—Ya no se tiene respeto a los fantasmas.
—Se ha perdido la fe.
Gianni Rodari nunca quiso entrar en el ejército. Odiaba las guerras igual que cualquiera en su sano juicio las odiaría. Consiguió esquivar la II Guerra Mundial con ligereza y mala salud, pero el periodista de oficio y escritor por devoción no pudo librarse de las filas con la República de Saló, aquel capricho de Mussolini. No era la primera vez que le tocaba «cuadrarse» y seguir un camino marcado. De niño, su madre le hizo ingresar en un seminario católico en el norte de Italia. El Vaticano firmaría su excomunión en plena guerra fría por «diabólico e insensato».
Pero mucho antes de eso, aquel joven debilucho y desganado, sin estrategia vital y sin plan alguno, marchó a las montañas de Reggio Emilia a trabajar en alguna casona de la región. Allí cayó en una familia de alemanes judíos —no crean que lo hizo a conciencia— que creyeron encontrar en Italia un lugar a salvo de las persecuciones raciales, y junto a ellos acumuló las lecturas de Marx Ernst, Viktor Skolovski y Saussure mientras enseñaba italiano al hijo menor recitándole de memoria Pinocchio de Collodi. Una etapa de tránsito que sin querer le orientó a dedicarse a la enseñanza en otras escuelas de la zona para seguir ganándose la vida.
Un poco, no mucho antes de aquello, a Rodari el estallido de la guerra le pilló en Milán, donde se había matriculado en la Facultad de Lenguas. Y casi al tiempo, podemos decir, se vinculó al Partido Comunista, un coqueteo que le introdujo en las publicaciones subterráneas con pequeños artículos que firmaba como «Francesco Aricocchi».
Así que con Rodari como maestro, la escuela era un escuadrón en pie. Él había crecido en el fascismo y aquellos chavales vivían todavía la lengua del dictado y de la redacción. Su preocupación fue enseñarles a observar desde fuera de la ventana el espectáculo de la vida y que aprendieran a salirse del camino marcado por tener el suyo propio. Enseñarles a usar la palabra «libertad» cuando la palabra libertà se decía pequeña, muy bajito.
— Il grano è azzurro
—La neve è verde
—L’erba è bianca
—Il lupo è dolce
—Lo zucchero è feroce
—Il cielo è maturo.
(Gianni Rodari, Il libro degli errori)
Igual que la enseñanza se convirtió en su medio de supervivencia, el periodismo fue para él una vía de escape, y a decir verdad, ninguno de los dos era realmente su vida. Tras L’Ordine Nuovo vinieron el periódico del PCI, L’Unitá de Milán, Il Pionere, Avanguardia y Paese Sera, para el que trabajaría toda su vida. En ese vaivén, en 1947 asumió la dirección de Il Giornale dei Genitori, una publicación mensual infantil. Las aristas de su carrera comenzaban a converger.
Gianni Rodari había escrito desde siempre, mientras vivía en el traje de varias personas —en aquellas montañas, en la escuela, en el periódico—. Por suerte, aunque siempre habló de Italia en rojo, para el personaje multicolor la política era solo palabrería. De una forma casi inconsciente comenzó a jugar con la escritura y, con la misma honestidad con la que se enfrentaba a los niños cada mañana en los bancos del colegio, mirándoles cara a cara, a su misma altura, cogió las letras y las hizo frases, historias y textos escritos para ellos rescatando el juego con la imaginación que la maltrecha Italia de la posguerra se empeñaba en mantener soterrado.
For us, there’s only the trying. The rest is not our business. (T. S Eliot. How to use words)
Sin plan alguno y sin armas, emprendió su propia guerra para hacer del juego de la literatura infantil una nueva pedagogía que cambiara por completo el oxidado sistema escolar. No tendría estrategia, pero desde luego no estaba solo. En su bando estaban el futurismo de Palazzeschi, el nonsense de Lewis Carroll y Edward Lear, lo grotesco de Rabelais y el realismo mágico de Bontempelli.
Gianni Rodari pensaba en las palabras como Paul Klee en los colores, de dos en dos. El paralelismo en su vida era lo mismo en sus teorías. Le gustaba desnudar una trama hasta reducirla a su versión abstracta, que para él siempre eran dos conceptos, y vestirla con una nueva interpretación.
Su mundo era, según Italo Calvino, «una provincia del imaginario que lindaba con el continente surrealista: aquel lugar agradable pero no edulcorado que fuera algún día descubierto por Jacques Prévert». La literatura infantil había sido utilizada durante el régimen como medio de divulgación para sus jóvenes destinatarios. Parte de la producción había sido controlada y censurada. La dimensión fantástica fue una «zona franca» durante los decenios de Mussolini, y aunque era algo anecdótico y seguía estando reprimida y débil, Rodari llegó como una aparición innovadora, permaneciendo hasta los años sesenta como un caso aislado.
Sin ponernos demasiado trágicos, Rodari fue seguramente el oasis en aquellos años de Apocalipsis de la creatividad para los aún pequeños cerebros, no solo cuando empezó a escribir otras cosas aparte de sus artículos, sino cuando comenzó a sentirse como el maestro que portaba y materializaba la esperanza, la certeza de un cambio positivo de la realidad. A esa felicidad él la llamaba la «revolución silenciosa». Para los niños, comenzaba con la manifestación espontánea de las palabras en sus primeros años de vida. Suponemos que es por ser una batalla imaginaria por lo que no ocupa lugar en los libros de historia ni en los de la literatura universal italiana, pero lo cierto es que su «fantástico lúdico» debería estar a la altura del «fantástico terrorífico», el concepto del que ha bebido la tradición cuentística moderna hasta la actualidad, por su carácter fantástico- provocador. Su propia teoría literaria y su carácter cómico (incluso satírico) no gozaron de buena fama en una Italia entonces paradójicamente monolingüe.
La táctica y el ataque a través del cuento
Que Rodari descolorara los bancos del colegio y saliera a dar clase al campo no significaba la herejía, aunque de casta le viene al galgo, y hay algunos de sus textos que son una clara metáfora del levantamiento revolucionario que produjo la introducción de la imaginación en la estructura rígida de la escuela tradicional. Eso es al menos lo que concluyen la mayoría de los críticos, aunque por suerte —ya lo decíamos antes— no fue la tónica general. Hay quien ha querido leerle incluso en clave marxista y, de conseguirlo, se habrá quedado solo con una cuarta parte del escritor infantil, quizá el que se susurra en «La mia mucca», «Il giardino commendatore» o «Il gioco dei quattro cantoni».
Mejor que eso, lean a Bajtín: «La tradición antigua durante los días de Pascua permitía la risa y las bromas hasta en la iglesia», porque hablar de táctica en esta guerra es hablar de forma y deformarlo todo, es analizar la batalla para ganarla al siguiente asalto. En Rusia y también en China Rodari se empapó de estructuralismo, y aunque no le valiera para trazar un plan seguro, fue la letra pequeña del libro de instrucciones que se traía entre manos. Llevándolo por sus propios derroteros, de ahí surgió el «fantástico verbal», el arma que le faltaba para producir el extrañamiento y la risa en el niño, acaso el extrañamiento y la risa en el adulto.
La técnica de ataque se convirtió en ser, en esencia, un fabricante de juegos, y así lo aplicaba tanto en sus clases, como en sus cuentos para niños. El fantástico verbal consistía en contraponer dos palabras escogidas al azar y dar rienda suelta a la imaginación al asociarlas. Era la estrella de sus misiles en sus múltiples variaciones. La más prolífica, el «binomio fantástico».
Rodari: […] Facciamo la terza storia? Scegliamo le parole.
Ragazza: Tavolo e mangiare.
Rodari: … Questo non è un binomio particolare… È una cosa molto banale!
Ragazzo: … C’era un tavolo che mangiava le pastasciutte.
Rodari: Beh! mi sembra giusto…
Pero también otros juegos morfológicos de creación de palabras nuevas a partir de otras, y con ello creación de significados y realidades, como en Il libro degli errori (1964).
De repente la pizarra se llenaba de palabras con significados reinventados que al llegar a casa habían vuelto a su anterior estado: un frigorífico convertido en la casa del señor mantequilla. La escuela como un lugar de exploración de la imaginación, de campo de batalla. La poética que nace de los elementos cotidianos para luchar con un pasado saturado de las mismas metáforas.
Se pueden componer poemas enteros, tal vez sin sentido pero no sin encanto, con un periódico y unas tijeras. Puede que no sea el modo más útil de leer el periódico, ni hay que introducirlo en las escuelas solo para hacerlo pedazos. El papel es una cosa seria, la libertad de prensa también. Pero el juego no lesiona el respeto por el papel impreso, aun cuando puede servir para desalentar su culto. Al fin y al cabo, inventar historias también es una cosa seria. (Gianni Rodari, Grammatica della fantasia)
Otras batallas pretendía ganarlas a base de adivinanzas y ataques de preguntas con respuestas incoherentes. Ganar no ganaría, pero cualquiera podía haberse vuelto loco. En el fondo, tenía mucho que ver con el juego del escondite, algo que no dejamos de practicar de adultos. Revivir, como prueba, el temor de ser abandonado, de perderse, o estar perdido.
Porque también hay una reminiscencia romántica en la fábula de Rodari, quizá por la influencia de la tradición popular —de Andersen, del «imperfecto en el fantástico» de Todorov— que desemboca en la valoración de los pequeños objetos cotidianos y en los sucesos inesperados, como ocurre en Favole al teléfono. Estamos en el gran momento del neorrealismo en la literatura de posguerra, y aunque Rodari introduce descriptivamente temas de injusticia social y solidaridad, lo hace siempre desde la perspectiva fantástico-humorística, como tirando del hilo de la tradición del viejo Pinocchio y que también rescataría Calvino. En Favole al teléfono un padre que por motivos de trabajo pasa largas temporadas de viaje, promete a su hija que la llamará cada noche para contarle un cuento, a veces breve por el alto coste del teléfono. Las historias de cada día se convierten en un juego metaliterario del que además disfrutarán los trabajadores de la centralita, pues todos los días a la hora del cuento dejan de atender otros teléfonos para atender a las maravillosas historias del señor Bianchi, donde lo sobrenatural se inserta en el propio universo de cada una.
El tratado de paz
La guerra vital de Gianni Rodari fue un ejercicio de circularidad en varios planos de lectura.
Mientras su proceso de creación se basaba en contar de viva voz a un grupo de escolares un cuento, su última creación, para ver si funcionaba o no; estudiar los mecanismos de la fábula, reescribirlo; volver a leer el texto escrito para observar su reacción, ejercitaba esa duda constante sobre el proceso de escritura, y su origen oral, pero sobre todo, entregaba las armas al niño lector, al niño creador, que juzga, imagina y decide.
Como Aristóteles y otros pensadores, como muchas corrientes artísticas y movimientos filosóficos, Rodari también escribió en un momento determinado su teoría, una «poética» para adultos. Aunque ya en sus años en la escuela se intercambiaba cartas con los padres de los niños, tuvo la necesidad de escribir su Gramática de la fantasía quizá para explicar las fábulas y los fantasmas, el palacio de helado y las calles sin tiempo, aquello con lo que los niños batallaban cada día y que nadie podía luchar por ellos. Sin querer, a partir de la literatura infantil, Rodari escribió el armisticio más importante de las nuevas generaciones que aquella Italia inmadura le devolvería en forma de rechazo. Fue, por otra parte, su libro más aburrido.
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Descubrí sus «Favole al telefono» cuando ya era adolescente, porque se lo habían regalado a mi hermana pequeña. Junto a Roahl Dahl me enseñó que lo que se llama absurdo es, la mayor parte de las veces, inteligencia feroz.
Precioso artículo. Creo que no se le puede describir mejor.