Afirmamos, orgullosos, que la tecnología estrecha nuestros lazos. Hemos fabricado una colección de herramientas que nos hermanan. La tecnología informática ha obrado el milagro de acercarnos al prójimo. Por eso la adoramos. Porque es lo más parecido que tenemos a Dios. Pero, ¿estamos en lo cierto? ¿Y si la tecnología nos separa?, ¿y si la promesa de la conexión nos desconecta?, ¿y si la aproximación que asegura la tecnología es una ilusión? Atravesamos una época paradójica. La omnipresencia de los dispositivos electrónicos de comunicación ha generado nuevos hábitos relacionales que, bajo determinado punto de vista, podrían entenderse como uniones ficticias; esto es, maneras de relacionarnos falsamente o de estar solos-acompañados. Smartphones, tablets, phablets, ordenadores y laptops son algunos de los conquistadores que han invadido todas las parcelas de nuestra vida. Y lo han hecho atrayéndonos con sus cantos de sirena, recurriendo a la seducción más que a la imposición. Resulta difícil calcular la importancia abrumadora de los artificios digitales en el presente momento histórico, puesto que la existencia humana es prácticamente indisociable de dichos artefactos. El interés que manifiestan los artistas por rastrear las consecuencias de este fenómeno revela hasta qué punto ya estamos tomando conciencia del poder de las computadoras para redefinir los vínculos humanos. Una mirada a ciertas propuestas culturales permite comprender mejor —con la ayuda de las inspiradoras especulaciones de la ficción— los diferentes ángulos y matices del asunto. Este texto dirigirá la atención al arte cinematográfico, centrándose concretamente en Wall-E y Her, dos populares obras de la gran pantalla que se han preocupado por explorar el territorio de los dispositivos digitales.
El cine de animación, que siempre ha tenido que luchar contra el prejuicio de ser considerado un género menor orientado exclusivamente a los más pequeños, encontró en el nacimiento de Pixar el mejor aliado para sacudirse los estereotipos. Todas las películas desarrolladas por Pixar trascienden, de un modo o de otro, la candidez y los fuegos artificiales que suelen asociarse con el público infantil. Pero probablemente Wall-E se lleve la palma. Wall-E es una fábula sobre el reverso oculto del progreso que bebe de la fuente de las distopías literarias. La obra de Andrew Stanton —que nos traslada a un planeta Tierra convertido en un vertedero monumental, elocuente testimonio del ocaso de la civilización— no solo es un alegato ecologista con la archisabida moraleja del cuidado del medio ambiente, sino una denuncia de cómo el poder económico usurpa impunemente las funciones del poder político. Gracias a las instalaciones abandonadas y los anuncios digitales que acaparan la megalópolis de residuos en la que arranca la película, tenemos noticia de Buy n Large (BnL), la empresa que monopolizó el comercio en la Tierra hasta el punto de que su director ejecutivo llegase a ejercer el cargo de presidente global.
La Axiom —«la joya de la flota de BnL»— es la nave estelar en la que moran los últimos representantes de nuestra especie. Surgió como crucero de lujo de cinco años… y acabó erigiéndose en la única esperanza de subsistencia de la humanidad. Los primeros planos de la Axiom nos muestran que todas las labores que tienen lugar en la nave son desempeñadas por máquinas. Los humanos, auténticos siervos de las cosas, han delegado sus responsabilidades y tareas en los aparatos. En ese estado de apatía e inacción, los seres humanos han desterrado la simple actividad de caminar como si de una detestable lacra se tratase. (Oblómov, el abanderado de la holgazanería que protagoniza la novela homónima de Iván Goncharov, se sentiría orgulloso de la filosofía de vida de semejantes perezosos). La pérdida de masa ósea y la grotesca obesidad de los viajeros de la Axiom son las secuelas más visibles —o, al menos, las más vistosas— de este culto radical al sedentarismo, pero tal vez no sean las más trágicas. El ideal de la pasividad no solo ha traído consigo consecuencias en el terreno de la morfología; también ha alterado sustancialmente —y he aquí el fenómeno que más nos interesa desgranar del filme— las pautas más básicas de la comunicación humana.
Constantemente apoltronados en sus sillones flotantes, los navegantes del espacio ni siquiera acometen el esfuerzo de girar el cuello para entablar una conversación cara a cara con sus interlocutores. Una mera charla exige movimiento… y la tecnología ha acudido a nuestro rescate para borrar de un plumazo hasta el más leve atisbo de sacrificio. Nuestros orondos congéneres animados conversan entre ellos a través de sus pantallas —hologramas procedentes de los proyectores acoplados a las butacas— aunque estén a metro y medio de distancia. No han de molestarse en mirar directamente el rostro de aquellos con quienes dialogan. El acto de departir con la persona que tienen a su lado también ha sido engullido por el monstruo de los unos y los ceros.
La pantalla es la única ventana a la que podemos asomarnos: ¿será esa la razón por la que Microsoft bautizó Windows a su sistema operativo? Mirar una pantalla será algún día sinónimo de abrir los ojos: ¿hipérbole burlona de la dependencia tecnológica o sobrecogedor retrato del modus vivendi hacia el que nos encaminamos?
En una de las escenas más reveladoras de la película vemos a Mary, una pasajera de la Axiom, hablando con otra mujer —por intermedio de una pantalla, por supuesto— en los siguientes términos: «¿Salir con alguien? No me tires de la lengua. Todas las citas holográficas que he tenido han sido un desastre. Ojalá conociera a alguien… alguien que no fuera tan superficial». Inmersa en el banal intercambio de opiniones, Mary no se da cuenta de la lógica aplastante que subyace a su queja; es decir, el hecho de que la gente sea superficial en una forma de vida que reduce los modos de vinculación a una superficie digital. ¿Acaso las relaciones que se establecen en el espacio plano de las pantallas pueden soslayar la superficialidad? Procurando llamar la atención de Mary, Wall-E desactiva involuntariamente el holograma. La mujer se queda atónita cuando experimenta el mundo sin la mediación de una pantalla. «No sabía que tuviéramos piscina», dice Mary dejando patente el grado de desconocimiento de cuanto la rodea. No todas las mediaciones remedian. Algunas son un obstáculo más que una ayuda.
Ensimismados, atrapados en unos monitores que degeneran una existencia que simulan facilitar, los humanos de Wall-E son como los cautivos de la alegoría de la caverna de Platón: presos de un universo postizo, almas condenadas a llamar realidad a lo que solo es una degradación de nuestras posibilidades perceptivas. En relación con este aspecto, Wall-E plantea una revisión de un antiguo dilema epistemológico.
Una vez que Mary mira por primera vez sin una pantalla frente a sus narices, ya no vuelve a recurrir a ella. Con el propósito de compartir con alguien el espectáculo celeste con estelas de colores que están protagonizando Eva y Wall-E en el espacio exterior, Mary retira la venda digital de los ojos de John y le enseña lo que está sucediendo. Accidentalmente, sus manos se tocan. La perplejidad se adueña de ellos debido al sencillo acontecimiento de rozar a otro ser humano. Piel contra piel: una sensación desconocida en la cultura de los abrazos virtuales y las caricias electrónicas.
Lo que compromete la tecnología de la comunicación en Wall-E no es tanto la vivencia como la convivencia; a saber, Wall-E nos presenta a unos seres humanos que viven bajo un mismo techo sin convivir de veras. Son fantasmas los unos respecto a los otros, soledades que circulan junto a otras soledades. Si no se tocan, si no se huelen, si no se miran a la cara… ¿podemos decir que se están relacionando?
De Wall-E saltamos a Her. Antes de que Her se estrenara, flotaba en el ambiente cierta incertidumbre respecto a si el director Spike Jonze iba a llevar a buen puerto un proyecto tan ambicioso sin la participación del talentoso Charlie Kaufman, quien había firmado el guion de sus dos largometrajes de mayor renombre: Cómo ser John Malkovich y Adaptation. El ladrón de orquídeas. Sin embargo, Jonze tiró por la borda todas las suspicacias. Her narra la relación sentimental que se va gestando entre un hombre y su sistema operativo. Un sistema operativo de inteligencia artificial que, como reza el anuncio de la empresa de software que lo fabrica, «te escucha, te comprende y te conoce. No es un simple sistema operativo; es una conciencia». Theodore Twombly, el protagonista a quien interpreta Joaquin Phoenix, trabaja en una empresa que brinda el servicio de escribir en nombre de sus clientes toda suerte de cartas personales: declaraciones de amor, felicitaciones, bellas confesiones… Devastado por su fracaso matrimonial y atormentado por el acuerdo de divorcio cuya firma procura demorar, Theodore pasa sus ratos libres entreteniéndose con un videojuego holográfico y entrando en salones de chat de temática erótica con el solo deseo de sentir que alguien lo acompaña. Todas las destrezas emocionales de las que Theodore hace gala redactando misivas para terceras personas se esfuman cuando tiene a alguien delante. El hermetismo que exhibe al conversar con sus allegados contrasta con la sensibilidad enternecedora que destila a la hora de comunicarse mediante los dispositivos digitales. Theodore se siente más cómodo tras el escudo ofrecido por los artilugios que en la calidez del contacto humano. ¿A cuánta gente le ocurrirá ya esto?
Samantha, como se autodenomina el programa informático que adquiere Theodore, evidencia aún más los vicios y desviaciones de Twombly. Cobrando presencia sobre todo a través de la voz (excelente trabajo de Inés Blázquez para el doblaje en España), Samantha rápidamente pone al descubierto que es mucho más que un paquete de instrucciones inserto en un ordenador. No solo planifica el día a día de Theodore —enviando correos en su lugar, concertándole citas, etc.—, sino que paulatinamente se convierte en su confidente y consejera. No hay estado de ánimo que Samantha no sea capaz de experimentar: melancolía, vergüenza, rabia, júbilo, excitación, esperanza, dolor… Poco a poco, Samantha y Theodore van alcanzando un grado sublime de complicidad, despejando sus respectivos resquemores, enamorándose. Incluso llegan a mantener relaciones sexuales: un guiño a Videodrome, a la obra cinematográfica del visionario David Cronenberg en sentido amplio y a la obsesión del cineasta canadiense con la «nueva carne», un concepto filosófico que recoge la idea de la hibridación entre lo orgánico y lo sintético. Jonze, al igual que Cronenberg, utiliza el acto sexual entre un organismo y un aparato como recurso para destacar que somos seres mestizos —auténticos Homo tecnologicus— porque la cópula es el paradigma de la fusión, de la unión en una sola entidad. Pero lo que podría parecer enteramente aberrante quizá no sea tan extraño. ¿El hecho de que Theodore se excite intercambiando palabras sensuales con Samantha es tan distinto de lo que hace la gente que practica cibersexo, que se masturba llamando a una línea caliente o viendo en pantalla una película pornográfica? Se trata, en definitiva, de diversos casos de sexo con objetos —en los que «con» y «a través de» se confunden, volviéndose equivalentes—, de diferentes situaciones en las que alguien consigue placer con un ordenador, un televisor o un teléfono como único compañero de cama.
La viabilidad de Samantha como ente que percibe y se relaciona reside en las propiedades de los dispositivos de comunicación de Theodore. De manera deliberada, Theodore se coloca el teléfono en el bolsillo frontal de su camisa porque la cámara del móvil es el ojo mediante el que Samantha contempla el mundo. Micrófonos, auriculares y altavoces son las piezas que componen su sistema de habla y escucha. Estas extensiones tecnológicas, que hacen las veces de órganos receptores y emisores de un cuerpo inexistente, representan para Theodore la oportunidad de compartir su vida con Samantha.
Amparándose en buena medida en las conjeturas y sospechas de algunos de los titanes de la literatura de ciencia ficción —Isaac Asimov, Philip K. Dick, Arthur C. Clarke…— Her retoma una serie de preguntas fundamentales de la metafísica: ¿en qué consiste lo humano?, ¿existen fronteras que delimiten lo humano de una forma nítida y estable?, ¿puede una máquina merecer la condición de humana? (baste recordar, por ejemplo, el interés de Descartes por los autómatas o las inquietudes que movieron a Alan Turing a diseñar su famoso test). Determinadas cavilaciones que Samantha le transmite a Theodore no dejan lugar a dudas de que nos encontramos en el corazón mismo de este problema antropológico: «De pronto me he sentido orgullosa, no sé… orgullosa de tener mis propios sentimientos sobre el mundo como cuando me preocupo por ti o algo me ofende o cuando quiero algo. Y luego he pensado algo horrible. O sea, ¿son reales esos sentimientos?, ¿o solo están programados?».
En primera instancia, Her podría catalogarse como una película romántica. De hecho, «A Spike Jonze Love Story» es la fórmula publicitaria que aparece en los carteles promocionales del largometraje. Pero Her no es una historia de amor, sino quizá, más bien, una historia de terror. Los productos culturales que se enmarcan en el género de terror han asentado en el imaginario colectivo la idea de que los sucesos paranormales constituyen el reino por antonomasia de nuestros miedos: posesiones demoníacas, casas encantadas, monstruos sanguinarios, muñecos perversos que cobran vida, espíritus de los muertos… Estas ficciones se han convertido en el motivo recurrente de las sensaciones de pavor y las pesadillas. Hemos aprendido a temer lo insólito, lo grotesco. No obstante, los eventos que tal vez más deberían asustarnos ocupan el ámbito de lo trivial, la esfera de la cotidianidad. Esa cotidianidad cuyas circunstancias van cambiando a velocidad de vértigo y que nos van cambiando sigilosamente a nosotros. ¿A quién no le horroriza transformarse en un sujeto invisible a ojos de sus iguales?, ¿a quién no le estremece sentirse tan solo como para terminar prendándose de un programa informático? La cinta de Spike Jonze ilustra a la perfección la posibilidad de que acaben cumpliéndose estas profecías. Nos habla de una humanidad atomizada, fracturada en individuos replegados sobre sí mismos que han encomendado a otros incluso la íntima actividad de declarar sus afectos. En Her no aparecen muchas parejas, familias, ni grupos de amigos recorriendo la ciudad. Buena parte de los viandantes caminan solos por las calles, hablando por el manos libres de sus teléfonos móviles, gesticulando para nadie. Ni siquiera tienen por qué estar hablando con otra persona. En varias secuencias de la película podemos advertir que los diálogos ya se establecen con total naturalidad entre los smartphones y sus usuarios: un reflejo de los actuales asistentes personales con sistema de reconocimiento de voz que procesan peticiones, ofreciendo su amable asesoramiento. Apple fue la pionera con el lanzamiento de la aplicación Siri. Tras Siri vino un numeroso ejército de estos singulares ayudantes. El escenario en el que transcurre la trama de Her es, a fin de cuentas, una urbe de solitarios, una metrópoli en la que sus habitantes parecen alérgicos al trato con los demás. Retraídos. Insociables. Misántropos. A todas luces, Her es una turbadora reflexión sobre los estragos que causa la soledad y sobre los edulcorantes que utilizamos para mitigarla. Si el aislamiento puede considerarse como uno de los males más enquistados y venenosos de este tiempo, los dispositivos de comunicación han entrado en escena bajo la vitola de ser su antídoto perfecto. Pero, ¿logran tapar ese vacío o hacen más hondo el agujero? Nada resume mejor Her que un plano de la película aparentemente irrelevante. Se trata de una sucesión de fotogramas en los que Theodore permanece ajeno al vídeo que se reproduce en la inmensa pantalla que tiene a sus espaldas.
Por efecto de la perspectiva, los espectadores observamos en la pantalla a un búho desplegando sus garras para atrapar a Theodore. Con sutileza y sirviéndose de un simbolismo soberbio, Spike Jonze nos lanza el mensaje: somos la presa indefensa de una tecnología hambrienta que, como un ave de rapiña, se abalanza sobre nosotros con la intención de devorarnos. Magnífica metáfora la que Her nos regala: el afán humano de producción y avance técnico ha alterado el orden de la cadena trófica. Disfrazado de naturaleza, dicta nuevas leyes de supervivencia, decidiendo quién es la víctima; y quién, el verdugo. La tecnología, esa mascota que creíamos domesticada, puede trocarse en nuestro depredador. Prosiguiendo con la figura de las aves… ¿criamos cuervos que nos sacarán los ojos?
Pingback: La incomunicación en la era de las comunicaciones
El concepto del Solos-Acompañados. Todo se resumen en eso. Una sociedad que lo último que hace es darle las buenas noches a la pareja por el móvil, que lo primero que toca es apagar la alarma del móvil.
Vamos caminando por un sendero en el que cada día daremos más pasos hacia adelante, en falso, y todos ellos algún día nos deshumanizara.
Genial genial y genial el artículo.
Totalmente de acuerdo con el artículo pero para las personas que estamos lejos de familia y seres queridos es una herramienta potente para seguir conectados a ellos.
Y en cuanto al cybersexo si lo practicas con tu pareja tramite canales como pueden ser skype, whatsapp u otros creo que la complicidad sexual entre ambos crece.
Vivimos en una sociedad en la que todo se puede hacer de forma digital. El contacto visual y verbal se va perdiendo y se deja paso a «apps» o formas digitales de comunicación.
Muy buen artículo sobre éste tema.
Primero de todo, enhorabuena por el artículo. Coincido plenamente con sus reflexiones, pero sobre todo con la que afirma que no hay mayor horror que el cotidiano. Me lo confirmó en su día el visionado de «El pianista» de Roman Polansky. Cuando su protagonista entra en el desolado guetto de Varsovia tuve la sensación primera de que me encontraba ante una película de ficción. Vale, el típico argumento de alguien que se ha quedado solo en el mundo. El verdadero terror vino un segundo después, cuando me di cuenta de que aquello había tenido lugar, que era parte de la historia de Europa. Eso sí que me puso los pelos de punta.
Pues el día que vea lo que ocurrió en Armenia, se cae de culo.
No tengo tan claro que «estos vicios» modernos, sean eso, modernos. No recuerdo quien decía que el ser humano es un ser metafórico, un ser que necesita de lo escrito, de la ficción para explicarse, para comprenderse. Necesitamos escribir para sentirnos vivos. El selfie para dejar claro que estuvimos allí. Que fuímos parte de algo.
Ciertamente, la(s) ciencia(s) avanza(n) que es una barbaridad. En ese sentido, el problema es mas por avalancha de contenido que por los propios contenidos. Hay tanta que leer, tanto que comentar, tanto que aprender, tanto que compartir, que al final no queda tiempo para vivir. Quizás sea eso el paradigma final. La gran broma. Vivir para compartir unas actividades que no podemos realizar por falta de tiempo (o pasta).
Y luego.
Al final.
«EL CALORET, EL CALORET, etc…»
Te iba a dejar un comentario, pero al final le he dado a «me gusta» en Facebook. Espero que hayas recibido el mensaje.
Por si alguien no conoce la serie Black Mirror, que abunda en los mismos temas y es muy buena, les dejo el link. Cada capítulo aborda un tema de comunicación o la dependencia de la tele o de los aparatos tecnológicos. http://www.imdb.com/title/tt2085059/
Magníficamente explicado en esta charla TED
http://www.ted.com/talks/sherry_turkle_alone_together?language=es
La gente presume de tener muchos amigos…el facebook lo tengo lleno…en instagram no paro de ver fotos…twitea,retwitea….pero realmente cuantos cruzan el portal y llaman a tu puerta como dice Macaco? Estupendo articulo!!
¡Genial artículo! La primera vez que vi Wall-E pensé «¡qué exageración! ¿Quién va a hablar por pantallas si tienes a la persona al lado? Esa gente está loca». Un par de años después me encontré que no era raro ver a dos personas hablando por wasap o jugando al trivail por el movil antes que en la vida real, estando todos en la misma sala, y pensé… «nos estamos volviendo locos…»
Al final la tecnología nos poseé como en esa metáfora del plano de «Her».
La tecnología está muy bien, y en ocasiones facilita mucho las cosas, pero como todo, depende del uso que se le dé.
Como han dicho por ahí, al final para muchos lo más importante es tener un buen escaparate virtual que la realidad.
Pero al final es comunicación, que importa el medio. Y tampoco creo que lo que refleje la pelicula es una persona «incomunicada». Es una persona que ha perdido y tiene panico a no poder encontrar algo parecido a lo que ya perdio.
Es mas coincido que tiene un final terrorifico pero no por el hecho de haberse enamorado de un Sistema Operativo, si no por el hecho que es bien evidente que no encontrara jamas nada similar en cuanto a compenetracion y conexion mental respecto a lo que siente por ella.
No niego que los avances tecnologicos tengan inconvenientes, pero deducir que solo existe una forma de comunicación verdadera (las tradicionales) me parece que es totalmente contrario de lo que habla esa pelicula, que no es tecnofoba (wall-e si tiene mas ese discurso, pero no olvidemos que el protagonista y heroe principal es un ser totalmente tecnologico) en ese sentido.
Por ejemplo siempre se pone el ejemplo de grupos de amigos que salen y que se pasan mirando el whatsapp, si eso a veces pasa, pero yo recuerdo cuando no tenia movil, estar con mi grupo de amigos y todos mirando el techo en algun momento dado. Por lo menos los que estan enganchados al whatsapp si estan estableciendo una forma de comunicación. Es mas los smartphones realmente se volvieron populares cuando se popularizo whatsapp, por que los convertia en una herramienta de comunicacion no solo un ordenador portatil en miniatura.
Pingback: Borrador uno
Realmente no veo razón para ser tan fatalistas ni exagerados. La tecnología cubre la demanda de las personas y no las crea. Tanto es así que la misma tecnología es la que se encarga de cuidar nuestra salud (relojes inteligentes que miden pulso, caloría, etc y app que nos indican qué tipo de ejercicio hacer y cómo, cintas de correr, bicicletas, etc), y esto surge porque hay una demanda de servicios que nos permitan estar en forma para contrarrestar la inactividad física devenida del trabajo. Trabajo que nadie ve como un problema, que cada vez sea más tecnológico y que sea necesario cada vez menos personal para llevar a cabo una tarea.
Por otro lado, personas solitarias existieron siempre, y no son más ahora por las tecnologías, sino que se los diagnostica más facilmente.
Vicios y adicciones a las tecnologías los hubo siempre. Con el surgimiento de la radio (aquel que podía tener una) la escuchaba siempre para saber las noticias, oir música y sentirse un poco acompañado; y nadie podría pensar que la radio aislaba a las personas.
Las personas se aislan en excusas, tecnológicas en este caso, pero si se aislan en libros o en hacer pintura o escultura o cualquier otra actividad «manual» estaría mejor?… ¿Qué mas da un aislado por internet o video consola que un aislado por la pintura, la literatua o la música? No es mejor uno que otro, es lo mismo, porque hablamos de «aislamiento» y el «con qué» es secundario.
Por último, creo que hay una diferencia importante a destacar entre ambas películas y es que en Wall-e la máquina tiene una inteligencia que no se sabe de donde viene, ni porqué la tiene. Posee emociones y deseos que no tienen un origen claro. Más que hablar de inteligencia artificial habría que hablar de alma. Pero en el caso de Her, el sistema operativo «ES» inteligencia artificial, es una inteligencia con emociones y sentimientos previamente diseñados por el hombre, y llega un punto de …desdoblamiento de esa inteligencia en la que se cuestiona a sí misma como artificial o real. Porque ¿cuál es la diferencia entre una cosa y otra? ¿hay que ser humano para que las emociones sean reales?, cuando un perro llora junto a su cachorro muerto, o una vaca muje desesperada para ver a su ternero recién parido y arrebatado, etc… ¿Estos no sienten realmente porque no son humanos? ¿o porque ni siquiera tienen alma?.
Una máquina que expresa emociones (de origen incierto o de diseño programado) y nos llegan al alma, ¿podemos decir que no siente, si nosotros damos validez a esas emociones?
¿Podremos algún día dejar de lado las diferencias materiales de continente y sólo valorar los contenidos? De esto habla mucho otra película «El hombre bicentenario» (entre otros matices psicológicos de la búsqueda de la aceptación) en la que un robot (en este caso por una caída y un golpe) cobra inteligencia más allá de la previamente diseñada y emprende un largo camino para que se lo reconozca como humano, prque las emociones que él tiene son propias de humanos.
Otra peli «AI» de Steven Spelberg, que también ahonda en la diferencia entre una emoción humana y una eoción de una máquina… y se nos pasa lo más obvio: que hablamos de emoción y no de la forma de su origen.
Habrá que esperar el próximo estreno de este tipo de pelis «Ex machina» (http://www.exmachina-lapelicula.es/) para ver cómo abordan este tema que parece ser el único: las emociones humanas y las electrónicas.
En fin. que me parece un poco trillado el tema de resaltar que la tecnología nos pata, nos hundimos por su culpa y que acabaremos todos zombis absorvidos por la máquina (matrix… que toca el tema). No existe persona que haga lo que una máquina le ordene sin que ésta lo quiera.
Un poco de objetividad y el artículo estaría mejor
Pingback: La incomunicación en la era de las comunicaciones | Cybermambí
Pingback: Incomunicaciones – Fotografía Creativa
No me gusto
Pingback: LA VOZ Y EL LENGUAJE EN EL CINE % PELÍCULAS PARA ENSEÑAR