que el adulto lo emite. Además, en ese sistema de comunicación están las claves de lo que la familia espera de ellos.
En algunos casos se da el siguiente proceso: al niño puede costarle mucho tiempo descifrar este mensaje que recibe quedando enganchado a él hasta que lo resuelva y más adelante cuando es mayor y establece relaciones como adulto, a la otra persona le parece que no está disponible, que parte de su atención está atrapada en otro lugar.
De modo que cuando quieren ser sí mismos y hacer su propia vida, sienten deslealtad con el mandato ancestral que les ordenó ocuparse de sus mayores olvidándose de sí mismos.
Y es que no se puede dar lo que no se tiene y aunque la capacidad de las personas para reorganizar su metabolismo psíquico es inmensa, es preciso restituir primero el flujo, a menudo ritualmente.
Notas
(1) Bert Hellinger. (2001). Los órdenes del amor. Barcelona: Herder.
(2) Jesús Ibáñez. (1986). Más allá de la Sociología. Madrid: Siglo XXI.
Estupendo artículo, con una estructura innovadora y concreto, sin la paja y reiteraciones típicas de este tipo de artículos. Un gustazo, vaya!
Gracias Marta, con muchísimo retraso. un placer que le gustara. Estoy reordenando la vieja librería y ví su comentario. Gracias de nuevo