Cuando me enfrento al folio en blanco, o a la pantalla luminosa, con la intención de fraguar un texto particularmente difícil, me instalo en una cafetería. No solo me ayuda a concentrarme el runrún de fondo, también contribuye la aromática taza de café. Me la tomo en dos sorbos, muy caliente. Y en poco tiempo, la cafeína obra su milagro y me funciona como inductora de ideas y estímulo de la creatividad. No soy Honoré de Balzac ni Oscar Wilde, pero no me falta mucho. No estoy sugiriendo que mi prosa pueda compararse a la suya, sino que ellos, como yo, eran grandes consumidores de café.
Hablemos de Balzac, por ejemplo. Se dice que durante la creación de su pantagruélica La comedia humana consumió unas cincuenta mil tazas de café. Si ahora visitáis la Maison Balzac de París, en el 47 de la Rue Raynouard, que habitó Balzac de 1840 a 1847, contemplaréis la cafetera de porcelana blanca de Limoges que se mezcló con el sistema nervioso central del escritor para crear las ochenta y cinco obras de las que consta La comedia humana.
Johann Wolfgang von Goethe, en su Tratado de excitantes modernos, afirmaba que los destinos de los pueblos, y por tanto el de sus ciudadanos, dependía de su nutrición. ¿Sería exagerado aventurar que el café contribuyó en la obra de Balzac, así como en la de Wilde y otros autores? Tal y como señala Steven Johnson en La invención del aire, «se ha demostrado clínicamente que una o dos tazas de café son un estimulante que mejora las funciones cognitivas, en particular aquellas que tienen que ver con la memoria». Y tal y como sugiere un estudio realizado por Holly Taylor y sus colegas de la Universidad de Tufts, tomar una taza de café mejora la capacidad de procesar información de nuestro cerebro. En concreto, en su experimento, se señala que la cafeína tiene la propiedad de mejorar la capacidad del cerebro de identificar errores gramaticales durante la lectura rápida de una página con información en nuestro propio idioma. Las personas que consumen cafeína habitualmente requieren de cuatrocientos miligramos; a los poco cafeteros les basta con doscientos miligramos.
De todos es conocida la predilección de los artistas e intelectuales por las sustancias que les han propiciado alucinaciones y estados alterados de conciencia, alcanzando así finisterres que de otro modo hubiesen quedado lejanos y brumosos. Charles Baudelaire tomó hachís para escribir Paraísos artificiales, Jean Paul Sartre experimentó con mescalina para concebir La náusea y William S. Burroughs escribió Junkie gracias a la heroína. La diferencia es que tales sustancias a menudo han sido marginales y/o ilegales, no así la cafeína, que, además de legal, constituye el psicoestimulante más usado del mundo. Como curiosidad, el 20 de junio de 1511, en La Meca, imanes y juristas discutieron si el Corán, que prohíbe toda forma de intoxicación, también debería extender su velo sobre el café. Establecieron que así era, pero la clausura de cafeterías originó tantos disturbios que las autoridades cancelaron el decreto, y en 1630 ya funcionaban mil cafeterías en El Cairo. Algo semejante ocurrió cuando los mercaderes venecianos empezaron a transportar café a Europa sobre el año 1600, según explica el historiador Gonzalo Ugidos en su libro Chiripas de la historia:
Su consumo arraigó porque dio la casualidad de que antes de decretar su anatema, el papa Clemente VIII quiso juzgar con conocimiento de causa, pues decían que era un caballo de Troya de los infieles. Después de haberlo probado, en lugar de prohibirlo, declaró que sería una lástima dejar solo a los sarracenos infieles el placer de aquella libación. La decisión fue muy del agrado de los monjes porque, además de darles un puntito, les permitía mantenerse despiertos para el ora et labora.
Por término medio, a nivel mundial, una persona consume 1,3 kilogramos de café. Los que más café beben son los finlandeses (12 kilogramos por persona al año), seguidos de los noruegos (casi 10 kg por persona), los suecos (8,4 kg) y los holandeses (8,2). España ocupa el puesto 19 en el ranking mundial, con un consumo de 4,5 kilogramos de café por persona. En Italia, a pesar del tópico, 5,9 kg. La profesión donde se consume más café, al menos en el ámbito estadounidense: científico. Algo que los investigadores atribuyen a que «sus experimentos a veces duran más de veinticuatro horas y rompen su ritmo circadiano». El matemático húngaro Pal Erdös, por ejemplo, trabajaba diecinueve horas al día sobrealimentado con bencedrina, ritalin y tabletas de cafeína.
Ahora imaginaos lo que pasaría si metemos a un grupo de intelectuales en un mismo sitio rodeados de tazas de café.
Cafeterías y clubes cafeínicos
Si una dosis de cafeína funciona como estimulante cognitivo, las cafeterías constituyen el locus amoenus para ponerse a escribir, leer o discutir. Idea que compartieron Pío Baroja, Santiago Ramón y Cajal o Valle-Inclán cuando se refugiaban en el Gran Café de Gijón, en Madrid; o Ginsberg o Kerouac en el White Horse Tavern, en Nueva York; o incluso J. K. Rowling en el Elephant House, en Edimburgo, sobre todo cuando el dinero no le alcanzaba para pagarse la calefacción en los fríos días de invierno.
Pero lo más interesante es que las cafeterías, además de dispensadores de cafeína a granel, también se convirtieron progresivamente en el lugar propicio para intercambiar ideas, incluso desde disciplinas distantes entre sí. A lo largo de la historia, las cafeterías han sido algo así como centros de autoeducación (Diderot compiló la Encyclopédie en el parisino Café de la Régence), de innovación literaria (en el club Cabaret Voltaire nació el dadaísmo) e incluso de agitación política (la Revolución francesa de 1789 se fraguó literalmente en el Café de Foy). Tom Standage, en La historia del mundo en seis tragos, afirma que, colectivamente, los cafés de Europa vinieron a ser el internet de la Edad de la Razón:
Los cafés eran centros de autoeducación, elucubración literaria y filosófica, innovación comercial y, en algunos casos, lugares de agitación política. Sin embargo, por encima de todo eran centros de difusión de noticias y chismorreos, unidos por la circulación de clientes, publicaciones e informaciones de un establecimiento a otro.
El café estimula la agudeza y la claridad de pensamiento y fomenta la conversación educada en establecimientos sobrios y tranquilos, lo que supuso una revolución en una Europa en la que, hasta el siglo XVII, lo habitual era consumir bebidas como la cerveza o el vino —incluso en el desayuno—, que adormecían los sentidos e incentivaban las algaradas. Hasta entonces, como el agua era susceptible de estar contaminada, la gente prefería consumir alcohol; pero el café también proporcionaba la misma seguridad alimentaria que la cerveza, pues ambas bebidas se elaboraban con agua hirviendo. Beber café, además, «era otro modo que tenían los pensadores del siglo XVII de subrayar que habían superado las limitaciones del mundo antiguo». Por si fuera poco, las cafeterías, en contraposición a las sombrías tabernas, eran luminosas y estaban adornadas con estanterías para libros, como si fueran bibliotecas en las que se podía beber y conversar. Una opinión que también mantienen Bennett Alan Weinberg y Bonnie K. Bealer en su libro El mundo de la cafeína:
No es extravagante proclamar que fue en aquellos lugares de reunión donde el arte de conversar se convirtió en la base de un nuevo estilo literario. Hay que observar que en las cafeterías originales casi todo el mundo fumaba, y que la nicotina también tiene un definido efecto fisiológico. Esta modera el carácter, extiende la atención y, lo que es más importante, duplica la tasa metabólica de la cafeína: o sea, permite beber dos veces más café que de otra manera. La cafetería original era un lugar donde hombres de todo tipo y condición podían sentarse todo el día. Este fue el origen de la Ilustración.
La ingesta de café parecía estimular el espíritu crítico de los que frecuentaban las cafeterías, que intercambiaban sus ideas de un modo que inquietó al fiscal del rey Carlos II de Inglaterra, que en 1676 pidió el cierre de estos establecimientos, alegando crímenes de lesa majestad. Las reacciones de la ciudadanía obligaron, no obstante, a revocar el decreto, como ya había sucedido más de cien años antes en La Meca y en El Cairo. Fernando Garcés Blázquez abunda en ello en La historia del mundo con sus trozos más codiciados:
Entre 1680 y 1730, en Londres se bebía más café que en ningún otro lugar del mundo. Sus habitantes acuñaron el nombre popular de «universidades a penique», en alusión al precio que solía costar un bol de café y las amenas tertulias que se organizaban a su alrededor. Un refrán de la época rezaba: «No existe universidad de mayor excelencia, pues por un penique puedes ser una eminencia».
Actualmente se nos antoja chocante considerar Gran Bretaña como una gran consumidora de café, pues se nos viene a la mente el té de las cinco. Sin embargo, la afición por el café en Gran Bretaña viene de largo, cuando empezó a cultivarse en las colonias inglesas, sobre todo en Ceilán. Al ser devastadas por una enfermedad, las plantaciones de café no dieron sus frutos, lo que obligó a sustituirlas por plantaciones de té; y por eso también toman pastitas, que maridan mejor con el sabor del té, en vez del símbolo de la pastelería francesa, el croissant, que lo hace mejor con el café (aunque el croissant nació en Austria como herramienta de propaganda para señalar la liberación del Imperio austriaco de la amenaza de los otomanos; así de caprichosas son las costumbres, incluso las gastronómicas).
En el ámbito estricto de la investigación científica, donde la única forma de progresar consiste en permitir que otros sometan a juicio tus ideas —falsabilidad—, los clubes, fueran o no cafeínicos, proliferaron por todo el mundo, sobre todo en el Reino Unido. La primera cafetería de la historia fue Kiva Han, abierta en Constantinopla en 1475. La primera cafetería en Londres la abrió en 1652 el criado armenio de un comerciante inglés: Pasqua Rosee (aunque si somos justos, el primer café, si bien no fue un comercio en el sentido estricto, abrió sus puertas dos años antes en la ciudad universitaria de Oxford). Si cruzamos el charco, la primera cafetería estadounidense se abriría en Boston, en 1689 —los inicios de la independencia americana tuvieron lugar en la cafetería Dragón Verde, en 1773—. En pocos años, debido a su éxito como centros neurálgicos de discusión, las cafeterías empezaron a ser temáticas. Hacia 1700, en Londres, encontramos cafeterías frecuentadas por políticos, como las de Saint James y Westminster; por eclesiásticos y teólogos, como las próximas a la Catedral de San Pablo; por literatos, como las de Covent Garden.
En tales cafeterías temáticas no solo se podía conversar o cerrar acuerdos con otras personas con tus mismos intereses por el módico precio de una taza de café, sino que los establecimientos ponían a disposición del cliente panfletos, boletines, folletos publicitarios, precios de acciones, listas de cargamento del puerto y un largo etcétera. Incluso en el ámbito de la ciencia, algunas cafeterías casi recordaban a laboratorios universitarios: en el Marine se impartían conferencias sobre matemáticas, y en el Swam, de astronomía; James Hodgson pronunciaba conferencias en diversas cafeterías equipado con telescopios, microscopios y otros instrumentos científicos.
Las cafeterías contemporáneas también funcionan como tómbolas de ideas. Poco antes del advenimiento de internet, concretamente en la década de 1980, contamos con ejemplos como el Cornelia Street Café. Es una deliciosa cafetería escondida en Greenwich Village, uno de los barrios más hipster de Nueva York —incluso te miran mal si te olvidas la bolsa de tela para ir al mercado ecológico—, que acogió los pinitos musicales de Suzanne Vega, las obras de Monty Python o la poesía del senador Eugene McCarthy; y recientemente se reúne allí una banda llamada Amygdaloids integrada exclusivamente por neurocirujanos —con discos como Heavy Mental—, a los que han venido a escuchar gente como John Nash, el esquizofrénico matemático de Princeton que inspiró la película Una mente maravillosa.
Antes de que florecieran los foros en Internet, las redes sociales, Spotify, YouTube, Wikipedia o el FanFiction, Cornelia Street Café, y otros miles de cafeterías ponían en evidencia que la gente necesitaba conectar entre sí para crear cosas más grandes de las que hubieran creado individualmente. Gracias a ello, podemos disfrutar de las tostadoras; o de un simple lápiz, cuya complejidad y necesidad de colaboración entre personas muy distintas no resulta palmaria hasta que no leemos I, Pencil, de Leonard Read. Pero eso lo veremos un poco más adelante.
Si bien las cafeterías permiten que se celebren conciliábulos intelectuales inéditos a nivel micro, a nivel macro las ciudades han funcionado de un modo semejante, aunque de un modo más anárquico. La densidad de las ciudades obliga a que la gente conecte más fácilmente, ya sea en el entorno laboral o en la reunión de vecinos, lo que propicia también el intercambio de ideas. A pesar de que la literatura y el cine hablan de un futuro de rascacielos a lo Blade Runner y vidas grisáceas y uniformes como en 1984, lo cierto es que tales ideas son un reflejo del síndrome de Frankenstein, del miedo a la ciencia y al progreso, de la nostalgia del jardín verde donde nuestro cerebro fue forjado.
A lo largo de la historia, las ciudades han funcionado como nodos de comunicaciones y han permitido la división del trabajo de forma más eficiente, tal y como defiende Edward Glaeser, uno de los más reconocidos expertos internacionales en economía urbana, en su libro El triunfo de las ciudades. Este fenómeno todavía resulta más palmario en las ciudades portuarias, como la Atenas clásica, la Venecia del Renacimiento, las revolucionarias Boston y Filadelfia o las ciudades de los Países Bajos como Ámsterdam, por lo que es evidente: al contar con más rutas comerciales, las ideas llegaban de otros nodos.
En ese sentido, las ciudades modernas funcionan como blogosferas analógicas, porque reúnen una masa crítica de mentes diversas, incluso las mentes más disidentes o inconformistas, que pueden refugiarse en pequeños nichos sociales. Tal vez la blogosfera analógica más importante de la época fue Ámsterdam. Durante la Edad de Oro holandesa del siglo XVII, Ámsterdam llegó a ser uno de los puertos más bulliciosos del mundo. Por allí entraban toda clase de bienes, ideas, dinero y personas, tal y como sigue explicando el psicólogo cognitivo de Harvard Steven Pinker en Los ángeles que llevamos dentro:
Allí tenían cabida católicos, anabaptistas, protestantes de diversas confesiones y judíos cuyos antepasados habían sido expulsados de Portugal. Albergaba numerosas editoriales con una actividad dinámica y eficiente al imprimir libros polémicos y exportarlos a países donde habían sido prohibidos. Un amsterdamés, Spinoza, sometió la Biblia a un análisis literario y elaboró una teoría que no dejaba margen para un Dios animado. En 1656 fue excomulgado por su comunidad judía, cuyos miembros, con el recuerdo de la Inquisición todavía fresco, tenían miedo de causar problemas entre los cristianos de alrededor. Para Spinoza no fue ninguna tragedia, como habría podido serlo si hubiera vivido en un pueblo aislado, pues simplemente se mudó a otro barrio y de ahí a otra ciudad holandesa tolerante, Leiden. En ambos sitios fue bien recibido en la comunidad de escritores, pensadores y artistas.
A pesar del ruido, las distracciones y el miedo infundado de que el vecino nos puede robar una idea —cuando, en realidad, lo que produce mejores ideas es que las ideas circulen de mente en mente—, el ciudadano medio de una metrópolis de cinco millones de habitantes es casi el triple de creativo que el residente medio de una localidad de cien mil, tal y como ha señalado Geoffrey West, físico teórico del Santa Fe Institute, tras reunir un equipo de investigadores y asesores de diversos países para encargarles recoger datos sobre varias docenas de ciudades de todo el mundo, tabulándose posteriormente los datos relativos con la creatividad y la innovación (patentes, presupuestos de I+D, profesiones creativas, número de inventores).
Así pues, primero nacieron las ciudades, que conectaron a la gente. Más tarde, en estas ciudades, se construyeron nodos más densos de lo habitual, las cafeterías, que conectaban todavía más a la gente con mayores inquietudes intelectuales, que además alimentaban sus mentes con dosis de cafeína. A continuación, las ciudades aún se hicieron más densas, las cafeterías fueron sustituidas por asociaciones, clubes y hasta áreas de networking. Internet solo es el siguiente paso lógico: una megaciudad del tamaño de la Tierra jalonada de hipercafeterías conectadas entre sí capaces de crear cosas como vídeos virales de gatitos o enciclopedias colaborativas tipo Wikipedia.
Muchos cerebros cafeteros son mejor que un supercerebro
Si bien puede resultar cierto que la historia de las ideas haya necesitado de individuos singulares que nadaron a contracorriente, la mayor parte de las grandes ideas no se han generado de ese modo, tal y como señala Sam Kean en El pulgar del violinista: «La selección natural, el oxígeno, Neptuno o las manchas solares fueron descubiertas independientemente por dos, tres y hasta cuatro científicos». Las grandes ideas no las generan grandes cerebros, sino grandes ecosistemas. Y con «grande» me refiero a diverso, abierto e interconectado. Si, además, el ecosistema resulta espoleado por la cafeína, entonces descubrimos que las cafeterías son como enormes cerebros artificiales que exceden las capacidades humanas individuales.
Esto lo intuyeron los primeros científicos que se enfrentaban a problemas tan complejos, a un cúmulo de conocimientos tan inabarcable, que ningún ser humano individual podía procesarlo. El conocimiento, pues, debía dividirse, cada uno estaba obligado a especializarse en un campo, y finalmente todos estos corpúsculos debían entrar en contacto de la forma más armónica posible. Esta forma, en un mundo 1.0, es el formato cara a cara.
Por eso se crearon cosas como la Universidad Invisible. Una universidad inexistente, transparente, donde el conocimiento circulaba libremente, donde los investigadores se sometían al escrutinio continuo de sus colegas, donde no se creía lo que uno decía hasta que no se demostrara. Esta universidad invisible recuerda a proyectos actuales como Udacity o Cochrane Collaboration, pero se creó mucho antes que internet, incluso antes que la mayoría de las cafeterías: nada menos que en 1645.
Los creadores originales de esta Universidad Invisible radicada en Londres eran los filósofos naturales —científicos— Robert Boyle y Robert Hooke y el arquitecto Christopher Wren. Los tres también eran grandes aficionados a las cafeterías, como internautas ávidos de comunicarse en foros o páginas web: en su diario, por ejemplo, Robert Hooke recoge que visitaba unos sesenta cafés londinenses para estar al corriente de todos sus diversos intereses.
La idea rectora con la que empezaron a levantar los primeros ladrillos invisibles de su universidad es obvia para nosotros, pero profundamente contraintuitiva para la época: tendemos a ser menos críticos con nuestras ideas que con las de los demás. Así pues, Hooke, Boyle y Wren se comprometieron a adquirir conocimientos nuevos a través de medios experimentales y a exponer los descubrimientos de unos y otros para que el ojo ajeno descubriera errores o inconsistencias. Al poco tiempo, su universidad empezó a funcionar, y a diferencia de Oxford o Cambridge, no tenía consistencia física: solo existía en la mente de sus creadores y cultivadores. Como una suerte de blogosfera cuyas redes se alimentaban de neuronas. Tal y como explica Clay Shirky en Excedente cognitivo:
Era una universidad porque sus relaciones eran universitarias: operaban por medio de un sentido de interés mutuo en el trabajo de los demás y de respeto por el mismo. En sus conversaciones, solían describir su investigación con claridad y transparencia. Robert Boyle, miembro del colectivo, y algunas veces llamado el padre de la química moderna, ayudó a establecer muchas de las normas sobre las que se apuntalaba el método científico, especialmente cómo debían llevarse a cabo los experimentos (el lema del grupo era Nullis in Verba, es decir «En palabras de nadie»). Cuando alguno de sus componentes anunciaba el resultado de un experimento, los otros no solo querían saber cuál había sido el resultado, sino cómo se había efectuado el experimento, de modo que sus afirmaciones pudieran ser puestas a prueba en otra parte. Los filósofos de la ciencia llama a esta condición «falsabilidad». Las afirmaciones que carecían de falsabilidad eran vistas con gran escepticismo.
Esta mezcla de trabajo colaborativo y competitivo, de claridad expositiva, de crítica que funcionaba como autocrítica, fue la responsable de que, en pocos años, se llevaran a cabo asombrosos progresos en química, biología, astronomía y óptica. La Universidad Invisible acabó siendo tan importante para el desarrollo de la ciencia británica que sus componentes formaron el núcleo de la Royal Society, una organización mucho menos invisible constituida en 1662 y que todavía sigue en activo hoy en día.
La mayor diferencia entre la Universidad Invisible y el resto de instituciones es que sus miembros se tenían unos a otros. Esta arquitectura se acabó trasladando no solo al núcleo del método científico, sino al funcionamiento de muchas instituciones y universidades del futuro: Silicon Valley no es más que una gigantesca Universidad Invisible. A su vez, los investigadores perseguían la mayor densidad y variedad de los miembros con los que interactuaban. Y es que muchos cerebros variopintos, conectados entre sí, producen mejores ideas que un único cerebro genial.
Uno de los investigadores pioneros en esta clase de planteamiento es el catedrático Scott E. Page, de la Universidad de Michigan, que lleva más de veinte años recopilando evidencias que avalen la máxima «la diversidad puede con la capacidad». Por ejemplo, si un grupo de individuos con un cociente intelectual (CI) elevado pero compuesto exclusivamente de médicos se enfrenta a un grupo de CI más reducido pero más heterogéneo, procedente de profesiones más diversas, el grupo heterogéneo obtiene mayor puntuación a la hora de resolver un problema. El grupo menos inteligente pero más diverso resulta ser más inteligente. O dicho de otro modo: los individuos de CI elevado obtienen mayor puntuación resolviendo tests de inteligencia individuales, pero bajan de puntuación a la hora de resolver problemas complejos en grupo. Los grupos diversos ofrecen un pensamiento más flexible e innovador. James Surowiecki desarrolla el tema propuesto por Page en su libro Cien mejor que uno:
[…] los hábiles (cualquiera que sea el significado que demos a esta palabra) tienden a parecerse demasiado en lo que saben hacer. Si consideramos la inteligencia como una caja de herramientas, el número de destrezas «óptimas» que esa caja puede contener es reducido y por eso las personas que las poseen tienden a parecerse. […] Añadámosle unas cuantas personas que no sepan tanto, pero provistas de otras destrezas diferentes, y habremos enriquecido la capacidad del grupo.
Aquí, obviamente, no debe entenderse que un grupo de tontos será más competente que un sabio o un grupo de sabios, sino que un grupo diverso cuyos integrantes son poseedores de diferentes grados de conocimiento y perspicacia resulta más brillante, innovador y creativo que un sabio, por muy sabio que sea. El neurocientífico Vilayanur S. Ramachandran señala irónicamente que la falta de diversidad entre las redes de conocimiento se produce en algunas instituciones, que funcionan como un club de admiración mutua atascado en un callejón sin salida de la especialización:
Dicho club cuenta, por lo general, con uno o más popes, una jerarquizada curia de especialistas, una cohorte de acólitos y un conjunto de supuestos orientativos y normas aceptadas que se guardan celosamente con un fervor poco menos que religioso. De hecho, los integrantes de ese club también se financian unos a otros, se revisan mutuamente los artículos, ponen buen cuidado en controlar recíprocamente las becas que consiguen y se conceden premios de manera endogámica.
Muy hipster, sí señor! Por momentos me he sentido memo porque no me gusta el café, por extraño que parezca. Y también escribo.
Gran artículo! Muy interesante e inspirador! In coffee we trust!
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Falta mencionar la tertulia del.café pombo!! Genial el artículo :)
Sergio, en tu honor lanzo un peligroso brindis con mi taza de café. ¡Leer este artículo ha sido gustosísimo!
Genial artículo Sergio, este trabajo es de un tremendo valor!!
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Me ha gustado mucho, muy interesante.
Al leer sobre las cafeterías en los países nórdicos, ahora que estoy en uno (Alemania) me doy cuenta de que otra cosa que echo de menos de España son las cafeterías. Y ojo, en Alemania se toma café por litros, pero me falta ese componente social del que habla el autor. Aquí hay muchas panaderías que venden café, te lo puedes tomar en el sitio con un bollo o lo que te apetezca pero mucha gente simplemente se lo lleva en un vaso de plástico. Además el expresso sigue siendo una cosa exótica, el café alemán es café de filtro, o café americano como le llaman otros. Si que hay cafeterías como las que conocemos en España (donde te puedes pasar toda la tarde con un par de cafés) pero son pasto de los hipsters y un snob como yo no se deja ver en esas compañías. Para mí la cafetería es juntarme con los amigos a pasar la resaca y recordar la que liamos ayer. O quedar a las 5 a echar un café, regarlo con sol y sombras y cubatas y continuar la fiesta. Y eso no lo encuentro aquí.
antes de terminar de leer este excelente artículo, fui a la cocina y me preparé una buena taza de café. Creo que si el agua es vida, el café le da el sentido de vivirla!
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Muy buen artículo, seguro que te interesa «Social Physics» de Alex Pentland, que ha realizado estudios sobre la transmisión de ideas, desde grupos de personas hasta ciudades enteras, encontrando patrones similares (heterogeneidad vs homogeneidad, endogamia de los expertos, etc).
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