No hay negocio como el negocio del espectáculo. ¿O no hay espectáculo como el negocio del espectáculo? Pues no sabríamos decirles, porque a tenor de los acontecimientos recientes —y no tan recientes—, los negocios de más de un representante político son un verdadero espectáculo de los de confeti y matasuegras. Lo que sí sabemos es que hoy se celebra la octogésimo séptima ceremonia de entrega de los premios de la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de Estados Unidos (AMPAS). O sea, la edición número 87 de los Óscar de Hollywood.
Dice la gente que se dedica al negocio del espectáculo que lo de esta noche es «la fiesta del cine», pero si miran arriba al collage con las ocho películas nominadas al máximo galardón, debe tratarse de una fiesta reservada al hombre blanco, porque menudo bosque de estatuillas pálidas. Sea como fuere, prepárense para plantar su culo delante del sofá, porque a partir de las 02:30 de la madrugada, en el Dolby Theater de Los Ángeles, asistiremos al anual desfile de coloridos vestidos de firma para ellas y aburridos esmóquines —también de firma— para ellos. Cate Blanchett se enfadará cuando, en la alfombra roja, algún periodista le pregunte una estupidez que no preguntaría a ningún actor, Jack Nicholson (Nicholson sigue asistiendo a estas cosas, ¿verdad?) pondrá caras raras en primera fila, y el extraordinariamente versátil Neil Patrick Harris intentará agilizar una gala que nunca baja de las tres horas y media.
Este año, la AMPAS ha nominado a ocho filmes a la categoría de Best Picture, y desde Jot Down hemos hecho un esfuerzo titánico en vernos los ocho para después emitir nuestros inapelables veredictos. Así no tienen ustedes que ir al cine para poder opinar sobre la película que gane o la que sea injustamente tratada (y no, esta vez no nos referimos a Interstellar.
Birdman (o la abrumadora virtud de la consciencia) (por Pedro Torrijos)
El último filme de Alejandro González Iñárritu es una reflexión compleja y precisa sobre el proceso creativo. Sobre cualquier proceso creativo:
Quizá de eso van todos los actos creativos: de convencer de que algo es algo mientras decimos que no lo es. Quizá Birdman habla de Iñárritu, de rodar en Hollywood con estrellas de Hollywood hablando de Hollywood sin estar en Hollywood y alejándose lo máximo posible de Hollywood. De la dificultad de convencer a todo el mundo. De la dificultad de contentar a todo el mundo. De la dificultad de convencerse a uno mismo. Dum-ba-dum-tschh-tschh.
Al final, todo son capas que se agregan y se yuxtaponen hasta formar un contorno borroso tan borroso como la realidad. Capas de arrugas. Capas de luz y de color y de movimiento de cámara. Capas de música incidental y diegética. Escritores que hablan de escritura. Directores que hablan de dirigir. Actores que interpretan a actores que quieren ser actores y que se parecen a ellos mismos. Cine que habla de la verdad de la ficción. La reseña de una película que habla de cine que habla de teatro que habla del acto de crear. Todo son capas y las capas se apagan en una pantalla en negro donde aparecen letras separadas que acaban formando palabras. Dum-tschh-tschh-dum-ba-dum.
Pueden leer la reseña-no reseña completa de Birdman aquí.
Boyhood: esculpiendo en el tiempo (por Iker Zabala)
El cineasta Richard Linklater ha creado un prodigio a la altura de su monumental proceso de rodaje:
La piedra de toque de Linklater ha sido partir de una idea pretenciosa sobre el papel, que invita a delirios de trascendencia, para rodar un filme que transcurre en su totalidad en una gozosa zona a ras de suelo, entre retazos de banalidad cotidiana de los que surgen momentos de autenticidad a borbotones. Boyhood es una película que en todo momento se niega a sí misma cualquier tipo de reivindicación de su propia singularidad, de exhibición impúdica y permanente de su condición de «especial», y eso es una excelente noticia. No asistimos a flashbacks hacia el final que nos recuerdan el aspecto físico de Mason, el niño protagonista, al inicio de la película, ni a crescendos musicales y barridos de cámara de pies a cabeza cada vez que el niño envejece un par de años en la historia. Tampoco al recurso maniqueo de convertir el filme en un vulgar y previsible catálogo de «primeras veces» de su personaje principal. Boyhood apuesta por la simplicidad (solo aparente) de fotografiar la vida sin obviar sus tiempos muertos, que son mayoría en la existencia de cualquiera de nosotros.
Boyhood se plantea el objetivo de fotografiar los momentos aparentemente triviales de la vida cuyo significado se comprende en su totalidad con el paso del tiempo, y lo consigue con una sencillez casi asombrosa. La idea de concentrar doce años de rodaje en 165 minutos contribuye a lograr ese objetivo de manera tan clara, tan incluso previsible, que uno se llega a preguntar por qué no se hacen más películas de esta manera.
Lean la crítica completa de Boyhood en este enlace
Descifrando Enigma: bioparodias y bombas atómicas sobre Berlín (por Javier Bilbao)
Poco convincente, el filme biográfico rodado por Morten Tyldum e interpretado por Benedict Cumberbatch también adolece de graves problemas de imprecisión:
El intérprete inglés y el cineasta noruego han creado puede que sin saberlo un nuevo género cinematográfico: el biopic paródico o bioparodia. Consiste en escoger una figura relevante y admirada y ridiculizarla hasta llegar a convertirlo en un esperpento del que renieguen hasta sus nietos. Total, ya no puede demandarnos, habrán pensado, y además si fuera tan listo no estaría muerto. El sujeto en cuestión es Alan Turing quien, como ya sabrán, fue un excepcional matemático que contribuyó a descifrar el código empleado por los alemanes durante la Segunda Guerra Mundial y sentó las bases de la informática. El reconocimiento de las autoridades británicas por tales logros consistió en condenarle por el delito de ser homosexual y ante eso él, desdichadamente, terminó suicidándose (aunque según algunos su envenenamiento fue accidental).
En la película lo que vemos en cambio es algo levemente distinto… Podría decirse que el retrato que hace Cumberbatch de él lo muestra como el hermano raro de Sheldon Cooper, alguien que de niño se hubiera caído en una marmita de Asperger. ¿Por qué esa insistencia en mostrarlo como un tipo antipático, con el carisma de un vegetal, torpe en el trato hasta bordear el retraso? Arrogante y soberbio, el Turing de la película se enfrenta a su supervisor y a sus compañeros —cosa que en la realidad no ocurrió— y el amago que tiene de establecer lazos afectivos con ellos es tan torpe que no busca más que hacer reír a los espectadores a su costa.
Todo lo que escribimos sobre Descifrando Enigma en nuestra reseña.
El francotirador: matar, matar, matar y volver a matar (por Fernando Olalquiaga)
La historia autobiográfica del francotirador estadounidense Chris Kyle a lo mejor podría ser interesante, pero la versión interpretada por Bradley Cooper y llevada a la pantalla por Clint Eastwood está muy lejos de serlo.
Vemos ante nosotros la simple y ramplona concepción de la guerra de un soldado que prácticamente solo sabe matar, y si ese era el punto de vista que se quería reflejar, la película es un éxito. Pero es como rodar la vida de un leñador que solo aspirara a talar tantos árboles como le fuera posible, y que después, en el bar del pueblo, mientras juega a los dardos o monta al potro mecánico o baila lo que sea que baile un leñador de Oregón, solo pudiera pensar en todos los árboles que le quedan por talar. No es interesante.
Aun así, no hay que despreciar una película por no ofrecernos una lección de geopolítica, o una visión nueva de la historia, o porque no nos haga pensar ni tambalee nuestro principios morales. Si nos abstraemos del tema —la guerra de Iraq— y es algo que si hacemos con otras películas bélicas basadas en otros conflictos bien lo podríamos hacer con esta, quizás disfrutaríamos de una buena película de acción. O de un drama humano. O de ambas cosas. Pero no es el caso. Y no lo es porque por desgracia la película se derrumba al intentar presentarnos como un héroe a alguien que, la verdad, se limita a pegar tiros sobre enemigos desprevenidos como si fueran ciervos o gamos, o hasta mansas vacas pacientes, mientras se encuentra bien parapetado en una azotea al tiempo que intercambia cochinadas por el móvil con su mujer.
Si quieren leer toda la crítica, está aquí.
El gran hotel Budapest. ¿Por qué ser un botones? (por Pedro Torrijos)
No todos los filmes son una obra maestra de las historia del cine porque no todos quieren ser una obra maestra de la historia del cine. El gran hotel Budapest solo quiere ser un cuento:
Han transcurrido trece minutos y treinta y siete segundos de metraje y ya hemos viajado por todo el siglo XX. Y ya sabemos que nos está contando un cuento dentro de un cuento dentro de otro cuento envuelto en un primer cuento. Trece minutos de narración elegante, rítmica y precisa que desembocan en una narración aún más estilizada y más trepidante. Porque el cuerpo de la película se desarrolla en 1932. Y sí, es un cuento.
Así, el cuento de 1932 se llena de decorados tan obvios e irreales como exquisitamente elaborados y sugerentes, además de estar en la anticuada proporción 1.33, ajena al espectador acostumbrado a la contemporaneidad formal, pero tan próxima a la olvidada era de los concierges y los hoteles centroeuropeos. El cuento de 1968 es ocre. Es frio. Quieto. Está rodado en scope a 2.35. Parece 70 mm. Lentes en gran angular. Casi ojo de pez. Es de 1968. Es como Stanley Kubrick. Como el Kubrick de 1968. El breve cuento de 1985, rodado en 1.85 analógico aparece detrás de unas cortinas ochenteras, bajo una luz ochentera y con la cachonda irreverencia ochentera del nieto del Autor. Y el cuento de 2014, que abre y finalmente pliega el filme, tiene el color neutro del 1.85 digital. Es el cuento de hoy, del tiempo de Wes Anderson.
Aunque, en realidad, todos los tiempos y los formatos pertenecen a Wes Anderson. Porque Anderson es un cineasta absoluto.
Lean todos los cuentos que se esconden en El gran hotel Budapest en nuestra crítica.
La teoría del todo: los agujeros negros (por Diego Cuevas)
El director James Marsh no ha creado una película brillante, sino una buena película dignamente facturada que tiene la virtud de contar con un par de protagonistas cuyas actuaciones son brillantes. Solo por eso ya merece la pena:
El verdadero mérito de La teoría del todo no está en su guion sino en su reparto: Felicity Jones y Eddie Redmayne. Imparables y espectaculares como las dos caras de un proceso de deterioro agotador. Ella desgastándose psicológicamente en un matrimonio que requiere un esfuerzo constante: «No es una batalla, es una derrota», sentencia el padre de un joven Stephen a la futura esposa de este cuando la imagina incapaz de entender lo que se le viene encima, un sacrificio que supone ofrecer tanta dedicación a la vida de los demás como para abandonar por completo la propia, un agujero que irá creciendo en el interior del personaje. Jones es capaz de transmitir con eficacia esa sensación de erosión constante, hasta lograr anudar unos cuantos estómagos de la audiencia con una mirada perdida en el infinito tras el volante del coche que transporta a su inusual familia. En la esquina contraria Redmayne encara el reto de representar el otro tipo de devastación, aquella que no va exclusivamente por dentro: la destrucción física. Un papel que resulta peligroso desde el mismo momento en el que la figura a interpretar es tan conocida y las consecuencias de su enfermedad tan llamativas que elegir al intérprete equivocado podría arrastrar a la miseria toda la película.
Pueden leer nuestra reseña completa de La teoría del todo aquí.
Selma: el sueño, sin el sueño (por Bárbara Ayuso)
Ava DuVernay ha dirigido una cinta irregular y con muchos de los errores clásicos que aparecen cuando una película nace con el calificativo de «necesaria»:
De una película, lo peor que puede decirse es que es «necesaria». Entre otras cosas, porque actúa a la inversa de lo pretendido, y ese empellón que trata de propinársele al espectador hasta la sala de cine, acaba espantándole de cumplir con una obligación que no recuerda haber contraído. Viene al caso porque Selma, el biopic sobre Martin Luther King que narra la movilización de 1965 entre esta localidad y Montgomery (Alabama), llega perseguida por esa etiqueta, en parte acreditada por lo que muchos han entendido como una injusticia histórica de naturaleza cinematográfica. Y es que casi medio siglo después de su asesinato, Hollywood aún no había retratado la vida de uno de los mayores exponentes de la lucha pacífica por la igualdad racial.
Pero el resultado es irregular, una cinta con tantas ganas de hacer historia —o de cerrar cuentas— que por momentos no hace otra cosa que derrochar tósigo contra ella. Dicho esto con interés más cinematográfico que historicista.
Con su intento de ser a la par radiografía personal de King y retrato de los meses que cocinaron la marcha que desembocó en la aprobación de la Civil Rights Act —de la que este año se cumple medio siglo— la película naufraga en su propio exceso. Exceso de hipotecas, probablemente. Duvernay quiere sumergirse en los meandros de un movimiento político complejo, dando espacio también a otras figuras determinantes como, James Forman y John Lewis, para que figuren como actores políticos y no sujetos de la comparsa. Pero no lo consigue.
Lean por qué Selma es una cinta a veces brillante y a veces confusa en nuestra crítica.
Whiplash: bombas humanas (por Diego Cuevas)
La mejor película de psicópatas que verán en mucho tiempo la ha dirigido el joven Damien Chazelle y la han protagonizado Miles Teller y J.K. Simmons:
Porque en realidad Whiplash es una película de psicópatas en la que la bodycount está al mínimo posible y ocurre de manera colateral. Una cinta en la que el dolor, la sangre derramada y el sufrimiento son una parte del efectismo de las ficciones y no del mundo real. Y no es engañosa, no nos vende lo contrario, su guion se pregunta para qué va a molestarse nadie en utilizar un metrónomo cuando resulta más divertido llevar el ritmo a hostias. Tomada de este modo, como una película sin un mensaje que proclamar y ninguna lección que dar sobre el mundo del jazz pero planteada como un duelo de boxeo salvaje entre dos personas que resultan ser maestro y alumno, Whiplash es un ejercicio acojonante de ritmo y tensión. Es la crónica de una explosión anunciada con una cuenta atrás a golpe de batería. La historia de dos bombas humanas que colisionan de manera irremediable.
Y entonces llega la escena final, el auténtico duelo, un tiro por la espalda cuyo perpetrador recibe otro tiro por la espalda y todo desemboca en un tiroteo sobre las tablas de un auditorio donde el espectador es una cámara que se embala entre dos bombas humanas y que no alcanza a perseguir a tiempo las manos del batería.
Bombas humanas explotando en este enlace.
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Cómo cada año, la calidad de las películas nominadas al premio de la Academia es muy dispar, y así lo han visto nuestros redactores. Pero no crean que se han limitado a hacer su reseña, también se han mojado y han elegido su filme favorito para recibir la estatuilla dorada. Y como se dice la penitencia pero no el penitente (por si no pasa); Birdman y El gran hotel Budapest empatan a dos votos, mientras que Boyhood y La teoría del todo se llevan uno cada uno.
Ya ven, resultados tan repartidos como las historias y las intenciones de los ocho filmes nominados. Esta madrugada, cuando ya casi sea mañana por la mañana, saldremos de dudas.
Quiero aportar mi granito de arena con este interactivo que he hecho con todos los Oscar ganados por españoles.
http://www.jose-fernandez.com.es/timelines/los-oscars-que-llegaron-espana/