Jot Down para Bombay Sapphire.
Dice la RAE que sublime es algo «Excelso, eminente, de elevación extraordinaria», pero se equivoca. No se equivoca en la definición, se equivoca precisamente al querer definirlo. Y no es culpa suya, claro; al fin y al cabo, una parte muy necesaria de las funciones de la Real Academia Española consiste en explicar conceptos para su comprensión. Es decir, en racionalizarlos. El problema es que hay conceptos que no pueden ser explicados ni comprendidos ni racionalizados.
Porque están al borde de la razón.
Desde la Grecia clásica hasta el postromanticismo, filósofos, pensadores y artistas han tratado de describir una idea que desafía cualquier descripción. La belleza extrema, el éxtasis arrebatado, una emoción serena y contemplativa o impetuosa y apasionada. Lo sublime nunca se define en sí mismo sino por las sensaciones que genera. Porque lo sublime no puede definirse, solo experimentarse.
Entonces vayamos a buscar la experiencia. Recorramos el mundo en busca de lo sublime junto a Bombay Sapphire a bordo de su etiqueta #Findsublime. Embarquémonos en un viaje a través de cinco continentes y cinco películas con cinco fotogramas que supieron capturar ese concepto tan huidizo. Quizá al final del trayecto cada uno de nosotros hayamos encontrado nuestro propio sentido de la maravilla.
Días del cielo. La luz en la hora mágica
En 1976 Néstor Almedros tenía cuarenta y seis años y comenzaba a sufrir una gradual pérdida de la visión. Quizá fuese por las más de tres décadas que llevaba acariciando la luz, ese primer motor de la creación, pero el caso es que sus ojos empezaban a fallar. Lo malo es que Terrence Malick solo tenía treinta y tres años y ya estaba completamente enloquecido.
Y completamente enamorado de la hora mágica. Del tiempo justo anterior al amanecer e inmediatamente posterior a al ocaso. El tiempo al borde del sol.
Malick quería rodar en esa hora, que para Almendros era un eufemismo: «porque no dura una hora, apenas eran veinticinco minutos cada día». Pero en esa hora que son veinticinco minutos la luz es distinta. No tiene los agitados contrastes del crepúsculo ni la nitidez del mediodía. Es una luz lenta, adormecida. Como la época que retrata Días del cielo era una época de esperanzas adormecidas al alba.
Para la escena de la plaga de langostas, y ante la imposibilidad de disponer de un verdadero enjambre de insectos, Malick decidió simularlos con ingenio. Y con cacahuetes. Subido en un helicóptero, lanzó docenas de sacos de cáscaras de cacahuete sobre los campos de trigo, mientras obligaba a los intérpretes a moverse al revés. Después, invirtió el orden de la filmación para que los hombres caminasen hacia adelante mientras los cacahuetes que habían caído se convertían en langostas escapando hacia el cielo.
Pero Almendros no pudo verlo desde el objetivo. La normativa norteamericana impedía que un extranjero se sentase tras la cámara. Colocado junto a ella, daba órdenes puntuales a los operadores, pero tuvo que verlo todo gracias a las polaroids que un asistente le sacaba cada minuto y que miraba a través de unas gruesas gafas.
Después, en la primera proyección privada, el director de fotografía español pudo al fin ponerse ante la pantalla y contemplar a Richard Gere levantando la cabeza entre langostas, junto a una mansión pintada por Edward Hopper en un campo de Alberta que quería ser Texas, bajo los rayos entumecidos de la hora mágica.
Apocalypse Now. El relámpago artificial
1976 debió ser un año raro para los cineastas, porque si Malick estaba tarado en Alberta, Francis Ford Coppola perdió completamente el juicio en la selva de Filipinas. Y tiene cierto sentido, al fin y al cabo, si El corazón de las tinieblas es un estudio sobre la naturaleza de la locura, el viaje por la guerra de Vietnam en que Coppola transformó el relato de Joseph Conrad viene a ser lo mismo, pero pasado por una centrifugadora con el eje desequilibrado. Dennis Hopper hasta arriba de marihuana y speed, Martin Sheen con un pedo que apenas se podía mantener en pie sin romper espejos de un puñetazo (la escena apareció tal cual en la película), Marlon Brando pasado de peso y de ego, tifones, malaria, mosquitos, el sacrificio real de una vaca y un guión que se iba escribiendo casi a medida que se filmaba acabaron lastrando un rodaje que se prolongó durante más de un año y que triplicó su presupuesto inicial.
Y pese a todo, Apocalypse Now es uno de los mejores filmes de la historia. Ganó la Palma de Oro de Cannes de 1979 y dos Óscar de Hollywood. Uno de los cuales fue a parar al italiano Vittorio Storaro.
Porque la fotografía de Storaro para Apocalypse Now es tan brutal, tan extrema y tan bella como la propia narración. Especialmente al final de la cinta, cuando la naturalidad diurna que había acompañado a Willard y a su pelotón río arriba se convierte en contrastado disfraz. En medio de una lámina de agua sucia emerge la cabeza del joven capitán convertido finalmente en asesino. La selva y las hogueras resplandecen en la noche con un relámpago artificial que ilumina de verde y naranja la cara pintada de guerra de Martin Sheen. Atrás, el viaje. Delante, el coronel Kurtz. Dentro de sus ojos, la mirada perdida de la locura.
The Fall. La pervivencia de la imaginación
La filmografía de Tarsem Singh se destaca por un estilizadísima sensibilidad estética. Desde La Celda hasta Mirror, mirror, sus películas siempre han buceado de manera casi pictórica en la luz, el color y la composición. A menudo rodadas entre abigarrados decorados y voluptuosos trajes. Para The Fall mantuvo el cuidadoso vestuario pero abandonó los estudios cerrados y los sets de rodaje. Y decidió buscar la belleza fuera. Junto al director de fotografía Colin Watkinson viajó por todo el mundo, entre los paisajes más sutiles y delicados, y también los más impresionantes y sobrecogedores.
Porque a veces hay que recorrer el globo para encontrar lo que no puede explicarse, lo que solo se puede descubrir con los sentidos: la luz descendiendo por el Atlas, el murmullo de la tormenta en Java, el tacto del agua clara en un rellano calmo de Indochina, el aroma de los botánicos, las bayas, los granos y las especias que se esconden al final de cada rincón del planeta. Porque a veces hay que remover cielo y tierra para encontrar una última experiencia sensorial. El color de un traje o el sonido de un sitar. O el sabor de una ginebra como Bombay Sapphire, que es un viaje por las fronteras de lo sublime.
El viaje de The Fall también es un viaje distinto. Porque todo lo que el filme encontró en la naturaleza, en realidad estaba dentro de la imaginación. En un cuento.
Postrado en una cama de hospital tras una dramática caída, el especialista de cine Roy Walker comparte un cuento con la niña Alexandria, compañera del sanatorio. Su historia narra las aventuras de cinco personajes multicolores a través de los cinco continentes multicolores. Desde el desierto de Namibia hasta los molinos de viento de Consuegra, desde Buenos Aires hasta Praga, desde Fiji hasta Egipto y Turquía y Sudáfrica y China y Bolivia. En busca del amor y el respeto. Y el sentido de la maravilla que flota entre los ojos de la niña y el adulto. Porque la capacidad de asombrarnos la conservamos todos; solo tenemos que seguir abriendo una mirada curiosa a lo que nos rodea. Como decía el poeta Dylan Thomas: «La pelota que lancé al aire cuando jugaba en el parque aún no ha tocado el suelo».
Uno de sus viajes les lleva hasta el lago Pangong Tso, en las faldas del Himalaya. El último confín del planeta. Allí, los cinco coloridos aventureros se encuentran con un árbol negro, pero benigno, del que brota un enviado de los dioses. Si el mundo imaginario es tan bello a través de la naturaleza real, entonces el encuentro con lo inexplicable solo se puede producir bajo el cielo cristalino reflejado al borde de las montañas más altas de la Tierra.
Lucía y el sexo. El buen azul
El gran azul. El planeta azul. El punto azul pálido que veía Carl Sagan desde la Voyager 1 al borde de Saturno. La Tierra es una bola en medio del cosmos, pero es curioso que le demos ese nombre porque lo que define a nuestro mundo no es precisamente el ocre terroso, sino el azul.
El mar. El horizonte último. La promesa del otro lado.
Julio Medem quería emplear la metáfora del mar como vía de escape emocional. Y en una cinta de narrativa tan fracturada como Lucía y el sexo, era decisivo que la fractura y la metáfora fuesen lo más claras posible. Así, el director de fotografía Kiko de la Rica capturó dos tipos de luz esencialmente opuestos: los apagados naranjas de Madrid frente al luminoso e hipercontrastado azul de Formentera.
Lucía quiere huir de Madrid, quiere huir de la oscuridad porque quiere huir de su vida anterior. Así que hace lo que todos hemos querido hacer alguna vez cuando necesitamos escapar de un pasado tormentoso (y el de Lucía, más que una tormenta, es un huracán y de los chungos): bañarse en pelotas, hablarle al cielo, fingir un acento o una nacionalidad. En definitiva, empezar de nuevo. Pero no lo consigue. Y no lo consigue porque aún no se ha dado cuenta de que en la Formentera de Kiko de la Rica el mar no solo está al otro lado de la orilla, sino que inunda toda la isla: las rocas, las casas, los faros y los caminos. Y también a las personas.
Lo descubre en su segundo viaje en ciclomotor, cuando ya ha dejado atrás los chiringuitos y los restaurantes y los bares para turistas y la carretera y hasta el vespino. Aún lleva puestas las botas, los pantalones largos y la chaqueta de cuero, pero decide bajar hasta una playa apartada. Allí, sobre una arena blanca como el sol, deja al fin de resistirse, saca las manos de los bolsillos y se sienta frente a la calma azul del Mediterráneo.
Las aventuras de Priscilla, reina del desierto. Lo irracional es bello
El desierto es uno de los paisajes más agradecidos para la fotografía fílmica. Nos lo enseñó David Lean en Lawrence de Arabia, lo hizo Gerardo Olivares en La Gran final, y puede apreciarse en prácticamente cualquier western que se les pueda ocurrir. Sí, el paisaje desértico tiene una belleza casi intrínseca: el horizonte en soledad, la pausada monumentalidad del tiempo infinito, la naturaleza inmensa e inabarcable, un aria de Verdi atronando desde un autobús plateado…
¿Qué?
Claro, porque si hay algo más hermoso que la pureza es el contraste. Y no hay contraste más radical que el que enfrenta al desierto con la civilización. Así lo vio George Miller cuando puso a musculosos automóviles rugiendo por el interior de Australia. Y así lo hace Las aventuras de Priscilla, reina del desierto, que podría pasar por la hermana cachonda e irreverente de Mad Max.
El filme del director Stephan Elliott narra las peripecias de tres drag queens de la cosmopolita Sídney en un viaje más o menos iniciático por el rudo, agreste y despoblado outback australiano. Más choque, más diferencia y más oposición, imposible. O no, porque hay una secuencia que es icono y hasta cartel de la película que lleva todo ese contraste a su última expresión.
Tras sufrir un ataque vandálico a manos de un grupo de paletos locales, el personaje interpretado por Guy Pierce decide animar al grupo «interpretando» el «Sempre Libera» de La Traviata desde el techo de Priscilla, el autobús que da nombre a la película. Es un acto profundamente irracional, no sirve para nada y no hace avanzar la trama ni un milímetro. Pero es formidable, es bellísimo, es glorioso. Y estuvo a punto de no rodarse, porque el presupuesto destinado al vestuario de la cinta apenas superaba los cinco mil dólares —más o menos el de medio fotograma de Avatar—, y la productora no quería gastar los trescientos que costaba un traje innecesario para una escena innecesaria. Por suerte, Elliott insistió en rodarla y el resto es historia del cine además de un Óscar a mejor diseño de vestuario.
La llanura rojiza y el azul del cielo. Entre ellos, la velocidad del viento y una ópera de Verdi que vibra junto a veinte metros de tela plateada ondeando con la belleza de lo extraordinario, de lo excelso. De lo sublime.
Y qué leches, este artículo estará patrocinado, pero no nos engañemos: seguro que cuando Felicia bajó del techo después de una interpretación tan intensa, compartió un gin-tonic de Bombay Sapphire con Mitzi y Bernadette. Yo desde luego lo haría.
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Pingback: Cinco fotogramas al borde de lo sublime
Para que vuestro cartelito sobre el uso de cookies desaparezca, tengo que leerme necesariamente toda vuestra ‘politica de cookies’?
A mí me desaparece recargando la página
Me sorprende que no haya ningún fotograma de Ida (2013) de Pawel Pawlikowski. A mi me parece una de las mejores películas que recuerdo en cuanto a composición del plano y fotografía.
A mi me ha gustado leer el artículo
gracias
Que sutileza de patrocinio
¡Increíble! Estoy haciendo tiempo mientras espero una llamada anunciándome que me recogen para pasar fuera el fín de semana y a que no adivinarían nunca lo que me he preparado para beber mientras curioseo en Jot Down. Sí, han acertado: Bombay Sapphire con Fever Tree, dos enorme rodajas de limón y mucho hielo. Hay veces que se me eriza el vello de brazos y nuca cuando pasan estas cosas…
… Es lo que se consigue no colocando la advertencia «publicidad», ni una separación visual que nos indique que esa foto no forma parte de este buen artículo :(
«O el sabor de una ginebra como Bombay Sapphire, que es un viaje por las fronteras de lo sublime»
JAJAJAJA
lo siento, lo siento, lo siento… ya sabía que era un artículo patrocinado y doy por bueno ese patrocinio porque el resto del contenido es interesante.
Estaba preparado para «el corte para publicidad» en cualquier momento, pero no me lo esperaba con ese giro rancio, que casi es una parodia de sí mismo, a los Simpsons
Alcohol, alcohol, alcohooool alcohooll alcohoooool hemos venido ha emborracharnos en cine y foto y nos da iguaaaaal…
La fotografía de Días del cielo es espectacular. Echo de menos alguna referencia al cine de Dreyer.
El ojo mirando la ciudad de Los Ángeles, en ese comienzo sublime de Blade Runner