Ya han pasado más de doce años de este siglo XXI y aún no tenemos nuestras villas lunares, autos voladores o parejas de Venus. Nunca íbamos a tener nada de esto, pero siempre duele cuando se frustran los sueños. La generación de mis padres creció engañada al creer que en 1997 podría viajar hasta Alfa Centauri como los Robinson en Lost in Space mientras que la mía ha tenido que conformarse con una versión clase mediera y políticamente correcta del cyberpunk. ¿Dónde están los samuráis callejeros? Seguramente haciendo fila en la Apple store. Aun así, este mundo ya es una novela de ciencia ficción, lo ha sido desde que explotó la bomba en Hiroshima y que las pantallas planas y los teléfonos inteligentes no engañen a nadie, esta es una novela oscura, la que Harlan Ellison nunca escribió. La ciencia ficción es de calidad no cuando pretende ver el futuro (como piensan los ajenos al género) sino cuando utiliza el futuro para hablar del aquí y ahora. ¿Para qué teorizar sobre aventuras exóticas en el espacio cuando este mundo ya es lo suficientemente extraño?
En 1977 Ursula K. Le Guin rechazó el premio Nébula por su novela corta El diario de la rosa y en su lugar la estatuilla terminó en algún sitio en el despacho de Isaac Asimov. El Nébula, otorgado por la Asociación de Escritores de Ciencia Ficción y Fantasía de Estados Unidos (SFWA), es uno de los premios más importantes de su estilo y junto con el Hugo y el World Fantasy completa los tres grandes que casi cualquier autor del género quisiera tener en su currículo. Decir no a un honor como este debió de ser difícil, pero para Le Guin fue su manera de protestar por la forma con que la SFWA había tratado al crítico más ácido de la ciencia ficción occidental: Stanislaw Lem.
Para Lem la ciencia ficción era una literatura sin fronteras, libre por su falta de ortodoxia y mesura, una herramienta para especular sobre el conocimiento, la tecnología y el progreso de la misma forma en que el realismo intentaba comprender la psicología y la sociedad. Fue la censura de sus primeras obras por parte del régimen soviético lo que le llevó a trabajar el género fantástico, en ese entonces al margen del escrutinio oficial aunque no por eso menos vulnerable. La novela Los astronautas fue su tercer escrito completo pero el primero en ser aprobado por los censores. Su publicación en 1951 en Polonia catapultó la fama de Lem por los países del Bloque a expensas de compromisos artísticos para la satisfacción de la estética ideológica del régimen. La historia, ambientada en un 2003 ridículo por su optimismo, revienta en exaltaciones sobre la gloria comunista durante una misión internacional a Venus, devastado por una guerra civil. Años después el propio autor se lamentaría de su ingenuidad.
Lem dedicó su atención a otros géneros como la novela policiaca, la sátira y el ensayo, lo que resultó en una bibliografía de tonos epistemológicos e inquietudes que tienen origen en su propia vida durante los años en que Polonia fue ocupada por los soviéticos y los nacionalsocialistas. Sus raíces burguesas no sentaron bien a los rusos y fue solo gracias a las conexiones de su padre, un médico retirado del ejército austrohúngaro, que pudo estudiar medicina en la Universidad de Leópolis en 1940, carrera que abortó al iniciar la Segunda Guerra Mundial y continuó ya terminado el conflicto. Incluso entonces la vocación médica no pudo ser; reubicado en Cracovia, rechazó voluntariamente los exámenes finales para no convertirse en un médico militar.
La suerte y los papeles de identidad falsos ayudaron a que la familia Lem no terminara sus días en un gueto o campo de concentración. Fue por las leyes de Núremberg como Lem conoció su origen judío, una herencia que ignoraba y una manera extraña de darse cuenta de que, contrariamente a lo que él pensaba, no era un ario. La ironía no se le escapó. Estas experiencias y el ambiente depresivo de posguerra forjaron su opinión pesimista del mundo. Los tonos caricaturescos de Los astronautas pasarían con el tiempo a visiones sombrías e incluso hasta el día de su muerte fue crítico de la ciencia y el progreso. Su convicción sobre la imposibilidad de comprender y comunicarse con el otro es un tema recurrente de su obra, madurado en novelas como La voz de su amo y Solaris, el título por el cual es más conocido.
Solarísmos
Son las diecinueve horas, tiempo local de la nave Prometeo. Kris Kelvin toma una cápsula que lo lleva a la estación Solaris, llamada así por el planeta sobre cuyo océano flota gracias a tecnología antigravitatoria. Él es un estudioso de la «solarística», una ciencia ineficiente que intenta explicar el planeta. Aun así, su titulación aquí en la Tierra lo califica como algo más cercano a nuestra experiencia: un profesional de la salud. Un psiquiatra. Su visita es meramente funcional, escribir un reporte sobre el comportamiento de la actual tripulación.
Solaris no es como los mundos que conocemos. No es una bola de piedra o un gigante de gas, casi no existe tierra firme y un mar de química desconocida se extiende por la superficie. El propio planeta altera su trayectoria alrededor de las dos estrellas por las que se mueve, contrariando toda proyección de órbita inestable. Las noches son cortas y los días pasan en tonos azules o rojos, según el sol en el cielo. La solarística ha invertido demasiados recursos en el estudio del planeta, pero solo sabe una cosa: Solaris parece estar vivo y tiene inteligencia.
La invención de Lem vio luz en Polonia en 1961, pero no es única en un género donde sobran inteligencias planetarias u organismos colectivistas que cruzan las distancias y contactan con otras especies. Pero donde estos superorganismos e inteligencias colmena tienen intenciones claras que van desde la conquista bélica hasta la explotación de recursos, la voluntad de Solaris es un enigma. Su mar es un plasma del que brotan reproducciones del subconsciente: ciudades, máquinas, niños con sombreros de paja, esposas suicidas y creaciones fractales de varios kilómetros. Se ha invertido tinta y sangre en la exploración de esas regiones y el resultado es una colección de hipótesis rancias que acumulan polvo en el mismo cajón donde se encuentran la generación espontánea y la tierra hueca. El mismo Kelvin define la solarística como sepulcro de mitos fallecidos.
Un auténtico extraterrestre, Solaris es el Otro imposible de entender, tan ajeno a nuestra experiencia que cualquier marco de referencia fracasa por ser tan tercamente humano. El científico, que busca ser objetivo, no puede evitar filtrar los datos por la lente de nuestra especie aquí abajo. Lo que sea que pase en Solaris, piensan los solarístas, lo entenderemos un día, pues nosotros, éxito de la evolución, somos la medida de todas las cosas.
Este es el espíritu en casi toda narrativa del contacto en el que inteligencias diferentes, pero de alguna manera antropomorfas, encuentran algún punto en común que facilita la comunicación, dígase música, matemática o señales visuales. Una novela contemporánea, La nube negra del astrónomo Fred Hoyle (1957), cuenta el descubrimiento de una nube de polvo cósmico que al detenerse entre la Tierra y el Sol pone en peligro la vida en el planeta. Los científicos intuyen que se trata de una forma de inteligencia y logran comunicarse con ella, descubriendo que es una mente gigante más antigua que el universo, línea que de paso Hoyle utiliza para hacer saber su escepticismo sobre el modelo del big bang.
Esto sería imposible en el universo de Lem; los científicos no hubieran logrado más que intuir una inteligencia y cualquier forma de comunicación sería un mensaje en la botella de un mar desinteresado. No importa lo sofisticado del contenido, la rareza del fenómeno no se presta a simplificaciones. La solarística avanza la hipótesis de la ignorancia: no es que Solaris nos ignore, es que no se ha dado cuenta de que estamos ahí. En este momento, aquí en la Tierra o dentro del Sistema Solar, puede existir alguna forma de inteligencia avanzada tan diferente a nuestras referencias que, al no cumplir los requisitos preconcebidos, jamás nos daremos cuenta de su presencia.
Para Lem los hombres verdes con trajes ajustados y máscaras de látex al estilo de Gene Roddenberry no eran lo suficientemente extraterrestres. La ciencia ficción se estaba malgastando.
Guerras frías
A principios de los setentas la SFWA aún era un organismo que distaba mucho de la maquinaria en que se convertiría más adelante, aunque no por eso le faltaba importancia. En los menos de diez años desde su fundación en 1965 la organización fue un referente para el cuidado de los intereses de escritores en el género y se volvería famosa por ser la veladora de J. R. R. Tolkien tras casos de piratería de El señor de los anillos en suelo americano. Su compromiso y admiración por la obra de Tolkien, un inglés de los duros, la llevó a darle la primera membresía honoraria, un mérito reservado solo a escritores extranjeros.
Fue durante este tiempo cuando Poul Anderson tomó cargo de la silla presidencial de la SFWA, una administración que en promedio dura entre uno y dos años y siempre es ocupada por algún autor respetado. Las tareas en la descripción laboral van desde lo administrativo hasta las relaciones públicas y cada presidente cumple sus asignaturas solo por el amor que le tiene al oficio. A diferencia de otras presidencias, el periodo de Anderson pasó sin problemas y en calma, y no sería relevante de no ser por una decisión inocente que años después desembocó en un escándalo literario internacional: la entrega en 1973 de una membresía honoraria a Stanislaw Lem.
Aquellos años eran un momento delicado en la carrera de Lem. Su obra apenas comenzaba a conocerse en Occidente, donde la opinión sobre el género distaba mucho de la sensibilidad eslava. Solaris acababa de ver la luz sajona en 1970 como una traducción dudosa de una primera traducción francesa de muy mala reputación. Mientras esto pasaba algunos ensayos de Lem fueron traducidos en revistas especializadas donde sus opiniones sobre el estado de la ciencia ficción americana no dejaron a nadie sin ofender. Acusándola de kitsch y productora de aventuras espaciales para un público vulgar consumidor de pulps, para Lem lo único rescatable al otro lado del Atlántico era la obra de Philip K. Dick, quien por aquel entonces pasaba por un episodio agudo de su extraordinaria paranoia y no solo escribió una carta al FBI acusando a Lem de ser una identidad falsa adoptada por agentes de la KGB, también lo inculpó de enriquecerse con las traducciones polacas de su novela Ubik.
Que Dick fuera la única esperanza americana dice mucho sobre la condición de un género, según Lem, desperdiciado en escritores interesados en aventuras baratas en lugar del intelecto. El amor de Dick por el LSD, junto con las visiones místicas y gnósticas que le venían incluso estando sobrio (VALIS o Dios como un rayo rosa), resultó en una visión diferente, un cráneo abierto como flor holográfica disparando posibilidades en todas direcciones. El desdén de Lem por las propuestas de la New Wave, que se gestaba en ese momento como respuesta a sus mismas quejas, testifica la terquedad en sus propias ideas o tal vez es solo un comentario sobre el filtro cultural con el que se construyó el telón de acero.
El Asunto Lem (como vino a ser conocida la debacle) estalló dos años después de haber sido otorgada la membresía honoraria, cuando el escritor Philip José Farmer amenazó con abandonar la SFWA si el polaco no era expulsado de inmediato y para dar más fuerza a las palabras, Farmer alió a Dick en su amenaza sin que el otro lo supiera.
En poco tiempo el consenso entre un porcentaje considerable de la SFWA, e incluso de escritores externos a ella, estuvo a favor de la expulsión y difamación de Lem. De él se dijo que se trataba del escritor más aburrido del mundo, congénito al comunismo, un engreído que se creía en la tradición de Kafka y Schulz, demasiado bueno para el resto de la supuesta plebe del género. Para empeorar las cosas, la revista Atlas World Press Review publicó una traducción muy dudosa de otro ensayo escrito por Lem en el que no solo criticaba a la SFWA, también daban los golpes de gracia a la tradición americana, llamándola, entre otras cosas, una «pésima escritura construida a base de diálogos huecos». La opinión en la actualidad es que gran parte del ensayo fue un invento o exageración de los traductores.
Lem tenía que irse y la responsabilidad caía en el entonces presidente de la SFWA, Frederik Pohl, quien tendría que limpiar el desorden causado por el buen gesto que Poul Anderson había hecho dos años antes en aras de las buenas relaciones internacionales. Para su fortuna la despedida fue más elegante que la fiesta: revisando las reglas de la organización (algo que Anderson no hizo), descubrió que las membresías honorarías eran exclusivas para escritores extranjeros cuya obra aún no había visto publicación en los Estados Unidos, volviendo así nula la de Lem (y de paso la de Tolkien). Con esa excusa más diplomática en las manos, Pohl escribió una carta en la que informaba a Lem sobre la invalidez de su posición en la SFWA pero al mismo tiempo, para suavizar el golpe, le ofrecía una membresía oficial que el mismo Pohl pagaría de su bolsillo, jugando con el orgullo del polaco y sospechando que además los señores marxistas no permitirían que uno de sus escritores protegidos mandara dinero al enemigo jurado al otro lado del Atlántico.
Lem, que nunca pensó gran cosa sobre la SFWA y su lugar dentro de ella, le respondió de manera hermosa y educada. Muchas gracias, pero no le interesaba.
Do widzenia.
Más solarísmos
Solaris no es solo lo Desconocido. Solaris es todo lo imposible de conocer. No es un principio científico aún por descubrir, sino los límites humanos de la comprensión, los umbrales de las experiencias ajenas a las nuestras. Por otro lado, si Solaris es una representación del inconsciente, el fracaso de la solarística significa que la ciencia es incapaz de conocer los aspectos más sutiles de la mente.
A pesar del agnosticismo de su autor, Solaris se presta a lecturas místicas, pues no hay relato de encuentro con criaturas cósmicas que no sea religioso. Lo Sublime tuvo que dejar el vestido de hada y disfrazarse de extraterrestre si quería seguir siendo relevante en el siglo XX. Para Kelvin (para Lem) la incomprensión de Solaris le hace pensar en la posibilidad de un dios inexistente en la tradición humana, imperfecto e indiferente, en estado de crecimiento.
Esta inteligencia planetaria recuerda las ideas de la Noosfera y el Punto Omega del jesuita Pierre Teilhard de Chardin, hoy visto más como un místico que deseaba reconciliar su fe católica con la evolución darwiniana, pero de una sensibilidad intelectual cimentada en el mismo rigor científico con el que Lem construyó su novela más famosa.
Fue esta ambigüedad filosófica con la que Andrei Tarkovsky obtuvo el permiso de las autoridades rusas para comenzar a filmar su adaptación de la novela en 1970, después de haber recibido una negativa por un guion propio que chocaba con los ideales del Partido por ser demasiado místico y personal (finalmente vería la luz en 1975 como El espejo). La película no fue del gusto de Lem, quien la tachó de sentimentalista, y dio por terminada su correspondencia con el ruso, que al parecer nunca le agradó del todo. El mismo destino tendría la adaptación de Steven Soderbergh en 2002, a pesar de que Lem no se molestaría en verla.
Hasta donde yo sé, el libro no trata sobre los problemas eróticos de la gente en el espacio. Como el autor de Solaris debo de repetir que yo solo quise crear una visión de un encuentro entre lo humano y algo que ciertamente existe, tal vez de una forma imponente, pero que no puede reducirse a conceptos, ideas e imágenes humanas. Es por esto que la novela se llama Solaris y no Amor en el espacio exterior.
Entre sus compatriotas, como entre sus colegas al otro lado del mundo, el problema de Stanislaw Lem, al perecer, siempre fue la comunicación.
A ver, señor Tamez: «el amor de Dick por el LSD» que usted cita no existió jamás. Más que nada, porque el escritor tenía ya bastante con las alucinaciones que le provocaba su condición de esquizofrénico, y porque sus drogas de referencia eran las anfetaminas que consumía para aumentar su rendimiento y así ganar lo suficiente como para dar de comer a su familia (lo de coleccionar matrimonios fallidos, es lo que tiene).
El ensayo de Lem ‘Philip K. Dick, un visionario entre charlatanes’ puede leerse aquí (en inglés) – http://www.depauw.edu/sfs/backissues/5/lem5art.htm
Sus párrafos delatan tanto lo puñetero que era Stanislaw a la hora de juzgar trabajos ajenos como el respeto enorme que le tenía al majara de su colega. En cuanto a ciertas referencias al panorama global del género en EE UU, pueden ser interpretadas como concesiones al régimen polaco, que siempre buscó con lupa indicios de disidencia en su obra.
Venía a decir lo mismo de Dick. «Yo estoy vivo y vosotros muertos» es una excelente biografía. Por cierto, que lo último que he oido es que la famosa experiencia que inmortalizó Crumb es sustancialmente diferente a como se ha contado todos estos años. Aún no he tenido oportunidad de leer el libro de Anthony Peake al respecto, pero le tengo ganas.
Enhorabuena por este reconocimiento a Lem, uno de mis autores de referencia desde que a los quince años cayeron en mis manos las Fábulas de Robots, obra no por desternillante menos profunda, al igual que los divertidísimos y originales Relatos del Piloto Pirx. Aquellos libros despertaron mi curiosidad por Lem, cuya bibliografía he acabado devorando con los años. Pero, aparte de la magnífica Solaris (infamemente traicionada por Soderberg en el cine; la de Tarkovski no la he visto), creo que el título que más me ha impactado es «Regreso a Entia», todo un bombardeo de reflexiones humanísticas disfrazado de novela de SF que abarca una variedad de temas de tremenda hondura filosófica que no he encontrado en ninguna otra obra del género. La primera vez que la leí me dejó en trance varios días.
Después de haber encontrado en su obra tantas ideas originales y tanta reflexión inteligente, sin que en ningún caso el resultado sea un coñazo infumable como el de muchas autosatisfechas lumbreras consagradas de la literatura «de prestigio», entiendo perfectamente la bilis que destila contra gran parte de los autores de SF americanos (gracias por el link, alimañero). La mayor parte de los autores de SF se limitan a trasladar a un supuesto futuro tecnológico esquemas narrativos, escenarios, personajes e ideas que llevan siglos trillándose en la literatura tradicional. Romanos con pilum láser, vamos. Pocos como Lem han utilizado el género como excusa para profundizar en las paradojas, incógnitas y sinsentidos de la condición humana. Hay quien lo compara con Jonathan Swift, pero, sin desmerecer su talento y originalidad para la época, yo creo que Lem le da mil vueltas.
Y no puedo dejar de hacer un homenaje a Jadwiga Maurizio, la genial traductora a la que debemos las maravillosas versiones en castellano de gran parte de su obra.
Artículo muy bien escrito, y con comentarios de los lectores que lo dignifican…para un profano en la materia, así da gusto.
Saludos,
Me alegra ver que se aprecia la gran labor de la Sra. Jadwiga Maurizio, traductora al castellano de la obra de Stanislaw Lem.
Si desean más información sobre la Sra. Maurizio pueden contactarme en [email protected]
El Museo Tatra de Zakopane le dedica una exposición conjunta con la obra de su marido Marian Maurizio.
http://www.muzeumtatrzanskie.com.pl/index.php?strona,podserwis,pol,glowna,1376,0,glownaen,english,ant.html