Este texto es un capítulo del libro Señorita Google, editado por Jot Down Books
Y mientras todo esto ocurría en Madrid, muy, muy lejos, en algún rincón de la Bahía de San Francisco, estallaba la tormenta definitiva en el dormitorio del señor y la señora Brin. Ella gritaba enfurecida. Él escondía su cabeza entre las manos. Ella ya se había puesto el camisón o quizá sea mejor imaginarla con un atuendo más informal para dormir como unas bragas de tamaño medio y una camiseta de tirantes 100% algodón. Él, aún vestido con unos vaqueros y una sudadera gris, se había sentado en el borde de la cama al empezar la bronca. Sabía que iba a ser larga y que esta vez iba a haber víctimas. La principal, su matrimonio. Poco más de seis años había durado. Fue, por supuesto, una boda secreta sobre la que se especuló mucho cuando se produjo. Por un lado, los novios habían respetado la tradición judía de la que ambos formaban parte, pero también habían dado libertad a los invitados para que se pusieran el bañador y disfrutaran de la isla en la que se celebró la ceremonia. Un enclave muy especial, en el archipiélago de las Bahamas. Más tarde volveremos a él. Seis años y dos hijos. Un niño y una niña. La parejita.
Aunque según cuentan, el señor y la señora Brin llevaban toda la vida juntos. A mí me gusta cerrar los ojos y pensar en ellos como esos dos adolescentes sensibles y perdidos que un buen día se encontraron por los pasillos de uno de esos institutos yanquis que tantas veces hemos visto en las películas. Taquillas a ambos lados, grupos de jovencitas que hablan de sus cosas y compiten entre sí por convertirse en las más populares, y pandillas de chavales con las mandíbulas cuadradas que se pavonean y también rivalizan entre ellos por el mismo objetivo y por llegar los primeros al campo de fútbol donde les espera el entrenador. Nadie más que sus víctimas lo sabe aún, pero es un consumado pederasta que acabará sus días ahorcándose en la cárcel. Está además el grupo de los tarados, siempre de negro, y que llevan un tiempo quitándole las balas de una en una o de dos en dos a sus padres y a sus tíos para acumularlas e ir construyendo poco a poco un arsenal con el que algún día organizarán una carnicería y matarán a todos esos imbéciles que aspiran a ser los más guays y los más populares. Y están ellos, en mitad de semejante naufragio moral e intelectual, el señor y la señora Brin, de momento solo Sergey y Anne, los dos con gafas y con granos, los dos feuchos y extremadamente inteligentes. Se vieron y se reconocieron de inmediato. Se juraron sin necesidad de palabras que ya nada les iba a separar. Supieron en ese mismo instante que juntos pondrían el mundo a sus pies.
El suyo sí que fue un amor auténtico, sin sordidez ni ridículos, sin ajustes de cuentas ni venganzas ocultas. Más bien al contrario, ese amor entre el señor y la señora Brin fue lo que salvó a ambos de la sordidez universitaria y de un millón de ridículos, de las fiestas interminables en los campus de Stanford y de Yale, de las borracheras sin tregua y de las sesiones de sexo en grupo que hubieran destrozado para siempre sus delicados nervios y la imagen que ambos necesitaban construir de sí mismos para hacer realidad sus sueños. El amor, durante unas cuantas décadas, les había dado fuerzas y les había hecho llegar a ser lo que eran. El amor les había permitido luchar y dejarse la piel frente al monitor y el teclado, o frente a los tubos de ensayo y los microscopios en el caso de ella. Su amor había transformado el mundo, había creado un imperio, había cambiado la vida de los hombres y las mujeres de todo el planeta. Ya nada volvería a ser igual. Aunque lo mejor quizá aún estaba por llegar, porque si primero fue él quien triunfó de forma apoteósica gracias a ese invento, mucho más que eso, todo un universo de posibilidades, servicios y conocimiento infinito bautizado con ese extraño nombre derivado de gogool, o sea, 10 elevado a 100, o sea, un uno seguido de muchos, muchos ceros, en los próximo años podría ser ella, la brillante biotecnóloga, la que marcara un hito en la historia de la humanidad al convertir la genética en un nuevo objeto de consumo gracias a los test de ADN que ofrecía su empresa por 99 dólares. Aunque había, por supuesto, mucha controversia en torno a la ética, la legalidad y la fiabilidad de algunas de sus prácticas. Preocupaba también la base de datos que aspiraban a conseguir con el perfil genético de millones y millones de clientes suyos. No nos extenderemos más al respecto. A quien le interese el tema, que busque la información en internet. Lo importante ahora son ellos. Cierro los ojos y les veo en mi imaginación. La tormenta perfecta. La bronca definitiva. Un dormitorio en la Bahía de San Francisco. Dos de los mejores cerebros de su generación reducidos ahora a eso, encerrados en una escena como de culebrón de cuarta. Ella gritando igual que una leona. Él acobardado y con los ojos húmedos como un cervatillo a punto de recibir la dentellada definitiva. Aunque como siempre, conviene desconfiar cuando las cosas resultan tan obvias y evidentes. Quizá una vez más la víctima sea el verdugo y el verdugo, solo un pobre diablo, o diablesa en esta ocasión, manejada a su antojo por una fuerza mucho más perversa e implacable.
La culpa había sido de las gafas, las putas gafas con el nombre de la empresa de él. El señor Brin se había obsesionado con ellas. Era el primer paso para fusionar al hombre con la máquina. Ya no haría falta teclado ni monitor ni siquiera un móvil. Te las ponías y las llevabas siempre contigo y con ellas, todo ese universo infinito de conocimientos y servicios. GOGOOL. Un uno seguido de cien ceros. Todo el saber acumulado por la humanidad a lo largo de miles de años. Sí, todo al alcance de cualquiera con las gafas puestas. ¿Otra prótesis? No, mucho más que eso. Aquí no se pretende sustituir nada. Lo que hacen las gafas es multiplicar. GOGOOL. 10 elevado a cien. El transhumanismo convertido en una realidad. Las bestias tristes, las miserables cucarachas, rompen el cascarón para transformarse en dioses omniscientes por obra de la tecnología y de la empresa del señor Brin. Y el objetivo último, el fin secreto, o quizá no tanto, la inmortalidad. Dioses, ahora sí que sí, omniscientes, omnipotentes y eternos. Porque si las gafas te permiten llevar todo el conocimiento de miles de años siempre contigo, en la siguiente fase bien podríamos empezar a experimentar para que esas gafas, o quizá ya solo un chip implantado detrás de la oreja, lo grabe y lo registre todo. Lo que vemos, sí, eso es fácil, pero también lo que oímos, lo que olemos, lo que sentimos, lo que pensamos, nuestras emociones y nuestra conciencia, nuestros recuerdos, un duplicado perfecto de nosotros mismos que, al fallar el cuerpo, se podría trasladar a cualquier otro organismo o quizá a un robot o lo más probable a una mezcla de ambos. Un trozo de carne mejorada por la tecnología o una máquina con cualidades humanas. ¿Deliro? No. Miento e imagino cuando hablo de la crisis marital del señor y la señora Brin, aunque en efecto se produjo y ahora están separados, cuando cierro los ojos y les veo en su adolescencia o cuando doy detalles cochambrosos sobre su intimidad. Que se jodan. Si ellos leen mis correos más guarros o más desesperados para insertarme el anuncio de un restaurante japonés o de una residencia canina; si ellos, con toda la arrogancia que les dan sus millones, cuestionan el concepto mismo de intimidad para luego vender (o comerciar o trapichear) todo lo que saben de mí —es decir, TODO— a sus anunciantes y agencias de publicidad, a la NSA, como ya demostró el caso Snowden, o a quien sea, yo me reservo al menos el derecho a reírme de ellos, a cagarme en su puta madre, a imaginarlos como me dé la gana y a incluirlos como personajes de un largo relato o de una brevísima novela.
Pingback: El señor y la señora Brin ya no se quieren | EVS NOTÍCIAS.
En Crisis psicohistórica (2001) se anticipan las famosas gafas y lo que vendrá después. Se llaman «fam» y los humanos sin ellos se sienten unos miserables simios.
Como novela no me pareció gran cosa, pero su sociología de un mundo con esos dispositivos auxiliares es digna de tenerse en cuenta.
Sublime. Acojonante. Enhorabuena, señores de jot down.
Pingback: Señorita Google | Literaria Comunicación