Antigastronomía. Apúntenlo quienes tengan unos impulsos emprendedores que ninguna práctica terapéutica seria haya sido capaz de reprimir. Y ya que resulta inevitable que estos emisarios del mal tomen posesión de bares, tascas, cantinas y restoranes —siempre atentos a la oportunidad de presentar cuentas de importes legendarios a una clientela que aún se encuentra enfrascada en una lucha sin sentido con unas vajillas de formas geométricas venidas de mucho más allá de Kandor, o de Otoh Gunga, o de donde moran y esperan Todos Aquellos—, ya que no hay manera de evitar que dilapiden parte de su capital y todo el que hayan podido reunir mediante las clásicas argucias de oveja negra de la familia, unos sablazos que incluso contabilizándolos echando mano de la notación exponencial necesitan más de un cero para ser medidos con exactitud, aconsejémosles que lo hagan a lo grande y arrasen lo que queda de nuestra empobrecida cultura occidental con este concepto ganador. La antigastronomía es la tabula rasa que llevamos esperando desde al menos 1917.
Hay quien se ríe de esa famosa máxima que cuelga en un lugar prominente de todo buen hogar cristiano y español, unas veces bordada en hilo de oro y otras grabada en mármol y otras piedras incluso preciosas, y que proclama con sano orgullo que «como en casa, no se come en ninguna parte». Otros, mucho más civilizados, más instruidos, más viajados, publican en notorias publicaciones especializadas artículos científicos combatiendo esta tradicional verdad (1), y por tanto no hay que dudar de la caída del pedestal que más pronto o más tarde va a sufrir la cocina de la abuela. Esos, los que miran con burla un plato de macarrones con tomate mientras enseñan fotos muy bien enfocadas de algún mercado de Rangún o Tegucigalpa, son el público objetivo. Los cosmopolitas, los ciudadanos del mundo, los que han sustituido la internacionalización de la lucha de clases por el ataque a las fronteras gastronómicas. Los amantes de la naturaleza monitorizada y los degustadores de tofu y sake, que a su vez son capaces de experimentar la no siempre explícita satisfacción que puede ofrecer un concierto de bongos. Esos serán los clientes potenciales en un lado del espectro social, mientras que, en el extremo opuesto, aquellos que luchan por mantener las tradiciones y se aferran a un plato de morcilla de Burgos como un zarigüeya a la entrepierna de un oso pardo tampoco podrán resistir la tentación de acudir a sus establecimientos con el ansia de reforzar su verdad. Que, como ya habrá adivinado el menos avispado de los lectores, es la misma, pues estamos afrontando las diferencias que separan un plato de escorpiones au vin de un zurullo de sangre coagulada con arroz. ¡Relativismo! Una apuesta que los consultores más cualificados no dudarán en denominar One Hundred Percent Win (OHPCW) justo antes de que mueran asfixiados al tragarse involuntariamente su propia lengua.
¿Qué debe incluir una carta de un espacio antigastronómico? ¿Qué hitos de la idiocia humana o la glotonería desmedida no deben faltar, ya sea en menús contradegustación cerrados ya en pequeños y delicados bocados —merde brûleé en miniatura, la bautizará algún crítico— que de cualquier modo bastarán para repugnar al más atrevido de estos catequistas del ecumenismo culinario? ¿Debemos seguir las pautas marcadas por un sabor u olor objetivamente repugnante? No son pocos los relativistas absolutos (2) que niegan la existencia de cosa semejante. «Gusto adquirido», proclaman ciertos antropólogos a sus auditorios en todas las universidades de la Ivy League. ¿Quizás sería necesario restringirse entonces a aquellas recetas que resultan repelentes debido a la materia prima utilizada en su elaboración? «Todo es cultural», siguen dando la tabarra los mismos eruditos ¿Debemos fijarnos en la textura? Mmmmh, eso suena a alta gastronomía. Desconfiemos ¿Y los alimentos tabú? Podría ser, pero un propuesta caníbal entraña riesgos inadmisibles tanto si resulta un éxito como si termina en fracaso, así que mientras esperamos a conseguir fondos para levantar la némesis del inefable Basque Culinary Center y fijar un programa de estudios que le dé cierta pátina científica a la cuestión, mientras diseñamos un organigrama complejísimo que impida seguir con claridad los desvíos de fondos que ya tenemos programados y buscamos una localización para levantar el horror arquitectónico de turno —un lugar que hasta el momento todos coinciden en situar en el altar mayor de la catedral de Burgos— les dejamos unas pistas sobre cómo iniciarse en este fascinante mundo y hacerse de oro y diamantes al mismo tiempo que, siguiendo una práctica comercial bien asentada, se descojonan de sus clientes.
Balut
La manera suave de describir el balut es decir que se trata de un huevo cocido fecundado, ya sea de pato o de oca. La verdad es que se trata de un huevo con un feto dentro; en todos los casos, independientemente de la latitud del sudeste asiático en la que se haya aterrizado o desembarcado, se podrán apreciar la textura y sabor de plumas, pico y huesecillos más o menos desarrollados. En las Filipinas les gusta de diecisiete días, mientras que los vietnamitas no se acercan a uno de estos manjares si no tiene al menos tres semanas de protovida. Este plato, como es natural, supone una dura prueba para los negacionistas de la perfidia característica de la mente oriental, que durante tantos y tantos años nos dio una serie de malvados inigualables en crueldad, compromiso con el mal e inefable mala leche. Ya saben, Fu Manchú, Tojo, el Doctor Infierno, el general Francisco Franco (3)… Por no hablar del cortocircuito neuronal que provoca en, por ejemplo, un proabortista vegetariano.
Los debates sobre la correcta manera de consumir este manjar son interminables. Arde tuiter en el Trópico de Capricornio defendiendo la verdad de consumir primero los jugos del huevo y después masticar el feto, para terminar con la clara y la yema, o bien seguir el orden inverso. No falta quien lo toma en adobo —el adobo es mejor, el adobo es más alegre—, frito o como relleno de unos pasteles que, suponemos, serán el elemento estrella del ágape de cumpleaños de ese hijo cabrón que antes o después siempre acaba por aparecer en todas las familias.
Así pues la mejor apuesta para darse a conocer y generar debate es servir un menú que se abra con raciones de balut en distintos estadios de gestación. Una cata de baluts con eminentes embrionistas dando las indicaciones oportunas y repartiendo tobas entre la concurrencia a diestro y siniestro, con la excusa de que se trata de una antigua tradición china bien representada en todos los jarrones policromados de la dinastía Ming, e incluso en alguno anterior. Pronto la carrera de Embriología Gastronómica será tan solicitada como la de chef, DJ, politólogo o LET, y cualquier gobierno aprenderá la lección y, del mismo modo que en los colegios de las Filipinas se obliga a los niños a diseccionar y posteriormente consumir un balut como parte de la formación del espíritu nacional y unos traumas inenarrables, aquí se gastaría el importe de varios presupuestos de sanidad en investigar y desarrollar una receta potencialmente asquerosa que deje al Misterio temblando y vertebre la identidad nacional. La gastronomía como herramienta política.
De momento en España no se encuentran baluts, al menos a un precio definido en moneda de uso corriente; quien quiera atravesar esta última frontera de la razón siempre puede desplazarse a Nueva York y apuntarse al concurso anual que organiza el restaurante Maharlika. El récord actual es zamparse veintisiete de estos fetos en cinco minutos. Corran.
Huevo centenario
Si el balut resulta asqueroso por lo que contiene, el huevo centenario —típico de la China; en algunas regiones se dan más ínfulas y lo denominan milenario— se aparece repugnante a la mente occidental tanto por su color verde parduzco, un color que le resultaría sucio a la Cosa del Pantano, como por su inconfundible aroma a pis de caballo. No es una figura retórica; durante muchas generaciones de chinos corrió el rumor de que además de enterrar durante meses los huevos de pato, gallina o codorniz bajo capas de arcilla, cal viva, cenizas, cáscaras de arroz, sal y otros minerales alcalinos, se ponía la guinda al pastel acercando un jamelgo para que rociara todo ese pifostio con varios litros de meados de distinto color, dependiendo de lo que hubiera comido el percherón y de la hora a la que le diera por aliviarse. De momento, y hasta que algún chef estrella no tome cartas en el asunto, no es verdad.
Al parecer, allá por el siglo XV, cuando un natural de la China interior encontró unos huevos enterrados bajo el mortero que estaba empleando para la construcción de su casa, comprobó que el pH había superado el 12 y se habían roto ciertas proteínas y grasas complejas e insípidas, produciendo otras más sencillas pero con un sabor y olor más fuerte, como por ejemplo a queso fuerte, amoníaco y azufre. Otra versión es que al encontrar los huevos no pudo resistir la tentación de putear a un cuñado especialmente odioso, y aprovechando que la frase «no hay huevos» le venía que ni pintada le planteó un reto que, con el paso de los años, tornó en tradición. Es el mismo mecanismo que hará que dentro de varios siglos, cuando lo único que se conserve de nuestra malhadada sociedad sean los vídeos de L.A. Beast (4), se considere el consumo del Tabasco como una delicatessen y la consecuente peritonitis endémica logre la extinción de la humanidad, planteando un dilema biológico a cualquier raza extraterrestre futura que aparezca posteriormente por aquí, quienes no tendrán más remedio que acudir a la ciencia y la caída de un meteorito compuesto por heces estelares para explicarse todo lo que encuentren bajo sus pies.
El huevo centenario se puede probar en el restaurante Royal Cantonés de Madrid, aunque no cuesta encontrarlo en cualquier restaurante chino del mundo.
Kopi luwak
A ciertas civilizaciones les atribuimos una sabiduría milenaria y un conocimiento científico incompatible con ella. Un ejemplo práctico es el de estos granos de café cagados por una especie de ardilla malaya llamada civeta. Al parecer las enzimas digestivas de la civeta, si bien no digieren el grano del café, sí lo modifican químicamente, rompiendo las proteínas que producen el amargor —recuerden, el amargor es peligroso— y añadiendo un sabor al que nadie todavía se ha atrevido a dar nombre. Los granos cagados se lavan y tuestan muy ligeramente para no estropear los sabores adquiridos por la digestión, y finalmente se ponen a la venta a un precio que nunca baja de los cuatrocientos dólares el kilo. Además, estos simpáticos animales tienen unas bolsas rebosantes de algalia alrededor del ano; la algalia es una sustancia untuosa que se utiliza como base en la perfumería más selecta y que de paso aporta una contribución impagable para el desarrollo de la humanidad al cambiar el sentido de la expresión «oler como el culo».
Como es poco probable que un indígena de Java o Sumatra de hace doce siglos intentara describir la complejidad que se encierra detrás de una enzima sin terminar él mismo dentro de una cazuela, o bien toda esta parafernalia científica que se oculta detrás de un grano de café le fue revelada por una raza alienígena, cuyos actuales descendientes serían los grandes chefs y los aficionados al yoga, o bien tenemos aquí, una vez más, una muestra de los beneficios del humor escatológico. Alguna mente preclara llevaría al extremo la sentencia «este café está hecho con mierda» para beneficio de aquella parte de la humanidad que se pueda pagar lo que le salga del ano a un bicho tropical. Bien por él.
En contra de lo que se suele discutir en los foros más exclusivos de cafeterías como Embassy o Gregory’s, el kopi luwak no es el café más caro del mundo. Semejante honor recae en el Black Ivory, que es lo mismo pero usando el tracto intestinal de un elefante como elemento modificador de las propiedades de los granos de café. Como el elefante sí mastica y machaca los granos, y como el volumen de una cagada de elefante supera en varios órdenes de magnitud el de cualquier otro animal terrestre, es fácil adivinar que el implacable funcionamiento de los mercados aprovechará las circunstancias para sacar a la venta este manjar por no menos de mil cien dólares el kilogramo.
El kopi luwak no es difícil de encontrar, y se puede comprar aquí y en otros muchos comercios especializados en café y otras incongruencias alimentarias.
Hákarl
Como el ansia de ir más allá superando retos no es exclusiva del lejano oriente, también en las latitudes nórdicas se aplican con esmero a la elaboración de alimentos repugnantes, ofreciendo así pruebas irrefutables del axioma que establece que el desarrollo social de una civilización es inversamente proporcional a su envergadura gastronómica. La gula hundió al Imperio romano, y no es fácil entender que una sociedad dedicada a profundizar en los vericuetos de la fenomenología o el idealismo no tiene tiempo de esferificar merluzas. Si prestan atención a este principio y a todo lo que hemos expuesto sobre la ciencia, las enzimas y los habitantes del Timor oriental primitivo, encontrarán no pocas contradicciones y, al mismo tiempo y dada la excelencia de la gastronomía española y el contenido de este artículo, una prueba concluyente y definitiva, iniciando un bucle infinito al que solo podemos poner fin hablando de tiburones que son sacos de uretra submarinos.
De entre todos los animales árticos, la cabezonería islandesa se propuso convertir en su plato nacional al tiburón boreal y, en caso de que semejante bicho escaseara por esas costas del fin del mundo, al tiburón peregrino. El alto contenido en ácido úrico de estos animales los hace mortalmente venenosos si se consumen frescos; es terrorífico pensar la cantidad de muertes que debió de causar su ingesta hasta que algún héroe vikingo sin cerebro pensó que puestos a morir, por qué no hacerlo con hombría y dignidad comiendo un pedazo de pescado podrido. Así que se entierra la parte oportuna del tiburón en un hoyo lo más alejado posible de cualquier asentamiento humano hasta que, después de doce semanas, se ha desecado y podrido, momento en el que se procede a colgarlo del techo durante unos cuantos meses como si fueran a formar parte del delirante atrezzo del Museo del Jamón. Todo este proceso desprende un aroma que eleva la peste que suelta una fábrica papelera a la altura del frescor de las cumbres del Tirol. La descripción más precisa del olor y sabor del hákarl listo para ser comido es aquella que lo describe como similar a un producto de limpieza industrial modificado convenientemente para desprender un olor desagradable que mantenga alejado a todo intruso sin acceso permitido a las instalaciones, como pueden ser las ratas, las cucarachas y los hijos putativos de Yog-Sothoth. Si hay un alimento en el mundo que se ajusta a los parámetros del gusto adquirido, sin duda es este. Por razones obvias, no es fácil de conseguir fuera de Islandia.
Vegemite
En el otro extremo del mundo encontramos una de las muestras más brillantes de las aptitudes del homo economicus, capaz de comercializar como alimento nacional un subproducto del proceso de fabricación de la cerveza dotado de un sabor que ni siquiera los gastrónomos más cínicos podrían apreciar. El Vegemite es un chiste, un chiste gracioso y adictivo del que, ojo, es difícil prescindir una vez que se ha experimentado. Hay gente que vuelve de Australia encandilada por maravillas naturales como la barrera del coral, Ayers Rock, Bondi Beach y los Radio Birdman, y hay quien retorna con los ojos desorbitados, ensangrentados, sin poder cerrarlos un momento ni siquiera para dormir el sueño de los justos, sin otra misión en la vida que localizar a quien le pueda proporcionar un frasquito diminuto de la repugnante pasta que en estas latitudes septentrionales ha sido imitada burdamente por asquerosidades de medio pelo como el Marmite —la metadona de los vegemitómanos, que no logra ni de lejos alcanzar ni la textura ni el sabor requeridos a la hora de untarlos sobre una tostada de mantequilla— y a los que se puede ver arrastrándose por las esquinas de los bares preferidos de la comunidad australiana de Londres, el único lugar del hemisferio norte donde se puede encontrar la preciada pasta. Oh, queremos tanto al Vegemite.
Gallinejas y entresijos
El asunto de esta especialidad ya se abordó científicamente en esta publicación. La vigencia de ese paper, merecedor de una subvención, una beca y la medalla al mérito civil y militar, no es discutible, y a él nos remitimos.
Perro
Si «hay algo intrínsecamente malo en un país que no tiene caballos», como dice Dallas en La chaqueta metálica minutos antes de que le revienten el abdomen, no queremos ni pensar los niveles de maldad o hambre que desarrolla una nación capaz de tomarse al pie de la letra la receta del perrito caliente. Todo el mundo está más o menos de acuerdo en que el afecto que muestran los perretes hacia sus amos, las muestras de amor incondicional y alegría muchas veces injustificada, son un mecanismo de autodefensa desarrollado con el propósito de generar compasión y otros sentimientos que impidan su empleo, ya sea como ingrediente principal o como guarnición, en la elaboración de un estofado, curry o algo peor aún. Comer perro denota una carencia de humanidad que automáticamente clasifica como alimento con fecha de caducidad a quienquiera que fomente esa práctica. Comer perros deja al canibalismo como una extravagancia culinaria similar a la de comer sushi. No lo hagan, por muchas ansias de multiculturalismo que se sientan obligados a fingir.
Heavy metal alemán
El peor heavy metal alemán es un alimento para el alma. Un día amargo, uno de esos días en los que te sientes solo, desgraciado y con ganas de comer perro, solamente te lo arregla una buena dosis de heroína y siete horas seguidas de Gamma Ray. Nadie te quiere porque te huele el aliento a escamoles y tienes manchurrones de Vegemite en los calzones. Te han copiado la idea del restaurante de comida nauseabunda y ahora en Madrid Fusión y otros templos de la villanía dan lecciones de cómo preparar el lutefisk más vomitivo mientras hacen rodar ejemplares de varias toneladas del queso casu marzu sardo, fermentado no con larvas de la mosca del queso, sino con auténticos tábanos de vientre multicolor, las famosísimas moscas de la mierda suelta. Por todas partes se abren cadenas de comida rápida sirviendo hamburguesas de kimchi aderezadas con tofu. Piensas en el suicidio como la única salida honorable. Y entonces descubres que si hay gente que le encuentra un sentido a la vida comprando discos de Metalium, tú bien puedes dedicarte a lo que más te apetezca; a pintarte la cara con maquillaje cadáver, a hacerte socio del Real Madrid, a socializar lobos de la estepa siberiana, a lo que sea, a lo que quieras. A tumbarte en el sofá a sobarte la entrepierna para después pasarte la mano por debajo de la nariz sin darle explicaciones a nadie y sentirte libre de toda responsabilidad, como si fueras un albatros, un guepardo, un delfín o un ministro de Sanidad. El metal alemán me hizo así.
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(1) E. Filardi, «Como en España se come en muchos sitios», Jot Down Magazine nº7, especial «derribando mitos», p. 12 y ss, Barcelona, 2014. Aunque este artículo sea el segundo en el índice de la publicación, pocos dudan de que sea el más importante de todo el número.
(2) Algún día debería tratarse el asunto de la verdad absoluta del relativismo, una cuestión obvia que sin embargo parece haber sido ignorada por todas las mentes preclaras del momento.
(3)Un viaje hacia oriente que parta de la Península ibérica terminará en El Ferrol debido a la curvatura de la superficie terrestre, definiendo este extremo del mundo como punto más oriental del planeta, y por tanto atribuyéndole al dictador un origen chino que ya todos habíamos adivinado al escuchar su voz atiplada.
(4) De este caballero pronto tendrá que hablar alguien largo y tendido en esta revista.
FALTA METAL ALE… Ah, no, perdón.
A riesgo de que me ataquen los amantes de los animales, el perro no está tan mal (lo comí en Vietnam), siempre y cuando lo hayan criado para cocina. Es mucho peor el noc mam (la salsa de pescado fermentado). Logré salir con vida de un chiringuito donde lo fabricaban por mi proverbial anosmia; el resto de las personas que me acompañaban echaron los restos nada mas abrir la puerta del local.
«El perro no está tan mal». Está claro que no piensas lo que que haces, pero podrías pensar lo que escribes.
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No está mal, pero echo en falta a Rammstein en la lista de metal alemán
Grande. He llorado de la risa. El final con el metal alemán… superior. Mil gracias señor Olalquiaga.
Hace unas décadas, se consumía el queso de Cabrales también con larvas de mosca. Algunos lo tenían como variedad, junto con el mohoso, pero si preguntas a algún productor, te dice que simplemente se pudrían muchos, y aún así se consumían. Se creo incluso cierto elitismo por ser uno de esos consumidores del «auténtico queso de Cabrales».
mmmmmm Vegemite, Vegemite… (o Marmite, da igual, de perdidos al rio)
con queso calentito en tostada reciensalida del horno.
ñam, ñam.
Según la Wikipedia, Marmite es anterior a Vegemite, por lo cual difícilmente puede ser una imitación del segundo…
Eh… disculpa, pero en ninguna parte afirmo que el Vegemite sea anterior al Marmite
«…ha sido imitada burdamente por asquerosidades de medio pelo como el Marmite». Una imitación no puede ser anterior al producto original, ¿no?
Tuché
“Franz cogió por toda respuesta una cucharada de aquella pasta maravillosa, igual a la que había tomado su anfitrión, y se la llevó a los labios.
-¡Diablo! -exclamó cuando se la hubo tragado-, no sé si la consecuencia será tan agradable como decís, pero lo que es como manjar, no me parece tan suculento como a vos.
-Porque vuestro paladar no está acostumbrado a lo sublime de esa sustancia. Decidme, ¿os gustaron en seguida las ostras, el té, las trufas, y todo lo que después habéis apreciado en tal manera? ¿Comprendéis acaso a los romanos, que sazonaban los faisanes con asafétida, y a los chinos, que comen nidos de golondrinas? No por cierto, no. Pues bien, lo propio sucede con el hachís. Tomadlo tan sólo por espacio de ocho días seguidos, y ningún manjar del mundo os parecerá que reúne la delicadeza de éste, hoy soso y nauseabundo para vos.”
– El Conde de Montecristo.
Recomiendo los vídeos de L. A. Beast. ¿alguien se anima a alguno de los retos?
Una sugerencia muy ignaciana. Probemos antes el reto de la mesa de cristal o el de la manta-raya
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Pues el otro día en una tienda americana del centro de Málaga vi que vendían Vegemite (chúpate esa barrio australiano de Londres!). Estuve por comprarlo y hacer la gracia pero me lo pensé mejor.
«Comer perro denota una carencia de humanidad que automáticamente clasifica como alimento con fecha de caducidad a quienquiera que fomente esa práctica. Comer perros deja al canibalismo como una extravagancia culinaria similar a la de comer sushi. No lo hagan, por muchas ansias de multiculturalismo que se sientan obligados a fingir.»
Un artículo muy divertido e interesante, y me parece genial que digas lo que arriba cito. Los occidentales que viajan a Vietnam o a Corea y comen perro son unos mierdas.
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