No tengo nada que decir… pero aun así tengo que decirlo. (Guido Anselmo, 8½).
Robert Walser sabía que escribir que no se puede escribir, también es escribir. (Enrique Vila-Matas, Bartleby y compañía).
En 1962, tras el éxito abrumador de La dolce vita, Fellini estuvo a punto de callar para siempre y unirse a Bartleby y compañía. Ya saben, aquellos artistas que un día dejan de crear y abrazan el modo de vida del escribiente del cuento de Melville que siempre, ante cualquier propuesta, prefería no hacerlo. Convertido ya en un director aclamado en todo el mundo, y con un cheque en blanco para rodar lo que quisiera, el cineasta de Rimini sufrió una terrible crisis creativa y se encontró, de la noche a la mañana, sin nada que decir. La presión del público, los periodistas, los productores y, sobre todo, la presión sobre sí mismo no dejaban de subir… y Fellini se encontraba al borde del colapso. Pero justo cuando estaba a punto de desistir, ocurrió una de aquellas cosas que cambian la historia de un arte para siempre: Fellini se dio cuenta de que aunque ya no tenía nada que decir, aún podía hacer una película sobre por qué ya no tenía nada que decir. Y así convirtió, quién sabe si a base de valentía o de pura chulería italiana, su crisis creativa en una de las grandes obras maestras de la historia del cine: 8½.
8½ sigue siendo, a día de hoy, la gran película metacinematográfica de la historia. Narra la crisis creativa de Guido Anselmo, un cineasta bloqueado, alter ego del propio Fellini, que se refugia en un balneario para reflexionar. Allí, Guido-Fellini intenta trabajar en su nueva película, que trata precisamente sobre un cineasta en crisis. Entre las dudas y la confusión del protagonista, vamos dándonos cuenta de que esa obra que prepara es la misma que estamos viendo: 8½. Es decir, no vemos solo la película, sino también, y a la vez, su proceso de creación. Por eso no tiene título (Fellini la llamó 8½ porque antes había rodado siete largometrajes y medio): porque no cuenta nada, sino que se cuenta a sí misma. Y en ese contarse a sí misma, 8½ da la sensación de contarlo todo.
El filme de Fellini es un gran monólogo lírico en el que se entremezclan escenas de realidad, sueños, recuerdos y fantasía, a fin de expresar la gran confusión del mundo mental de ese cineasta interpretado por Marcello Mastroianni. Un mundo mental que domina la película como nunca se había visto antes, pues la cámara de Fellini se instala literalmente en la mente del protagonista. No es solo que el punto de vista sea de Guido Anselmo, es que nos pasamos dos horas y media sentados en su psique, que nos va guiando por la película a base de transiciones que funcionan como si fueran conexiones neuronales. Y ya hemos comentado que el protagonista es un trasunto clarísimo de Fellini, de modo que 8½ es un gran viaje por la confundida mente de su autor, que expone aquí, con brutal honestidad y sin ningún pudor, todas sus fobias, sus manías, sus obsesiones y sus sueños. Fellini no se conformó con hacer cine, quiso ser cine.
El ejemplo más claro de esta honestidad, del coraje que demuestra Fellini en 8½, es sin duda la escena del harén. En esta secuencia, Guido se evade de sus problemas conyugales e imagina que vive en una mansión con todas las mujeres de su vida, que se dedican a servirle y adorarle. Pero pronto se da cuenta de que ni siquiera en sus mejores fantasías es capaz de controlar a sus mujeres, que se rebelan contra su despotismo. Y Fellini no duda en ponerse ahí en la pantalla, con sus rarezas y sus defectos, misoginia incluida, intentando aplacar la rebelión, látigo en mano. Lo que podría haberse convertido en una escena desagradable adquiere un tono cómico en sus manos, y es que Fellini siempre pensó en su 8½ como una comedia. (De hecho, para que sus colaboradores no olvidasen esa intención pese al tono sombrío del filme, colocó una pegatina en la cámara que decía: «¡Recuerden que estamos rodando una comedia!»). Sea como sea, la escena es un perfecto ejemplo de la sinceridad y la osadía con la que Fellini encaró esta exploración autobiográfica que es 8½: no solo representa su sueño de vivir en un idilio armónico con todas las mujeres de su vida, sino también su anhelo de traspasar la pantalla y vivir en las películas. ¿O es que hay algo más esencialmente cinematográfico que un italiano con túnica y sombrero de cowboy, blandiendo un látigo mientras suena una melodía de circo y, de fondo, las risas de todas sus amantes?
Pero la escena del harén es una excepción dentro de 8½, que es en general una película amarga y desesperanzada. Este tono surge principalmente de la angustia de Guido Anselmo, provocada por su confusión y su bloqueo creativo. Tiene que rodar una película pero no se le ocurre nada, y se pasa todo el metraje en busca de inspiración, de su musa. En 8½, la inspiración está simbolizada por la actriz americana, Claudia, y rastrear sus apariciones nos ayuda a entender mejor la compleja estructura del filme. La primera vez que la vemos es en un plano detalle de una foto, pues aunque Guido la busca, Claudia aún pertenece al pasado, a los recuerdos. En la escena siguiente sí que aparece, pero solo fugazmente y en la imaginación del protagonista: en un plano memorable, Claudia flota hacia Guido y el tiempo se detiene. Se corta el sonido, la escena se ilumina… pero todo se desvanece cuando la realidad vuelve a imponerse. Continúan el bloqueo y la incapacidad de retener a la esquiva inspiración. Un rato después volvemos a ver a la musa, pero esta vez en la dimensión de los sueños. Ahora se queda más tiempo (incluso parece que duermen juntos) y dice que quiere cuidar de él, pero finalmente el sueño se acaba y la inspiración vuelve a abandonarnos. Claudia vuelve en el último tramo de la película, esta vez para quedarse y propiciar el gran final, al que no le falta inspiración por ningún lado. Tras su paso por los otros universos del filme (recuerdos, imaginación, sueños) Claudia traspasa finalmente la frontera y se digna a aparecer en la realidad. Es revelador que esto ocurra justo cuando Guido dedica cinco minutos de su estancia en el balneario a trabajar en su película (ya saben lo que decía Picasso de que la inspiración te pille trabajando). Y solo entonces, cuando finalmente encuentra a su musa, consigue Guido vencer su bloqueo creativo, abrazar su gran confusión como lo más íntimo de sí mismo y dar rienda suelta a su creatividad. Y es de esta explosión creativa de donde nace 8½, pues la película que Guido pretende filmar es la misma que protagoniza y que nos tiene a nosotros, una vez más, al borde del sillón.
Estamos ante una obra tan personal, tan viva… que intentar acercarse a ella de modo puramente explicativo carece de sentido. Y eso no significa que no pueda hacerse, porque 8½ es una deslumbrante muestra de dominio de todos los componentes de la dirección cinematográfica. Un domino formal que podría analizarse extensamente, pero que no daría, por sí solo, para explicar la grandeza y la magia de esta obra maestra. Sí que conviene, sin embargo, apuntar ciertos elementos formales que están en el centro del estilo de Fellini, ese estilo único que adquiere en 8½ su máximo esplendor:
- La composición de las imágenes siguiendo una cadencia musical, con un montaje que convierte ciertas secuencias en pequeñas sinfonías visuales.
- Los largos planos secuencia en los que la cámara y los actores parecen bailar en magníficas coreografías visuales de gran poder expresivo.
- El dominio absoluto del espacio como elemento expresivo, sobre todo en el uso de los decorados y en la oposición de interiores (intimidad donde se revela la verdadera personalidad) y exteriores (dimensión social de representación y apariencias).
- Y en un sentido más amplio, la creación de un lenguaje capaz de expresar algo tan particular y grotesco como el mundo psicológico de Fellini: las transiciones entre realidad y sueños o imaginación, a menudo resueltas con interesantes innovaciones de sonido; las roturas de la cuarta pared y los saltos de eje; el uso de los planos subjetivos, tan extraño como el propio enfoque subjetivo de la película; los congelados de sonido; los bruscos zooms que revelan la irrealidad de los sueños; el aprovechamiento simbólico del atrezo (esa nave espacial que va creciendo y haciendo crecer la presión); la voz en off plagada de monólogos existencialistas del protagonista…
En esa magnífica novela que es Bartleby y compañía, Enrique Vila-Matas escribe que la literatura por venir, aquella capaz de vencer el mal de Bartleby, solo puede surgir de «una tendencia que se pregunta qué es la literatura y dónde está, y que merodea alrededor de la imposibilidad de la misma». Y este es el gran objetivo de todo el arte moderno, crear obras autoconscientes, capaces de interrogarse a sí mismas. En este sentido, 8½ representa la consecución de aquello que el cine moderno siempre intentó lograr, desde la nouvelle vague y la Rive gauche. Una película que se va construyendo a sí misma al tiempo que se da al espectador; que se discute, e incluso llega a negarse a sí misma, a medida que avanza. 8½ se cuestiona en réplicas como la del crítico cuando dice «[esta película] no tiene ninguna de las virtudes de la vanguardia, pero sí todos sus defectos» (apuntando directamente al gran miedo de Fellini), pero sobre todo, y de un modo más profundo, en su propia estructura narrativa y en su concepción cinematográfica.
Pero 8½ no es solo la película que los cineastas modernos siempre quisieron rodar. Es también la obra más puramente cinematográfica que se ha filmado. Ninguna otra película resulta tan inconcebible en otro soporte que no sea el celuloide. Quizá por eso está entre las favoritas de incontables directores, desde Truffaut a Bergman y Scorsese. Haciendo mías las palabras de este último: «8½ es la expresión más pura de amor por el cine que conozco».
La vi en su momento, en los 60 cuando yo andaba entre los catorce y los quince. Recuerdo que tuve la impresión de haber asistido a algo interesante aunque me perdí por el camino sin entender de la misa la media. No hubo ocasión de volverla a ver hasta mis treinta años; Y ahí sí, todo fue diáfano y maravilloso. De hecho, lo comprendía todo y tuve la impresión de ser el protagonista del film. ¿Qué más se podía pedir?
¡Gracias Fellini!
Aunque me encanta esta película, disiento totalmente de las conclusiones sobre el metacine y la grandeza del arte moderno narrándose a sí mismo y demás vueltas autoconscientes que cierran el arte al mundo exterior.
En realidad, me resulta infinitamente más interesante una película hecha desde y sobre el odio al cine, que una sobre el amor al cine.
Quizás por eso, de todo el «cine dentro del cine», sólo me gustan dos películas: Ocho y medio y Millenium actress.
Bueno, yo no digo que las películas que se narran a sí mismas sean necesariamente mejores que las que no. Pero sí que hay una tendencia muy clara en el arte moderno, de la que habla Vila Matas, de crear obras autoconsicentes.
No sé si llegaría a decir lo de las películas que se hacen desde el odio al cine, pero hay un tema interesante en lo que dices: que una película tenga este carácter autoconsicente no la hace necesariamente mejor, y de hecho es más difícil que una obra de este tipo acabe siendo una gran película. Aunque las hay, y para mi el gran paradigma es 8 y 1/2.
Pero para mi no es lo mismo una obra tan autoconsicente y auto-reflexiva como 8 y 1/2 que una película de cine dentro del cine, expresión que suele usarse para todas las películas sobre el mundo del cine. De esas hay muchas, y muchas de ellas son grandes películas: Cantando bajo la lluvia, The Artist, Ed Wood, Le mepris, El crepúsculo de los dioses, Cautivos del mal, La condesa descalza…
Y si la comparamos con «La nuit américaine» –ya que hablamos de Truffaut– la talla de «8 1/2» crece y crece hasta sobrevolar como un águila la carrera de un conejo.
Figúrese que yo opino justamente lo contrario. Y aunque no tiene sentido argumentar por qué es mejor una que la otra, sí puedo precisar por qué prefiero la de Truffaut a la de Fellini: el primero me parece un director amable y el segundo un hombre lleno de soberbia. Esto, además, sería un punto intrascendente si no fuera porque tales rasgos definen asimismo el carácter de sus respectivas películas.
Quiero decir que en ambos casos los directores se retratan a sí mismos y mi problema con Guido-Fellini es que me resulta profundamente antipático. Lo que comúnmente llamamos gilipollas, en fin.
Por eso siempre veo una con sumo gusto y la otra con un inevitable disgusto.
Todo lo cual, claro, no tiene nada qué ver con el talento de Fellini. Ni es óbice para que 8½ pueda considerarse una obra maestra. Pero a mí me resulta tan antipática que no puedo percibir todas esas virtudes que ustedes le ven y que no pretendo desmentir.
La ví hace muchos años y quedé deslumbrado, hasta pensar que era la mejor película de la historia. Tenía una riqueza puramente formal extraordinaria.
Su único defecto era Marcello Mastroianni, un actor al que detesto.
Interesante… ¿En quién hubiera pensado usted para el papel? ¿Gassman, quizá…? ¿Tal vez Sordi? ¿O más bien Totò…? ¿Eh, eh…?
Es mucho más acentuado con La Dolce Vita, jamás vi a a MM como el seductor que nos vendieron (aunque por otra parte parece que sí lo fue en la vida real). Siempre me pareció muy poca cosa y nunca el hombre por el que se perdería una mujer.
¡Qué diferencia con La Gran Belleza, con un Toni Servillo más feo pero mucho más interesante!
No se que actor de aquella época podría haberle suplantado, la verdad.
Posiblemente Fernandel, que aunque no era italiano, sí era mucho más seductor que Mastroianni, ¡dónde va a parar!
Luigi, tú debes ser un guaperas con una percha que no veas… ¿Con qué estilo te definirías? ¿A lo Alain Delon – Terence Stamp? ¿O más macho-man como Charlton Heston – Sean Connery?
¡AAAYYY…!
Qué culpa tengo, es una sensación imposible de reprimir. Ya digo que Toni Servillo me parece mucho mas adecuado. Ni Fernandel, ni Totó ni ningún otro payaso. Quizá a muchos de ustedes se les ve el subconsciente al sustituir a MM con payasos. A mí me pareció siempre que daba más el tipo para hacer de bufón. Lástima que sea tan guapo.
Qué envidia me dan todos ustedes. Yo he visto dos veces 8½ y las dos veces me llevé la misma impresión: es la desagradable deposición de un director de extraordinario talento que no tiene nada que decir.
Al respecto me pareció mucho más interesante la «Carta de Lord Chandos», de Hugo von Hofmannsthal.
Sea como fuere, me he cruzado con tantos tipos inteligentes y de buen gusto que adoran esa película que he acabado concluyendo que se trata indudablemente de una obra maestra ajena a mi sensibilidad.
Algún día volverá a verla, a ver si por fin maduré.
Estoy dacuerdo total con lo de la carta de Lord Chandos del Jugo von Hofmanstahl mi vida!
No se preocupe, lo único que le falta es sensibilidad no es que ya la tenga.
Me explico: Fellini sabe que hay un límite estético entre el balance que debe buscar para que sus películas sean populares y al mismo tiempo experimentales pero que aún sean llamadas películas y se ajusten a su tiempo a su contexto y al público, se hizo en la historia del Mago de Oz, al levantar la cortina del supuesto Mago con su maquinaria detrás o con Alicia persiguiendo al conejito Blanco (en el cual hace referencia Fellini veladamente en todas sus películas y explícitamente en «El país de las mujeres». Por lo tanto con esa consciencia encima y la industria del cine se re-inventa y con no poca habilidad le enseña a todo el mundo cómo hacer películas en un mundo donde ya todo está hecho y de ahí en adelante ya no se podrá ser verdaderamente creativo en el cine, se ha llegado a la frontera al límite mismo al que llegaron los postmodernos, por eso un neo-realismo tampoco tiene que ir hacia ninguna parte fuera de la cámara porque se alejaría de los 24 cuadros por segundo y se convertiría en un Wavelenght (1967) o Satantango (1994) MTV etc. ¿Cual es tu propuesta para reinventar al cine (cinematografía) después de 8 1/2?
No he visto «Carta de Lord Chandos» adaptada al cine, ¿quién es el director y en qué año se estrenó?
Está muy bien la altísima educación Vienesa que nos hace el favor de compartir con el libro del principito Hugo von Hofmannsthal influyente con todos sus amigos intelectuales de la Viena más clasista pero me parece que con toda honestidad y volteando a ver a los presentes está Ud. «meando desde el principio fuera de la bacinica». Fellini era hijo de un vendedor de seguros y de una ama de casa, en una clase media baja de Rimini. Espero note la diferencia del caricaturista italiano que llegó a ser uno de los mejores Directores y guionistas de la cinematografía con diferencia a la biografía de principito judío-alemán-vienés que llegó a ser poeta libretista y ensayista.
Un postrero inciso. Sobre el autor que no tiene nada que decir salvo que no tiene nada que decir, Félix de Azúa escribió unas memorables palabras en el «Diario de un hombre humillado» (p. 35 de la edición original de Anagrama):
Confieso haberme entregado a la banalidad huyendo de la poesía. Antes de trabajar denodadamente por la conquista de la banalidad, yo escribía poemas. Lo cierto es que todos escribíamos poemas; escribía poemas hasta el lucero del alba. De puntillas, genuflexos, a gatas, decúbito prono, con boquita de piñón escribíamos poemas. ¿A las estrellas, a la luna, al río Ebro? En absoluto, eso quedaba para la gratuita. ¿A Luisa, a Marisa, a Rosa, a Lisa? Ni hablar, el poema amoroso era considerado franquista. ¿A la caída del Imperio Romano, a una urna ibera, a un obrero en huelga? Esto era lo más detestado. No: lo asombroso, lo fenomenal, es que escribíamos que estábamos escribiendo que escribíamos. Como dijo un célebre crítico francés, manteníamos el motor del lenguaje al ralenti: le moteur, la langue, la parole, el sursum corda!
Por favor, antes de opinar, ver en el cine, no en video.
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