Supongo que ya sabe que no existe en el planeta persona más conocedora de los entresijos científicos, filosóficos, existenciales y materiales del mundo contemporáneo, más informada en cualquier asunto de la azarosa actualidad y más experta en cualquier rama del saber al que aspira todo ser humano que un ciudadano español con una caña en una mano y un pincho de tortilla en la otra. Los años de falsa bonanza económica, vacaciones en Cancún, Audi rojo y piso nuevo le proporcionaron carta blanca para que todo lo viera, de todo opinara y nada nublara su intocable razón. En ese periodo recuperó su ancestral voluntad conquistadora y evangelizadora de los tiempos del Imperio, volviendo a cruzar los Pirineos y el Atlántico para preparar sangrías y kalimotxos a quien se lo pidiera, dar lecciones de milagro económico a cualquier extranjero advenedizo y llevar La Palabra a quien quisiera escucharle y a quien no: «Sabed, guiris, que solo un español sabe divertirse como se debe. El resto no tenéis ni puta idea».
Esa vorágine ilustradora llevó al español también a Italia, donde echó su buena semana disfrutando de las bonanzas del circuito turístico tradicional, a saber: una tarde en Milán, un día o dos en Venecia, un ratico en Pisa y Siena, un circuito cultural exprés en Florencia, una buena pizza en Roma y la chiusura in belleza: un domingo por la mañana en el Vaticano para ver al papa, no vaya a ser. Se acercó al país con cautela, porque sabía (sí, sabía) que los italianos tienden a soltar codazos en el momento más inesperado, a robarle la novia a uno y a devolverle mal el cambio en las tiendas. Y volvió satisfecho a España con su nariz inmaculada, con su chica de la mano y sus monedas en el bolsillo, sabiéndose un experto si cabe mayor en cultura transalpina, hasta el punto de sentirse en condiciones de explicar a los italianos su propio país. Y sin embargo ignoraba que Italia le había hecho la mayor jugarreta de todas: hacerle creer que una semana de vacaciones y un par de artículos leídos en la prensa esporádicamente le habrían permitido comprender la insondable idiosincrasia de un país que tiene más capas que un campo de cebollas.
Italia es fascinación, es belleza, es tragedia, es desparrame, es misterio entendido como permanente ausencia de verdad. Los científicos que investigan los agujeros negros gozan de cierto prestigio social, pero son unos mindundis comparados con cualquiera que se plante ante Italia a puerta gayola y pretenda desentrañar su enigma, su secreto de infinitas ramificaciones cuánticas. Adentrarse en el misterio italiano implica no salir ya jamás, maravillarse y horrorizarse a partes iguales y nunca entender nada del todo. Tratar de responder a las preguntas que el país plantea es tarea pintoresca en el mundo de hoy, en el que prevalece cierto afán por comprender en su totalidad los eventos apenas sucedidos para poder pasar inmediatamente a otra cosa, como si la realidad fuera el capítulo de anoche de Juego de Tronos. Todo se simplifica por tanto, también Italia, y prevalece la tendencia de sintetizar el país en cuatro o cinco imágenes, en un vulgar compendio de tweets. Ya saben: la pizza, la pasta y el tiramisú, la Fontana di Trevi y el Puente de los Suspiros, Monica Bellucci y las velinas, el inefable Silvio y su bunga bunga, la Mafia, Sophia Loren, Marcello Mastroianni y Raffaella Carrà. Y así. No es que en esa lista no figure ya una parte de las bondades y miserias indiscutibles del país, pero conviene ampliar el espectro y profundizar un poco, porque a veces uno oye hablar de Italia que parece que le están cantando una canción de Hombres G sobre «capones de la Mafia», no sé si me entiende.
Creo saber un poco de lo que hablo, no por ser español y por tanto ser experto en todo y punto, que también, sino porque he tenido a bien casarme con una italiana y echo varias semanas al año allí bien a gusto, qué quiere que le diga. Y me doy cuenta de que en España en general no sabemos nada de Italia, y tendemos a resumirla como si fuera Mónaco o Liechtenstein en lugar de un vórtice de cultura, belleza, caos y despelote que provoca admiración y perplejidad a partes iguales; un lugar fascinante a cuyo análisis uno puede dedicar varias vidas y del que humildemente se aprende algo nuevo cada día. Vaya por tanto aquí un breve desmontaje de lugares comunes italianos, un descenso por las paredes del agujero negro, un paseo por las maravillosas caras B de un país que tanto y tan bien ha vendido al mundo sus caras A. Será algo deslavazado, caótico, desordenado y no tendrá un rumbo muy claro, pero hablamos de Italia, y no del Teorema de Pitágoras. Por ese motivo, si le parece, empezaremos por lo más importante para quitárnoslo de encima cuanto antes y poder después entretenernos a gusto con digresiones más o menos inútiles. Arranquemos por tanto por lo fundamental, lo esencial, lo sagrado:
El café
Si ha visto Mulholland Drive de David Lynch quizá recuerde cierta perturbadora escena en la que una reunión de trabajo entre un director de cine y un inquietante productor italiano concluye de abrupta manera cuando a este último se le sirve con gran pompa un caffè espresso. El productor, parco en palabras y de mirada asesina, sorbe solemnemente el café, ejecuta una calculada mueca de asco, lo escupe y musita con desprecio: «mierda». Lynch es un maestro en la creación de submundos paralelos irreales, terroríficos y escalofriantes, pero aquí se entrega a un mero ejercicio de cinéma vérité: lleve a cualquier italiano a un bar español, pídale un café solo o un cortado y asistirá a una ceremonia similar. Es este un momento delicado que pide prudencia, autocontrol y cálculo. Se suele caer en un error frecuente, consistente en desdramatizar la escena dando un golpecito en el hombro al amigo italiano y sentenciando: «¡Pero coño, Francesco, si es solo un café!». Ahí demuestra usted no tener ni puñetera idea de nada, así que procure evitarlo.
El café, o caffè, es más de lo que parece, sobre todo en Italia. Y no solo por ser mejor allí. Recuerdo al respecto una frase que leí impresa en la fachada de una cafetería de Siracusa, en Sicilia: «Beber un café es un evento que conecta con la esfera emocional, un momento de total armonía, un concentrado de sabores, perfumes, cultura y tradiciones». Ahí lo tiene, no hay mucho más que decir. La publicidad de los cafés Lavazza, Vergnano o Illy suele ser pródiga en giros poéticos similares. En España en cambio se planta un toro gigante en la autopista para que uno se acuerde de beber brandy. Cuestión de matiz.
Entrar en la cultura italiana del café es también perderse en un laberinto de nombres, que se cree uno que todo es espresso y cappuccino. No es así, desde luego. A saber: ristretto, marocchino, caffè d’orzo, macchiato caldo con poca schiuma, corretto con grappa y podemos seguir. Algo similar ocurre con la pasta. En España, no contentos con echarle nata a la carbonara (con un par) tendemos a resumir el universo de la pasta y su característica de símbolo nacional construido a partir de innumerables referencias regionales en un mero grupito de macarrones y espaguetis. Conviene adaptar el lenguaje a la realidad, y hablar más bien de farfalle, fusilli, conchiglie, orecchiette, mezze maniche, agnolotti plin piemontesi, casoncelli bergamaschi, strozzapreti romani, pizzoccheri della Valtellina y muchos más. Si añadimos a eso los tipos de salsa (sugo) se obtienen decenas de universos a descubrir por tanto comensal perdido en la cueva platónica de los macarrones con tomate.
Italianos y españoles, esos pueblos gemelos
Podría pensarse que la manera que el español medio tiene de aproximarse a los tótems sagrados de la pasta y el café bastaría por sí misma para que el italiano nos perciba como salvajes sin remedio de tierras indómitas por civilizar. Pero no es así. Ocurre lo mismo en el caso opuesto: cuando vemos al clásico italiano de Ibiza con su moreno fetén, luciendo foulard en la playa y gafas de sol a la sombra adoptamos la misma pose turbada, espantada y defensiva de Elliott el día que conoció a E.T. Y sin embargo nos buscamos: compruébelo poniendo a un español y un italiano en una reunión de alemanes, daneses, ingleses y franceses. Harán migas enseguida.
Quizá de ello se derive que insistamos tanto y hayamos convertido en otro lugar común eso de que somos poco más que pueblos gemelos. Pero faltamos con ello a la verdad.
El español es drástico: todo es blanco o negro, genial o una puta mierda; el italiano vive sus días en la gama de grises intermedia, evitando los obstáculos con astucia, inteligencia y grandes dosis de pillería. Es lo que hace que un español necesite en ocasiones ser Rafa Nadal para salir adelante, logrando a veces lo mismo que un italiano más o menos mediocre. Compare el equipillo con el que Italia ganó los mundiales del 82 y 2006 con lo que tuvo que juntar España para hacer algo en la vida, no sé si me entiende. El español consume sus días indignándose por todo. La energía se consume en el rasgado de vestiduras, no en la acción correctiva. El italiano también vive cabreado, pero imperan cierta ironía, diversión y sarcasmo brillantes. Es esto, en parte, lo que explica las diferencias entre Pablo Iglesias y Beppe Grillo, un ciclón con las mismas dosis de enojo populista y con una voluntad destructiva inquietante en ocasiones, pero también, admitámoslo, mucho más divertido que Iglesias y su perenne gesto de obrero enfurruñado.
El italiano tiene problemas iguales y aun mayores que nosotros, pero tiende a sobrellevarlos con mucha más distensión, ligereza y voluntad de construirse su camino sin que tenga que venir nadie a ayudarlo. Ello supone una ventaja en según qué casos, pero también sirve para explicar la condena de Italia: esa ley no escrita según la cual todo el mundo tiende a salirse con la suya a costa de otro. Rige allí el pánico a essere fregato, a ser engañado por alguien más marrullero y sagaz que tú. Prima por ello la admiración por el furbo, el pillo, el zorro astuto que esquiva normas y reglas y sale siempre adelante por sus propias tretas. Añádase a ello que Silvio Berlusconi es de lejos el más furbo del país y ya tiene usted parte de la ecuación que explica sus sucesivos éxitos electorales. Los motivos para votarle no son por tanto morales ni lógicos, pero hablamos de Italia, precisamente. La lógica y la moral no son conceptos imperantes, y eso (en la distancia) forma parte del encanto. De hecho, cada vez que lamente vivir en un país con intolerables niveles de corrupción eche un vistazo a las hemerotecas de la prensa italiana y respire tranquilo. Siéntase alemán, si quiere. El análisis pormenorizado del horizonte laboral de las mujeres en Italia, del estado de los servicios públicos y municipales o de la consideración que las parejas homosexuales suelen tener allí proporciona también ciertas dosis de alivio español.
Sí nos parecemos en cierta ignorancia de lo propio. El español medio no se ha acercado apenas a su excelente patrimonio literario. El italiano también lo desconoce, aunque algo menos, en parte gracias a un sistema educativo que, si bien en permanente crisis y alarmante falta de financiación, no vacila en obligar a sus alumnos a leer clásicos como la Divina comedia de Dante. En España imponer la lectura del Quijote y tener a la puerta a un grupo de padres sorprendidos por el supuesto nivel de exigencia es todo uno. El italiano medio, eso sí, ignora su descomunal patrimonio cinematográfico y ello tiene delito, aunque esa es otra historia. Pero seguramente la gran diferencia radique aquí en la nula concesión que el español hace a su cultura: si no es perfecto, es basura, y no se juzga tanto al artista como a la persona: si no comparte un noventa por ciento de nuestro modo de ver las cosas es un gilipollas. En Italia sucede todo lo contrario, y ello sirve para explicar fenómenos como el del cantante Vasco Rossi cada verano: este año han sido tres sus recitales en el estadio olímpico de Roma y cuatro en San Siro con lleno absoluto. A mí el hombre no me parece para tanto, la verdad, pero sus conciertos se viven como una ceremonia apoteósica, no apta para guiris, del orgullo y la amargura poética del essere italiano. No hay equivalente en España, así que supongo que conviene callar y aprender.
Italia monumental: las caras B
Que Italia posee probablemente el patrimonio histórico-monumental por metro cuadrado más importante del mundo es cosa sabida. El circuito turístico estándar de Venecia, Florencia, Roma, Vaticano, Pisa o Siena bastaría por sí mismo para demostrarlo. Pompeya, Nápoles o la herencia arqueológica de los sucesivos invasores de Sicilia apoyan más si cabe esta afirmación. Lo que no es tan sabido es que el país conserva además, casi con desgana, innumerables caras B, tesoros escondidos alejados de la ruta turística tradicional que en otros lugares del mundo serían referencia obligada y símbolos nacionales. El país va tan sobrado de patrimonio que el turista medio ignora su existencia.
No mucha gente sabe, por ejemplo, que a apenas diez kilómetros del centro de Palermo se erige un edificio cuyo interior está entre lo más impresionante del país: el Duomo de Monreale. O que Padua posee su propia Capilla Sixtina, doscientos años anterior a la del Vaticano, en la Cappella degli Scrovegni, una iglesia recubierta con frescos de Giotto. O que la Scuola Grande di San Rocco de Venecia, un lugar asombroso, posee tres inmensas estancias de paredes decoradas con pinturas de Tintoretto. O que cada nueva visita a Roma permite descubrir otro lugar increíble: mi última vez ha sido la iglesia de San Luigi dei Francesi, que alberga la Vocazione di San Matteo de Caravaggio, un cuadro al que debe mucho Vittorio Storaro, el gran maestro italiano de la dirección de fotografía cinematográfica, pues confiesa haberse basado en su tratamiento de la luz para su trabajo en las escenas finales de Apocalypse Now nada menos. Qué tendrá Roma que hasta el último de sus rincones sigue inspirando al resto del arte mundial a lo largo de los siglos. Sin embargo no todo es belleza en estos tesoros ocultos italianos, también hay lugares más macabros y escabrosos pero igualmente insólitos y alucinantes como las catacumbas de Palermo o la Capilla de Sansevero de Nápoles.
Podríamos seguir, porque el tema es casi inagotable y no afecta solo al patrimonio monumental: hablamos de gastronomía italiana y nos quedamos en la pasta y la pizza, ignorando los aperitivos alcohólicos del norte, los helados, los vinos y chocolates del Piamonte, los dulces sicilianos y decenas de cosas más. Hablamos de actores italianos y nos quedamos en Mastroianni, la Loren o Servillo, que no es poco, pero fuerzas de la naturaleza como Gian Maria Volonté serían un símbolo nacional en cualquier otro país, y de Alberto Sordi no hablamos porque es un planeta aparte. Pensamos en la televisión italiana y todo parece girar en torno al modelo Telecinco, bailarinas de buen ver o Raffaella Carrà, pero sepan que Roberto Benigni, ese hombre al que tenemos poco más que por un payasete por aquí, escoge grandes ocasiones (los ciento cincuenta años de la unidad de Italia, por ejemplo) para dejarse caer por la RAI e incluso (una vez, hace algunos años) por algún canal de Mediaset para erigirse en azote de Berlusconi por medio de monólogos de una erudición y brillantez apabullantes.
Roberto Benigni mofándose de Berlusconi y haciendo sangre de sus líos con la justicia desde las cadenas controladas por el propio Berlusconi. Ya le dije que hablamos de un país que siempre sorprende, lleno de fenómenos inexplicables. Uno de mis preferidos: hay italianos que conocen Bangkok o Sharm el-Sheij mejor que Roma. No pretenda entenderlo: es, como todo lo demás, cosa atávica, ancestral e inmutable. También parte de la magia. La próxima vez que venga a Italia olvide los tópicos y limítese a dejarse llevar: será siempre una experiencia embriagadora.
Bueno, está gracioso, combatir los tópicos con otros, los tópicos de cara B
Como hombre que ha tenido la inmensa suerte de emparejarse con una Siciliana no puedo mas que suscribir todo lo dicho en este artículo. De mi vida diaria con ella, el trato con su familia y con los palermitanos, de mi limitada experiencia en Sicilia he de decir que si hay algo que me enamora especialmente de ellos como cultura es la armonía con la que parecen vivir sus contradicciones culturales. Todo un misterio.
Brillante. Gracias al autor, con el que comparto condición: yo también estoy casado con una italiana.
Hubiera estado más interesante con menos desprecios al español medio, ese enemigo ancestral del español avanzado que es capaz de apreciar todos los matices del italiano medio.
Totalmente de acuerdo. No deja de ser paradójico que alguien se las da de culto, mostrando Italia fuera de tópicos, a su vez escriba un texto lleno de tópicos sobre su propio país.
Puede ser. Sin embargo el ‘español medio’, si eso existe, arrastra un complejo frente a otros países europeos que quizás le impida ser más curioso o empatizar más con sus países vecinos. Sobre Italia oigo muchos tópicos (soy italiano y se que algunos de esos tópicos son ciertos, otros no). Pero también oigo los mismos tópicos sobre Francia con un resentimiento que considero injustificado. Ojo, muchos franceses arrastran también tópicos sobre España que hace decenios dejaron de tener sentido. En cualquier caso el ‘español medio’ debería dejar de tener ese complejo y dejar justamente de interpretar los tópicos que se le asignan. La curiosidad y el intento de comprensión de otras culturas nos hace más flexibles y, como se dice, cultos :)
Sensacional artículo, soy un enamorado de Italia y aunque ni de lejos he llegado a vislumbrar toda la complejidad de sus diferentes «mundos», en mis diferentes viajes sí que he percibido algunas de las cuestiones que planteas. Podrías tratar, deshaciendo topicos, el asunto del italiano B , ese tipo de mundo muy alejado del clásico italiano que se observa paseando en los centros de las ciudades, en mercados,…
Gran comentario k. No hay nada mas español que ridiculizar a tus propios compatriotas para parecer mas snob.
Yo he conocido varias caras b de ese país llamado Italia y no las cambio por España, que le voy a hacer.
Por cierto calificar de gran ocasión la conmemoración de los 150 anos del genocidio de la población del Reino de las Dos Sicilias (llamado eufemisticamente unificación) demuestra que no rasca en la superficie del país que idolatra. Le recomiendo que lea el libro «terroni» de Pino Aprile.
Me parece un artículo muy ilustrativo, y además me ha resultado divertido.
Añadiría que cuando se trata de formarse una idea acerca de otro país, la tendencia de los españoles a simplificar y sacar conclusiones precipitadas e irreflexivas, generalizando casos particulares, mirando sin ver, rellenando con la imaginación los puntos que le faltan entre tópico y tópico, no se aplica únicamente a Italia. Me parece además que hay en general, a la hora de aproximarse a otras culturas, o idiosincrasias, una falta de empatía y de curiosidad verdaderamente atroces (eso que, tópico mediante, se le suele achacar por ejemplo a los viajeros norteamericanos).
Te felicito por el artículo. Simplemente genial!! lo has descrito a la perfección!! tanto la manera que tenemos de ver italia y a los italianos y sobretodo su manera de ser y de pensar. Si, parecida a la nuestra, muy mediterranea, pero no igual. muy compleja con muchos contrastes…
Felicidades.
Estoy muy de acuerdo con todo lo dicho en este artículo, desde mi modesta posición de admirador de todo lo italiano, empezando por su literatura y su gastronomía. De hecho, a mí me ocurre que circunstancias, actitudes y desmanes que en España me indignan, cuando las veo en Italia me resultan hasta simpáticas, o, cuando menos, tolerables.
Para quien esté interesado en este tema, las infinitas peculiaridades de la italianidad, existe un blog estupendo del corresponsal del grupo Vocento en Roma, Iñigo Domínguez:
http://www.elmundodecerca.com/dominguez/
Muy recomendable
Excelente. Creo que fue Simone de Beauvoir la que dijo, asaz cruelmente, que «un español es un tipo que pontifica sobre todo sin tener ni puñetera idea de nada». Como español de origen italiano le agradezco este artículo lleno de humor, sobre todo en cuanto a que reivindica una «multicultura capaz de demostrar que cuando se vive en los matices de los grises se utiliza mejor la materia gris que cuando se imposta todo en el blanco o el negro. Grazie guagliò !
Muy buen artículo.
Siendo italiano residente en España desde hace más de diez años, me alegra ver (muy de vez en cuando, desafortunadamente) que se publique algo sobre Italia que no esté repletos de los mismos tópicos de siempre. Como escribe el sr. Zabala, Italia es un país de muchas capas y mucho matices, no es nada fácil de entender. Roberto Benigni, por ejemplo, puede parecer un payaso que hace películas mediocres, pero es un hombre de profunda cultura y gran experto de Dante y de poesía medioeval…
Y qué país no es complejo y qué país no tiene mil capas?
Suiza, por ejemplo
Cierto, desde luego un suizo de Murren es clavado a un banquero de Zurich, y hablan todos iguales…
Ha sido un placer leerlo.
Españoles e italianos somos diferentes pero nos entendemos muy bien. Las «B-sides» españolas nos las han contado muy bien Azcona y Berlanga. Las italianas: Ennio Flaiano. Estoy cayendo en que Flaiano firma también «El verdugo», no lo había pensado. Pues lo que decía al principio. También firma alguna otra «B-side» de España que no recuerdo.
Me ha gustado mucho el articulo. Tiene fallos porque toca muchos palos y como bien dice el autor, todos hablamos de cosas que no sabemos.
Que te hagan leer La Divina Comedia en el colegio no te hace mas culto. Y el italiano se indigna (y mucho) y se resigna tambien.
Dicho esto, tengo que decir que leerlo ha sido un soplo de aire fresco. Soy espanola y vivo en Italia y cuando las cosas no funcionan (pasa muy a menudo) es muy dificil acordarse de todas las «caras B» que este maravilloso pais posee.
Una síntesis de Italia y de España, con lo que mejor y lo peor: Argentina, lo hemos heredado todo. Tendrías que pasarte un tiempo en nuestros pagos, aunque sea el ccc del mundo.
Soy un español medio (esto es, sin Audi, sin piso y que no conoce Cancún), pero que ha tenido la suerte de vivir en algún lugar de África, de Asia y de Europa.
La frase: «…es fascinación, es belleza, es tragedia, es desparrame, es misterio entendido como permanente ausencia de verdad» podría describir esos mismos lugares… No somos todos tan distintos. Ni mejores ni peores. Diferentes, pero iguales en cierto modo.