Artículo libre de SPOILERS… o casi:
El estreno de la tercera temporada de House of Cards el pasado viernes 27 de febrero fue otro de esos fenómenos globales en el planeta-series (se estima que Netflix, madre del proyecto, ocupó el 30% del ancho de banda total de EE. UU. aquel fin de semana) de hype espumoso y finito; el mundo no puede soportar tanto acontecimiento trascendente y a duras penas reparte los quince minutos de fama correspondientes a cada uno. En cualquier caso, los trece episodios lanzados de una sola vez (órdago de distribución y exhibición) han dejado opiniones muy desiguales.
Más allá de hacer una valoración positiva o negativa de una serie a la que muchos señalaron en sus inicios como el nuevo apóstol de la ficción televisiva (se buscan sucesores del gran triunvirato de HBO, The Wire, Los Soprano y Deadwood, como se buscaban incesantemente sustitutivos de Michael Jordan hace algunos años) y que ahora, según la opinión de algunos, ha embarrancado en sus propios vicios, es interesante esbozar su evolución y acudir a su raíz, indudablemente jugosa y disfrutable para el espectador. Pese a que Alessandra Stanley haya dicho en el New York Times que estamos hablando de la serie que «bien podría ser la menos alegre de toda la televisión».
Conviene de entrada asentar una idea, tan discutible como cualquier otra. House of Cards no es tanto la historia contemporánea de la política estadounidense ni el tratado sobre el poder o la traición que tanto gusta en buscarse, ese trasunto de las intrigas clásicas o shakesperianas. Antes bien, House of Cards es la historia de un matrimonio. Y es magnífico que los creadores se hayan dado cuenta de esto, o hayan querido empujar la historia definitivamente en esa dirección en la segunda y sobre todo en la tercera temporada. Si es que no lo estuvo siempre.
El príncipe y la princesa
Francis (Kevin Spacey) y Claire Underwood (Robin Wright) son una pareja utilitaria. Su unión trasciende la conocida idea del matrimonio de largo recorrido como mal menor o derrota largamente asumida y plácidamente aceptada. Los Underwood se parasitan. Se quieren (de un modo accesorio, aunque real) porque están solos en el mundo, porque han pasado casi treinta años juntos y porque se necesitan, pero la unión responde sobre todo a unos fines. El poder social y político de Washington es una compleja tela, un bordado, que juntos tejen con sombría dedicación y escalofriante convencimiento. Juntos. Aunque ya se verá que esa empresa no es tan simétrica como pudiera parecer al principio.
Hilar requiere tiempo, discreción y tragaderas. Una capacidad de sacrificio monstruosa, hasta engañosamente heroica. Renunciar a tener hijos. Renunciar a las mejores costillas con salsa barbacoa del mundo. Renunciar a la sexualidad. Renunciar a la misericordia. Renunciar a la legalidad, y no es una frase hecha. Requiere también un silencio estoico que siempre amenaza con romperse si por las grietas de la inmensa pero al mismo tiempo precaria sociedad asoma lo insoportable: me usas, te uso, nos usamos. Somos un transatlántico de corcho remontando furiosamente el Mississippi. Y seamos claros: las ambiciones profesionales de Claire están por debajo de las ambiciones profesionales (de alta política) de Frank. Simple cuestión cualitativa. Digámoslo ya y no nos llevemos a engaño.
A Francis, líder de la mayoría en la Cámara de Representantes, insuperable fontanero de partido, el candidato demócrata a presidente de Estados Unidos le promete la Secretaría de Estado si gana. Y lo hace. Pero a última hora, este no cumple su promesa y prefiere dejarlo en la Cámara Baja . Allí es más útil para el presidente. Me usas, te uso. La decisión es un ultraje. Una mancha de sangre en el telar. «¿Cómo no lo viste venir?», le dice Claire. A partir de ese violento salto de línea, se remienda la trama y se reorientan con furia los hilos. Las bayonetas. «Sé lo que tengo que hacer», dice Frank. Y todo echa a andar.
Allá donde él alcance a llegar en política, tras el asiento en el que logre sentarse, estará Claire como una perfecta consorte. Ladina pero completamente servicial a la empresa común, donde no interfieren los sentimientos particulares, y cuando lo hacen se reprimen hasta la privación. Ella brinda su afilada inteligencia, su sentido político y diplomático (casi más agudo y despiadado que el de su marido, a quien a veces coge de las solapas y manda a dormir al sofá hasta que no ataje los problemas), Underwood explota el encanto de Claire. Su indudable pegada. La perfecta señora americana y el perfecto celofán de un matrimonio de lobby.
Que el tándem Underwood es una alianza simétrica es una idea que, en efecto, se tambaleará a lo largo de la serie, prácticamente hasta hacerse añicos. En el safari de intrigas políticas y cornadas de traje y despacho irá descubriéndose que en el equipo conyugal hay uno que juega y otro que hace jugar. Un ventrílocuo y su muñeca, de inmejorable inteligencia, aunque muñeca de todos modos. Dos camas separadas, al cabo. Pero qué importa, esto es el Antiguo Régimen. Un matrimonio principesco, pero el mejor y más eficaz de todos.
La idea principal de lo último emitido en House of Cards es fascinante: no hay urdimbre de un solo hilo porque no hay bordado de un solo color. Si Claire se retira de la partida, se acabaron los Underwood, Washington, la Secretaría de Estado y lo que tenga que venir. No era tan difícil de adivinar: el talón de Aquiles del invencible Frank está en su mujer. ¿Recuerdan ese dibujo de arena pacientemente pintado por los budistas en trance y mantra? Aparece en uno de los episodios centrales de la temporada. ¿Recuerdan ese tributo de belleza cooperativa que brinda la serie? Es justamente eso. Pero con tonos oscuros.
Conspiración de alcoba
Toni García Ramón ha descrito la evolución de la serie como «más Satán y menos Shakespeare». Y no va nada desencaminado. No dejamos nunca la corte pecaminosa de los Borgia, pero las componendas de sofisticación, sus formalismos más reconocibles, su sentido del humor y hasta esa conocida ruptura de la cuarta pared, según la cual Kevin Spacey nos habla y convence a los personajes pero también a nosotros, dan paso a un viaje definitivamente mefistofélico que tiene mucho más que ver con Conrad y su río que con la ironía de la versión británica de la serie o, pongamos por caso, ya recurrente y por proximidad, con el luminoso idealismo de El Ala Oeste de la Casa Blanca.
Es precisamente en la cuestión del realismo donde probablemente más flaquea House of Cards (no queríamos entrar en grandes valoraciones, pero ya ven). En dos aspectos principales. Primero, porque es una serie enamorada de su dúo protagonista (no en vano fía todo su capital a ellos, y como hemos dicho, parece una buena idea) y los consiente hasta la caricatura. Beau Willimon y David Fincher no son ningunos idiotas (este último no es ningún novato) y pondrán en grandes apuros a la audaz pareja, pero el porcentaje de éxito de sus artimañas (y la complejidad de estas), el número de veces que se salen con la suya, parece demasiado elevado. El juego llega incluso a perder la gracia.
En segundo lugar, existe a veces en la trama un nivel de realismo político (tanto nacional como internacional) algo discutible. Un buen ejemplo podría ser el plan gubernamental America Works. El gran creador de la serie, Willimon, lo ha reconocido de manera… imaginativa: «Frank Underwood es un optimista. Él es alguien que consigue que se hagan las cosas. Por eso confían en él. Los demás ven algo en su trabajo, algo que no se ve en el Washington real». El propio Barack Obama es seguidor de la serie. En un encuentro informal con la actriz Robin Wright en la Casa Blanca, el presidente le espetó: «Quiero que sepas que yo no soy tan malo como Frank. Aunque Michelle sí es un poco como tú».
House of Cards es, en realidad, una ficción de alcoba. Una gran conversación de dormitorio donde se conspira y se fuma y se lamen las heridas mutuamente (con considerable lealtad pero innegable pragmatismo) por un amor nacido del pacto nuclear de dos hilanderos. Tanto y tan poco es la serie estrella de Netflix (con permiso de Orange is the new black), tan disfrutable por imperfecta que pueda ser. Y es que no es exactamente política. Son Frank y Claire paseando de la mano por el purgatorio.
Posdata: No se pierdan a Doug Stamper. Un secundario de ensueño pese a que sufra en sus carnes todos los vaivenes de la serie.
Qué gran artículo, no podría estar más de acuerdo con todo lo que apuntas. La telaraña de poder que los dos protagonistas tejen es la esencia de la serie, Frank no es sin Claire, y Claire no es sin Frank. A ver qué más les depara esta tercera temporada.
Pingback: Un paseo por el purgatorio
Después de dos te dos temporadas magníficas, este año House of Cards se ha convertido en Matrimoniadas… Ya había que hacer verdaderos saltos mortales para creerse algunas de las cosas que hacía el bueno de Frank Underwood sin que lo pillasen, quien a veces parece tener algunas veces el don de la clarividencia (todo el mundo reacciona siempre de la forma que espera y sus planes funcionan incluso cuando parece que NO funcionan). Lo del trío con el guardaespaldas del año pasado parecía que no se podía superar, pero la tercera temporada se supera a sí misma en sus niveles de ridículo con ese flirteo de Clire con un sosias de Putin. En fin, que Shonda Rhymes y sus tramas imposibles ya tienen nuevo sucesor con Beau Willimon…
La nota adjunta al dibujo de arena o mantra lo dice todo de ellos: «nothing is forever except we» 3×07
Acabo de ventilarme la tercera temporada de House of Cards, en apenas 3 días, lo que dice mucho de la adicción que genera y lo entretenida que es. Ahora bien, abusa demasiado de los golpes de efecto y Kevin Spacey, habiéndose moderado algo, sigue siendo un poco estomagante. Creo que es la mejor temporada de las 3, cuyas 2 primeras me parecieron normales.
Para mí el mejor personaje de esta temporada es el trasunto de Putin. Físicamente es clavadito y al personaje lo han bautizado con sus iniciales :Viktor Petrov.
Me parece bien todo el artículo, pero al citar los monumentos de la HBO al principio no ha citado A dos metros bajo tierra y eso para mí no tiene perdón.
Gran verdad. ¿Qué tendrá «A dos metros bajo tierra» que todo el mundo parece obviarla al acordarse de las mejores series de la historia? Será que no han visto el último capítulo «Todos te están esperando». La serie tuvo sus altibajos, pero ese cierre es insuperable. Ninguna serie ha hablado del sentido de la vida (si es que tiene alguno) y de las relaciones humanas tan certeramente como esta de Alan Ball. Es mi serie preferida, y sí, me encantan también «Los Soprano» y «The wire».
Personalmente me gustaron mucho más las dos primeras temporadas, más la segunda que la primera y, en ambas, la relación de pareja quedó suficientemente clara: se cuidan el uno al otro como el que entrena a un purasangre para ganar la competición. Era de esperar que si en ese trepar hacia la cima del poder, no se cumple el objetivo particular de cada uno de ellos, el “contrato” matrimonial que tienen suscrito se rompe. Para plantear un futuro choque de titanes y la aniquilación mutua no hacían falta tantos capítulos… hay muchos personajes que podrían haber dado más juego.
Es una pena que ese mefistofélico viaje al que el espectador de House of Cards es invitado, perversamente gozoso en sus dos primeras temporadas, haya devenido en un casi culebrón venezolano. De esta tercera temporada solo se salva la historia de Doug. Y la factura que es impecable. Pero hay momentos de vergüenza ajena. Vale que este matrimonio tan peculiar era la espina dorsal de la serie, pero ha pasado como cuando se enseña al monstruo en las películas de terror. La sobreexposición ha hecho perder la gracia. O en este caso, el miedo.
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La primera temporada tuvo un pase. La segunda, efectivamente, empezó a cansar y desvariar. La tercera la veré por pura inercia como quien se ve una peli mala to fumao con los colegas pa echarse unas risas…
El problema es que es la enésima serie con el mismo y resobado patrón post Tony Soprano: antihéroe macho alpha mu bueno en lo suyo librándose siempre por los pelos en su ascensión a la cima y dejándose el alma en el camino.
Lo hemos visto taaaantaaaas veces, en tantas series mucho mejores (BB, Soprano, Boardwalk Empire, Mad Men…) que ya nos sabemos la historia y cómo acaba (susto o muerte…). Ésta tiene la supuesta novedad de añadir una mujer que no se sabe si es tan mala malísima como el protagonista masculino pero que, en el fondo, nos da igual porque sospechamos que correrá la misma suerte.
Si encima lo envuelves en una temática y puesta en escena pedante pero con subrayados para parvulitos que dan vergüenza ajena pues apaga y vámonos…
Hace ya tiempo que disfruto infinitamente más con el sentido del humor, la frescura y la falta de pretensiones de Orange is The New black, por no movernos de Netflix…
También puedes irte a leer un tebeo mientras te comes una piruleta, fantasma!
Me hace gracia que en todos los artículos de ‘House of Cards’ se hable de originalidad y creadores, cuando sólo es un remake alargado como un chicle de la gran serie original británica: http://www.filmaffinity.com/es/film206073.html
Francis Underwood es un remedo sin tanta gracia de Francis Urquarth. Kevin Spacey lo hace bien, pero lo de Ian Richardson es prodigioso. Y el peculiar matrimonio también se basa en la original… nada nuevo.
En fin, God bless the copy!
Pingback: House of Cards: historia de un matrimonio
Me ha parecido delicioso leer este artículo. Bravo.