Ha servido de inspiración a músicos y estrellas del rock; a escritores, dibujantes de cómic, cineastas. No es extraño que a principios de los ochenta Steven Spielberg y John Landis unieran fuerzas para rendirle homenaje y que en definitiva muchos artistas de su generación sigan teniendo presente aquella serie que tanto les impactó de pequeños. Cada Nochevieja el canal temático Syfy le dedica un maratón de emisión ininterrumpida y uno de sus guiones ha acabado en libros de texto escolares. Quizás lo que realmente calibra el impacto que ha tenido este programa desde que fuera emitido en las postrimerías de la década de los cincuenta sea que raro ha sido el especial de Halloween de Los Simpson («Hungry Are the Damned», «Bart’s Nightmare», «Clown without Pity», «Homer3 », y un largo etcétera) que no haya homenajeado alguno de sus episodios más recordados. Hablamos de The Twilight Zone, una piedra angular de la primera ficción televisiva estadounidense que al menos en España no ha tenido la repercusión de otras series anglosajonas o la ventaja de tener un nombre excelso como el de Alfred Hitchcock como tarjeta de presentación. Sin embargo, su creador, Rod Serling, no solo fue uno de los mejores escritores televisivos de su tiempo (seis premios Emmy le avalan), sino también un claro precursor de la figura del creador, guionista y supervisor que hoy día encarnan nombres del panorama televisivo actual tan conocidos como el de David Chase o Vince Gilligan.
Rod Serling fue un niño extrovertido y muy hablador. Al igual que otros chavales de su generación creció leyendo las fascinantes historias de fantasía y ciencia ficción que ofrecían revistas pulp como Amazing Stories o Weird Tales. Junto con su hermano mayor acudía siempre que podía al cine para ver la última sensación en cine de aventuras o de terror. Era de esos chavales que hacía de su hogar —en Syracuse, Nueva York— un mundo de fantasía constante. De la fusión de esos recuerdos de infancia y los traumas de la guerra (Serling se alistó en el cuerpo de paracaidistas y luchó en el frente del Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial) surgiría el hilo conductor de la futura The Twilight Zone. Tras licenciarse del ejército en 1946, aprovechó el sistema de becas y ayudas que el Gobierno concedía a los veteranos para estudiar Educación Física en la Universidad de Antioch. Muy pronto cambió sus estudios por los de Lengua y Literatura; había descubierto que escribir era para él una suerte de catarsis, una forma de lidiar con todo el horror que había vivido en la guerra. Decidido a trabajar en la radio cuando acabara sus estudios, enviaba cada guion que completaba a todas las estaciones de radio que podía. Fue en 1949 cuando por fin uno de sus guiones obtuvo respuesta: había ganado el segundo premio del concurso anual de guiones patrocinado por el programa Dr. Christian, de la CBS Radio. Tras graduarse se mudó a Cincinnati junto con su mujer. Allí trabajó como asalariado para la radio local WLW escribiendo de todo un poco, desde reportajes hasta diálogos; todo sobre temas y personajes que, según su parecer, eran lo menos interesante del mundo. Pero había que pagar las facturas.
Como suele suceder, aparte del talento, la diferencia entre el éxito y el fracaso estribó en hallarse en el lugar adecuado en el momento preciso. Y en 1951 ese lugar era un nuevo invento o forma de entretenimiento llamado televisión. El medio estaba creciendo rápidamente y había mucho espacio por llenar. Cualquiera con algo que decir o hacer era bienvenido. Serling nunca había dejado de escribir aunque fuera para sí mismo y en cuanto vio la oportunidad comenzó a enviar sus trabajos a las tres grandes cadenas televisivas (ABC, NBC y CBS) así como al creciente número de filiales y canales locales que iban apareciendo como setas por toda la geografía estadounidense. En aquel hambriento nuevo medio donde casi parecía importar más la cantidad que la calidad, los guiones de Serling, en los que todavía había mucho por pulir, acabaron destacando por su particular interés en el aspecto humano de cada historia. En cuanto comprobó que podía ganarse la vida como escritor freelance para la televisión, dejó su aburrido trabajo en Cincinnati. Su gran momento llegó en 1955 con «Patterns», un guion (en principio, otro de tantos) que había vendido al programa Kraft Television Theater. Aquella trama sobre luchas de poder dentro de una gran corporación dejó a crítica y público sin habla; los articulistas vieron en aquel episodio un paso hacia el futuro de la televisión y la respuesta de la audiencia fue tan entusiasta que, por primera vez en la historia de la televisión, un episodio de una serie fue reemitido. Finalmente Rod Serling se había convertido en alguien a tener en cuenta dentro de la industria televisiva.
La consagración definitiva llegó un año más tarde con Playhouse 90, una apuesta de la CBS por ofrecer una, nunca mejor dicho, antológica serie de calidad como no se había visto antes. Con una amalgama de los mejores directores, actores, guionistas y técnicos disponibles, Playhouse 90 era uno de esos programas destinados a hacer historia. Por poner un ejemplo, por allí pasaron desde nombres consagrados como Charles Laughton o Boris Karloff hasta nuevos rostros como Paul Newman o Anne Bancroft. Con una entonces insólita duración de hora y media, como recalcaba su título, el objetivo era ofrecer tanto adaptaciones de obras literarias famosas como obras originales de los mejores guionistas del momento. El que el primer episodio de Playhouse 90 estuviera firmado por Serling (aunque fuera una adaptación) dice mucho de la reputación que tenía por aquel entonces en la televisión. El segundo episodio, «Requiem for a Heavyweight» —original, esta vez sí, de Serling— dio de nuevo mucho que hablar. Tanto que acabó siendo llevado al cine pocos años después.
Con su gran carisma personal, su talento, y su sex-appeal de hombre culto de los cincuenta, Rod Serling era una estrella; al menos, todo lo que podía serlo un escritor televisivo. Pero había una espinita que no le dejaba dormir, aunque fuera considerado uno de los mejores y se hubiera comprado una casa en la playa. Una vez vendía su guión, ya no tenía control alguno sobre su obra. Ya sabéis, la razón más vieja del mundo para que un guionista quiera convertirse en director. En la televisión de los cincuenta la censura era mucho más habitual de lo que pueda serlo hoy y muchas veces ni siquiera se debía a razones políticas o sociales. La influencia de los patrocinadores en el contenido de los programas era tremenda, y por ejemplo en «Requiem for a Heavyweight» se censuró una frase en la que alguien pedía una cerilla simplemente porque el patrocinador era una marca de mecheros. Así que cuando Serling tocó peligrosos temas raciales en «Noon on Doomsday», un episodio de The United States Steel Hour, la empresa patrocinadora U.S. Steel, temiendo algún tipo de boicot, se aseguró de introducir cambios sustanciales en la trama para que ningún cliente potencial se sintiera ofendido. La única ofensa fue, obviamente, para el autor. La historia volvería a repetirse en más ocasiones y de esa frustración nació The Twilight Zone. Serling estaba dispuesto a tener más control creativo sobre sus escritos y experimentar en un nuevo formato televisivo que forzosamente había de venir (y que en cierta medida había ayudado a crear). Las emisiones en directo habían protagonizado la programación hasta entonces, ficción incluida. Pero poco a poco los productores comprendieron que podían sacar más beneficio a una grabación enlatada que a una retransmisión de una obra de teatro destinada a perderse en el tiempo, por el simple hecho de que una grabación podía reutilizarse una y otra vez aumentando así los beneficios.
Todo comenzó con una original historia de un viajero en el tiempo titulada «The Time Element», palabras encabezadas por el título «The Twilight Zone». Rod Serling había escrito aquel corto relato poco después de acabar la universidad. El argumento era sencillo: si en vez de hablar simplemente de racismo entre blancos y negros en algún pueblecito de Alabama, lo hacía en términos de marcianos y venusianos, no habría amenaza alguna para los anunciantes y, con todo, quien pudiera o quisiera todavía podría leer entre líneas aquello de lo que realmente se estaba hablando. Al fin y al cabo, se consideraba que la ciencia ficción era un género totalmente inofensivo, relegado a entretenido forraje para niños y adolescentes. Si a esto le sumamos las posibilidades que ofrecía la nueva tendencia de emitir grabaciones en vez de representaciones en directo, el siguiente paso a dar estaba más que claro.
El guión de «The Time Element» fue comprado por la CBS quizás por la sencilla razón de que lo firmaba Rod Serling, pero tan pronto como llegó a la emisora fue archivado en ese limbo de las almas perdidas a donde van a parar muchas historias inclasificables que comúnmente conocemos como cajón. Quizás esa trama de viajes temporales habría quedado allí para siempre, y The Twilight Zone nunca habría nacido, si no fuera porque Bert Granet, productor de Westinghouse Desilu Playhouse, una serie de antología, buscaba desesperadamente una historia de empaque para su show. Tras contactar con Serling, este le señaló que una de sus historias languidecía en los archivos de la CBS. Granet no se lo pensó dos veces y le compró el guión a la cadena por una suma bastante respetable. Tras batallar con los mad men que representaban a la Westinghouse, Granet logró rodar «The Time Element» con la promesa de no volver a acercarse a la ciencia ficción nunca más; el legado comercial de George Westinghouse Jr. no podía ser representado por criaturas con antenas en la cabeza. ¿El resultado de todo aquello? Toneladas de cartas de un público entusiasta y críticas que lo calificaban como el mejor episodio que se había podido ver en Westinghouse Desilu Playhouse. Y, quizás, (esto es una dramatización), algún jerifalte en la CBS rascándose la cabeza de modo simiesco. Tal vez aquel tipo, Serling, supiera lo que se hacía después de todo. Démosle un piloto para esa serie que tiene en mente, a ver qué sale.
The Twilight Zone (una expresión sacada de la jerga de los pilotos aéreos) estaba a punto de arrancar, no sin algún contratiempo. El nuevo piloto para su serie, «The Happy Place», trataba sobre una futura sociedad totalitaria donde los ciudadanos, al cumplir sesenta años, eran enviados al lugar feliz del título, del que nunca volvían. Pero no gustó a los anunciantes por su tono tan deprimente. Serling se encogió de hombros y escribió otro piloto, «Where is Everybody?», mucho menos controvertido. Su trama sobre un tipo amnésico que recorre una población solitaria dio en el clavo y la CBS dio luz verde para que comenzara el rodaje. The Twilight Zone había nacido. La tarjeta de presentación funcionó también con los patrocinadores, que no dudaron en subirse al barco. Con el apoyo financiero resuelto, la CBS firmó el contrato para la primera temporada de la serie, que sería producida por el propio Serling, quien además se aseguraba escribir el 80% de los episodios, la posesión de los negativos y la mitad de los derechos.
Cada episodio, al compás de la hipnótica música de Bernard Herrman (aunque finalmente sería Marius Constant quien le daría a la serie su sintonía característica), arrancaba con una voz en off que nos presentaba esa dimensión desconocida donde todo era posible. Además, esa misma voz serviría como prólogo y cierre para cada episodio. Para cualquier seguidor de The Twilight Zone resulta difícil pensar en alguien que no sea el propio Serling narrando cada episodio, pero la idea original fue tener a alguien de la talla de Orson Welles como narrador. Sin embargo Orson era demasiado caro, y las otras opciones no cuajaron, de modo que Rod se postuló a sí mismo. Y, como decía, resulta impensable la serie sin su presencia en cada episodio (presencia que, tras el último capítulo de la primera temporada, acabó cuajando de forma física, y no solo con su voz). La mano derecha de Serling sería el productor Buck Houghton, quien se aseguró de llevar los rodajes a los estudios de la MGM, que contaban con unos almacenes donde uno podía encontrar todo aquello que pudiera desear a la hora de rodar una serie, desde una nave espacial hasta un pueblucho del salvaje Oeste. También fue él quien trajo al director de fotografía George T. Clemens, responsable de dar una apariencia novedosa a una serie novedosa. Como directores se contaría principalmente con trabajadores experimentados en el medio televisivo, aunque en momentos puntuales también trabajaron con cineastas de la talla de Jacques Torneur, Richard Donner o Don Siegel.
La apuesta era arriesgada. Se rodarían veinte episodios antes siquiera de que hubiera un estreno y pudiera obtenerse una respuesta del público. Cada episodio conllevaba un día de ensayo y tres de rodaje. El ritmo de trabajo era exigente, especialmente para Serling, quien debía proporcionar gran parte del material escrito aparte de desempeñar sus labores de productor ejecutivo. De todas formas, en cuanto las cosas se pusieron en marcha, Serling pudo delegar y confiar en Houghton para las tareas de producción ejecutiva.
Dado que la fantasía y la ciencia ficción eran géneros menores, muchos quedaron muy sorprendidos de que un escritor de la categoría de Serling decidiera de la noche a la mañana rebajarse de esa manera. Era como si Picasso hubiera decidido dejar la pintura y dedicarse a las historietas. Pero como hemos visto, para Serling el paso estaba claro: en esos géneros estaba el vehículo perfecto con el que poder tratar todos los temas que quisiera, y con un formato autoconclusivo de media hora las posibilidades eran ilimitadas. En un episodio la trama podía tener lugar en el salvaje Oeste, y al siguiente trasladar la acción a una gran ciudad, para después aventurarse en algún lejano planeta. En ese aspecto la libertad era absoluta. Aunque Serling iba a proporcionar casi todos los guiones, sobre todo en aquella primera temporada, se encargó de que dos de los escritores de fantasía y ciencia ficción más reputados del momento, Charles Beaumont y Richard Matheson, contribuyeran también con historias propias. A lo largo de la serie Serling y Houghton comprarían historias a otros escritores, pero Beaumont y Matheson fueron siempre la primera opción. De su calidad baste señalar que Matheson, por ejemplo, fue el autor de la celebrada I am Legend.
El hilo conductor de una serie tan heterogénea en cuanto a sus tramas era, aparte de tocar temas de actualidad mediante la fantasía, invitar al espectador a la reflexión, darle algo que pensar, o bien dejarlo anonadado. Los giros argumentales y las sorpresas finales fueron una de las señas de identidad de The Twilight Zone. Con todo, desde el punto de vista del espectador contemporáneo, hay que tener en cuenta que la industria televisiva no era tan sólida como ahora, los presupuestos eran menores y el público era más inocente. Hoy en día algunos episodios han perdido su efectividad, pero muchos otros siguen siendo muy válidos. Además, en ocasiones, ya fuera por motivos de presupuesto o por un inesperado éxito entre el público infantil (algo que nadie en el equipo habría anticipado, dado el tratamiento adulto del género), la serie también ofrecía simples episodios de argumento pueril que servían como simple pasatiempo. Al fin y al cabo estamos hablando del año 1959 y no de Los Soprano. Pero en el episodio en que se decidían a profundizar en una buena historia, The Twilight Zone sigue siendo a día de hoy algo casi único.
Aquella primera temporada ya dio episodios fantásticos que todavía hoy siguen siendo considerados con admiración, como «The Lonely», la historia de un convicto solitario en un asteroide; «Time Enough at Last», en el que Burgess Meredith es un pobre diablo que tan solo desea que le dejen en paz para poder leer a gusto y lo consigue cuando tras un cataclismo se queda completamente solo sobre la faz de la Tierra; «Third from the Sun», paradigma de final sorpresa con unos científicos que planean robar una nave espacial y escapar antes de que estalle la guerra nuclear; «The Hitch-Hiker», en el que un autoestopista se convertirá en la pesadilla de Inger Stevens, siempre acechando en cada tramo de carretera; «The After Hours», una imaginativa trama que tiene lugar en unos grandes almacenes donde una mujer adquiere un dedal en una planta del edificio que al parecer no existe; «Walking Distance», una bonita historia inspirada por la infancia de Serling en la que un hombre de negocios se adentra en un pueblo que se torna extrañamente familiar; y sobre todo, «The Monsters Are Due on Maple Street», probablemente el episodio más brillante de la primera temporada: una excelente denuncia de la paranoia anticomunista y la Caza de Brujas disfrazada de ciencia ficción.
Aunque la serie había estado a punto de no pasar del tercer episodio por su escasa audiencia, poco a poco fue encontrando su lugar en la parrilla. Y su público, parte del cual, como hemos dicho, eran niños impresionables que no fallaban ningún viernes a su cita puntual con el mundo de Serling. Muchos de esos jóvenes espectadores crecerían y se convertirían en escritores, músicos, dibujantes o cineastas famosos, y de uno u otro modo The Twilight Zone se dejaría sentir en sus obras. Durante la emisión de la primera temporada la popularidad del programa no dejó de crecer y pronto aparecieron revistas, tebeos y juegos de mesa con el nombre de la franquicia. Con todo cabe recordar que The Twilight Zone era un programa popular, pero no un éxito rotundo. En su segunda temporada fueron más las celebridades de Hollywood dispuestas a aparecer en el show y la CBS estaba más dispuesta a pagar sus sueldos. Paradójicamente, se produjeron menos episodios, seis de los cuales fueron rodados directamente en video, con la subsiguiente pérdida de calidad, para equilibrar un presupuesto que se estaba disparando. Con todo, en el primer episodio emitido, «King Nine Will Not Return», la historia de un piloto derribado en las arenas del desierto durante la Segunda Guerra Mundial que de repente observa en el aire un jet supersónico, se permitieron el lujo de rodar en exteriores y comprar un viejo bombardero B52.
Al igual que en la primera temporada, la serie siguió combinando episodios modestos con tramas sencillas como «The Whole Truth» (en el que un vendedor de coches compra un coche encantado que le obliga a decir la verdad en todo momento) o «Mr. Dingle, the Strong» (la historia de un arquetípico hombre débil que es convertido en un moderno Hércules como consecuencia de un experimento sociólogico llevado a cabo por un marciano con dos cabezas) con capítulos más complejos y vuelcos sorpresivos en la trama; ese tipo de historias por las que The Twilight Zone es recordada. Episodios memorables de esta segunda temporada fueron «Nervous Man in a Four Dollar Room», una trama con el sello de Serling en la que un pobre gánster fracasado encuentra a su otro yo (más duro y seguro de sí mismo) en el espejo; «The Howling Man», una de las excitantes historias con aire de cuento tradicional por obra de Charles Beaumont; «Dust», otro cuento en forma de western crepuscular; «Eye of the Beholder», probablemente el episodio más complejo desde el punto de vista técnico de toda la serie y uno de los más recordados por el público, en especial por su inolvidable final (Douglas Heyes, quizás el director más imaginativo de todos cuantos participaron en el programa, se encargó de rodarlo); «The Obsolete Man», firmado una vez más por Serling, es una gran crítica a los regímenes totalitarios; y «The Invaders», típica historia Twilight Zone donde nada es lo que parece.
Seguramente casi todos los seguidores tengan entre las primeras temporadas su favorita. Yo me quedaría probablemente con la tercera, a pesar de que un agotado Rod Serling declaraba que su inspiración se estaba agotando: «I’ve never felt quite so drained of ideas as I do at this moment» («Nunca me he sentido tan falto de ideas como en este momento»). Fue durante esta temporada cuando se emitieron algunos de los episodios más recordados de la serie, muchos de los cuales no fueron escritos por Serling, quien, como hemos visto, reconocía no estar pasando por uno de sus mejores momentos creativos. Ya el primer episodio, «Two», una bella historia de amor entre Charles Bronson y Elizabeth Montgomery en un mundo postapocalíptico, fue escrito y dirigido por Montgomery Pittman. Aparte de recurrir a los habituales Beaumont y Matheson (quien escribió un episodio cómico como vehículo para Buster Keaton, además de otro capítulo clásico de la serie, «Little Girl Lost»), la producción se nutrió también de nuevos guionistas, entre los que sobresale Ray Bradbury y su «I Sing The Body Electric», que trata de la relación entre una pequeña y su nueva tutora robot. En varias ocasiones Serling se dedicó simplemente a adaptar relatos cortos de otros escritores, obteniendo por lo general grandes resultados; de dichas adaptaciones hay que destacar sin duda «To Serve Man», uno de los capítulos más famosos de la serie, que versa sobre un encuentro con una civilización alienígena aparentemente dispuesta a ayudarnos en todo lo que necesitemos; y la que creo es la historia por excelencia de esta temporada, «It’s A Good Life», que habla de un pueblo aterrorizado por un niño caprichoso con extraordinarios poderes (soliviántale, ¡y tal vez acabes convertido en una caja sorpresa!). Destacaría también «Five Characters in Search of an Exit», aunque solo fuera por su sorprendente referencia a Pirandello. A pesar de que en esta temporada Serling contribuyó con menos guiones originales de los habituales, todavía fue capaz de regalarnos algunas estupendas historias como «Deaths-Head Revisited», en el que un antiguo oficial de las SS que se encuentra de visita nostálgica en Dachau, el campo de concentración donde sirvió durante la guerra, tiene un encontronazo demasiado realista con el pasado; «The Midnight Sun», otro episodio con típico giro argumental marca de la casa; «One More Pallbearer», uno de los varios capítulos influidos por la realidad de la Guerra Fría y el peligro nuclear, o un interesante pero menos conocido título, «The Gift», historia de un contacto entre un alienígena y el Salvaje Oeste, décadas antes de Cowboys & Aliens.
Aunque la serie estaba haciendo historia (sobre todo en las impresionables mentes de muchos jóvenes y niños), las audiencias no eran malas, la crítica era favorable y parecía claro que el programa formaba parte ya de la cultura norteamericana —Serling estuvo encantado cuando en cierto discurso el Secretario de Estado Dean Rusk soltó esta frase: «the twilight zone in diplomacy»—, la cuarta temporada nació lastrada por la falta de patrocinadores. La CBS no pudo firmar ningún acuerdo y cuando llegó la fecha límite en la primavera de 1962 simplemente decidió poner otro programa en su lugar, Fair Exchange. A través de su productora, Serling siguió con la tarea de encontrar algún patrocinador en algún lado. Cuando finalmente lo logró, la CBS aceptó resucitar The Twilight Zone en enero de 1963, sustituyendo a su vez a Fair Exchange. El problema era que el espacio que ocupaba ahora esa emisión era de una hora, no de treinta minutos como antes, y la cadena obligó a los productores a doblar la duración de los dieciocho episodios que había encargado. Como arguyeron y protestaron Serling y el resto del equipo, treinta minutos era el minutaje ideal para desarrollar cada episodio de la serie; alargando el programa a una hora se perdería la esencia de esas pequeñas píldoras de fantasía o cuentos contemporáneos. Tal y como afirmó Houghton, con el nuevo formato si empezabas con alguien que traspasaba paredes, cuando llegara el minuto cuarenta debía estar caminando sobre el agua para mantener el interés del público. Pero la CBS no dio su brazo a torcer y la duración del programa se alargó hasta casi los sesenta minutos.
Además de la nueva duración, el otro gran problema que afectó a aquella cuarta temporada fue la marcha de Buck Houghton, quien junto a Serling había sido el gran artífice de todo lo que había logrado The Twilight Zone; si Serling había sido el cerebro, Houghton había sido el músculo. Ambos se habían compenetrado muy bien y aunque la cadena siguió la recomendación de ambos fichando a Herbert Hirschman como nuevo productor, una parte esencial del mecanismo que había hecho funcionar a la serie se perdía con la marcha de Houghton. Y por último, pero quizás sea la causa más importante, Rod Serling estaba cansado. Se había esforzado por mantener la serie a flote, pero cuando la CBS decidió devolverla a la parrilla Serling ya había aceptado una oferta para dar clases en la universidad de Antioch, su alma mater. Después de tres años de trabajo duro en su programa, lo cierto era que no iba a echar en falta sus labores de productor ejecutivo, que se redujeron al mínimo. Durante aquella cuarta temporada seguiría ejerciendo de presentador y narrador, y seguiría contribuyendo con algunos guiones, pero poco más.
Todos estos factores afectaron a la calidad de la serie, que declinó sensiblemente frente a las temporadas anteriores. Siguió habiendo episodios destacables, como «In His Image» (con guión de Beaumont), o el favorito de Serling en aquella temporada, «On Thursday We Leave for Home», pero sencillamente el programa ya no tenía ese «toque» distintivo por el que se había caracterizado. Por otro lado, al pasar su emisión a los jueves por la noche, Serling temía que gran parte de la audiencia más joven del programa dejara de seguir la serie, marcando así su inevitable final.
Tras aquella por lo general mediocre cuarta temporada, la CBS reconoció su error y renovó la serie para una quinta en la que se volvería al formato de media hora. Había quedado patente que algunas historias que habrían podido funcionar muy bien en veintitantos minutos quedaban diluidas al alcanzar los cincuenta. En otras ocasiones había habido episodios en que la trama había funcionado pero no sus actores. Todo ello era algo que debía ser corregido. Bert Granet, el mismo que había hecho posible que la serie llegara a existir, continuaría como productor tras haber aterrizado en el programa a mitad de la temporada anterior. Matheson y Beaumont (quien por causa de una enfermedad degenerativa comenzó a ser apoyado en ocasiones por Jerry Sohl como escritor negro o fantasma) siguieron contribuyendo con sus guiones, además de los de un Serling que continuó distanciado de la serie y centrado en sus clases académicas que, por otra parte, habían resultado ser un trabajo casi tan agotador como el de productor ejecutivo.
La quinta temporada de la serie fue la constatación de que el mejor momento del show ya había pasado. Los clichés eran cada vez más evidentes y numerosos, había historias que parecían un remedo de otras que ya habían aparecido en temporadas anteriores, y aunque algunos episodios contaban con buenos puntos de partida («A Kind of a Stopwatch», «The Old Man in the Cave», «You Drive», «The Jeopardy Room»), quedaban lastrados por una pobre producción, intérpretes limitados o guiones poco pulidos. Con todo, cuando todos los elementos funcionaban como era debido, The Twilight Zone seguía siendo imbatible tanto por su originalidad como por su calidad. En este aspecto, tanto por cantidad como por calidad, Richard Matheson fue sin duda la pluma estrella de esta última temporada. Ya en el segundo episodio el escritor dio en la diana con «Steel», adaptación de uno de sus relatos en la que un antiguo boxeador (el gran Lee Marvin) metido a mánager en peleas de robots, ha de suplantar a su combatiente robótico cuando este falla en el último momento. La semana siguiente Matheson reinó de nuevo con «Nightmare at 20.000 Feet», uno de los episodios por excelencia de la serie, en el que William Shatner las pasa canutas cuando una especie de gremlin comienza a hacer de las suyas en el exterior del avión con el que regresa a casa tras una largo «descanso» por una crisis nerviosa (una de sus características historias de terror en la cotidianidad; por algo Stephen King es un fan declarado de Matheson). Jerry Sohl, a través de Charles Beaumont (que aportó la idea), tuvo también su momento de gloria con «Living Doll», el formidable capítulo en que una aparentemente inocente muñeca parlante trata de acabar con la vida de Telly Savalas. «Night Call» (Matheson de nuevo), «Number Twelve Looks Just Like You» (Beaumont/Sohl) y quizás, en menor medida, «The Masks» (Serling) merecen también ser destacados. El resto de episodios se debaten entre buenos arranques con malos finales, capítulos más o menos mediocres y otros en los que directamente poco hay que salvar.
El cambio de productor después de trece episodios rodados tan solo pareció favorecer el rápido declive de la serie. La mayoría de los mejores episodios de la temporada ya habían sido enlatados para cuando William Froug llegó a la serie, y su criterio para elegir guiones ciertamente era bastante más cuestionable que el de sus predecesores. Aun así hay que darle el mérito de «An Occurence at Owl Creek Bridge»: con un episodio todavía por rodar, la producción había sobrepasado el presupuesto y la solución de Froug fue comprar un mediometraje francés —prácticamente cine mudo— que había visto anteriormente y que había triunfado en Cannes. Tras ser remozado para su emisión, la sorpresa llegó cuando la acogida del episodio fue bastante buena, tanto que acabó ganando un Oscar al mejor cortometraje.
Fue el último gran logro de The Twilight Zone. Ni el nuevo productor ni los nuevos guionistas parecían haberle cogido el punto a la serie. Matheson seguía en forma, sí, pero Beaumont estaba enfermo y Serling simplemente se había vaciado; estaba exhausto, falto de ideas y de interés por el programa. Las audiencias seguían siendo buenas (dentro de los márgenes en que se había movido la serie), pero los costes de producción cada vez tenían menos contentos a los capos de la cadena. Lo que pasó a continuación probablemente no sorprendió a nadie, salvo quizás a sus espectadores más devotos: la CBS decidió no renovar The Twilight Zone para una sexta temporada. Más que satisfecho con lo que dejaba tras de sí, Serling cerró su productora y pasó a trabajar en otros proyectos.
Acababan así cinco mágicas temporadas en una televisión de otra era. Mágicas porque, con sus altibajos, The Twilight Zone había intentado ir donde ninguna serie había llegado antes, adentrándose más allá del puro entretenimiento y explorando situaciones y temas que sorprendieran o dieran que pensar al espectador. Una calidad y profundidad convenientemente situadas en el contexto de su época y con las que seguramente estemos más familiarizados en estos días que en aquella primera Edad de Oro en la televisión norteamericana. En España resulta difícil hacerse una idea de la trascendencia que The Twilight Zone ha tenido en la historia de la televisión y en la cultura popular norteamericana, pero como mencionaba al principio, las continuas referencias a la serie en los especiales de Halloween de Los Simpson son un buen síntoma de la importancia del legado que dejó Serling tras de sí. Además, tanto la serie como su merchandising siguen teniendo buenos niveles de ventas, y los fallidos intentos de resucitar la serie tanto en lo 80 como en el 2002 no han hecho sino evidenciar que la serie original fue demasiado especial como para ser remozada así como así. Milagros como el de Doctor Who no ocurren todos los días, y sinceramente resulta difícil concebir una nueva The Twilight Zone sin tener a Rod Serling a los mandos de la nave. Con sus fallos, que los tiene, y que creo son más achacables a la industria televisiva de la época que a sus productores, The Twilight Zone apostó claramente por la calidad (como han atestiguado muchos intérpretes y escritores que participaron en la serie) y por dar al espectador no solo entretenimiento, sino una idea que masticar y reflexionar. Un venerable objetivo que entronca al programa con cualquiera de las grandes series de esta nueva era dorada de la televisión que podáis tener en mente. Serling nunca tuvo a una todopoderosa HBO detrás para apoyarle, algo que se refleja en los continuos vaivenes de calidad en unos episodios que no dejaban de ser autoconclusivos, pero precisamente por ello su mérito es aún mayor cuando contemplamos a Robert Redford tratando de convencer a una anciana que teme la visita de la Parca para que le abra la puerta, o a un astronauta sucumbiendo a sus ansias de sentirse un dios cuando descubre una civilización de seres diminutos, o en definitiva cualquiera de las maravillosas historias que nos dejó el programa, y que en su conjunto acabaron demostrando que realizar ciencia ficción adulta en la televisión era posible. Curiosamente Serling llegó a declarar años después refiriéndose al conjunto de su obra que sentía que si bien podía ser de cierta calidad, no pasaría la prueba del tiempo. Desde luego en cuanto a The Twilight Zone se refiere no cabe duda de que se equivocó, como prueban cada Nochevieja los espectadores de SyFy asistiendo puntuales al maratón televisivo anual de la serie, como lo hace quien compra una camiseta o taza con el logo clásico del programa o en definitiva como lo hace quien decide introducir un disco de tal o cual temporada en el reproductor y se deja transportar desde su salón a eso que Serling definió como «la dimensión de la imaginación». Por lo tanto invito a quien todavía no conozca esta serie a que se aventure por sus distintos senderos, disfrute con sus giros argumentales y paladee sus inteligentes moralejas; en definitiva invito a los lectores a descubrir la obra cumbre de ese gran talento televisivo que fue Rod Serling. Como decía el propio Serling en el prólogo de cada episodio de la tercera temporada, «Your next stop, the Twiight Zone!».
En cataluña tuvimos la suerte de que TV3 la pasó un par de veces, aunque siempre a horas intempestivas de la noche, cosa que ayudaba a darle también un toque más misterioso. Aquí la tradujeron como «La dimensió desconeguda» (La dimensión desconocida)
En la ETB era «ilunabar aldea», grandísima serie
En Hispanoamérica la serie si que dejó huella, incluso en el habla popular: «estar en La Dimensión desconocida» para hacer alusión a alguna experiencia insólita suele ser una expresión muy usada. Incluso la popularidad del menos brillante «revival» de 1985 es patente en este lado del mundo, como lo prueba la gran cantidad de comentarios a los vídeos de los episodios que de esa versión han colgado en YouTube.
Como dice alfredo, en hispanoamerica esta serie fue transmitida y retransmitida durante decadas, en canales de aire y de cable, volviendola muy popular. Supongo que su exito en esta zona hizo que tambien otras series de capitulos auto-conclusivos se volvieran populares, como The Outer Limits o Cuentos Asombrosos.
Por favor, Rod Sterling era vecino de Binghamton, Nueva York, una cuidad unas 200 km al sur de Syracuse. Unos de los episodios de Twilight Zone eran rodeados en esta cuidad. Binghamton, hoy en dia, parece mucho del ambiente del Twilight Zone.
Grandisimo artículo.
Magistralmente documentado.
La influencia de esta serie se puede apreciar en muchos filmes y series de televisión.
Solo un «pero», y uno muy grande:
En verdad es necesario legitimar la importancia de tal o cual serie, haciéndose referencia a una aparición en los Simpson?
Por dios, cortar ya eso, de tacto.
Es bastante desagradable.
Es una blasfemia.
Maravillos articulo…
Me ha encantado el artículo, y me sorprende que haga tantísimo tiempo desde que la vi por última vez. Es una de las series inolvidables de la infancia, la de la angustia adictiva, llena de paradojas, situaciones surrealistas y dilemas, y un más allá de la última nota que te estampaba en el alma que la realidad es una fantasía muy frágil, una convención peligrosa o una burla cruel. Pero además me dejó un apego, una debilidad, algo así como la ley de la impronta en los patitos, por la que cualquier voz en off mínimamente sugerente me resulta irresistible. Recuerdo en especial el capítulo 12, de la quinta, con Richard Long y Collin Wilcox. Gracias por un rato genial!
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Rod Serling nació en Syracuse, Nueva York pero se mudó a Binghamton, Nueva York en 1926 así que pasó todo su niñez allí. Sin embargo seguramente había hecho varios viajes a Syracuse, Nueva York ya que son dos horas(al norte) de viaje en coche de Binghamton. Rod Serling se graduó de Binghamton Central High School en 1943. SyFy también le dedica un maratón en el día de independencia de Estados Unidos (4 de Julio) y no solo en Nochevieja.
Cada año hay un concurso en Binghamton, New York que se llama » Rod Serling Film Festival.»
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