Por razones obvias, pocos grandes aeropuertos están ubicados en hermosos escenarios, pero el revoltijo desagradable que flanquea la ruta de Haneda al centro de la ciudad me conmovió de manera especial. Vi bloques de pisos, fábricas, una pista de caballos de carreras, una planta de aguas residuales, un templo aplacado de azulejos negros y rodeado de lápidas, una chatarrería oxidada, almacenes con carteles de empresas, altos bloques de oficinas de hormigón visto aprisionados contra una zona de casas viejas de madera apretujadas entre sí tan estrechamente como podían.
Era una confusión de elementos altamente asertivos y ampliamente incongruentes, colindantes pero sin ningún síntoma de compromiso o deferencia, y sin trazo alguno de organización. (Peter Popham, The Independent)
Qué difícil es realizar un esfuerzo por intentar entender algo que a priori no comprendemos. Algo que escape a nuestra manera de pensar o que culturalmente choque con elementos a los que llevamos toda una vida acostumbrados. Y qué fácil caer en tópicos y odiar estereotipos antes de haberles concedido siquiera el beneficio de la duda.
Pero, ¡qué demonios! Qué raros son los japoneses. Tan callados, tan tímidos, tan respetuosos. Con su avanzada tecnología, sus llamativas luces y sus estridentes sonidos, contrastando con las costumbres tan arraigadas de un país que lucha por mantener vivo su pasado más tradicional. De verdad, no hay quien los entienda. ¿Y sus ciudades? ¿Qué me decís de ellas, escondidas bajo una maraña de caos, chismes inconexos y barullos sin ningún tipo de orden? Pero mira que llegan a ser feas.
Tokio, ciudad sin órganos
Junto a Londres y Nueva York, Tokio pertenece al triunvirato de ciudades que domina la red de flujos tardocapitalista. Pero no son sus datos económicos o sus peculiares costumbres las que hacen de esta metrópoli un paradigma urbano. El prototipo de urbe caótica por excelencia se ha convertido en objeto de numerosos estudios que tratan de descifrar la complejidad de su planificación. O dicho con otras palabras, de entender las instrucciones de uso de una de las ciudades en las que los conceptos de orden y desorden se profesan una fuerte relación de amor-odio.
Tokio es sinónimo de anarquía urbana, de núcleo desagregado, inarmónico, estridente, incomprensible o inabarcable. A ojos de cualquier visitante occidental, la ciudad se presenta como un cuerpo deforme sumamente complejo y contradictorio. Su red viaria se asemeja a una intrincada madeja donde las calles carecen de orientación, las autopistas se superponen a los canales y las vías de ferrocarril sobrevuelan esbeltos edificios. ¿Por qué las arterias de comunicación quedan relegadas a un segundo plano teniendo que esquivar parcelas y eludir todo tipo de construcciones? La respuesta a una pregunta obvia, es una respuesta más obvia todavía: porque los derechos de propiedad en el imperio del sol naciente son inalienables. O lo que es lo mismo, solares y viviendas tienen prioridad ante bulevares y autopistas. Como si de una pesadilla de algún líder centroamericano se tratase, a este lado de Oriente el expropiar se va a acabar.
¿Es entonces Tokio una ciudad desordenada? Nada más lejos de la realidad. A medida que aumenta la entropía, los sistemas urbanos van pasando de un estado de organización y diferenciación a otro de caos y similitud. La ciudad más importante de Japón hay que entenderla como un cuerpo orgánico capaz de existir sin órganos. Y para conocer este complejo ser vivo, debemos comprender sus patologías.
En primer lugar, su amnesia. A pesar de haber sido fundada en 1457, sus numerosos desastres naturales, incendios y terremotos, así como bombardeos durante la Segunda Guerra Mundial, han reducido Tokio a escombros a lo largo de los años, siendo prácticamente borrada del mapa en varias ocasiones. La ciudad no cuenta con un casco histórico como el que poseemos en nuestras villas occidentales y la continua regeneración que ha sufrido la capital a lo largo de su historia no es más que un proceso inevitable de cambio: el viejo puente de madera de Nihonbashi levantado en 1603 y sustituido en 1910 por uno de piedra es actualmente imperceptible bajo la autopista que lo sobrevuela construida en 1965.
En segundo lugar, su bulimia. Los límites de la ciudad se han desdibujado por completo, llegando incluso a adentrarse en otras prefecturas contiguas. La necesidad de crecimiento de dicho cuerpo ha arrasado con todos los intersticios colindantes, absorbiéndolos a merced de su insaciable apetito urbano. El eje Tokio-Yokohama ha terminado por fundirse en una única urbe, desapareciendo la frontera que separa el final de una y el comienzo de otra.
Y los elevados precios del suelo no ayudan a paliar dichas patologías. En una isla donde el porcentaje del coste de la parcela puede alcanzar el 90% del precio total de su edificación, la preocupación por rellenar cada vacío es obsesiva. Solares pequeños de menos de 100 m2 se levantan varias alturas sobre rasante, para alcanzar el máximo de ocupación permitido, que ronda el 1000%. De esta manera y a lo largo de los años, las viviendas unifamiliares han sido sustituidas por edificios de vivienda colectiva de cinco o seis plantas. A pesar de la hiperdensidad existente junto a su correspondiente degradación de calidad de vida, las expectativas son que Tokio siga creciendo en altura no solo hacia el cielo, sino también a través del subsuelo.
Tokio, ciudad líquida
Como si de un cuadro de nuestra familia real se tratara, Tokio posee un carácter transitorio de ciudad nunca acabada, en constante movimiento. Sus habitantes son en ocasiones tratados de nómadas urbanos: residentes que «viajan más que habitan». Las viviendas son vendidas en las inmobiliarias gracias a su proximidad a determinadas estaciones de metro, donde su puesta en valor no son las vistas a la bahía o el monte Fuji sino los minutos que se tarda en llegar desde la puerta del apartamento hasta el cubículo de la oficina en el que van a pasar doce intensas horas de su jornada laboral. Si a este factor añadimos la duración media de treinta y cinco años de cada inmueble, nos encontramos ante una continua regeneración de la ciudad, sin importar la tipología edificatoria que la conforme.
Tokio se desarrolla a través de diversos núcleos urbanos autosostenibles conectados entre sí mediante estaciones de ferrocarril. En una de sus innumerables reconstrucciones y en lugar de apostar por las autopistas como se hizo en Estados Unidos o determinadas ciudades de Europa, se invirtió en compañías ferroviarias (la mayoría privadas), generando líneas de conexión entre diferentes barrios y poblaciones, mientras se compraban los terrenos agrícolas adyacentes para edificar en ellos junto a las estaciones. Operación de pelotazo urbanístico similar a la realizada en el Central Park de Nueva York, primando velocidad de transporte de sus habitantes en lugar de calidad urbana, modificando así las diferentes localidades japonesas en una red multimodal flexible.
En el caso de Tokio, los distritos de Shinjuku, Shibuya e Ikebukuro se han convertido en importantes centros financieros donde se desarrollan gran parte de las actividades económicas de la ciudad. Shinjuku, transformada en la estación más concurrida del mundo, es una megaestructura llena de puentes, pasadizos y plazas subterráneas donde confluyen nueve compañías de ferrocarril aportando más de 1,3 millones de pasajeros al día. El hormiguero subterráneo con más actividad del planeta, solo descansa a partir de las doce de la noche.
Tokio, ciudad neuronal
¿Cuál es por tanto la lógica que ordena que millones de personas vivan en armonía en tan reducido espacio? La respuesta la encontramos en distintos factores sociales y culturales. Comparemos por ejemplo las diferencias que separan el cristianismo del budismo. En el primero, existe una dualidad enfrentada como principio clave: la vida y la muerte. El campo y la ciudad. El bien y el mal. El espacio privado y el espacio público. En cambio, la doctrina budista rechaza estos extremos: la existencia forma parte de un ciclo continuo en el que se nace y se muere para después volver a renacer. En vez de premiar el individualismo occidental, se entiende la sociedad como un todo. Un motor en el que ninguna pieza puede fallar para que el conjunto se mueva y siga funcionando.
La simetría a la que tan acostumbrada están nuestros ojos, no interesa. La belleza proporcionada del Renacimiento, no tiene sentido en la cultura oriental. Las viviendas tienden a fusionarse con su exterior, a desaparecer el límite que separa lo edificado y la naturaleza. Históricamente, al no existir murallas que defendieran los castillos feudales durante la Edad Media, las ciudades se disolvían con su entorno sin barreras que cerrasen su crecimiento urbano.
Por otro lado, las fachadas pierden su monumentalidad. Los ejes de comunicación no conectan hitos visualmente y las plazas desaparecen. Las grandes avenidas no son representativas y se convierten en simples arterias de conexión en un entramado vivo, que respira a través de sus calles. Tokio carece de belleza ante la mirada de un confuso europeo.
La ciudad occidental es entendida como un todo, un único conjunto que se desarrolla de manera global y crece como una mancha de aceite derramada en la mesa. En las metrópolis japonesas los barrios funcionan de manera independiente y son generadas por adición de estos. La ciudad se convierte en una red de información donde las neuronas realizan la función de núcleos, trasladando sus datos en el menor tiempo posible hasta otras células de dicho tejido que lo precisen. Por ello, las calles son meros espectadores de una función en donde los edificios se transforman en actores principales. Ninguna avenida tiene nombre, y las direcciones postales están definidas por la denominación del barrio seguido del machi (el distrito), el chome (subdivisión del machi), el banchi (correspondiente a la manzana) y el go (número del edificio).
Por no hablar del patrimonio, como si fuera poco. Los edificios son reemplazados cada pocas décadas, de los que ni siquiera se salvan genios de la arquitectura como Frank Lloyd Wright. Su Hotel Imperial fue construido en 1923 y demolido en 1967. La ciudad pasa de ser un monumento fotografiado a través de las cámaras de millones de turistas para convertirse en un flujo continuo donde cada elemento es transmutado en un breve periodo de tiempo.
Tokio es el resultado de una manera de entender el mundo diferente a la occidental. La flexibilidad de este tipo de urbes ha demostrado absorber todos los cambios inducidos por las reestructuraciones económicas, mientras sus centros no dejan de autorregenerarse. La «falta» de código genético en sus células permite una constante reformulación de sus funciones y mayor adaptación al medio que las rodea.
Para mi cerrada mente occidental, si Tokio es tal y como explica el autor (y explica y describe genial), Tokio es una mierda pinchada en un palo, y los japoneses son raros. Cada día que pasa me afirmo más en la gran ventaja que supone para una cultura robarle ideas a los griegos charlatanes y a los funcionarios romanos de la antigüedad.
Eso sí, ahora hay que ir a Tokio a comprobarlo. Gracias por darme ganas de viajar!
Tokio es una ciudad hermosa a su manera. Extraña a los ojos del occidental pero fascinante. En cuanto a los japoneses son gente muy rara para nosotros. Son extremadamente educados pese a ser tan gritones como los españoles y de pasan el día sonriendo. Y la comida japonesa, más allá del sushi, es sencillamente alucinante. Un país increíble, un pueblo maravilloso, una ciudad obligatoria. Y cerca tienes Kamakura y Nikko. Japón es un lugar al que hay que ir y una cultura de la que los derivados grecolatinos podemos aprender muchísimo.
Japón es uno de esos países en los que sería genial vivir un año, conocer de primera mano su cultura y volverse para casa. Debe ser tan fascinante como estresante…
He vivido 6 meses en Tokyo y además mi pareja es japonesa y doy fe de lo expuesto en el texto. No pienso que sea fea para ojos de un occidental pero no tiene la belleza propia de ciudades con más edificios históricos del calibre de Paris, Londres o Roma. Aún así, es una urbe digna de conocer y visitar. Si quieren adentrarse en ciudades japonesas con más «historia», vayan a Kyoto.
Por lo general la gente que visita Japón se establece en Tokio y hace una escapada de un par de días a Osaka, pero yo recomiendo hacerlo justo al revés. Osaka sigue siendo una megaurbe, pero en mi humilde opinión no es tan inhumana como Tokio, la gente es bastante abierta y bromista (para los estándares japoneses, al menos) y la gastronomía es fantástica. Además Kyoko, Kobe y Nara quedan como quien dice a un tiro de piedra.
Disclaimer: mi señora es japonesa, concretamente de Osaka. :-)
…y como mi mujer se llama Kyoko, pues eso es lo que mi suconsciente me hizo escribir, pero obviamente quería decir Kyoto. X-D
Solo un apunte: el paso de cebra más famoso del mundo no es el de Shibuya, sino el de Abbey Road de Londres.
No entiendo la obsesión de algunos periodistas por describir a Tokio como algo tan complejo, pues la única complejidad que tiene es la de ser grande. Lo de la mezcla de caos y orden me parece una soberana chorrada.
Cada zona de la ciudad tiene sus particularidades y deja la sensación que tendríamos en España de pasar de una comunidad a otra. Pasar de Akihabara (tiene delito no mencionarla) a Asakusa (Taito), es como pasar del día a la noche y ambas son de visita obligada.
Si se quiere buscar algo equivalente a lo que llamamos plazas, se encuentran simplemente paseando.
Y no todo es masificación, hay parques maravillosos que tienen como telón de fondo rascacielos enormes.
Hay muchos lugares como Ryogoku o Mitaka que escapan a toda esa palabrería.
Este artículo deja la sensación de ser escrito desde la ventana de un hotel del centro y no desde la calle, desde el punto de vista del viajero que busca en la ciudad desde dentro, formando parte de ella, y no desde fuera.
Mino, es bueno que los occidentales saquen la cabeza del culo de vez en cuando para ver que hay cosas más allá de «su pueblo».
A mi es que me tira más Osaka..pero sii, por Tokio tambien me gustaria perderme y ver insitu «esa belleza» no comprensible para un occidental, ….pero claro si vamos cerrados «occidentalmente» pasa lo que pasa…
Fantastico articulo…
Un saludo!
Maravilloso artículo.
Extraordinaria la foto del puente, tan ajena a lo políticamente correcto occidental, donde lo viejo se conserva por viejo.
Fantástico artículo, yo como enamorada de Tokyo y Japón no veo la gran ciudad japonesa con extrañeza, sino más bien con fascinación!
Muy interesante el artículo. No conozco Tokyo, pero por lo que que contáis lo que me llama la atención no es la diferencia con las ciudades europeas, que podría ser esperable, sino la tremenda diferencia con otras grandes urbes orientales, como Pekín. Para que luego nos hablen del pensamiento único.
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