En el museo de Orsay, en París, hay un cuadro titulado La casa del doctor Gachet en Auvers, de Cézanne. En el mismo museo, si continúan la visita, se encontrarán con un retrato del mismo doctor, esta vez de Van Gogh. Y en el mismo museo, en otra sección, podrán ver dos cuadros de un pintor llamado Gustave Caillebotte, me refiero a Los pulidores de parquet y a Veleros en Argenteuil. Cualquiera que haya estudiado la pintura impresionista francesa se quedará inmediatamente con el título último cuadro, porque Argenteuil, los veleros, las regatas, los barcos y todo lo relacionado con la navegación ha sido profusamente pintado por casi todos los grandes pintores impresionistas (los ejemplos son muchos, baste citar, por decir uno, el cuadro Regata en Argenteuil, de Monet). Naturalmente no es casualidad, todos los pintores impresionistas pintaban en los mismos lugares por la sencilla razón de que solían ir siempre juntos a todas partes, como una banda de forajidos del arte académico, siempre dispuestos a atentar contra la decencia del arte oficial, amparados unos en los otros y cubriéndose mutuamente la retirada. Pero este artículo no trata de la Santísima Trinidad impresionista, ni de su gran coro de santos y ángeles cantores. De todos ellos se ha hablado en otros muchos artículos y desde luego merecidamente, pero qué poco se ha hablado en cambio de los «secundarios de lujo», de los que salen en la película «de refilón», de los que se esconden voluntariamente o pese a su afán no pueden pasar de la segunda o tercera fila de la foto oficial del arte del siglo XIX. Se puede pensar que pasaban por ahí por casualidad y tuvieron un papel meramente anecdótico, pero en realidad hicieron mucho más que eso, y por tanto se merecen sus cinco minutos de gloria, y en este caso este artículo.
Son muchos y no puedo hablar de todos, pero quiero referirme aquí a dos de ellos, el doctor (y pintor aficionado) Paul Gachet y el ingeniero (y mucho más que un pintor aficionado) Caillebotte. Ignoro si llegaron a conocerse en vida, pero los dos comparten su huequecito en los salones de Orsay. Y desde luego que nadie visita este museo para verlos a ellos, pero la historia de la pintura francesa del siglo XIX sería muy distinta sin ellos. Y esto no es por sus pinturas, ni por su relación con los otros pintores del momento, mucho más famosos y exitosos que ellos, ni por su presencia enigmática en las escenas fundamentales del drama, sino por su poco conocida labor de mecenazgo.
¡Ah! ¡Qué labor más ingrata la del mecenas! ¡Qué pocas veces su nombre pasa a la historia! Hablamos de los grandes genios de la pintura. Y se nos olvida que nadie llega a ser un gran genio de la pintura hasta que empieza a vender sus cuadros como si fueran rosquillas, o hasta que alguien lo suficientemente importante —es decir, con suficiente peso en el mercado del arte como para enfocar la atención del coleccionista, del gran público y del marchante en un pintor determinado— se digna a tomar a un pobre pintor desdichado bajo su brazo protector. Creemos que Picasso llegó a ser Picasso sin dificultad alguna, que Renoir, Manet, Courbet, Cezanne y tantos otros llegaron a estar donde están de la manera más fácil: exponiendo sus grandes obras y teniendo un éxito inmediato. Se nos olvida que pasaron hambre, que fueron despreciados y marginados, que nadie compraba sus cuadros, que nadie los tomaba en serio. Se nos olvida que no hay ningún determinismo en las cuestiones del éxito y el talento, que una cosa no va automáticamente emparejada con la otra, que por muy bueno que sea considerado hoy un pintor, por muy caros que se coticen hoy sus cuadros, en un principio tuvo que existir un primer comprador (que generalmente compró muy barato, a un precio que ahora nos parece ridículo), o incluso un simple amigo que se ofreciera a darle una comida caliente y una cama donde dormir cuando hasta eso le negaba la vida.
¿Quién vendió sus cuadros en la primera exposición impresionista? Nadie. Bueno, maticemos, casi nadie. Puede que ahora la fecha de 1874 esté en todos los libros de arte y de historia, pero esa primera exposición fue un gran fracaso en su momento. Porque para qué exponían estos pintores: ¿para ser recordados dentro de cien años o para vender sus cuadros en ese momento, no en un futuro hipotético? Pues exponían para vender, como todo el mundo, y si no hubieran vendido, aunque fueran muy pocos cuadros, posiblemente cien años después no serían conocidos. Parece que los grandes genios tengan que vivir al margen de los problemas económicos. Pues no. Los grandes genios, como todo el mundo, tienen que pagar el alquiler de su estudio. Y todos necesitan un marchante, un mecenas, un amigo desinteresado, un comprador avispado, un «descubridor». Y ahí entra el doctor Gachet, que alojó en su casa a Cézanne durante dos años, que fue el primero en comprar un cuadro suyo, que le apoyó cuando Cézanne aún no era Cézanne y cuando aún no estaba nada claro que Cézanne fuera a ser Cézanne algún día. O entra el ingeniero Caillebotte, que compró cuadros y prestó dinero a todos sus amigos impresionistas, que él mismo, después de heredar una buena suma de dinero, se decidió a dedicarse a la pintura pero no por eso dejó de lado su labor callada de mecenas y protector. O entra otro ingeniero, otro secundario de la pintura, Miguel Utrillo, a quien recordamos por un hecho aparentemente circunstancial: darle su apellido al hijo de Suzanne Valadon, el que luego sería el gran maldito Maurice Utrillo, al tiempo que se olvida todo lo demás, como su papel en la Exposición Universal de Barcelona o incluso lo que significó su entrada en la vida de la abnegada pero caótica Suzanne Valadon, a su vez otra secundaria de la pintura, pero… ¿Acaso no son muchas veces los secundarios los que hacen brillar una obra? Se nos olvida. Nos aprendemos los nombres de los principales pintores, como si fuera un catecismo, recitamos las mismas oraciones una y otra vez y se nos olvida leer entre líneas. Y entre líneas se esconde muchas veces el verdadero valor de la historia.
Pero no todo es tan bonito como puede parecer, tan ideal, tan cursi y romántico. Hemos dicho que tanto Caillebotte como Gachet fueron grandes mecenas. Mecenas que además fueron amigos de sus protegidos. Sí, ¿pero era una labor desinteresada? Bueno, si la pregunta fuera fácil de responder la historia sería más aburrida. A veces precisamente es la duda lo que hace que el argumento nos enganche. Si todo está demasiado claro, la cosa carece de interés. Del caso del doctor Gachet y Van Gogh se ha hablado mucho. Con Cézanne no hay mucho que decir. Vivió en su casa. Pintó en su casa. Y un buen día se marchó, huyendo de los homenajes que él creía bromas pesadas, como tenía por costumbre. ¿Pero qué demonios pasó ese último día de vida de Van Gogh? ¿Por qué el buen doctor no le atendió como debía, cuando Van Gogh tenía las horas contadas? ¿Se fue a falsificar obras suyas, como se ha especulado? ¿Se aprovechó Gachet de Van Gogh o realmente hizo lo que pudo por él, que fue poco porque Van Gogh no era un hombre fácil de tratar? Este asunto se mereció una exposición y sus consiguientes debates. Se tituló «De Cezanne a Van Gogh: la colección del doctor Gachet» y fue organizada inicialmente por el museo de Orsay, de donde salieron las principales obras, aunque luego se traslado a otros museos de París y otras ciudades de Francia y del extranjero. Sin entrar en especulaciones, los datos son estos: en los sesenta y seis días que Van Gogh estuvo en Auvers (en una pensión, porque Gachet, a diferencia de lo que había hecho con Cézanne, no quiso alojarlo en su casa) pintó mucho, muchísimo: unos cincuenta cuadros, más una gran cantidad de dibujos y acuarelas. Pero se cree que algunos son falsificaciones. Y digo se cree porque él mismo, Van Gogh, hacía copias de sus cuadros, y el mismo doctor, que ya hemos dicho que era un pintor aficionado, también hacía copias de los cuadros de Van Gogh y de otros pintores conocidos suyos. Para complicar más las cosas, el hijo del doctor también era a su vez otro pintor aficionado, que hacía copias de otros cuadros de pintores amigos de su padre.
Van Gogh, en las cartas a su hermano Theo, le mencionaba de qué cuadros había sacado copia. Sin embargo no dice que copiara el retrato del doctor Gachet. Pese a todo hay dos cuadros idénticos, uno de los cuadros es el que está en el museo de Orsay. ¿Son los dos originales, o uno es falso? ¿Y si uno es falso cuál es el falso? Pero el caso de Van Gogh, como es sabido uno de los pocos que contradicen la premisa básica de «el éxito en vida para asegurarse en éxito después de la muerte» (aunque no sé ustedes, pero yo siempre me he preguntado qué hubiera pasado si Van Gogh no hubiera tenido a su hermano Theo), no es nada excepcional. Grandes obras, valor del mercado y falsificación son términos que van e irán indiscutiblemente unidos, por mucho que algunos museos y coleccionistas no quieran entrar en el asunto (por si la cosa les sale rana, supongo) y por mucho que los manuales de arte suelan, por un motivo o por otro, pasar de soslayo por estos temas tan espinosos.
Lo que queda, lo que siempre queda, son los cuadros. Si van al Orsay, está muy bien que pasen horas extasiados delante de todos esos Manets, Renoirs y demás, pero háganle un hueco a Caillebotte. Paren, aunque sea un minuto, delante de ese gran cuadro que es Los pulidores del parquet y piensen en los cinco minutos de gloria que le debemos. ¿Se puede entrar en la historia de la pintura con un solo cuadro? Bueno, en este caso yo creo que sí. Pero si quieren más Caillebotte, vean esa fotografía exquisitamente burguesa que es su Calle de París, día lluvioso (¿cómo no pensar en Casas, otro exquisito burgués) y no se molesten en imaginar un mundo extinto porque ese mundo está muy presente y muy vivo en el cuadro.
¿Y qué hacemos con el buen doctor de mirada melancólica, con el vilipendiado y supongo que también envidiado Gachet? ¿Nos sentamos delante de él esperando que nos cuente alguna anécdota jocosa? Difícil, porque pese pasar gran parte de su vida rodeado de grandes pintores no se molestó en contarnos lo que vio y escucho entre las paredes de su casa. ¿Fue su discreción una treta para permanecer como secundario, un puesto que le venía bien para sus interés egoístas? ¿Dónde lo colocamos? ¿Héroe o villano? ¿O las dos cosas?
Una buena pregunta para empezar una buena historia. Pero si quieren más, pregúntense quién era ese diplomático egipcio que le compró ese gran coño a Courbet con unas intenciones qué no sabemos hasta qué punto eran o no «lubricas». Del que por cierto se ha dicho que realmente tenía piernas y brazos y cara incluso, y por tanto el pintor no se olvidó de todo eso como sarcásticamente dijo un crítico, sino que alguien cercenó el cuadro, no sé sabe cuándo aunque se puede sospechar con qué fin… Sí, preguntas, muchas preguntas. Un buen enigma y muchos secundarios de lujo. Esto tiene que ser por narices una gran historia.
¡Los penes y vulvas que tuvo que succionar Picasso antes de que alguien decidiera que esas birrias que pintaba eran algo interesante para no sé quién! Creo que en eso solo le pasó por delante Norma Jean para poder llegar a ser Marilyn Monroe.
Madre mía. ¿Esto seguro que está permitido en un artículo sobre arte? ¿No hay ninguna pena como 10 años a galeras o 50 latigazos por proferir estas tonterías?
Hola Buján.
De los penes y las vulvas que succionó o no Picasso (no le llevo la contabilidad en este aspecto) ya hablaremos si acaso en otra ocasión. Pero como veo que te encanta este artista te invito a que te pases por este otro artículo, donde hablé un poco sobre su vida sentimental…
http://www.jotdown.es/2012/11/la-historia-que-no-nos-contaron-iii-la-historia-no-existe-pero-es-todo/
Hasta luego.
El artículo me ha parecido interesante aunque, para ser honesto, he pinchado en el título sólo por ver que había un ingeniero ( el arte pictórico no es lo mío ) . De todos modos, sin tener ni idea del tema, el impresionismo siempre ha sido de las corrientes que más me han gustado.
Si un pintor se copia a sí mismo, o dicho de otra forma, si un pintor pinta dos o más cuadros iguales, ¿no son entonces todos esos cuadros una obra original de ese pintor, por muy iguales que sean?
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