Política y Economía

El fin del mundo

Escena de La caída del Imperio romano. Imagen: The Rank Organisation / Samuel Bromston Productions.
Escena de La caída del Imperio romano. Imagen: The Rank Organisation / Samuel Bromston Productions.

Un día, en Estados Unidos, la coincidencia de un atasco de autopistas con una paralización del tráfico ferroviario impide que el personal de relevo acceda a un gran aeropuerto. Los controladores no relevados, vencidos por el estrés, provocan la colisión entre dos cuatrirreactores, que se precipitan sobre una línea eléctrica de alta tensión, cuya carga, repartida entre otras líneas ya sobrecargadas, provoca un black out como el que ya sufriera Nueva York hace algunos años. Salvo que esta vez es más radical y dura varios días. Como nieva y las calles están bloqueadas, los automóviles forman monstruosos atascos; en las oficinas, se encienden fuegos para calentarse, estallan incendios y los bomberos no logran llegar a los sitios para apagarlos. La red telefónica queda bloqueada bajo el impacto de cincuenta millones de personas aisladas que tratan de comunicarse. Se inician marchas por la nieve, que ocasionan víctimas que se abandonan en las calles.

Así describía Umberto Eco en La nueva Edad Media (1972), siguiendo un ensayo del divulgador Roberto Vacca, los primeros momentos de un colapso civilizatorio. Pronto siguen los saqueos y los enfrentamientos armados, y el desplome del Estado, las autoridades formales y el control social. Se propagan las epidemias, y los supervivientes que deambulan entre las pilas de cadáveres y los edificios en ruinas recelan unos de otros. Los títulos de propiedad se difuminan y no hay más razón que la fuerza y la usurpación. El poder se fragmenta y privatiza en pequeñas islas feudales con ejércitos mercenarios. El hilo que transmite y perpetúa el conocimiento también se vuelve precario.

Los precedentes históricos

Si el cuadro pintado más arriba nos suena familiar es porque, en efecto, el fin del mundo ya ha pasado muchas veces. A lo largo de la historia se han sucedido diversos colapsos civilizatorios de distinta amplitud. Quizá el más famoso sea el final del Imperio romano de Occidente, que en algunas zonas de Europa provocó la aparición de formas sociales simplificadas debido a la interrupción de los flujos comerciales, de la tributación y de la protección militar del Estado romano.

Así ocurrió por ejemplo en los Balcanes, en Gran Bretaña y en zonas de la península ibérica ya desde antes de la fecha convencional de 476 d.C. Incluso allí donde se dio una cierta continuidad con el orden romano, como en los reinos franco, visigodo u ostrogodo, el poder se hizo local y tendió a feudalizarse, la economía se desmonetizó y el Estado se convirtió en un cascarón discursivo con poca capacidad de movilizar recursos más allá de las posesiones personales de reyes y grandes magnates. La Iglesia se convirtió en un elemento vertebrador fundamental, y en el refugio de la cultura no militarizada.

El rasgo común a todo este panorama es que el derrumbe de un orden social complejo, provoca que la vida se refugie en formas más robustas.

En las zonas más remotas y menos urbanizadas, la relativa complejidad del orden romano dio paso a modalidades sociales más resistentes por su sencillez y por apoyarse directamente en vínculos familiares o clánicos. En muchos casos las comunidades se retribalizaron, ya fuera recuperando filiaciones étnicas previas a la conquista romana, ya articulándose en neotribus encabezadas por algún caudillo o terrateniente, y cuyos vínculos étnicos o familiares eran a menudo fabulados. Así sucedió en el sur de Gran Bretaña, y esta es la realidad de la que surgirá el mito artúrico en siglos venideros. En los márgenes del mundo romano volvió a extenderse lo que Chris Wickham, a rebufo de la historiografía marxista, llama el «modo campesino» de producción: pequeñas comunidades agrarias, en buena medida autosuficientes, y que no dependían de ninguna superestructura estatal. En esencia, al caer la sociedad compleja que fue Roma, sus pobladores o parte de ellos se refugiaron en comunidades locales más o menos autosuficientes. Sustituyeron los abstractos vínculos legales por otros de carácter personal, y la economía monetaria y el comercio a larga distancia por el trueque y la subsistencia.

Más allá de Europa, otras civilizaciones se han desintegrado para luego reconstruirse, o subsumirse en nuevas ecúmenes cuyo rasgo principal ha sido una complejidad cada vez mayor. Una complejidad creciente, sí, pero con altibajos, que ha alternado sucesivos colapsos y sucesivas reconstrucciones hasta la actual civilización postindustrial global.

Esa senda histórica obliga a preguntarnos si el destino de nuestra civilización es el colapso o puede ser otro. Porque, si es verdad que las civilizaciones más sofisticadas son también las menos resilientes, la civilización actual sería la más frágil.

Complejidad, robustez, fragilidad

Si algo caracteriza la actual sociedad global es su complejidad. Las instituciones son cada vez más sofisticadas, la especialización y el intercambio se extienden, la producción material e inmaterial no para de aumentar, y las conexiones se multiplican en un fractal de complejidad inimaginable. Los ejemplos son incontables. Hemos tejido redes para conectarlo todo, hasta el punto de que la quiebra de un banco en Nueva York se siente en media Europa y el clima en Siberia encarece el trigo en Bogotá. Hemos distribuido el trabajo hasta un absurdo utilísimo, de manera que no existe ya una persona viva capaz de construir ni un reloj Casio. Fabricar el más accesorio de nuestros accesorios requiere el conocimiento de un ejército de hombres.

Pero, ¿es la sociedad un sistema frágil o robusto?

De un sistema decimos que es robusto cuando es capaz de resistir perturbaciones. Así ocurre, por ejemplo, con el organismo humano. A cada uno de nosotros nos constituyen millones de células que se coordinan (¡sin necesidad de un coordinador central!) para mantener nuestro corazón pulsando durante décadas, para hacernos madurar y curar miles de heridas. En ese tiempo el cuerpo afronta millones de perturbaciones: le faltan líquidos, lo sometemos a estrés, nos fracturamos un hueso, perdemos un litro de sangre o nos infectan virus y bacterias. Pero el corazón no se detiene. En cambio, otro sistemas son frágiles. Son sistemas cuyos equilibrios pueden desvanecerse ante estímulos apenas perceptibles, como una pompa de jabón, incapaz de perdurar en el tiempo por razones evidentes.

Pensemos ahora en la civilización postindustrial y global, la nuestra. ¿Es robusta como un organismo vivo o frágil como una pompa de jabón?

El riesgo del fin del mundo

Si hacemos caso al a priori popular, cuanto más complicado es un artefacto más frágil será. Un cacharro complicado tiene más piezas que pueden romperse, hay más condiciones que cumplir, más cosas que pueden ir mal. Además, basta que se produzca una malfunción para que se dispare una cascada de fallos y el conjunto-maquinaria colapse como un castillo de naipes. Un elevalunas eléctrico se avería más que uno mecánico. Y el lector quizá recuerde los pasajes de Parque Jurásico que ofrecieron a un par de generaciones su primer contacto con la teoría del caos y el estudio de la complejidad (las 1993 palabras de este artículo homenajean la película). Entonces, si es verdad que más complejidad implica más fragilidad, concluiremos que nuestra sociedad hipersofisticada es, necesariamente, fragilísima.

Y, en efecto, hay razones para argumentar que la civilización global es más frágil que sus antecesoras. La sofisticación ha traído nuevos riesgos con capacidad de devenir en sistémicos. Según el Global Risk Report, el mundo actual se enfrenta hoy a peligros globales. Un desajuste fiscal cronificado o un aumento de la desigualdad. Un fallo de ciertas infraestructuras. Una pandemia. El colapso de ciertos ecosistemas. Y, por supuesto, el cambio climático y los monstruos de Einstein: las armas de destrucción masiva. Estos riesgos se caracteriza por ser globales. Son shocks que detonarían a partir de pequeños sucesos que, de combinarse, provocarían fallos completos, contagiosos, capaces de propagarse en cadena de un país al siguiente. Son riesgos, además, con histéresis: no solo sacarían a ciertos sistemas (importantes) de su equilibrio funcional, sino que los dejarían anclados en otro equilibrio, uno fallido e irrecuperable. Por poner un ejemplo extremo, uno no puede descontaminar una región inundada por la radiación de una fuga nuclear.

Es evidente que estos riesgos son nuevos y no tienen un equivalente antes del siglo XX. Hasta entonces afrontábamos otros y, si bien es difícil comparar unos con otros —¿cómo medir el riesgo de un evento que jamás se ha producido?—, hay razones para pensar que los riesgos modernos son singulares, al menos en dos aspectos.

Primero, porque ahora todo está conectado. Como sucedía en Roma… Eso multiplica los efectos cascada: basta que un engranaje deje de funcionar para que la máquina se detenga. Por ejemplo, tenemos bastante certeza de que la pérdida de territorios del Imperio como África, y de los ingresos fiscales que generaban, hizo insostenible la presencia romana en otros lugares muy lejanos.

Y segundo, porque nuestra civilización es cada vez más potente, entendido eso en términos vagos. Esa potencia, nuestra capacidad para moldear la naturaleza, está detrás de nuestro éxito —sin connotación moral, sino más bien biológica— expansivo y demográfico, pero al mismo tiempo es evidente que esa potencia subyace a los riesgos sistémicos. La capacidad nuclear, la potencia armamentística o la posibilidad de transformar el clima y nuestro planeta tan radicalmente en tan poco tiempo son, evidentemente, fenómenos inéditos. La humanidad, como dice el mito de la Guerra Fría, tiene la capacidad de destruirse a sí misma, y ese es también un riesgo inédito.

La vida se abre camino, ¿pero y nosotros?

En definitiva, la civilización global moderna está hiperconectada y tiene energía para hacer cosas estupendas… pero también para destruirse a sí misma y a todas sus herederas. Pero, ¿está condenada a ser frágil? O dicho en otras palabras, ¿cómo logran otros sistemas complejos perdurar?

El axioma del que antes hablamos nos dice que los artefactos complicados se averían y no funcionan como deberían, que lo simple acaba siendo, si no más eficaz, si más resiliente. Sin embargo, y aunque esto es cierto seguramente para los diseños —un diseño simple es más robusto que un diseño complejo—, no es necesariamente cierto para los artefactos evolucionados. A un prototipo le sigue otro prototipo, y a este otro, y al siguiente otro, y así cien veces. El resultado es un sistema cada vez más complejo, pero no necesariamente más frágil. Porque cada fracaso produce una mejora en la iteración siguiente. El resultado (a veces) son sistemas que aúnan complejidad y robustez. Este proceso de ensayo/error/aprendizaje es el que siguen las civilizaciones humanas, aquella secuencia de colapsos y resurrecciones de la que emergían civilizaciones cada vez más complicadas, como dijimos al principio. Y es, claro, el proceso que rige la vida en la tierra.

La evolución consigue lo que no consigue el diseño —al menos el diseño del que somos capaces los humanos—: agregar complejidad de forma incremental para aunar a un tiempo rendimiento y robustez. Eso es lo que ha logrado, por ejemplo, el organismo humano. Un sistema que ha logrado ser a la vez sofisticado y robusto, gracias a un número asombroso de sucesivas etapas de ensayo/error/adaptación.

Pero, ¿puede nuestra civilización evolucionar? Para ello tiene que ser capaz de sobrevivir a sus fracasos. Un sistema resiliente es aquel que comete un error y sobrevive para ensayar algo distinto. Eso nos ha traído hasta aquí, como especie y también como sociedad. La pregunta inquietante —y que ya no responderemos— es si nuestra civilización hipersofisticada y superpotente será capaz de evitar errores irrecuperables. ¿Puede enfrentar sus retos —el cambio climático o la escasez de recursos— sin grandes crisis? ¿Puede colapsar sin que sea la última vez? Las consecuencias de caer desde la altura del orden social y cultural más complejo de todos los tiempos se antojan sombrías.

En numerosas ocasiones hemos defendido los logros de la actual civilización en términos de aumento de la esperanza y calidad de la existencia humana, progreso económico y científico-técnico y expansión de los círculos de empatía y del respeto por la vida en general. Lo que nos ha costado no pocas polémicas. No obstante, el fin del mundo nos parece —y perdón por el chiste— un asunto muy serio.

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17 Comments

  1. Vigasito

    Además es bueno imaginar ese fin del mundo, así evitarlo (o disminuir sus efectos) será un poco más fácil.

  2. Richard Salvatierra

    Realmente apasionante modo de escribir. Gracias por darle una perspectiva alentadora a la evolución de los individuos en esta sociedad inter-intra-conectada. Normalmente, todos los relatos leídos desembocan en gritos ansiosos de solicitar que los «ángeles» que secuestran los gobiernos indefectiblemente terminen controlando a sus pares.

  3. Me ha gustado el artículo, y creo que trata un tema, ejem, muy serio, pero (siempre hay un pero) me chirría muchísimo la metáfora del cuerpo humano como un sistema robusto (NB: Estudio medicina, luego es posible que tenga un sampling bias muy fuerte aquí ;), pero, sobre todo, como uno descentralizado: Elas células están extremádamente especializadas y requieren de una regulación neuroendocrina hipercentralizada en todo momento, o se produce un fallo catastrófico en cuestión de minutos si no segundos. uno descentralizado

    • Vaya, por usar el móvil se me han colado un par de errores («elas», las dos palabras del final), además de que el tono me ha quedado un poco agresivo. Me suena que Kiko Llaneras es biólogo y no querría que me diese una lección por pasarme de listo en plan enfurecido (si es didáctico no me importa ;)

      • Kiko Llaneras

        El asunto de la robustez del cuerpo humano es, como siempre, relativo. Lo uso porque creo que es un buen ejemplo de algo muy sofisticado —mejor lo sabes tú si lo estudias—, pero que consigue funcionar sin errores irrecuperables durante décadas.

        Cuando digo que no hay coordinador es porque no hay un planificador —un «alguien»— decidiendo lo que hace las células, sino múltiples agentes (células, proteínas, etc.) emitiendo señales y respondiendo a otras señales. Tienes una cascada de procesos concurrentes y automático, de los que emerge el comportamiento del organismo. Entiendo que hay regulación extendida, ¿pero dirías que es centralizada? Por ejemplo, la regulación de la glucosa en sangre, es un proceso que se producen en miles de células beta, no en un decisor. Si creo que el cuerpo humano, y en general los seres vivos, son buenos ejemplos de sistemas emergentes (son resultado no tanto de los elementos que los forman, como de las interacciones entre estos elementos).

        Para un ingeniero esto es más fácil de ver: el cuerpo humano es más robusto y más descentralizado que prácticamente cualquier cosas que sepamos construir.

        Por cierto, soy ingeniero y no sé muchísima biología, aunque hace años que investigo con sistemas biológicos :)

      • Muy buen artículo!

        Da la casualidad de que yo también estudio medicina (o estudié), y mi idea es la siguiente:

        A pequeña escala cada célula es como una pequeña comuna autosuficiente ideal, si le dejasen serlo (nutrientes, etc.) pero globalmente todo nuestro organismo es un «todo» (aunque suene muy holistico) debido a su complejisima y sorprendentemente rentable maquinaria. solo en momentos criticos depende todo, inicialmente, de los tejidos locales (vease herida + vascoconstriccion)
        Algo así como una especie de Marinaleda dentro del estado español. Muy bonito, pero dependiendo de unas jugosas ayudas estatales.

        Un saludo!

  4. El único modo es reducir la creciente dependencia y el volver a recuperar algo de autosuficiencia, hemos destruido y abandonado la tierra sin haber salido de ella. Vamos en la dirección contraria.

  5. Pingback: Complejidad y resiliencia

  6. … y un despiadado país de las maravillas.-

  7. Valhue

    La posibilidad de un pequeño colapso de la civilización no es despreciable, pero si nos referimos a la humanidad en su conjunto sí que nos hallamos ante un caso de organismo en evolución.
    Las civilizaciones humanas han sufrido un sinfín de catástrofes locales y globales con algunos hundimientos gloriosos como el del imperio romano, pero es prácticamente imposible imaginar un evento capaz de eliminar la civilización. Aunque habría caos y crisis y multitud de tragedias personales no hay ninguna hipótesis seria que pudiera transformar nuestro mundo en el de «The walking dead» – ni siquiera una epidemia zombie – así que los supervivientes reconstruirían a partir de las cenizas y con alguna contramedida para tratar de evitar las causas que llevaron a la crisis anterior.

  8. SebaSj

    y Taleb y su antifragilidad?

  9. DJ MADRID

    Bien, pero has cogido las ideas de Taleb.

  10. Alejandro

    El colapso está asegurado, viendo la dirección en que vamos.
    La peor parte se la llevará la «civilización». Los que subsisten hoy día en culturas «primitivas» tienen todas las herramientas, conocimientos y materia prima para seguir en la misma línea, con la ventaja de la desaparición de la presión depredadora «civilizada». Salvo que un holocausto nuclear termine con la vida humana.

  11. Andrei

    En un libro de un escritor vasco leí una frase que decía algo así «pero después te das cuenta que el fin del mundo no es una súbita destrucción, sino un lento hundimiento que va sucediendo cada atardecer».
    Quizá se pueda explicar con otras palabras: «el fin del mundo» no es sino la metáfora que indica el colapso de la civilización humana, su autoaniquilamiento al someterse a una Megamáquina que desnaturaliza nuestra relación con el entorno, nuestros vínculos con otros seres humanos, y hasta nuestra relación con nosotros mismos.
    En cualquier caso es muy interesante la reflexión que lleva años haciendo la gente de la revista Cul de Sac, en su primer número hay un artículo muy interesante de Javier Rodríguez Hidalgo llamado «Imaginarios apocalípticos», sobre cómo concibe el cine de Hollywood los fines del mundo.
    Y Juanma Agulles, uno de los miembros de Cul de Sac, tiene una interesante reflexión sobre el «catastrofismo» como ideología para administrar -simbólica y materialmente- este lento hundimiento de la civilización industrial. Se titula «¿Preparados para el fin del mundo?», está publicado en la revista Hincapié: http://www.revistahincapie.com/?p=6408

    Salud

  12. dgpastor

    Además de la evolución del diseño, se me ocurre que cuanto más distribuido es un sistema no necesariamente es más frágil sino más robusto: hay más caminos alternativos para reconstruir las rutas dañadas. Esto tiene que ver con la teoría de redes y tiene muchos ejemplos reales en cómo se previenen incidencias masivas en telecomunicaciones o en la distribución de bienes o transporte. Es cierto que atacando los nodos más grandes debilitas el funcionamiento del sistema (no es lo mismo un infarto que la amputación de una pierna) por eso hacer crecer la red con equilibrio de modo que haya muchas más opciones de progreso sin apostarlo todo a una región, una cultura, unos agentes determinados hacen a la sociedad globalizada más resistente a las crisis y posibilitan opciones para seguir evolucionando. Eso sí, los motores (o el liderazgo) va cambiando según cogen el testigo.

    Hablando de Economía, parece bastante claro que la crisis de 2008 ha debilitado el eje occidental pero no va a acabar con las transacciones globales. Simplemente, el eje motor se desplaza aceleradamente a Asia. Queda por ver si los cambios sociales y políticos acompañan y todo (Asia y Occidente) evoluciona o algunas regiones «dañadas» quedan temporalmente fuera del sistema. Por eso pienso que apoyar el crecimiento sostenido del conjunto nunca es en balde ni suma cero a costa del que ayuda.
    Alemania está a punto de darse cuenta.

  13. nofuture

    El artículo queda bien resuelto desde una perspectiva histórica, pero lo considero demasiado aséptico en sus conclusiones.

  14. Pingback: Lecturas de Domingo | Maven Trap

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