Entre las mejores historias que ha parido la que fue en su día la Dream Factory mundial se encuentran muchas que no nacieron en los delirantes departamentos de guionistas ni en ocurrencias beodas de escritores o cineastas, sino que fueron el producto de sombrías estratagemas de los agentes de la publicidad y las relaciones públicas. Pese a la mala fama (innumerables veces merecida) de estos abogados del marketing, hay que reconocer dándole al César lo que le pertenece que su labor de acicalar, normalizar y familiarizar biografías nada tiene que envidiar en inventiva a las grandes epopeyas cinematográficas. En ocasiones resultó mucho más difícil montar una vida de heterosexualidad, monogamia y sobriedad ejemplares que rodar cualquier colosal superproducción en Tecnicolor. En Hollywood Babilona, ensayo canónico de la trastienda turbia y patética del fulgor falaz del star-system, escribe Kenneth Anger: «Howard Strickling, jefe de publicidad de la MGM, se aseguró de que los informes periodísticos sobre las actividades de las estrellas del estudio se adecuaran a una imagen estricta: una imagen tan pulida y controlada como la que pudiera salir del Ministerio de Información del Tercer Reich. Se concentraban o destruían romances, se provocaban fugas y se inducían abortos en Tijuana, todo de acuerdo con lo que Mayer y Strickling considerasen más apto para llenar las voraces taquillas de los cines de la cadena Loew a lo largo y ancho del país».
Así pues, la mitología fantástica de aquella meca perdida fue construyéndose a partir de un guión apto para todos los públicos, previsible y vulgar. Detrás de aquellas biografías impostadas y controladas por los gerifaltes de los estudios, había tragedia, pasiones suicidas, sexo duro como las cadenas o adicciones naufragadas. Toda la verdad vital era censurada —al igual que en pantalla el Código Hays dificultaba hasta la sugerencia la cópula y/o la violencia mortal explícitas— en aras de una pacata moral colectiva.
A la historia de esta faraónica ficción se ha unido recientemente un dinamitero llamado Scotty Bowers, que con la ayuda del documentalista Lionel Friedberg, ha decidido a la vejez viruelas contar su biografía de «celestino» en el Hollywood más esplendente en Servicio completo (Ed. Anagrama). Tal y como apunta Román Gubern en el prólogo, el compendio chismoso de la intimidad sexual del famoseo que estaba de paso o residía en Los Ángeles bien pudiera haberse titulado Memorias de un libertino en la capital del cine, pues todo el libro gira alrededor del sexo menos convencional. Sin embargo, Bowers transpira candidez (es difícil saber hasta qué punto sincera o fingida) en todo lo que concierne a sus actividades de bajo vientre. No es tanto su desinhibición bisexual (aunque dice preferir a las mujeres, la balanza se decanta del lado de la homosexualidad en el grosor narrativo) como el hecho de contar los casos de prostitución ajena con una alegría cristalina. Para él son puro intercambio de favores rematados por el placer. El narrador reconoce que disfruta complaciendo a los demás, tanto es así que en su recuerdo las primeras experiencias sexuales con curas pederastas respondieron a esa necesidad de hacer feliz al prójimo mediante el placer sensual. En ese momento, el lector queda paralizado por una conmiseración que consigue evitar la arcada.
En cambio el desenfado de Bowers, sus maneras de pícaro amoral, ayudan a trasegar con tal cantidad de fornicio sin pausa que cansa solo de imaginárselo. Se nos presenta como un joven y guaperas excombatiente de la Segunda Guerra Mundial (¡marine!) que trabaja en una gasolinera de Hollywood Boulevard. Aparece el galán y padre de familia ejemplar Walter Pidgeon. Después de los circunloquios de rigor y las miradas dubitativas, Pidgeon le invita a su mansión, en la que está de Rodríguez con un colega. Si algo caracteriza a Bowers es que nunca tiene un no por respuesta. Así que ya en la mansión, y después de las brazadas y los juegos viriles en la piscina, llega el sexo a tres bandas. A partir de este primer encuentro todo viene rodado. El exmarine pasa a ser aquel joven discreto de la gasolinera (con el plan de expansión de carreteras y autopistas posterior a la II GM las gasolineras se convirtieron en verdaderos centros de recreo y en redes sociales analógicas) que tanto valía para un roto como para un descosido. Mantiene relaciones con el director de cine y hábil felador George Cuckor. Le consigue fornidos excompañeros de armas al compositor Cole Porter para sus prácticas de felación múltiple antes de que la pornografía en internet pusiera de moda el bukkake. Participa en los juegos de masajes y masturbación mutua de los camaradas Cary Grant y Randolph Scott. Trae chicas para Katharine Hepburn y pasa una noche de sexo vergonzante con Spencer Tracy. Según Bowers, la que parecía una de las pocas parejas auténticas de Hollywood era otro montaje de los estudios: Hepburn era lesbiana y Tracy un bisexual atormentado. En cualquier caso, el narrador parece pasárselo en grande. Tanto con hombres como con mujeres.
Sin embargo, el corolario narrativo pierde fuerza cuando Bowers aborda el sexo heterosexual. Falta humor, alegría y creatividad. Por una parte, las mujeres son unas vamps insaciables (Mae West), unas neuróticas desbocadas (Viven Leigh) o unas melancólicas que intentan refugiarse de la tristeza otoñal en cuerpos jóvenes (Edith Piaf). En el caso de los hombres, el resultado también es desalentador. Un depresivo y alcoholizado William Holden pidiendo que le traigan chicas a su apartamento menos para divertirse que para superar su miedo fundado a la impotencia o un crepuscular Errol Flynn cayéndose inconsciente al suelo cuando toca rematar faena. Esta visión apelmazada del sexo heterosexual la ejemplifica a la perfección Bob Hope: señor de modales impecables que tras el silencioso misionero de dos minutos paga a la dama (estipulaba que quería a mujeres elegantes de mediana edad), se despide cortés pero lacónico y sale de escena. Diría yo que los asuntos de alcoba, desde los tiempos edénicos, han sido una cosa un poco más imaginativa.
Sea como fuere, la frecuentación de tanto alcohólico perturbado dejó mella en Bowers y decide aferrarse a su condición de abstemio para no fallar con el gatillo. De esta manera acaba convirtiéndose en un barman de fiestas privadas que no bebe. Tal vez para suplir dicha carencia inventa una manera encomiable de remover los cócteles. Lo hace literalmente con la punta de la polla. Es toda una atracción. Un verdadero artista del meneo.
En la década de los cincuenta, la moral se ha relajado un tanto y Elvis Presley puede acometer a golpes de cadera bailes excitantes e incitantes pero los grandes estudios todavía permanecen en la era glacial en cuestiones de sexualidad. Víctimas de la propaganda, según explica Bowers, fueron conocidos suyos como Rock Hudson, Raymond Burr o el desquiciado Monty Clift. Tampoco se escapó de tener que posar con novia formal el rebelde James Dean pese a tomárselo más a cachondeo. De los actores con inclinaciones homosexuales que frecuentaban las parties en las que el narrador practicaba de barman extravagante, Dean fue de los pocos que nunca reclamó su intermediación. Prefería buscarse él la vida por su cuenta ya que, remacha un tanto dolido el servicial Bowers, al protagonista de Rebelde sin causa lo que verdaderamente le ponía eran las sesiones de sexo duro en locales sadomasoquistas donde era conocido como el cenicero humano.
A medida que avanzan los años es perceptible el desconcierto de Bowers. Con el auge de la televisión, los grandes estudios pierden poder e influencia, el sexo pugna por ser libre y las drogas lo convierten en indiscriminado. Malos tiempos para el barman conseguidor que, a partir de entonces, ameniza fiestas de viejas glorias ajadas. No obstante, la irrupción del porno setentero le da un mínimo de vidilla para contar algunas anécdotas finales. Sin ir más lejos, la de actriz porno/garganta profunda Linda Lovelace ilustrando la manera de hacer un Deep throat a un grupo de gais que no disimulan la sonrisa condescendiente. Pero son los últimos momentos gloriosos de la biografía sexual en Hollywood de este personaje pintoresco y conmovedor. Con los primeros casos de sida —Rock Hudson, sin ir más lejos— las risas se apagan y el placer se enfunda en látex y miedo. Se acabaron los tiempos en los que los duques de Windsor pedían chicos y chicas en tótum revolútum, Charles Laughton sustituía la crema de cacahuete de su sándwich matutino por residuos orgánicos de un chapero o Somerset Maugham ejercía de mirón con atuendo impecable mientras daba pequeños sorbos de vino.
Es cierto que, más allá de que Gore Vidal certifique la veracidad del relato de Bowers, queda la duda de si era necesario imprimir unos hechos que pertenecen a la privacidad de unas personas que ya no pueden desmentir los pormenores de la narración. También es verdad que el pacto con el diablo en el Monte Lee comporta la condena eterna de la fama a manera de mito. Así que cualquier enfermo de mitología cinematográfica disfrutará con las tribulaciones orgiásticas del simpático Scotty Bowers, ya que, como él mismo se vanagloria, «conocí Hollywood como no lo ha conocido nadie».
Bueno, este artículo y el libro sobre el que trata, encantarán a gays y bisexuales pero el resto, a vomitar…
¿Y qué haces leyendo el artículo? Límpiate el vómito.
De nada
¿Mi opinión en dos palabras? Fan fiction. Cuando la inmensa mayoría de las personas que podrían contestar a tales aseveraciones resulta que están muertas, yo digo Miau, miau, marramiau.
(Por cierto, en el extranjero no hay historiador cinematográfico que se tome mínimamente en serio «Hollywood Babylon» y productos similares).
Pingback: El cuarto oscuro de Hollywood
Perdonen el autobombo, pero si alguien está interesado en leer la mayor parte de las perlitas del amigo de Scotty, aquí tienen esta entrada de mi blog:
http://labobinadepandora.blogspot.com.es/2014/09/servicio-completo-de-scotty-bowers.html
En mi opinión este tío es una loca rastrera y tan mentirosa que hasta se miente sobre su propia sexualidad. Ojo, que creo que parte de las historias que cuenta tienen una base más o menos real. Pero en cuanto se mete a él mismo en medio todo chirría. Basta ver la desfachatez con la que oculta y manipula el hecho de que lo que él llevaba en aquella gasolinera en realidad era, si es que existió, una red de prostitución.
Y pobrecilla su mujer…
¡Me ha hecho mucha gracia ver la foto de Randolph Scott y Cary Grant en la piscina porque yo soy como un híbrido de ambos solo que en guapo.
«cualquier enfermo de mitología cinematográfica disfrutará con las tribulaciones orgiásticas del simpático Scotty Bowers…». Creo que sobra «de mitología cinematográfica». Y lo de «simpático» también sobra.
Lo cierto es que era un secreto a veces la doble vida de Cary Grant. Sus ex-mujeres, según se sabe, lo sospechaban. Parece que hay muchas personas que no se conocían entre ellas que tenían indicios, y quien siempre lo ha negado ha sido su hija, pero bien podría ser por razones obvias.
Podrían ser un conjunto de bulos, pero es extraño porque en realidad nadie gana nada mintiendo sobre Grant; alguien miente sobre otra persona cuando saca tajada, y nunca se conoció el beneficio de los rumores, de los cuales Grant no se conoce que fuera afectado de manera negativa.
Por otro lado, es histórico el problema que tiene Hollywood con la homosexualidad, e incluso con la sexualidad en general. Son muy liberales con la violencia, pero la sexualidad es un tema tabú, que incluso les lleva a «suavizar» y heterosexualizar historias de homosexuales reales.
No resulta nada extraño, por tanto, que de aquella construyeran montajes integrales para proteger una imagen pública de la cual, esto sí, dependía su carrera artística, y con ello riqueza y fama.
Me hace gracia la duda del autor de «si era necesario imprimir unos hechos que pertenecen a la privacidad de unas personas que ya no pueden desmentir los pormenores de la narración».
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